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ESTUDIAR LITERATURA

Jaime Concha
University of California / San Diego
Publicado en Homenaje a Jaime Concha. Releyendo a contraluz. Stony Brook: A contracorriente, 2018.
Alvarez, Ignacio, Luis Martín-Cabrera y Greg Dawes (eds).


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El tema del que voy a hablar[1] sugerido por los organizadores de este evento, tiene que ver con mi trabajo crítico, en torno al cual se me pidió elaborar algunas reflexiones. Dar cuenta de este itinerario, que es el viaje profesional que he llevado a cabo a través de años en varias universidades y en distintos países, me alerta sobre un triple peligro. Pese a mi noción laica de las faltas humanas, yo los llamaría el pecado autobiográfico, un pecado de anécdota y, el peor de todos, pecado de pasatismo. Son pecados impajaritables.

Ya he cometido el primero en ocasiones, y no quisiera reincidir. Contar el cuento desde un punto de vista personal no tiene mucho sentido porque, amén de la necesaria inflación del ego, los contextos espaciales o cronológicos tienden a desaparecer, se hacen borrosos cuando no insignificantes. En mi caso, esto no es demasiado grave, pues pertenezco a un grupo generacional que, con todas las diferencias del mundo, ha compartido experiencias comunes, lecturas, gustos, afinidades estéticas e ideológicas, etc, de tal modo que lo que diga puede valer en parte para varios compañeros de ruta. Lo autobiográfico, entonces, vendría a equivaler en cierta medida a un retrato plural, con gente que empieza a escribir, a hacer crítica literaria y a publicar allá por 1960.

Cuando cursábamos la Universidad, solíamos burlarnos de los conferenciantes que prodigaban anécdotas en sus ponencias e intervenciones académicas. La anécdota, que tiene una función muy precisa en Plutarco, es cosa de héroes, así que no cabe ni puede caber en lo que sigue. En el fondo, pertenece a otra concepción de la vida humana, a una articulación diferente de las etapas de la vida. La anécdota heroica, de raíz plutarquiana, cuya vigencia alcanzará hasta bien entrado el siglo XVIII y, ante nosotros, hasta que se cierre el ciclo de la Independencia, se ha banalizado, digamos que de "ilustre" se ha hecho "democrática". Se emparienta con lo inédito, como muestra su misma etimología. Es lo que surge en el círculo íntimo, en la voz viva de la conversación y del rumor, según sea su interés, será de radio corto o de más amplia parábola. Ya no es esa cápsula in nuce que, para el autor de las Vidas paralelas, anticipaba un destino en un pequeño gesto, en una acción o en un dicho célebre. Lo expresó magníficamente en el prefacio a su Alejandro:

no es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino que muchas veces un hecho de un momento, un dicho agudo y una niñería sirven más para probar las costumbres, que batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades".


¡Habría que retener eso de «niñería»![2]

Más de alguna se colará en lo que voy a exponer, espero que sea venial.

Por último, está el pecado mayor, capital, de mirar hacia atrás. Con esto entramos de lleno, paradójicamente, en la actualidad chilena. Las veces que me ha tocado venir al país —lo hago intermitentemente, de vez en cuando— siempre he percibido que se tiende a condenar toda actitud de retrospección. Se la ve con sorna, con sarcasmo incluso —"Se quedó pegado", "está estancado", "vive en el pasado"— pareciera ser la impresión o el juicio generalizado. No quisiera convertirme, por lo tanto, en estatua de sal, con mi Gomorra a cuestas. Como diría García Márquez, con tanta gracia, con gracia peregrina: "Yo, chileno pasatista, a estas alturas...". Por lo mismo, evitaré el escollo del 73, refugiándome más bien en la década del 50, que representa para mí el ámbito de formación en lo literario y en lo político. Antes de la década triunfante y triunfalista de los 60 y del período trágico y violento que vendrá después, este primer decenio en la segunda parte del siglo pasado (1950-1960) corresponde al tiempo final del Liceo y al lapso de mis estudios universitarios. En contraste con los posteriores, este decenio ha sido poco explorado y ha recibido mucha menor atención en los estudios dedicados a Chile, tanto en la historiografía institucional como en la política y aun en la cultural. Los sesenta y los setenta, por razones obvias, se llevan siempre la parte del león. En mi opinión, volver a los cincuenta —a los cincuenta históricos— significa reencontrarse con los orígenes del Chile contemporáneo, orígenes larvados, menos visibles que el corte decisivo del 38, menos gloriosos o siniestros que lo que va a seguir, pero una etapa llena de posibilidades, esperanzas y premoniciones. En ella se echan las bases para un cambio de rumbo en el país. Y ello me permite recalcar, al mismo tiempo, que retrospección no es lo mismo que retrogradación. Confundirlas es eso, una confusión conceptual rayana en burda obnubilación ideológica. En el mundo del "post" y del "neo" en que hoy nos movemos, y en que ya se habla de neosujetos en psiquiatría y psicoterapia, el equívoco resulta más que natural.

Lectura de Un perdido

El intertítulo este —"Lectura de Un perdido"— puede resultar ambiguo y prestarse a más de una interpretación maliciosa. Aclaro entonces que el genitivo aquí no es subjetivo, sino de objeto: "el perdido" no soy yo, o espero no serlo como lector, sino que se refiere obviamente al objeto que una vez tuve en mis manos, la famosa novela de Eduardo Barrios (1918), considerada por muchos como su obra maestra. "En Un perdido, Barrios fue el novelista por excelencia, el narrador", elogia la Mistral en uno de sus Recados[3]. Novela naturalista y sentimental, escrita poco después de El niño que enloqueció de amor (1914) y publicada con anterioridad a El hermano asno (1922), presenta una rara arquitectura, que más de un crítico fustigó en su oportunidad. Luego de un breve idilio en Quillota, correspondiente a la niñez del protagonista y a la protección que le brindan sus abuelos, tiene una sección más amplia ambientada en Iquique, donde el foco son las möres militares de jóvenes oficiales del Ejército, para concluir con una imponente tercera parte —rica, frondosa, palpitante— de la vida en la capital. Es la historia de Luis Bernales, "un perdido" que siempre he considerado ejemplar.

