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"Tarde en el hospital", de Carlos Pezoa Véliz[*]
Por Jaime Concha
Publicado en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana
Año 1, N° 2 (1975)
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El primer poeta popular chileno es, a la vez, una de las figuras más salientes del período post-revolucionario que va de 1891 a 1907. Desde el suicidio de Balmaceda, en septiembre de 1891, hasta la masacre de los obreros pampinos en la Escuela Santa María de Iquique (21 de diciembre de 1907), transcurren la adolescencia y la vida adulta de Carlos Pezoa Veliz, al par que se gesta y madura su obra poética. Nacido el mismo año de la guerra por el salitre, el 21 de julio de 1879, el poeta sale recién de su infancia cuando tiene lugar la guerra que destroza Chile, deja diez mil muertos en los campos de batalla y termina con el intento de renovación económica emprendido por el Presidente Balmaceda. Pero su sensibilidad en rápido desarrollo le hizo comprender que mientras las disputas constitucionales se celebraban en un confortable Parlamento, lo que quedaba en las calles y en los campos eran los cadáveres del pueblo. En Lo Cañas, en Concón, en Placilla los restos ensangrentados de tantos chilenos hablarían después por la consciencia y la voz del poeta.
A la venganza y a la persecución contra los adictos de Balmaceda, sigue en la historia de Chile un lapso profundamente depresivo, un cansancio que se extiende a todas las capas de la población, excepto, es claro, a los usufructuarios de la contrarrevolución triunfante. Ese tono colectivo se manifiesta tanto en el vacío cultural que se abre por varios años como en el acentuado carácter militarista que adquiere la política de esa época. Barbarie y prusianización marchan juntas, en el país, entre 1891 y 1900. Pero, por sobre todo, lo que hay es la creciente opresión de los trabajadores, que van construyendo a duras penas un rudimento de organización, en los últimos años del siglo pasado.
Casi paralelamente a este lento surgimiento de la organización política entre las masas explotadas, la poesía de Pezoa Veliz, desde inicios claramente populares, se alza hasta convertirse en intérprete de esas aspiraciones. Tal representatividad no es, sin embargo, una cosa unilateral, pues no existe una relación rectilínea entre los intereses sociales de los trabajadores y la plasmación poética a que se entrega el autor. Por el contrario, es un nexo complejo, a menudo conflictivo, que revela muy bien las contradicciones del poeta, las limitaciones objetivas del movimiento obrero de ese tiempo y, más en general, los rasgos de esa fase en el desarrollo social de nuestro, país.
Hijo natural, según reza una leyenda al parecer verídica, su poesía estará invadida por un sentimiento de orfandad social que coincide con la situación de las nacientes capas medias chilenas. Ese pobre diablo que tan presente estará en su poesía, hasta ser un fantasma constante de su imaginación, es sin duda él mismo, el
propio Pezoa, pero igualmente todos esos hombres que comenzaban a salir del anonimato social, en esa tierra de nadie situada entre una oligarquía prepotente y los trabajadores productivos sin ningún poder político. Con Augusto D'Halmar, con Baldomero Lillo, con Víctor Domingo Silva y también con Luis Orrego Luco (que, aunque proveniente de la burguesía, refleja en sus obras el impulso de otros sectores sociales), Pezoa pertenece a un grupo de escritores que comienza a elaborar, desde la región de la literatura, la ideología de las nuevas capas medias nacionales. Con una diferencia, sin embargo: que por situarse, en virtud de su extracción de clase, en esa frontera existente entre el pueblo más desamparado y las capas medias más modestas, Pezoa expresa un sentimiento de mayor arraigo popular, por mucho que en su vida haya pretendido escapar, tenazmente, a ese destino.
Frente al boato creciente de ese tiempo, en que la oligarquía practica un capitalismo suntuario, es decir, acumula y derrocha una riqueza fundamentalmente improductiva, Pezoa trae a nuestro país el gran estilo de la pobreza. No vemos en su poesía el exotismo de las mansiones señoriales, sino el olor triste de las calles pobres, de la miserable Plaza Echaurren que él supo antes que nadie descubrir. Ese lugar de Valparaíso tiene el mismo nombre que una de las familias más poderosas del siglo XIX chileno, coincide parcialmente con los apellidos del mandatario de fines del siglo pasado, Errázuriz Echaurren. He ahí toda la paradoja de Chile, según la visión de Pezoa: el Presidente Echaurren por un lado, como cúspide personal del poder y la riqueza, y la Plaza Echaurren por otro, como espacio e intemperie de los pobres, de la gente que compone el rostro populoso del país.
Son las diferencias de clase que ha conocido desde su infancia, reflejadas en la superficie material de Santiago. Desde la actual Plaza Almagro, donde vivían sus padres adoptivos, hasta el eje central de la Alameda, dos mundos se yuxtaponían, el mundo suyo y el mundo de los otros. Bastan el niño unos breves minutos para saber quién es y quién no es, sin necesidad de ninguna introspección y, más bien, por el puro contado con la realidad cotidiana. Tal es su aprendizaje de Santiago, el de dos mundos que coexisten con una desarmonía preestablecida: el peor de los mundos posibles. Otra cosa son los parques. Este tema modernista —en los esbozos y cartas de Pedro Balmaceda Toro, en la poesía y en las prosas de Darío— magnificaba los jardines públicos como espacios estéticos, como rincones privilegiados del Arte. Para Pezoa, por el contrario, los parques son el reino de la contradicción, el lugar donde los dos mundos se estrellan y donde la lucha de clases es vivida en la ira. en la humillación y en el resentimiento.
