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Jaime Concha | Autores |


 

 

 







Entre Kafka y el Evangelio
"Crónica de una muerte anunciada". Gabriel García Márquez.
Bogotá. Editonal La Oveja Negra. 1981. 156 pp.


Por Jaime Concha
Publicado en revista Araucaria de Chile, N°21, 1983



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"Algunos vecinos de Jerusalén se preguntaban:
¿No es éste el que andan buscando para matarlo?
Y habla en público y nadie le dice nada."

(San Juan. 7:25-26.)

"Pero las manos de uno de los socios estaban ya en la garganta de K.,
mientras el otro hundía el cuchillo con fuerza en su corazón, removiéndolo
ahí por dos vetes."

(Kafka. El proceso, cap. 10.)


Después de la tersa simplicidad de El coronel no tiene quien le escriba (1961); después del vasto designio de Cien años de soledad (1967) y del lienzo fulgurante y sombrío de El otoño del patriarca (1975); después de seis años de imperioso silencio narrativo de su autor, he aquí un texto de 150 y tantas páginas que muestra una vez más, en el admirable escritor que es García Márquez, una faz nueva y fidelísima de su personalidad literaria. Retomando módulos primitivos de La hojarasca (1955), los potencia innovadoramente a una altura que va más allá de sus grandes novelas mencionadas. Es posible que, por su concentrada tensión y por ceñirse a un acontecimiento único y dominante, represente esta Crónica un ejemplo de novela corta como no se había escrito todavía en América Latina. (El problema de la "nouvelle" como forma narrativa carece todavía de solución teórica: solamente su práctica y sus realizaciones han sido bien comentadas por Maupassant, primero, y por Thomas Mann, más tarde. Por falta de validez heurística, las observaciones de Lukács a propósito del Iván Denisovith no son pertinentes aquí.)

Lo que se relata en este texto intenso y obsesionante es una muerte, muerte singular y concretísima, que ha sido anunciada virtualmente a todo el pueblo y que un cronista busca reconstituir tras muchos años de ocurrido el crimen. Crónica de una muerte anunciada, dice bien el título, en la medida en que incorpora a los tres personajes constitutivos de la situación: el cronista, el muerto y una comunidad que termina siendo, a la postre y en definitiva, un círculo pasivo de espectadores que presencia el asesinato sin intervenir ni defender a la víctima. Como en los grandes sacrificios de la historia —por la cicuta o la crucifixión— asistimos a un crimen que se ejecuta coram populo, en el espacio en que alguien inerme cae bajo verdugos que por todas partes han voceado su propósito. Espacio de la injusticia por excelencia: un pueblo degradado en público. Y todo esto discurre en cinco partes bien equilibradas, que crean una composición de signo trágico, cuyos efectos actúan acumulándose intensamente hasta el desenlace violento que da fin al relato.

Las indicaciones cronológicas se despliegan de acuerdo a reglas bien conocidas en las obras anteriores de García Márquez. Horas y minutos, desde las 5,30 en que Santiago Nasar se levanta, hasta las 7 en que aproximadamente sucumbe, son puntualmente pormenorizados, según el estilo de un sumario judicial. El lunes del hecho, que sigue a un domingo de bodas y a la consecutiva parranda nocturna, se sitúa en un día indeterminado de febrero que, a su vez. pertenece a una época vaga, completamente indefinida. Precisión y exactitud. por lo tanto, en un marco de indeterminación: tales son las claves temporales que deposita el autor para crear una fundamental ambigüedad que se refuerza aún más por la incertidumbre, nunca zanjada, acerca del clima reinante en la mañana del crimen. ¿Llovía, como soñó Santiago la noche anterior y como habrán de afirmar algunos testigos? ¿O, por el contrario y como otros aseguran, se trataba de un día radiante de sol? Todo lo cual nos lleva a la conclusión de que no estamos ante una realidad unánime e indiscutible, sino ante operaciones de la memoria y del deseo, ante un mundo ilusorio que desdibuja los tiempos de la tierra y del cielo. El reloj avanza inexorablemente. 27 años después de consumada la tragedia. La nitidez del sumario se hace caliginosa y fantasmal en el paisaje evocado por los testigos.