He seleccionado este libro, de los varios de narrativa nacional que leí tempranamente, porque por alguna razón psicológica que no he podido esclarecer (ojalá no sea psicoanalítica), es una de las novelas que recuerdo con más nitidez. Algo había en ella que me tocaba profundamente, que me hacía simpatizar con el personaje y con algunas de las mujeres que allí aparecían. Mucho después, muchísimo después por cierto, ya en posesión de una conciencia crítica, comprendería el contraste polar que instauraba con Martín Rivas. En mi recuerdo, sitúo el contacto con estos dos relatos en lugares separados de la casa: uno, en el salón, eso que después dio en llamarse living, como si todas las demás piezas fueran solo dying room; otra, en el comedor adyacente. La primera la leí recostado en un viejo sofá; por eso, mientras me sumergía en las páginas de Blest Gana, la periferia de mis ojos entreveía lo ajado y lo raído, pedazos desteñidos de un gobelino. El otro, en cambio, lo leí entre las prisas del almuerzo, sentado, con el libro ante los ojos y la cuchara en ristre. Pese a la abundante bonhomía de don Alberto, su personaje siempre me cayó antipático, siempre ha sido para mí un prototipo de la peor chilenidad. Prejuicio mío, sin duda; muchos dirán craso error. Veo a nuestro Martín como uno de esos ejecutivos de hoy que nos bendicen con riqueza y desigualdad, o como uno de los ministros y parlamentarios que elegimos para que nos gobiernen en el mejor estilo de nuestra "impoluta" tradición republicana. Aunque resulte un clisé decirlo, el hamletiano "algo huele mal en Dinamarca", aplicado hoy a nuestro país, resulta ser apenas un tétrico eufemismo. Mudando de arquetipo, hoy somos los daneses de la América del Sur. Así, mala onda con uno, con Rivas, buena onda con su antípoda. Frente al trepador social, al arribista de cuerpo y alma que encarna el héroe del siglo XIX, Luis Bernales es la otra cara de nuestra sociedad, su curva descendente en el XX, un tránsfuga instintivo del poder y del dinero. A menos de dos años de distancia de que Alessandri se instale en la Moneda con su "querida chusma" hecha de empeñosas clases medias, Luis Bernales les da la espalda, subvive y sobrevive en tugurios y tabernas de la capital. Su ética, disfrazada de debilidad psicológica, desanda, deshace el camino del país. La vida fluye por el centro de la ciudad, como puede apreciarse en esta soberbia descripción de la Mistral: "En... Un perdido, (nos dice) Barrios, como los grandes novelistas rusos, se entra en la marejada de la vida, buceador vigoroso. Es una obra densa de acontecimientos, noblemente desnuda: el estilo se olvida para dejar el relato solamente erigirse como un inmenso bajo relieve, quemante de verdad y torcido de dolor"[4]. Al final del relato, vemos a Luis Bernales al margen y fuera del turbión de vida que circula por Santiago.

He traído a colación esa novela, no tanto para introducir una lectura ulterior (que ensayé en la Universidad Austral primero y luego, si mal no recuerdo, en un seminario de la Universidad de Concepción), sino para ilustrar lo que podría llamarse el momento del lector y las circunstancias que en mi caso lo rodearon. Los que estudiamos literatura, los que decidimos dedicarnos a la literatura para ganarnos el pan con el sudor de los lentes (como diría Floridos Pérez), todos descubrimos en cierto momento la situación de lectura, la conciencia de que estamos leyendo. Más que esa revelación del yo, que con tanto exceso proclamaba Otto Weininger en Sexo y carácter —libro a mi entender malsano porque (lo digo con un poco de vergüenza) propagó e infundió en nosotros una cierta misoginia de pacotilla[5]— es el descubrimiento de este yo lector el que importa recalcar. Este cogito de lector —leo, luego existo— a algo que surge relativamente pronto en el desarrollo personal. Evidentemente, las precocidades requeridas al que va a ser un estudioso de la literatura no son las mismas que se exigen a quien aspira a ser músico o matemático. Ahí, las biografías (también la leyenda) señalan prodigios y narran toda dase de milagros. Más modesta, más sobria, menos temprana en general, la afición por la lectura empieza cuando contemplamos —sorprendidos, fascinados, desazonados a veces— los poderes del lenguaje, el misterio de los signos, las imprevistas y extrañas asociaciones que nos urden la mente y la memoria. Lo digo desordenadamente, porque solo luego, cuando uno se pone a reflexionar, todo esto se ordena, entra en cauces propios y se distribuye en planos y categorías precisos. Por el momento —el momento inicial y augural de la lectura— todo existe con fluidez, en plena efervescencia. En un tema inmenso y complejo como este, al que tanto han contribuido grandes espíritus, solo quisiera tocar un punto que es decididamente transpersonal, aunque no impersonal, pues exige previamente la experiencia misma de la persona.