La ciudad demarca también los puntos cardinales de su erotismo. Acá, en las vecindades de su casa, la amante humilde, cuya pobreza divisa el muchacho en la suela rota de sus zapatos. Allá, en medio del centro elegante, la vedette de sus sueños, la mujer por definición inalcanzable. Entre ellas dos no queda sino la fuga nocturna a través del alcohol o el refugio profundo en el cuerpo de una prostituta. Así, en la inconsciencia de la noche y la borrachera, se anulan las tensiones sociales. El parque del día se borra en el prostíbulo, en la reducción de todos a la carne, a la esfera de los instintos, es decir, a la ausencia absoluta de sociedad.
Y luego, esa abulia suya, que ya comienza con sus primeras actividades. esa especie de sentido para el fracaso, ¿de dónde le viene a Pezoa? Fuerza de signo contrario a su empeño por subir en la sociedad, suerte de antídoto contra el arribismo, esas perezas cultivadas voluntariamente, esa voluntad de abulia, son una ética vertebral en su condición de escritor de ese tiempo y de miembro de las capas medias hispanoamericanas.
Con menos de treinta años de vida (1879- 1908), con apenas diez años de producción poética, Pezoa nos ha dejado un puñado de poemas que constituyen el arranque de nuestra poesía nacional. Si se le juzga con criterio exigente, esta colección no sobrepasa la media docena de composiciones, puede ser contada con los dedos de una mano. Allí están, entre otras, Pancho y Tomás, Nada, Entierro de campo y Tarde en el hospital como muestras antológicas o, mejor, como piezas salvadas de un naufragio en que lo demás son desechos, restos que hay que desechar... ¿Cómo es posible entonces, sobre la base de obra tan exigua, calificar a Pezoa como nuestro primer poeta popular y nacional?
Tales atributos no provienen, desde luego, del peso cuantitativo de una obra. Descansan en la naturaleza de lo que un poeta crea y, más que nada, en la relación que se instaura entre la poesía y la historia a que ella pertenece, en el modo como el poeta incorpora en su expresión la lucha de clases que atraviesa la sociedad, en la superación activa que su arte lleva a cabo de los particularismos ideológicos.
En los años en que Pezoa escribe ni los obreros ni los campesinos existen como clases sociales. Son todavía masas en sentido propio, entregadas a la inercia del número, sin consciencia de si mismas. Pezoa las hace hablar en su poesía y, de esa manera. opera el milagro artístico de "desatar la lengua al mudo" (Lukács). La explotación de los trabajadores de la tierra en un Chile eminentemente agrario es explorada campo adentro y sacada a luz, como Lillo alumbrará igualmente, en las profundidades de la mina, la situación de los hombres del carbón. La ausencia de ideología de clase es compensada, en cada uno de estos casos, con proyecciones literarias, con sub-ideologías que cumplen, sin embargo, un papel emocionalmente movilizador. A falta de lo real...
Esta consciencia que Pezoa extrae y proyecta sobre la realidad es un trabajo continuo en que él se empeña. En la práctica, sus viajes —hacia el sur, hacia el norte, hacia la costa— le permiten conocer las condiciones de vida del campesino del valle longitudinal, del trabajador pampino, del obrero portuario. En ese roce, en ese contacto, en esa compenetración, el poeta va descubriendo el sentimiento que alienta en esos hombres y lo va comunicando en su poesía. De ahí que haya que mirar su obra como un organismo en crecimiento que, si bien posee miembros deformes, va todo él encaminado —con lentitud, con esfuerzo, en profundidades sucesivas— a crear como última coronación el poema Tarde en el hospital, en que toda la poesía de Pezoa parece condensarse y en que su vida y su tiempo quedan representados por el poder de cuatro estrofas admirables.
En consecuencia, si bien es cierto que la cantidad de poemas nada tiene que ver con el carácter nacional y popular de un poeta, sí que importa la cantidad en otro sentido, como amplitud de la materia social que sus temas recogen. En el tiempo de Pezoa nadie se detiene a contemplar, en Chile, a esas masas cubiertas de silencio. O cuando así ocurre, como en el caso de Diego Dublé Urrutia, hay un abismo, entre el asunto y su expresión, lo que demuestra precisamente la ausencia efectiva de obra. Esto llega a un límite extremo en las composiciones de Samuel A. Lillo, para quien las selvas de Arauco están pobladas de fieras exóticas. Es el Modernismo profesoral que pululará fragmentariamente en Chile, a falta de un Modernismo verdadero. Sólo en Pezoa se produce esa convergencia de tono y de temas que permite plasmar una poesía auténtica, donde las grandes mayorías nacionales tienen por primera vez presencia y expresión.
A cada poeta, su leyenda.
Entre los grandes poetas chilenos, los hay de diferente tipo. La de Mistral es, sobre todo, una leyenda amorosa, que ha tenido de turbio erotismo la comprensión de su primer libro, Desolación (1922). La de Neruda es, antes que nada, una leyenda de viajes y distancias y tiene que ver particularmente con su residencia asiática. (El perseguido político no es una leyenda: es una verdad impersonal que golpeó a todo el pueblo, en 1947 como en 1973). La de Huidobro, vanguardista al fin, abarca esas componentes y otras muchas. pues el poeta de Altazor (1931) se envolvió en viajes a la España de la Guerra Civil, en raptos de amantes desde Santiago a Europa, en atentados políticos casi siempre fabulados para coincidir, desesperada y frívolamente, con la multiplicidad innumerable de sus máscaras.
La leyenda de Pezoa es muy distinta, más brutal. No tiene que ver con el amor pues no se le conoce ninguna mujer amada ni nadie que lo amara en realidad. No tiene que ver tampoco con viajes, pues a este chileno de comienzos de siglo le fueron inasequibles la Europa de Huidobro y el Asia de Neruda. Soñó con la isla de Juan Fernández, soñó con irse al Ecuador y a Colombia: apenas si alcanzó hasta el norte del país e hizo un corto viaje en ferrocarril recorriendo las provincias centrales de Chile. Se evadía hacia adentro, hacia el territorio miserable de la pampa y hacia el reino del latifundio tradicional que eran las provincias de O'Higgins y Colchagua. De ninguno de esos puntos podía brotar una leyenda.