De aquí derivan, entonces, los campos constituyentes de la narración: el diagrama horario, pleno presente que se escurre sin ser nunca reversible (lo mismo que, años atrás, abuelo, hija y nieto esperaban tensamente, en el centro de La hojarasca, para enfrentar a un pueblo hostil al entierro del doctor); la retrospección, a veces inmediata, al dirigirse al día y a la noche anteriores, a veces remota, al extenderse hasta mediados del año precedente: en fin, la dimensión prospectiva del relato funda un horizonte de la crónica para el cual el crimen no es un hecho del pasado, sino que apela a él como a su futuro inevitable. De este modo, pasado, presente y futuro se entretejen en una compleja "verbalización", en que lo "imperfecto" y lo "definido" del tiempo son sólo aspectos de un foco narrativo que instituye el porvenir como póstumo.

En estos anillos temporales que eslabonan la historia con insuperable rigor, hay una secuencia que parece escapar y que, a modo de episodio secundario, tiende a formar un ramal o muñón del acontecimiento central. Es la historia de Angela y Bayardo después de su ruptura en la noche de bodas, la historia de las cartas nunca abiertas por él y del reencuentro de ambos, sin explicaciones, luego de 17 años de separación. La lectura de esta secuencia admite, por lo menos, dos consideraciones. Una temática, ligada al núcleo del relato: a pesar del "prejuicio" (p. 131) que destruyó su amor, son capaces de reunirse, debido a la enigmática vuelta de quien rehusó a la mujer y gracias, sobre todo, a la tardía maduración de ésta, que se independiza con esfuerzo de las presiones tradicionales de su madre. (De ésta se dice que "parecía una monja". p. 43, y que era "una madre de hierro", p. 52.) ¿Pero es el reencuentro lo que se subraya, o es la felicidad de dos seres arruinados y ya fuera de la vida? La otra es de tipo formal: se trata de una historia desplazada, que se localiza en La Guajira, territorio de indios y de misioneros: historia descentrada en sentido propio que nos muestra, por lo tanto, una alienación del tiempo, un descoyuntamiento objetivo en la trama de la novela. Ese futuro fantasmal son las ruinas tangibles de lo que aconteció; es decir, una materialización pleonástica de la ficción. También Kafka. a veces (en medio de El castillo o al comienzo de América), nos cuenta interminables historias secundarias que nos provocan un extraño malestar: el malestar de ser lectores de dolorosas experiencias imaginarias.

¿Quién es realmente el protagonista de esta historia, el muerto o el cronista? Es difícil establecer relaciones de jerarquía entre ambos, sobre todo si se tiene en cuenta el movimiento, ya que no de identificación, de acercamiento y proximidad que va desde el cronista hacia la víctima. En este testimonio hecho de tantos testimonios equívocos y de un sumario náufrago (el tema del náufrago, que aparece en García Márquez desde sus cuentos iniciales, se transforma ahora en documento salvado de las aguas, p. 129), asistimos justamente a un "martirio", en que mártir y evangelista se ligan no por la fuerza de la creencia, sino por los lazos del tiempo y de la vida. Veámoslos. Primero, el cronista tiene una posición intermedia entre las fuerzas adversarias, pues, aunque compañero de Santiago, es también primo de la novia. Cuando la madre del cronista se apresta a anunciarle a su amiga la amenaza que existe sobre su hijo, el marido le recuerda: "Tenemos tantos vínculos con ella como con los Vicario" (p. 34). Además, la familia del cronista se halla muy cerca de Santiago en los últimos momentos de su vida. El hermano lo acompaña hasta altas horas de la noche, la hermana lo deja en la madrugada, poco antes de que muera. Más aún: cronista y víctima comparten, sucesivamente, el "regazo apostólico" (preciosa imagen a lo Botero) de María Alejandrina Cervantes. Son, podríamos decir, hermanos carnales de juventud. Y la última persona que ha de contemplar a Santiago, ya herido de muerte, será una tía del cronista, "tía Wene", así, para conjurar mejor la infancia o la adolescencia común. La trayectoria simétrica y circular de la primera unidad superpone a Santiago y al cronista en una misma relación con la madre. Las casas, el desayuno, el café, todo tiende a asimilar sus situaciones. Mucho tiempo después, todavía Plácida Linero confunde a su hijo con el amigo de su hijo. Porque lo que importa en realidad no es la identificación de los personajes, sino su secreta, invisible unidad. Así como los asesinos son gemelos, la víctima también es doble. (El patrón de dos en uno está presente en la descripción de la casa, pp. 18 ss., y en la escena del espejo, p. 88.) En un relato donde hay tantos y tan bien distribuidos nombres evangélicos (Poncio Vicario, Cristo Bedoya, Magdalena aunque sea Oliver, Pedro y Pablo Vicario) y en que se menciona varias veces la palabra sacrificio (pp. 55, 69, passim), la anunciación no lo es de un gozoso nacimiento, sino del misterio doloroso del crimen colectivo. Una de las últimas imágenes de Santiago es ésta:

"Pero Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba más bello que nunca." (pp. 155-6.)

Entre Nasar y sarraceno percibimos un eco que nos comunica en profundidad con un paradigma, con el arquetipo del sacrificio por antonomasia (por lo menos, en la cultura religiosa dominante de Colombia y de los países latinoamericanos).

Los personajes, descritos con viva plasticidad, encarnan significaciones que derraman luz sobre las fuerzas destructivas en acto y que constituyen la base social de la tragedia. Alrededor de sus cuerpos y figuras —de Santiago, de Bayardo— se dibujan círculos y anillos que plasman su poderío en medio de la comunidad. Ambos pertenecen al mundo de los ricos, a la esfera del poder (explícitamente, pp. 72 y 75). La hacienda y las armas de uno son el extremo correspondiente al gesto ostentoso y altanero del otro. San Román derrocha en la fiesta de bodas, el otro calcula. Bayardo es visto sucesivamente así: de "ojos dorados" (p. 36). "está nadando en oro" (p. 38), "sus ojos de oro" dan espanto a la gente sencilla. Este retrato físico y social se condice con los antecedentes políticos y militares del padre ("una de las mayores glorias del régimen conservador", p. 47), que es pintado en una página maestra con toda la gracia deformadora de los cuadros de Botero. (Y no se trata, por supuesto, de una trasposición de lo plástico a lo verbal, pues pintor y novelista salen de una raíz común, una misma experiencia visual y cultural domiciliada en Colombia). En fin, el fundamento político y social de la vida representada descubre su coeficiente ideológico en el viaje fantasmal y fugaz del Obispo, sombra que ilumina con brillo siniestro los hilos del "prejuicio" que han de llevar a la catástrofe.

Porque, a decir verdad, ¿cómo pudo construir el autor toda una amplia fábula en torno al motivo de la novia devuelta? En este núcleo, a primera vista anacrónico y falto de vigencia, el autor no sólo encierra oscuros remanentes feudales que aún pesan en las relaciones sociales latinoamericanas; no sólo apunta a una ominosa esfera de opresión, la de todo un sexo y de media humanidad; no sólo inscribe un contenido antropológico lleno de sentido, sino que, en lo esencial, forja una peripecia de gran proyección emocional, de enorme gravitación inconsciente. Que el hermano que restaura el honor de su hermana esté enfermo de blenorragia, no es sólo una punzante ironía; es también el signo de una falencia en el orden de lo intersexual. Virginidad perdida de Angela y enfermedad venérea de Pedro son dos términos de una misma ecuación, que hacen que la culpa no resida en ellos, sino en la violencia instalada por doquiera en la relación entre los sexos.

De ahí el epígrafe. Conectado con la vieja teodicea del Mal, propaga su alcance a toda la narración. La vida de los sexos es guerra de los sexos, hecha de garras y de gavilanes (pp. 17, 22, 87, 91, passim). Y esto, unido a la afición por las armas del muerto, claramente marcada en el texto (pp. 11-2), da un profundo viraje al tratamiento del paradigma evangélico. Más cerca en esto de Kafka que de la visión cristiana del sacrificio, Crónica de una muerte anunciada proclama una culpa ubicua, que a todos contamina. En primer lugar, a la víctima misma.


 

 



 

 

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