El primer dato en la situación de lectura es probablemente la suspensión de la relación con el mundo —o, para ser menos grandilocuente— con el entorno. Es la epojé de todo acto de leer, poner entre paréntesis nuestra circunstancia. "Sumergirse en la lectura", dice la expresión corriente, que alude justamente a eso: sumergirse en la corriente de los signos, en un medio ajeno al aire que respiramos. Creo que Jaime Quezada, en su hermoso libro sobre Bolaño antes de Bolaño, ha descrito muy bien al artista cachorro, allá en su casa de México, absorto todo el día en lecturas literarias[6]. La epojé no es absoluta, obviamente, ni tampoco definitiva. Una mínima interrupción nos devuelve al ámbito inmediato: nos saca a flote. Sin embargo, como esencialmente constitutivo de la experiencia, como algo inherente a la estructura y peculiaridad del fenómeno, se da el proceso de irrealización. Cuando estoy suspenso, mientras estoy absorto, me irrealizo en cuanto yo porque entro en la irrealidad de lo que leo. Esa irrealidad me irrealiza. Entre el libro y mis manos, entre el libro y mis ojos, yo me anulo, y paso a ser simplemente una conciencia parásita, que vive en simbiosis con lo que leo. Pero suspensión e irrealización no me desconectan completamente de la realidad; por el contrario, me la amplían y profundizan. Dicho de otro modo, la irrealización del sujeto no pone fuera de juego lo real, sino que más bien lo afirma y lo confirma, revelándolo plenamente a partir del decir poético o de la ficción. Mientras leo Un perdido, mientras recorro ansioso su segunda parte, no estoy almorzando en mi casa de Valdivia, sino que vivo en Iquique, me asocio con esos jóvenes cadetes que recorren sus calles y van al burdel, soy parte de ellos. No hay lluvia conmigo, estoy bajo el sol, junto a las delirantes casas blancas que solo conoceré después. Me proyecto, me distancio de mi mismo, estoy allá y no acá, mi yo lector consiste en que "yo ya no soy yo". Borges ha llevado hasta un extremo esta dimensión irrealizadora, creando una metafísica que raya en el berkeleyismo. Confundía Buenos Aires con Ginebra, por decir lo menos. En su caso, y sin bromear demasiado, yo diría que es bueno ser lector, pero no bibliotecario. Cuando se lo es, los estímulos externos que quiebran la concentración son mucho menores, casi inexistentes. En cuanto a mí, muy lejos de Babel, cuando me traen el segundo plato, dejo de estar en Iquique pasándolo bien, y vuelvo, ¡ay!, jocundamente, chez moi.

Esta irrealización que nos abre a lo real ha sido bien descrita, fenomenológicamente, por el primer Sartre, no tanto en su pequeño y notable libro L'imagination (1936), sino sobre todo en el brillante escrito L'imaginaire (1940), uno de los estudios más profundos y completos que conozco acerca del campo imaginario y de los procesos y modalidades de la conciencia imaginante, desde la común y natural hasta la hipnagógica y la onírica. Toda la "familia de la imagen" como él la designa, resulta ahí explorada sistemáticamente. Si en el primer opúsculo mostraba ya que no era posible concebir la imagen como subordinada al concepto o como un simple eco de la sensación, según sostenían la filosofía moderna y la teoría positivista ("repeticiones espontáneas", simple "reviviscencia" en la vena de Taine), en L'imaginaire la noción clave y hasta cierto punto organizadora es la de la "nada creadora" (néant créateur), que será fundamental para la ontología posterior del El ser y la nada (1943). (Hay que entender, con todo, que la reflexión sartreana se sitúa antes, bastante antes, de que el redescubrimiento de Saussure venga a complicar el cuadro con la mediación lingüística arrastrándonos a eso que Grínor Rojo, con toda razón, ha denominado "lingüistización" de lo real) Una de las características principales de la imagen es, para Sartre, el "que la conciencia imaginante tematiza (pose) su objeto como una nada". Lo aclara en seguida: "Por más viva, por más emocionante, por más fuerte que sea una imagen, ella da su objeto como no siendo"[7] (30 y 34-5). De acuerdo con esta perspectiva, que liga íntimamente la imagen a una cualidad afectiva emocional, cuando leo, produzco imágenes que me exilian del campo perceptivo y me introducen en la esfera de "el ser y la nada", esto es: intuición de lo inexistente, presencia del objeto ausente, cuasi-presencia de este en la conciencia que imagina. Esta nadificación, o "neantización", que es la porción de ausencia que habita la plenitud de lo presente, me crea y recrea el ser en la medida en que estoy leyendo. En otro de sus tempranos escritos fundamentales, La trascendencia del ego (1938), Sartre lo expresa con máxima claridad: "El resultado no es dudoso: mientras leía, había conciencia del libro, de los héroes de la novela, pero yo no habitaba esta consciencia, ella era solamente consciencia del objeto y consciencia no posicional de sí misma"[8]. Comprensión opuesta a la de Borges, como se ve, que será el núcleo de la filosofía sartreana previa a su adhesión al marxismo y también de su narrativa de preguerra (la de La náusea, no de Los caminos de la libertad). En ambas, en substancia, se despliega una metafísica que deriva de la experiencia del creador y del lector. Si dudas hubiera, su autobiografía terminal, Les mots ( 1964 ), lo garantiza cabalmente. El autor crea su mundo a partir de la nada, nadificando el ser, el lector recrea ese mundo dotando de ser a las cosas irrealizadas, a las que cuasi ve. La gran continuidad entre sus primeros libros se advierte, amén de muchos indicios, sobre todo en que, al inicio y bajo el signo de Descartes, El ser y la nada sitúa en la imaginación el puente concreto entre las cosas y la conciencia: la substancia pensante y la substancia extensa según Descartes, el "en sí" y el "para sí" en la terminología de Sartre. Más adelante, la cuestión de lo imaginario reaparecerá en la célebre descripción del garzón de café, que escenifica los avatares de la mala fe recurriendo al módulo de la imitación ya puesto en evidencia en L'imaginaire. De este modo, con Sartre o sin Sartre, la lectura se nos revela como sístole y diástole entre el yo subjetivo y el vasto paisaje de las cosas: me sumerjo en mí mismo para captar mejor la pureza y las escorias de lo real.