La suya tiene que ver con su nacimiento y se refiere a su condición de hijo natural. Leyenda al parecer verosímil, y hasta verdadera, pues resulta avalada por tres contemporáneos del poeta que lo conocieron muy de cerca. Se trata de Ernesto Montenegro, Augusto D'Halmar e Ignacio Herrera. En posición contraria está Samuel A. Lillo, cuyo punto de vista se origina claramente en motivos convencionales[1] y están también los críticos Armando Donoso y Raúl Silva Castro, el último de los cuales reconoce explícitamente no haber resuelto la cuestión: "No tenemos nuevos datos para zanjar el problema de filiación que dejamos planteado, de modo que nada agregaríamos con nuevas sospechas o indicios, si los hay[2]". Estos pudibundos eruditos escriben con precisión. Sospechas, indicios: estamos ante los rastros de un crimen, según la prejuiciosa opinión de estos "investigadores". Pasemos más bien a lo que nos dicen testigos más sólidos.
Los dos pilares en que se alza la afirmación sobre su nacimiento son, al mismo tiempo, las columnas póstumas de su obra. (Veremos repetirse a lo largo de su destino esta tangencia de los extremos vitales). Ernesto Montenenegro en el "Prólogo" y Augusto D'Halmar con su "Epílogo" abren y cierran ese primer mausoleo de Pezoa que fue la edición de Alma chilena (1912). En ella escribe el primero, principal editor del volumen: "Su madre parece haber sido por aquel tiempo una joven del servicio doméstico, criada o costurera. Su padre era un inmigrante español"[3]. Hé aquí una verdad que, recién muerto Pezoa, empieza a transformarse en leyenda. Su madre (posiblemente y en ocasiones costurera, según Undurraga) y su padre (con toda probabilidad de origen español, según la más completa información del mismo critico) forman ya una pareja que sitúa el nacimiento de Pezoa en la perspectiva del pasado nacional. Expresión concreta de las formas del "amor" de ese tiempo, el origen del poeta pasa a simbolizar el mestizaje de todo el pueblo, en el cruce entre el invasor predatorio y la mujer muy pronto servilizada.
El testimonio de D'Halmar consiste en dos anécdotas, de sello inconfundible. Ambas están situadas al borde de la muerte. En la primera el novelista nos relata una escena ocurrida en el Cementerio Católico de Santiago: "Estábamos solos al pie de los dos nichos, otra vez en Santiago, en el Cementerio Católico, y golpeando maquinalmente las lápidas que reunían su nombre, él me habló por la primera y última vez de ese fulano Pezoa y esa viejita Veliz, que sin ser sus padres le habían prohijado y a los cuales él no había sabido sino hacer sufrir con sus arranques incomprensibles: ¡Buenas gentes humildes que, como él decía, habían empollado en su corral un huevo de culebra! No, no eran sus padres, y sin duda merecían mucho más que ellos su gratitud"[4].
Temas caros a D'Halmar ya asoman aquí: el valor de la gratitud y, sobre todo, ese "huevo de culebra" que es un homenaje que el refinado D'Halmar
hace a un poeta popular. Por eso, mucho más difícil de desmontar es la segunda anécdota, en que se mezclan indiscerniblemente obsesiones dhalmarianas con un hecho en principio verídico:
"Al trasponer el umbral de su sala en el Hospital Alemán del Cerro Alegre, distinguí una mujer cubierta que se levantaba de un ángulo y se retiraba tímidamente. — ¡Adiós, señora! — dijo el enfermo con su voz amarga y como sarcástica. Y volviéndose a mí con brusquedad, cuando ya había salido ella: —¡Eh, hermano, es mi madre, esta vez la de veras; pero ha venido a acordarse de mi un poco demasiado tarde, y en la madre se ama sobre todo a la nodriza!... Cierto que ahora me sirve de enfermera, ¿y no encuentra usted, hermano, que las enfermeras vienen a ser como las nodrizas de la muerte?[5]
El autor de Juana Lucero reencuentra en su amigo su propio trauma. De ahí que su testimonio posea una inmensa fuerza emocional. Una verdad fraternal, de común orfandad, se establece entre ellos en esta escena doliente de hospital. Es posible, por ello, que el encadenamiento de asociaciones que se presta a Pezoa corresponda en realidad al propio D'Halmar. Pero es también cierto que esa contigüidad entre nacimiento y muerte, entre nodriza y enfermera, pertenece igualmente al mundo de Pezoa. Lo veremos. Y es que, a partir de biografías parcialmente compartidas, emergen temas comunes que se bifurcan, sin embargo, en líneas claramente divergentes, de orden inconsciente en D'Halmar y de contenido predominantemente social en el poeta de Entierro de campo. El nacimiento ilegítimo es asumido por ellos con diferente actitud. Lo que en uno es mácula y estigma, sentimiento permanente de vergüenza, en el otro es fermento de apertura social, un factor positivo de comunión popular. En su semejanza y con sus diferencias, estos dos ilustres bastardos resultan ser los padres más auténticos de la literatura chilena de este siglo.
Tarde en el hospital
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve:
con el agua cae angustia:
llueve...
Y pues solo en amplia pieza
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mi, cansada, leve.
Despierto sobresaltado:
llueve...
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.
Escrito durante su convalescencia en el Hospital Alemán de Valparaíso, publicado a menos de un año de su muerte[6], Tarde en el hospital corona la obra de Carlos Pezoa Veliz. Escena de enfermedad y de sufrimiento, este poema lo es sin duda en su base concreta, en la vivencia que su mismo título localiza con exactitud; pero, a partir de este centro de irradiación, los versos se abren hasta coincidir con el destino vital del poeta y convertirse en símbolo de toda su poesía.