Más sutil es el elemento que enhebra asociaciones, distracciones, que se llevan a cabo en el acto de leer. Son los flecos inevitables de la lectura. Si es otra exageración de Borges el que de un libro, de un inmenso libro como el Quijote, por ejemplo, uno saque y se quede apenas con una vaga impresión, es muy cierto que después de una lectura, por más intensa y concentrada que sea, uno suele extraer una nebulosa de impresiones. La claridad solo viene después, cuando se hurga en la memoria y se somete a análisis lo que se ha frecuentado. Ahora bien, este pulsar de la distracción, este sistema de asociaciones, nunca ha sido explorado, que yo sepa. Mientras Freud sometió a un estudio riguroso los procesos inconscientes, si bien estudió la "psicopatología" de los olvidos, de los errores, de los lapsus, etc. y los mecanismos del chiste, este otro dominio ha sido siempre, me parece, una terra incógnita. Al leer proyectamos nuestra vida en el texto que nos convoca, y todo esto pertenece no necesariamente al imperio del inconsciente, sino a lo que la psicología del XIX y de comienzos del XX solía llamar "subsconsciente", ese fluir de instancias que no emergen en el sueño ni tampoco de nuestros traumas, sino en nuestro constante divagar, en la parte de vida en "abstracción" (en el sentido, obviamente, no intelectual del término: no la calidad de lo abstracto, sino la condición de quien se abstrae). Es otra lógica y otra red combinatoria las que aquí se despliegan, absorbiendo los resquicios del azar e incorporándolos al determinismo absoluto que Marthe Robert atribuye a la concepción de Freud, enriqueciendo regiones de la psique no considerados por este. Hay siempre en los bordes de toda lectura una franja de revêrie, que es parte substantiva de nuestra comunicación con el texto. Ramificaciones, filigrana del tejido que es el texto. Bachelard, en algunos de sus libros no epistemológicos ni elementalistas, explora a veces esas zonas, a las que llama revêrie propiamente tal, a veces songe. Este es siempre un ingrediente constitutivo que interviene en la serie de distracciones/abstracciones que el texto nos provoca. Leo; de pronto, algo se interpone y cruza mi memoria. Leo, y este pasaje me recuerda tal evento, que me hace divagar y ronronear, de tal modo que la lectura ya no es pura —pureza de signos y de imágenes—, sino una mezcla de yo irrealizado por el libro y un sujeto que vuelve por los fueros de su vida y de su pasado. Esta lectura irrealizadora no me aliena, sino que me integra, pues se integra a mí mismo, a mi propia circunstancia. Se lee no solo con los ojos, ese cerebro puertas afuera que todos llevamos por delante, sino cuerpo adentro, con todo el peso del pasado. Es el pliegue inmediato de donde empieza a emerger el contexto, ya como un continuum entre lo que leo y mi experiencia real o posible, ya como plena discontinuidad, como choque o crítica entre la letra y la substancia de lo que puedo observar. Porque este yo "perdido" en Un perdido lo hacía en una casa, en un barrio periférico de una ciudad del sur, pertenecía a un grupo social más bien de capa caída, a una provincia con indios casi invisibles y alemanes omnipresentes, etc., más una oscura, aun indefinida, conciencia de ser parte de un país. Ahí, frente a mi casa, llegaban los cesantes de Corral que habían emigrado con sus familias en botes remontando el río. Cerrados los Altos Hornos del puerto, instalada en Concepción la siderúrgica gringa de Huachipato, las familias de los pobres se hacinaban en el barrio. Eran coralinos o corraleños, según se vacilaba en llamarlos en nuestras partidas de fútbol o en los bares de la esquina.


De la politique avant toute chose

Estoy en la fila, en el patio chico de mi colegio. Dos compañeros de curso, niños de mi edad, se trenzan en un altercado verbal que casi los lleva a las manos. ¿Qué ocurre? Me entero de que uno de ellos defiende a González Videla, el otro está por el doctor Cruz Coke, candidato social-cristiano de la época. Es mi primera experiencia política y una temprana señal del civilizado país en que voy a vivir.

Con el triunfo del candidato radical, apoyado por comunistas y otras fuerzas de izquierda que habían conformado el reciente Frente Popular, Chile entraba en una nueva fase de su historia, presionado por las circunstancias determinantes de la posguerra. Estas eran una de orden mundial, el origen de la Guerra Fría, otra ideológica que nos tocaba directamente: la emergencia de la Democracia Cristiana como fuerza internacional en varios países occidentales. Ambas estaban muy ligadas, como muestra el doble hecho de los asesores católicos de Truman, sobre todo para el área latinoamericana, más la conexión ampliamente comprobada de la Iglesia Católica norteamericana con el maccarthismo. El cardenal Fulton Sheen, hoy caído en fructífero olvido, era una voz vociferante que desde luego no clamaba en el desierto. El poderoso prelado que, en 1944 , había publicado una gruesa Vida de Cristo, ahora, en pleno 1948, daba a luz un oportuno y oportunista El comunismo y la consciencia de Occidente (Communism and the Conscience of the West). El primer libro comenzaba con una frase de antología: "Satan may appear in many disguises lilte Christ" ("Satanás puede aparecer bajo muchos disfraces, como Cristo"); y en seguida embalaba: "It may be very well that the Communists, who are so anti-Christ, are closer to Him than those who see Him as a sentimental and a vague moral reformer. The Communists have at least decided that If He wins, they lose" ("Puede muy bien ocurrir que los comunistas, que son el Anticristo, estén más cerca de Él que los que ven en Él un reformador moral vago y sentimental. Ellos han decidido que si Él gana, ellos pierden"). Se ve: el dilema, muy norteamericano, es el sempiterno entre perdedores y ganadores, entre losers and winners y, con hipérbole maniquea, entre el comunismo y nada menos que Dios[9]. Sheen, en esto rara avis, representa un apocalipticismo de derecha, cuando normalmente el Apocalipsis ha sido empuñado por los pobres del mundo. Los libros de Monseñor Sheen no son a mi juicio luminosos: son solo voluminosos.

A quien tenga un poco de sentido de la historia y de los poderes fácticos que influyen en ella, no dejará de sorprender el extraño sincronismo que, cual reguero eléctrico, une el discurso de Churchill en Westminster College (Fulton, Missouri), las crisis de Irán y de Grecia, la doctrina Truman expuesta ante el Congreso norteamericano en marzo de 1947 y la voltereta de nuestro presidente criollo a fines del mismo año que lo lleva a promover en el siguiente la Ley de Defensa de la Democracia. Sin caer en los fáciles sofismas y paralogismos hace tiempo denunciados por Mac Iver en su clásico Social Causation, es imposible negar que todos estos hechos están interrelacionados en una cadena de causalidad[10]. Todo en un todo perfectamente articulado como ratifica, por si dudas hubiera, el libro de Claude Bowers, embajador de los Estados Unidos en Chile a fines de los cuarenta[11]. Se sabe lo que pasó durante la dictadura civil de González Videla, desde 1947 a 1952, así que no es necesario repetirlo.

En este marco de fuertes cambios políticos, hay que hacer notar que la Falange Nacional de ese tiempo, el grupo capitaneado por Frei y Bernardo Leighton, vota contra la promulgación de la Ley Maldita. Antes, el diputado Frei había renunciado a su cargo debido a la represión ocurrida en Santiago en 1946, la que constituye, como se sabe, uno de los núcleos centrales del Canto General nerudiano. Mi profesor de Historia de Chile, Eduardo Kónig, que en la secundaria nos enseñaba al dedillo los meandros de nuestra vida nacional, despotricaba destempladamente contra ese grupúsculo que muy pronto, en 1957, daría origen al Partido Demócrata Cristiano. "Son cripto comunistas", decía él, que era un social-cristiano al estilo de Cruz Coke. No sé cómo reaccionaría ante la fusión de su tendencia política, primero en la Federación Social Cristiana y, luego, con la creación del nuevo Partido. El social cristianismo y la Democracia Cristiana, que se desprendió con más ruido del viejo Partido Conservador; databan en el fondo de las Encíclicas de 1891 y de 1931 y buscaban fundar una tercera vía política, sin las taras de un capitalismo individualista (según decían) con sus secuelas de explotación y rapacidad ni los peligros de un socialismo ateo que propugnaba una ideología de violencia y de lucha de clases. Curiosamente, y en pleno contraste con esta voluntad de estar por encima del bien y del mal, Radomiro Tomic pronuncia un discurso en la Cámara de Diputados (agosto de 1947) en que se abandera sin asco con la causa norteamericana. Tal fue esa doctrina que se desprendía paulatinamente de los pañales fascistas que la habían envuelto al nacer y que pronto los llevaría, como aliado de la Alianza para el Progreso, a impulsar la Reforma Agraria durante la primera fase del gobierno de Frei con caracteres comunitarios, creando pequeños propietarios de la tierra. El libro de Aníbal Pinto Santa Cruz, publicado a fines de los cincuenta, Chile, un caso de desarrollo frustrado (1959), sin duda influyó en esta estrategia rural, pues allí el economista hacía prodigios para justificar una reforma del agro chileno que no fuera ni radical ni revolucionaria, limitándola en extensión y profundidad. Otro libro importante e inspirador en esa época fue, si no yerro, el de Jorge Ahumada, En vez de la miseria. En él se habla de "la crisis integral de Chile" y se empieza estableciendo el contraste entre "la sórdida pobreza de los más" y "la ostentación orgullosa de los menos"[12]. ¡Esto, en 1958!

La nueva fuerza política conllevaba un proyecto cultural mucho más consecuente y global de lo que se ha juzgado hasta ahora, que merecería ser analizado en todos sus aspectos y pormenores. Además del objetivo principal, propiamente político, de acceder al gobierno para realizar su programa, el aspecto proselitista se manifestó sobre todo con la injerencia en las principales universidades chilenas, con vistas a controlar las federaciones estudiantiles. Cerca del Hogar Universitario de Concepción en donde residí por tres años, había un Hogar Católico, con su párroco y todo, y una sede de jóvenes católicos que solían paliquear en el umbral con sus novias, todas señoritas decentes, de muy buena familia. La lucha era obviamente entre masones y pechoños; las consignas, imagínense ustedes, nada menos que la Libertad de Enseñanza y el Estado Docente, todo lo cual olía a rancio siglo XIX. Curiosamente, la Libertad de Enseñanza era vitoreada por huestes católicas que, como ustedes saben, han sido siempre un ejemplo de tolerancia a lo largo de la historia. En lo cultural, la proa ideológica y material más saliente la constituían las publicaciones de la revista Política y espíritu y de la Editorial del Pacífico, que desde mediados de los cuarenta propagan el ideario social demócrata cristiano, sacando a luz las principales obras de los líderes del movimiento: Silva Solar, no sé si Chonchol, desde luego Frei, quien viene escribiendo desde los 30 y que publica allí, en los cincuenta, sus dos obras más conocidas: La verdad tiene su hora y Pensamiento y acción. A la vez, la Editorial del Pacífico lanza al mercado una avalancha de literatura típica de la Guerra Fría, novelas, testimonios y ardientes denuncias contra el comunismo este-europeo. Best-sellers preferidos de esos años, que hacían nata en las vitrinas de libros a través del país, eran (en mi memoria) el húngaro Zilahi Lajos, el rumano Ventila Horia, el chino Lin Yutang, entre muchos otros. Creo que así pude conocer el Doctor Zhivago, poco después del Premio Nobel de Pasternak (1958).