Esta cúpula sencilla y dolorosa en la breve existencia de Pezoa se compone apenas de cuatro estrofas, cuya gracia reside a primera vista en su exigüidad, pero también en los valores de intenso sentimiento que la lectura nos propaga. Miniatura, si, pero de una expresión vastamente concentrada, como por primera vez se alcanza en la poesía chilena. Lo adivinamos un poco a través de los pequeños misterios que nos asaltan al recorrer el poema. Porque, ¿se ha observado la paradoja de esta lluvia que cruza el poema, la contradictoria naturaleza de que allí se la dota? ¿A qué se refiere, por otra parte, ese pienso final, tan alejado al parecer de denotaciones propiamente intelectuales? Y con una pregunta más general, ese tejido monótono de sonidos y significaciones, ¿de dónde extrae su verdad emocional, la fuerza con que nos sobrecoge siempre, poderosamente?
Los dos primeros versos ya nos enfrentan a una contradicción manifiesta:
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve
La expresión agua mustia suena extrañísima y hay que valorarla en toda su sorprendente originalidad. Y aunque hosca, siniestra, esta lluvia que empezamos a conocer posee también un movimiento decorativo, ornamental. Uno de los aspectos del poema, en consecuencia, de que el análisis debe dar cuenta, es esta conciliación de los opuestos. ese peso opresivo de la lluvia con las modalidades estéticas, hasta elegantes, que se le atribuyen.
Se entiende mejor el primer verso si uno se refiere a la prehistoria de la expresión en la propia poesía de Pezoa. La intuición primitiva parece ser, revisando los poemas anteriores del autor, la del charco, la de aguas estancadas en medio de la tierra. Tal es, por ejemplo. lo que nos dice esta estrofa de La primera lluvia:
Una vieja con paraguas se ha cogido
los vestidos junto al charco de agua mustia,
paso a paso, con el cuerpo entumecido,
por las calles, bajo el peso de su angustia[7]
De este viejo charco, del barro de esas calles invernales, el poeta decantó esta expresión unitaria, agua mustia, que hay que sentirla indivisible, como una entidad soldada en sí y completa (tal vez semejante en el espíritu del poeta a formaciones del tipo de aguanieve u otras).
En la poesía romántica y sobretodo en nuestro paupérrimo romanticismo chileno, hay un núcleo retórico que se asocia con nuestra expresión. Es el clisé harto simple y conocido, de la flor mustia. En relación con él, la novedad de Pezoa consiste apenas en operar un mínime desplazamiento, en virtud del cual, sin embargo, el poema instaura un cambio radical de percepción. No son ya las flores las mustias, como quiere la letanía romántica; lo mustio es el agua, precisamente el vehículo de la fertilidad. Pues el agua de Tarde en el hospital no es clara ni pura ni vivificante: eso es lo que dice, por inversión del paradigma romántico, la palabra mustia. De este modo, la expresión de Pezoa es una metonimia (del efecto a la causa), pero no limitada a las fronteras del texto linguístico, sino relativa a un módulo histórico-literario que Pezoa, al sobrepasarlo, varia de sentido. La idea romántica de las flores mustias —en Eusebio Lillo, en Guillermo Blest Gana, en José Antonio Soffia— no era sino una constante elegía a la belleza muerta. La flor era,
desde ese punto de vista, una víctima inocente del tiempo, concebido como factor externo y cruel para la subjetividad romántica. No es esto lo que se lee en Tarde en el hospital. Aquí, la realidad insistente del agua se nos revela a la vez mustia y grácil, con valores antitéticos de pesadez y levedad, como si ambos fueran aspectos de un mismo drama cuya significación nos permanece todavía secreta.
En otro plano, y garantizando la unidad substancial que expresan los dos términos, se establece en el poema una sinonimia profunda, fonéticamente fundada, entre agua mustia y lluvia. Ambas son asonancias, explícitas o latentes, del centro material del poema. Como veremos, la posibilidad de la conexión descansa en el juego de similicadencias, en la presencia y liquidez de los diptóngos átonos en ... ia.
Visiblemente el poema es un trenzado muy fino de rimas, de desinencias variadas y sonoras, que repiquetean como el caer de la lluvia. Son rimas consonantes y, como dice la fórmula consagrada de la retórica, rimas ricas por el entremezclamiento de elementos gramaticales diversificados. Sin embargo, ya hace pensar el que la repetición de idénticos sonidos en varias estrofas empobrezca marcadamente esta impresión. Junto a ello, la reiteración deliberada de palabras en tan corto espacio, con el fuerte efecto de monotonía que logra, nos advierte que lo que el poeta intenta no es otra cosa que ostentación de pobreza. Es decir, las rimas ricas, con el perfil grácil de sus cadencias, contrastan con el panorama gris, de pobreza uniforme, que el poema nos entrega. Y es que el desiderátum sonoro del poema no pasa por los artificios preciosos, sino que consiste en una busca tenaz de asonancias —esa música más sencilla, monocorde, que Pezoa admiraba en su estrofa preferida, el romance. Se trata, entonces. de un nuevo hibridismo de Tarde en el hospital, que aunque envuelto en metros de pie quebrado (especie de lejana imitación, en arte menor, de formas sáfico-adónicas), tiende en el fondo al estrofismo fijo de una composición más popular, situada en la poesía de sus orígenes (Pezoa comenzó escribiendo coplas de ciego) y en los orígenes históricos de la poesía castellana. Reivindicación de la asonancia contra el ornato de las rimas ricas, apología del romance contra la proliferación métrica contemporánea, esta poesía está solitaria en esos años, se yergue como una isla en medio de la poesía chilena de ese tiempo. En el comienzo del presente siglo, nadie escribe de esta manera entre los poetas chilenos.