Existe una interesante convergencia, afinidad a veces, entre el proyecto cultural democristiano y la nueva literatura que empieza a surgir por esos años, más en la narrativa que en la poesía. Me refiero, por supuesto, a la zarandeada Generación del 50. Aunque difícil en términos conceptuales, porque es imposible determinarla con precisión, hay una conexión evidente entre el hecho literario y la "política y espíritu" del grupo. Temas, preocupaciones e inquietudes generacionales reflejan actitudes y ansiedades que la elite del nuevo movimiento busca encauzar. Los factores indispensables para la formación de las elites están todos allí, compartidos, si no por todos, por la mayoría de sus miembros: origen familiar, fortuna, educación, prestigio social y cultural, etc. A casi todos es común el peso de la tradición religiosa. En las primeras novelas de Enrique Lafourcade, el jefe generacional; en los relatos tempranos de Jorge Edwards y, sobre todo, en la extraordinaria cuentística de Claudio Giaconi, por desgracia muy exigua, y en las notables narraciones de María Elena Gertner, aparecen crisis religiosas, la angustia adolescente, un orden familiar resquebrajado, la insatisfacción espiritual que reina por doquier. Donoso, que también comienza bajo ese signo pero con una modalidad muy suya, creará un universo propio y original que en gran medida trasciende lo alcanzado por sus compañeros de ruta. En realidad, el exponente más representativo del grupo no es (a mi ver) un novelista, sino el dramaturgo Egon Wolff, quien como nadie escenificó el orden implícito de temores y frustraciones que latía allí, subyacente. Los dos Encuentros de Escritores Chilenos realizados en 1958 (enero y julio), que organizara Gonzalo Rojas en Concepción, resumen bien la consciencia que tenían estos nuevos autores acerca de su proyecto literario. De hecho, el panorama de los cincuenta, en lo que toca a este orden de cosas, es mucho más rico y variado, pues en él coexisten los jóvenes que gravitan en torno a la figura de Roque Esteban Scarpa, con las importantes publicaciones de la colección El espejo de papel representativa de una apertura comparatista más allá de las fronteras nacionales. En una de las antologías de El joven laurel (1955), Scarpa habla en el prólogo de "la eterna voz del Espíritu". ¡Así, sencillito! Este Espíritu, siempre con mayúscula, será el eslogan ideológico constante y el tic propagandístico del período y de la nueva política. Si hay un autor, de esos novelistas medios que por su mismo nivel y carácter expresan con mayor claridad la "tendencia" (en el sentido de Lukács) de las fuerzas en juego, yo destacaría a José Manuel Vergara, cuyas novelas, hoy bien olvidadas, conjugan el simbolismo bíblico y la alegoría política con un internacionalismo algo externo, unido todo a los típicos prejuicios del elitismo espiritual. Un amigo mío, Alfredo Barría, aplicó al análisis de dos de sus obras, Daniel y los leones dorados y Don Jorge y el dragón, las ideas críticas de la famosa Situation sartreana contra el catolicismo de François Mauriac, viendo agudamente (en su Memoria de Prueba de la Universidad de Concepción) cómo se entrelazaban en ellas una noción de libertad espiritual del todo postiza con un estrato de novela policial o criminal que hoy haría las delicias del mundo académico. Tal vez habría que releer a Vergara y observarlo con los criterios vigentes de la crítica universitaria.

Naturalmente, no es esta la única línea narrativa existente por esas fechas. Junto a ella, sobresale la autoficción de Manuel Rojas, que con su gran tetralogía impondrá un tipo de novela social que quedará bloqueada en los casos de Varas y de Alfonso Alcalde. Hay también rezagos. El rezago corresponde a la literatura criollista, que ofrece en la década sus últimas manifestaciones, los frutos tardíos. Paradojalmente, la novela final de Mariano Latorre, fundador del movimiento, será La paquera (1958), en que el gran narrador de tema campesino deja el campo y emigra a la ciudad. Por otra parte, su brazo derecho y colaborador en el proyecto criollista, Luis Durand, publica por esos años su novela más popular y difundida, Frontera (1949). Quizá valga la pena una pequeña, brevísima, digresión sobre esta obra que no figura (estoy seguro) en el tapete de la actualidad literaria.

Como viajaba bastante en los trenes del sur, vi a veces, siempre en vagones de tercera, a gente que se entretenía con un libro. Algunos pasajeros lo comentaban y discutían. Todos parecían hacerlo con placer. Por curiosidad, lo obtuve, lo hojeé, pero no entendí mucho. Me faltaba conocimiento de la región, además de que ya en ese tiempo me empezaban a interesar otras cosas. En todo caso, quedé algo excitado por ciertos ecos eróticos del relato y que, hélas!, cuando lo releí hace un par de años para una reunión en la Universidad de la Frontera que finalmente no fraguó, comprobé que mi edad e imaginación los habían agrandado. Quedé decepcionado.

Situada a fines del siglo XIX, Frontera es, en gran medida (aunque no únicamente), una apología y mitificación del pionero moderno en una Araucanía ya "pacificada", concretamente en la zona entre Angol y Traiguén. Su contexto más amplio es doble: el fin de la guerra del salitre y la colonización de los nuevos territorios en el sur. Norte y sur se entrelazan vivamente en la novela, delineando una tensión que va a culminar con la revolución del 91, en plena capital.

Una sola observación estructural, si se me permite. Igual que sucedía con Un perdido, el plan de Frontera contiene una evidente desproporción. De sus dos partes, la primera ocupa más de dos tercios, cubriendo por el contrario apenas unos meses de historia; la segunda, en cambio, comprimida en extensión, abarca cinco años de vida del protagonista después de 1891. En la primera hay una rica interacción humana, con una gama interracial de chilenos, franceses, ingleses, mapuches, etc. En la siguiente, hay solo frustración, desánimo de un personaje ya sin norte en la vida, que ni siquiera un amor tardío es capaz de vivificar. En una el tiempo se contrae, en la otra el tiempo se dilata prolongándose sin brújula alguna. Otra vida malgastada la de este Anselmo Mendoza. Al parecer (es solo una conjetura), el autor no quiso o no pudo enfrentar la catástrofe del 91, que está apenas esbozada. A la energía bélica del norte, a la energía colonizadora del sur, sigue una anemia histórica que vacía al país de toda energía. Si De Certeau tuviera razón con su audaz hipótesis de que el papel que han cumplido las matemáticas para las ciencias exactas es el que cumple la literatura para la historia[13], entonces estas novelas —las de Barrios y Durand— captarían una parte importante del orden implícito en nuestra historia. Serían dos jalones significativos; sus héroes —Bernales y Mendoza— dos "vidas paralelas" nada ilustres pero muy representativas de una misma sociedad condenada a la frustración.