En la estrofa primera, el poeta ha logrado cargar de sentido su experiencia de la lluvia. La vemos henchida de un peso especial, de un espesor y una densidad que parecen incompatibles con la coreografía liviana de sus gotas y sus hilos. En la segunda estrofa, pasamos de la intemperie del campo a la habitación del hospital, desde donde el poeta contempla el caer de la lluvia. Y nuevamente aquí, con esas duplicaciones que enriquecen el texto, empobreciéndolo, el poeta insiste:
yazgo en cama, yazgo enfermo
¿Pleonasmo emocional o tautología expresiva? Pues, qué duda cabe, el poeta dice prácticamente lo mismo en los dos segmentos del verso. ¿O hay más bien allí otro tipo de advertencia? En el español —y el español de Chile no es en esto una excepción— expresiones como yacer enfermo, yacer postrado, yacer en cama son corrientes, formas siempre posibles en el coloquio cotidiano. A lo largo de todo el poema, Pezoa echa mano de esta clase de construcciones en las que él halla una evidencia vital insuperable. Del mismo género es, por ejemplo, la locución del siguiente verso: "Para espantar la tristeza". Pero en el caso de la expresión recién citada Pezoa modifica imperceptiblemente su dirección de sentido: yazgo en cama, yazgo enfermo, alude a la forma fundamental de yacer, al gesto fijo y definitivo de la muerte. Así, pues, esa agua mustia que comienza a gotear desde el inicio del poema se nos revela, ahora, como un agua letal, como el agua de la muerte por antonomasia.
Esto explica por su parte la selección de los vocablos, tan simple aparentemente, pero de hecho tan rigurosa. Ese campo con que se abre el poema es una imagen trunca del camposanto, un esbozo de paisaje mortuorio, pronto apagado. Esto explica también por qué, por un desplazamiento insensible, el poeta escribe:
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mi
La contigüidad, el contacto se estrecha entre el cuerpo del enfermo y el ruido triste e irónico de la lluvia. La primera localización repercute e influye palpablemente en la que sigue: sobre el campo, junto a mi: "sobre mi", parece que escuchamos a través de estos efectos de superposición que la poesía contiene. Y para que no haya duda, con una disposición muy significativa en el movimiento de los versos, el poeta parece resumir el proceso subterráneo que organiza el poema:
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso
Sobre el campo, yacente, muerto de angustia ante un panorama inmenso que se abre casi como un vacío devorador (la forma abstracta e interminable de la nada), este poeta nos transforma de pronto por el poder de la elaboración poética, su pieza de enfermo en un paisaje primordial, el paisaje constante de las obsesiones de Pezoa: la lluvia cayendo sobre el cuerpo de los muertos. Ya no en la modalidad de poemas narrativos, como en los casos de Nada o de Entierro de campo, lo que Tarde en el hospital nos dramatiza, en la forma de una canción, es la escena permanente en el destino de Pezoa, su temor y fascinación por la fosa común.
A través de esos poemas anteriores hemos visto el proceso de configuración sensible del tema. Entre el origen biográfico y su manifestación poética se formaba una cadena circular que aherrojaba el drama del hombre, pero que elevaba a lúcida consciencia la suerte de otros parias. El anonimato familiar venía a coincidir con el anonimato de todo un sector social del Chile de esa época; el desamparo del recién nacido se invertía, por una elaboración muy comprensible, en orfandad e insignificancia póstumas.
Lo nuevo y lo inédito que aportaba Pezoa en el tratamiento poético-narrativo del tema era ese ambiente plebeyo, a suerte de brutal realismo, intensamente popular, con que rodeaba sus escenas. La concurrencia de Nada y la atmósfera nocturna y rural de Entierro de campo mostraban todo el grotesco abandono, toda la humillación de esas pobres vidas, de esa muerte de pobres. Pero había a la vez, creemos, un factor literario de configuración que es interesante considerar.
Se trata de la rima de Bécquer que comienza Cerraron sus ojos... [8]. La difusión de las Rimas en Chile es cosa harto conocida y pertenece a la leyenda de nuestra historia poética del siglo XIX. La participación de Eduardo de la Barra y de Rubén Darío en el concurso abierto por el capitalista Federico Varela es sólo la parte más saliente y anecdótica de una influencia que penetra en profundidad en nuestros autores de fines de siglo. Hay ya por esos años, en mayor o menor grado, un becquerismo que se instala por doquier. Pezoa pudo leer, por lo tanto, el conocido poema en cualquier parte, en una revista circunstancial, en una antología escolar o escucharlo recitar en más de una ocasión. Ese primer encuentro con el poema debió ser para él una revelación. Y es seguro que debió musitarlo y meditarlo muchas veces. El resultado lo muestra: su visión del estado póstumo está derivada de esta Rima de Bécquer y consiste esencialmente en la intemperie del cuerpo bajo tierra, en el contacto de la carne y del agua como escena eminente de disolución.
Allí cae la lluvia
con su son eterno... [9]
Esto basta para indicar cuán descaminada andaba la crítica, siempre al olor del plagio, desde el momento que buscaba semejanzas entre el poema de Pezoa y el de la italiana Ada Negri, Nevicata. Si hay imitación, no se trata sin duda de este poema, con el cual Tarde en el hospital guarda a lo sumo un parecido exterior y parcial. Había en la Rima de Bécquer un alimento más íntimo para Pezoa, no sólo por tocar su trauma más sombrío, sino por ser también un romance, un exiguo romance hexasílabo.
Tarde en el hospital no es, por cierto, el último poema en sentido cronológico de la producción de Pezoa. En los postreros meses de su vida pudo todavía escribir y publicar, enfermo como estaba, muchas otras composiciones más. Lo indudable es que este poema es último en sentido esencial, de acuerdo con la lógica interna que organiza su destino y vertebra su obra. Por eso, y como ningún otro poeta chileno, pudo escribir su propio epitafio, el epitafio de sí mismo, en este enigmático verso de marcha doble que suena como el doblar de una campana:
yazgo en cama, yazgo enfermo.
Tal es el tema subterráneo de Tarde en el hospital, que lo liga a la constante energía mortuoria de sus poemas mayores. Nada —poema en el cual Pezoa trabajó cerca de diez años— se cierra también con un doble sonido, con un estribillo inmediato e implacable:
Nadie dijo nada, nadie dijo nada.
El plano fónico del poema se caracteriza por dos rasgos fácilmente observables: el ritmo trocaico de los versos y la marcada tendencia, que sobre todo constatamos en la primera estrofa, a la liquidez silábica. En cuanto a aquel aspecto, es posible verificar una progresión de rupturas del esquema melódico que se va cumpliendo en puntos de veras significativos:
Segunda estrofa: Y pués...
. . . . . . . ... . . . . . para espantár...
Tercera estrofa: .Despiérto sóbresaltado
Cuarta estrofa:
..Entónces, muérto de angustia
. . . . . ... . . .. ,. . . ante el panorama inmenso
En sentido creciente, en cuatro oportunidades, la disposición trocaica trastabilla y da lugar a incrustaciones yámbicas. Sentimos estos momentos en el poema como tartamudeos melódicos, como puntos de tensión en la línea de los versos. Esos tartamudeos, esta tensión avanzan desde cláusulas bisílabas y un hemistiquio en la segunda estrofa, hasta cubrir un gran trecho de la última, que la vemos desarrollarse con acentos cambiados y llegar a ese gran vacío musical, a este territorio fonéticamente neutro y anormal que es el sitio de este verso: ante el panorama inmenso...
En relación con el segundo aspecto, el predominio vocálico de la primera estrofa siembra una tendencia decisiva en el poema, que ejerce su influjo sobre el sistema consonántico. Los diptongos (agua, mustia, angustia, llueve) "mojan" la construcción sonora, la vocalizan, fricativizando también las consonantes. En este sentido, el poema de Pezoa expresa privilegiadamente ciertas constantes del español de Chile, es un homenaje a muchos de sus rasgos fonéticos. Sobre, grácil pierden completamente, por ejemplo, toda naturaleza oclusivas dando origen a esta formidable eclosión de la liquidez vocálica que representa el vocablo agua, en el cual, dada su máxima pronunciación relajada, no hay de hecho ninguna interposición velar. Ahua, diríamos.
Y sin embargo, en este panorama liso y continuo, explota una primera y básica tensión articulatoria que define todo el texto:
Sobre el cam-po...
Esta primera disyunción, que atañe a oclusivas tan fundamentales como son la m y la p, no es de ningún modo casual ni aislada. De nuevo en la segunda estrofa en su primer verso, de un modo mucho más evidente y bordeando con deliberación la cacofonía, estalla con violencia:
...en am-plia pieza
Según la gama de preferencias lexicales del poema, sería mucho más comprensible que el poeta hubiera elegido el vocablo ancha, más corriente y popular que amplia, que se tropieza y se enreda con la palabra siguiente pieza. Pero con en an-cha pieza no se daría esa fuerza de disolución que el poeta quiere manifestar, esa energía de separación que el poeta reinstala una vez más en el seno de los mismos sonidos.
Estas rupturas fundan una constante articulatoria del poema, muy expresiva, que resalta en dos órdenes de minúsculos hechos: a) en esa especie de hiatos consonánticos, por separación de lo idéntico, que ocurren por ejemplo en: y pues - solo, donde el ritmo, ya alterado según vimos, obliga a desenlazar y a cortar este nudo, tan curioso: s - s. Y también en ese tipo de inversiones en que los mismos sonidos, diversamente combinados, producen hiatos y sinalefas, destrucción o reimpleción de diptongos:
con el agua ca - e an gustia;
b) en el desprendimiento, que anticipa el pie quebrado bisílabo, de los últimos fragmentos de los segundos versos de cada estrofa:
cae fina, grácil, leve
yazgo en cama, yazgo en - fermo
junto a mi, cansad - aleve
ante el panorama in - menso
Separación de dos sonidos idénticos en el primer caso, adyacencia de dos sentidos distintos en el tercero (leve - aleve), disyunción en la pronunciación de dos nasales (n-m) en el cuarto, el efecto avasallante del mecanismo se revela sobre todo en la segunda estrofa. Aquí, el desprendimiento se opera en virtud y por rebote del primer hemistiquio. Por atracción de la expresión anterior, en cama, la primera silaba de en - fermo la sentimos más bien como preposición que como prefijo, la tendemos a aislar desde el punto de vista de la emisión del sonido. Se ve, entonces, la huella persistente, el resultado contumaz en esta red de tensiones articulatorias. Todo es liso, continuo, líquido por una parte; pero asistimos también al espectáculo de trabazones fundamentales. pequeños pero capitales nudos gordianos de la articulación.
Esta energía separatriz pone en evidencia otra esfera de significaciones de Tarde en el hospital, de igual rango de la que hemos analizado. Pues debe llamar la atención que esta tendencia se manifieste en una anomalía fónica central, la que
tiene que ver precisamente con la materia misma del agua mustia:
Sobre el campo el - agua mustia
He aquí un corte casi simbólico: a un lado el campo, con su terminación nítidamente masculina; al otro esa agua mustia, cuya anormalidad se nos hace presente ahora en otro plano. Esta agua mustia es masculina. O mejor: unidad ella en sí misma, es totalidad de ambos géneros, superposición de una materia femenina con un elemento masculino.