Como cualquier período histórico, la década de los 50 fue un lapso complejo y proteico, más aún si la memoria lucha arduamente por seleccionar los datos que la impresionaron. El turbión ibañista, que hizo de un dictador de tiempo atrás un nuevo candidato amado por socialistas, termina cristalizando, al fin de su reinado, la típica tripartición de la política chilena: derecha democrática con Alessandri, centrismo de la DC y deslizamiento hacia la izquierda con la Unidad Popular. Este esquema triádico reaparecerá con posterioridad a la dictadura y creo que, a pesar del cambio de relación interna entre las fuerzas, se mantiene hoy día. Los recientes escándalos lo comprueban. El reguero comenzó por la derecha, se concentró en la DC, y culmino con un coletazo mortal para la llamada izquierda. Son la santísima Trinidad de nuestra actual democracia: tres entidades distintas y un solo empresariado de corrupción.

El gobierno de Ibáñez nos hizo más sensibles a "nuestros vecinos justicialistas", como rezaba el título de un ensayo popular en esos años"[14]. Perón visita Chile durante su segundo mandato, cuando ya empezaban a arreciar las críticas a su gobierno y la Iglesia Católica había tomado posiciones en su contra. Estos hechos me empezaron a abrir los ojos a lo que pasaba en América Latina, más allá de nuestro ameno rincón, siempre cornucopia del "Edén". A mi casa, en un barrio de Valdivia, llegó un matrimonio de mediana edad, que decía huir de Perón. Recuerdo la cara tensa y algo ansiosa de la mujer, el rostro furibundo del marido, que no cesaba de repetir que "Perón estaba hundiendo a la clase media argentina". Era, en él, algo más que una consigna: una creencia visceral. Tal vez eran pequeños comerciantes, o propietarios de un taller mecánico, no recuerdo bien. Más que otro sentimiento, la presencia de la pareja me despertó solo curiosidad. En todo caso, años después, cuando viajé por primera vez a la Argentina, pude comprobar que la suerte de los trabajadores era ahí muy distinta a lo que veía a diario en mi país. Andaban en general bien vestidos y, sobre todo, tenían un sentido de dignidad que contrastaba con las humillaciones y el desprecio constante que sufría el obrero chileno. Los "descamisados" transandinos no se parecían en nada a nuestro "roto" de acá. Me tocó incluso compartir en Mendoza una habitación de hotel (bueno, era en realidad un local del Ejército de Salvación) con un obrero porteño que probablemente andaba en la clandestinidad. La Operación Masacre, terriblemente narrada por Walsh, había tenido lugar en 1955 y determinaría para siempre el curso futuro de la historia en el país. Ya como un especialista en literatura, creo que el hecho peronista, o los peronismos en que se astillará el movimiento populista, es el foco insoslayable de gran parte de la cultura argentina hasta el día de hoy. Una novela muy reciente empieza cuando el protagonista nace justo el mismo día de la muerte de Perón. El nexo resulta ser umbilical y funerario, natal y póstumo a la vez[15].

En Chile, puesto en cuarentena el Partido Comunista, los primeros marxistas que conocí fueron los trotskistas de siempre. El primer marxismo que leí fueron folletos y artículos del emisario de Brest-Litovsk, el Comisario del Ejército Rojo que había salvado a la naciente Unión Soviética de los invasiones de todos las potencias habidas y por haber: Alemania, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Japón y que había terminado como mártir allá en México. Su aura todavía estaba presente, sobre todo con la muerte cercana de Stalin. Mi recuerdo del grupúsculo trotskista es agridulce. Junto a gente admirable y valiosísima —abogados sindicalistas que defendían a obreros con denuedo y que mostrarían coraje durante la dictadura— había también una pandilla de pinganillas cuyo único legado es un puñado de anécdotas ridículas, algunas tan sabrosas, que es mejor no meneallo.

El hecho más duro de la década fue sin duda el 2 de abril de 1957. A mí el "incidente" me pilló en un hotelucho de la Estación Mapocho, donde debí pernoctar, obligado a interrumpir un viaje que hacía entre Valparaíso y Concepción. Era imposible circular por las calles de Santiago. A la mañana siguiente, cuando quise salir al aire libre, la destrucción era impresionante, el caos fenomenal. Todavía no se sabe el número de muertos que dejó la represión ibañista. Es lo que nos ocurre desde la conquista española. Las cifras oscilan entre la oficial de 300 y un techo alto que sobrepasa los 2000. La verdad, es decir, las muertes, están allí encerradas entremedio. Son siempre un guarismo incierto. El novelista Hernán Valdés exploró bien el contexto y el trasfondo en Zoom, de 1971. Su versión es singular.


Nace una inclinación

Al fin de los estudios universitarios, cerca de 1960, se hacía necesario buscar un tema de Tesis. Muy probablemente, esta elección determinaría el primer campo de investigación al que uno tendría que dedicarse en años consecutivos. Hay que hacer notar, aunque para la mayor parte de los colegas esto será bastante obvio, que en ese tiempo ello no implicaba una decisión angustiosa. En esa edad dorada de la academia no había demasiada competencia ni las exigencias del mercado eran imperiosas. En realidad, para decirlo con franqueza, éramos cuatro gatos que en las pocas universidades del país daban el paso de estudiar literatura. Hoy, con los cambios demográficos en la profesión y en la educación superior, con una nueva geografía académica (becas a USA más que a Francia o a Alemania), con el retorno de doctorados en el extranjero y con las reglas de postulaciones y concursos, me imagino que otro gallo está cantando y que el tópico de la disertación debe ser calibrado al milímetro. En Estados Unidos es así, lo que es harto deplorable.