Esto nos permite mirar a otra luz ese complejo verso, esa queja extrañísima instalada casi en el centro justo del poema:
yazgo en cama, yazgo enfermo
Este doble lamento se opone también en sus terminaciones, es una pareja sonora en cuyo primer miembro suena claramente un-ama (¿la nodriza aquella de la anécdota de D'Halmar? ) y en que casi sentimos en el otro, como un eco apagado, el adjetivo paterno: enfermo, paterno - coexistencia no imposible en virtud del régimen de asonancias que impera en el poema. Y es que esta armazón, que pareciera ser demasiado alucinante, se sostiene sobre el cimiento sólido del verbo yacer. Yacer como muerte, sí, ya lo vimos; pero también su sentido, bíblico y elemental, es el contacto entre las carnes de hembra y varón, que tal vez nos explique más en profundidad esa "tristeza" que el poeta necesita espantar inmediatamente después. Post coitum animal triste: no se trata aquí de una verdad cristiana y, en virtud de ello, sólo parcialmente válida, sino de un modo de experimentar la procreación a partir de una determinada experiencia social del nacimiento.
Agua mustia sexualmente mixta; yacer en el sentido del conocimiento carnal; tristeza como sentimiento depresivo posterior al coito: todo ello se junta y se suma tal vez en una capa de sentido más profunda de ese verso genial:
yazgo en cama, yazgo enfermo
La misteriosa forma del verbo ha sido elegida dentro de un abanico de posibilidades que brindaba el español al poeta: yago, yazco, yazgo. Todas eran por igual inhabituales, dado —como es obvio presumirlo— lo infrecuente de su uso. Pero, entre todas, las dos últimas eran más plausibles. Ahora bien, ¿por qué yazgo y no yazco? Porque yazgo, creemos, apunta y soslaya a la vez el verbo profundo de este verso admirable, la primera persona de nacer: nazco. Desde este punto de vista, lo que hemos llamado un auto-epitafio de Pezoa es, en realidad, un epitafio de su nacimiento. Por primera y única vez que sepamos, un epitafio resulta ser, en el fondo, un eufemismo. O de otro modo: lo que es un conjuro a la amenaza de la fosa común ("Aquí yazgo yo, Pezoa Veliz"), es al mismo tiempo una maldición situada en el origen de la vida. Por eso, en esas zetas que suenan como latigazos, rasgando los sonidos, y que siguen inmediatamente a la palabra pieza (¡asombrosa acumulación de una misma letra! ), quizá debamos sentir un mínimo y perfecto testimonio de su nombre: peZoa véliZ, que vemos también, por lo demás, disfrazado bajo la asonancia reiterada de leve. Leve, Vélez: no olvidemos que a veces su apellido se escribió así, o por lo menos se lo pronunció de esa manera por asimilación. Todo el poema lo vemos, entonces, como dotado de una ramificada resonancia de su propia identidad.
Lo extraordinario de esta poesía es que fusiona cabalmente este doble curso progresivo de sentido. Ingresamos en la muerte, retrocedemos a los orígenes de la vida. Aniquilación y nacimiento son dos caras de lo mismo, una misma forma de sentir la vida personal y la sociedad en su conjunto. Esta visión inmisericorde no se detiene en ese llanto infantil: Pero el agua ha lloriqueado infantil o femenino, pero en todo caso quejumbre de debilidad —sino que alcanza su desenlace más impresionante en el renovado misterio de este paisaje:
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso
¿No es insólita la presencia, en medio de este poema hecho y amasado con palabras corrientes, de ese término panorama? ¿Qué hace aquí ese intruso, demasiado técnico sin duda, frío, abstracto y helénico terminacho? Sin embargo, desde ángulos decisivos, este vocablo es el más coherente y el mejor elegido en el contexto. Porque, en primer lugar, panorama comparte con el agua mustia esa condición híbrida de artículo masculino y terminación femenina. Y en segundo término, sobre todo, panorama estatuye, en su arranque y en su fin, la convivencia de las mitades paterna y maternal siempre ausentes de la vida de Pezoa. Entre el fragmento yazgo en cama y panorama hay lo que los lingüistas infantiles llamarían un fenómeno de autoecolalia, especie de ecos o de rimas internas que rebotan a menudo en el poema (también en despierto y muerto, por ejemplo). Lo que en cam-po y am-plia era todavía disyunción pugnaz, ahora en panorama —en este inmenso panorama de la muerte y de la nada— es neutro y estéril apareamiento de un pa...dre inconcluso y de un ...ama que sepulta en la tierra al recién nacido. Si, efectivamente: entre la sílaba paterna y el segmento materno hay un gigantesco hiato, una secreta inarticulación que son los emblemas vocálicos del nombre del poeta. Pan...o ... r ... A.. ma: Pez o A. Por ello, en virtud de todo esto, el verdadero título del poema quizá sea Madre en el hospital[10] La tarde no es pronunciada ninguna vez en el curso del poema. Tarde, en el hospital: sí, este hijo ha llegado tarde a la cita con sus padres en este hospital, que es cuna y cementerio de toda su existencia. Por una formidable asonancia —y a lo mejor impregnado por esa visita de mujer de que nos habla D'Halmar— el poeta deposita su secreto, nuevamente y antes de morir, en un simple adverbio de discronía con la vida. D'Halmar había transcrito: "Un poco demasiado tarde".
Y eso fue esta vez definitivo.
El poema ha avanzado en cuatro lentos movimientos, anudándose en esos capiteles, en esos núcleos de condensación que son los pies en que descansa y se eleva el poema: llueve..., duermo, llueve..., pienso. Diptongos llenos de sentido, que abrevian en su materia fónica las oposiciones básicas ya descritas: duermo, pienso, sobre ese fondo llano —vocálico, palatal, fricativo— de llueve. Y ese pienso final, en la cadencia de la voz, nos transporta muy cerca de la tierra, reanudando, por la identidad de los sonidos (pienso — sobre el campo), la queja interminable que se expresa en Tarde en el hospital.
Esos hechos y esas acciones concentran y sintetizan toda la vida que circula en el poema. Curiosamente, la voz que expresa más voluntad, mayor energía dispuesta hacia una finalidad, es la de duermo:
para espantar la tristeza,
duermo.
Hay algo en este duermo de fatiga animal, de fuerza desesperada por vencer el cansancio de la vida —como esas figuras tan suyas de los bueyes, figuras sobresalientes de un Chile agrario derrotado y fantasmal. El gesto simple y duro de dormir resume aquí una verdad impersonal, el paraíso ciego y brutal de tanta gente de ese tiempo, de los peones del campo como de los obreros miserables de la pampa.
Despierto sobresaltado:
Este verso, tan expresivo, es de hecho una interpolación de otro poema anterior de Pezoa. Cuento alegre, que está en el origen y que constituye la primera versión de Entierro de campo. Sobresaltado despierto, se decía allí: y la consciencia se volcaba entonces a la contemplación de la muerte. Aquí también (y no sólo por rimar despierto y muerto, como hemos dicho) nos vincula con la experiencia que el sujeto tiene de su propia disolución.
Es preciso devolver toda su complejidad al encadenamiento de acciones que el poema nos propone. La sucesión aparente no coincide, lo estamos viendo, con la legalidad profunda de estas operaciones. Yazgo, duermo, despierto, pienso: todas ellas indican en verdad formas reales de consciencia. El yacer y el dormir son los que conducen a este despertar ante la muerte y a este pensar póstumo, hundido y aplastado por el peso del mundo. El poema nos aporta una experiencia que supera y va más allá de nuestra lógica cotidiana. Porque este despertar en medio de la muerte, este vivir muertos de angustia, ese pensar inmóvil y en nada concreto, eran la evidencia colectiva de todos los pobres de ese tiempo, en la época de Pezoa. En un cuento contemporáneo, "Quilapán", de Baldomero Lillo, incluso en su libro Sub sole (1907), vemos a un indio desposeído de sus tierras con la misma mirada interminable, contemplando la nada, el fantasma de su heredad. Esa mirada fija y animal es su modo de pensar. Y al comienzo de Un perdido (1917). de Eduardo Barrios, vemos que la familia del protagonista se queda absorbida, pensando, sobre el destino de Luis Bernales, niño de la clase media cuyo porvenir se desconoce y se teme. Pensaban en común ante el misterio de una vida incierta, básicamente insegura. También Pezoa:
mientras cae el agua mustia,
pienso.
En los antípodas de toda actividad intelectual, en la ausencia e imposibilidad de ideas y conductas prácticas, lo que revela este pienso es una certeza absoluta de impotencia. En el desenlace del poema aprehendemos, gracias al poder increíble del poeta, una consciencia muda, pasiva y vacía. Es decir, la cara previa a la rebeldía, el silencio antes de la expresión. Y esto nos explica quizás la paradoja inicial del poema, de la que partimos:
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve
Estas cualidades que el poeta divisa en la lluvia son atributos casi femeninos. Es la misma elegancia que Pezoa admiraba en Sofía del Campo, la cantante santiaguina de su adolescencia. Son las marcas de otra clase, de un trasmundo social encarnado aquí en la maravillosa seducción de la lluvia. Justamente porque el pueblo en
su tiempo era una masa indiferenciada de trabajadores productivos y de pequeña burguesía artesanal, modestísima, este representante suyo que es Pezoa integra en la lluvia dos virtualidades inherentes a su existencia social: la realidad y el deseo, la inclinación por lo propio o por lo otro. Esa figura, esa gracia, esa levedad lo atrajeron durante toda su vida. Hubo un período de ella —su etapa de Viña del Mar— en que vivió prácticamente entregado al cultivo de esos "valores". La poesía misma cumplía para él la función de puente entre el agua mustia en su situación social y esos espejismos cristalinos que sólo pudo entrever. Esa agua mustia fue en su biografía el semen prófugo que lo engendró, su sangre, su sentimiento invernal de las cosas, su consciencia de ser un hombre a la intemperie Lo otro fueron gotas fatuas que brillaron a veces fugazmente, sin alcanzar a apoderarse de su vida. Su porción miserable de utopía y de traición. Tal es el vaivén contradictorio y desigual que vislumbramos en Tarde en el hospital —requiem ante el propio desamparo del poeta y por un sector social que allí estaba, pero que aún no intervenía en la historia de Chile.
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Notas
[*] Fragmento de un libro en preparación.
[1] "...accediendo a los deseos manifestados por algunos de sus parientes cercanos..." Articulo de Las Últimas Noticias, del 26 de julio de 1912.
[2] Raúl Silva Castro: Carlos Pezoa Véliz, p. 135. Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1964.
[3] V. Armando Donoso: Carlos Pezoa Véliz, p. 10. Santiago de Chile, Editorial Nascimento, 1927.
[4] Citado en R. Silva Castro, cit., p. 131.
[5] Ibíd.
[6] Se publicó por primera vez en la revista Sucesos, de Valparaíso, el 29 de agosto do 1907.
[7] V. Raúl Silva Castro. cit., P. 265.
[8] Rimas
[9] Ibid.
[10] Según Jacobson, en el desarrollo del pre-lenguaje infantil, las dentales se generan a partir de la oposición básica de las labiales. Cf. Child language, Aphasia and Phonological Universals (The Hague—París: Mouton, 1968) y "Why 'Mama' and 'Papa'" (Selected Writing'. I, pp. 538ss. The Hague—Paris, Mouton, 1971). Cf. también Walburga von Raffler Engel: II prelinguaggio infantile, Brescia, Paideia, 1964.