Ahora bien, ¿qué lleva a uno a escoger un rumbo determinado entre tantas posibilidades abiertas? ¿Es solo gusto o interés personal? ¿Cuánto hay de azar o de antecedentes reales condicionando la preferencia individual y el objeto que se busca estudiar?

Las respuestas sin duda son muchas y dependen en el fondo de la filosofía de vida que se adopte para encarar el asunto. ADN, antecedentes biológicos o familiares, no los encuentro por ningún lado, por más que mire los retratos de mis abuelos colgados en el salón, viejas fotografías de marinos de la Marina Mercante (los vapores de la Compañía Haverbeck), algunos de los cuales murieron ahogados en las aguas del Pacífico. Mirando bien, sin embargo, y como lo más cercano, hallo a dos tíos alcohólicos, uno un periodista de Corral, en cesantía perpetua desde el 48, otro un funcionario de la firma Grace, en Valparaíso, del cual heredé un buen haz de libros de la colección Iberoamericana, publicada en Madrid, entre los cuales recuerdo un volumen con dramones de Martínez de la Rosa y, muy en especial, los tres tomos del Orlando Furioso, que me han permitido comprobar cuánto deben a esa obra la Araucana y el Quijote. Mucho más de lo que se afirma, mucho más que ecos, pasajes o escenas intertextuales, sino toda una avasallante, omnímoda impregnación del paradigma y del temple caballerescos. La epopeya hecha parodia en Ariosto vuelve a ser epopeya en Ercilla, y se hace parodia épica y heroica en Cervantes. Amén de que esos tomos me han permitido también disfrutar mejor las infinitas óperas que, desde Hándel hasta Rossini, se han inspirado en los maravillosos personajes del poema. Ergo: libros sí, genes no; por lo menos, no precisamente literarios...

En el siglo XIX los prohombres liberales elaboraban con antelación un plan de vida; Lebensplan para los alemanes de ese tiempo. La época está llena de diarios de vida y de cartas al padre que definen lo que los jóvenes que aspiran a ganarse un puesto en el mundo tienen en mente. Juan Gabriel Araya, en sus trabajos sobre Hostos, sabe de esto. Todavía Russell, el sabio hijo de la Gran... Bretaña, redactaba por montones calendarios de conducta, lista de lecturas, formas de organizar la vida no solo de él, sino de sus próximos. Con todo mi respeto por el gran coautor de los Principia Mathematica y más tarde Presidente del Tribunal que llevó su nombre, eso me pareció siempre una pedantería del porte de un buque: una pedantería de las peores, hacia uno mismo, contra uno mismo y, peor aún, para con los pobres hijos. (Léase, si no, la biografía de Ray Monk).

En el siglo XX, Sartre habló de una elección original, que empleó magistralmente para escribir las vidas de Baudelaire, de Genet y de Flaubert. Son gente altísima que, por sus mismos destinos trazados en esas biografías, hace sospechar que la categoría sartreana fue elegida, así sea en parte, para luchar y refutar la idolatría freudiana del inconsciente. ¿Elección original contra Freud?

De todas las fórmulas más o menos aptas para describir el gesto y el acto al que me refiero, yo me quedaría con la de "inclinación". La tomo de un gran ancestro, como ustedes ya han comprendido, de Sor Juana, que para mí es una de las (y de los) intelectuales más descollantes que ha producido nuestra América. Ella nos habla de su "negra inclinación", golpeándose el pecho con sin par ironía. Por lo que comporta en armónicos y asociaciones de época, el término me parece preferible y muy superior al de "vocación" y otros similares.

Contra Paz, que en su influyente ensayo Las trampas de la fe comete un doble anacronismo, considerando a Sor Juana poeta y escritora y a su obra como precursora de su propia estética vanguardista, lo que quiere la monja mexicana es simplemente estudiar. Lo dice muchas veces, subrayándolo a lo largo de su Respuesta. La suya es una voluntad semejante a la de Leonardo: conocer el sistema del mundo, en todas sus facetas y disciplinas: geometría, música, teología, química al cocinar, etc. Porque estudiar es la más alta forma de movimiento en sentido aristotélico, la que no tiene un objeto externo sino que contiene en sí mismo su propia finalidad. Si el movimiento, según la Física, es paso de la potencia al acto en cuanto potencia, aquí, en la actividad mental del estudio, todo es actualización continua, energía pura. Pensar es la forma superior del movimiento. Sor Juana es una estudiosa que, a veces y contra su misma voluntad, escribe y produce objetos materiales: uno que otro papel o papelillo. Esto es lo que Paz, deseoso de apropiársela desde su México contemporáneo, ha llamado poeta y escritora. Lo fue sin duda, pero solo como una de sus operaciones estudiosas, tal vez no la principal. Huella accidental —preciosa y esencial para nosotros— en el ejercicio incesante de su mente.

Es más: no se ha reparado que "inclinación", ese deseo inextinguible de leer, aprender, conocer y estudiar que la mujer trata de justificar en su escrito excepcional, es un término que se pronuncia mucho antes, casi un siglo antes de Rousseau. La noción, por lo tanto, no contiene la admisión y aceptación de los deseos y preferencias individuales, tal como asegura la libertad individual, sino que corresponde a otro plexo mental, a otro sistema de categorías. Poco antes de la Respuesta, veinte años exactos antes de la muerte de Sor Juana, Malebranche discurre ampliamente sobre las inclinaciones naturales del hombre en el libro cuarto de su Recherche de la verité. Ahí, ellas casi siempre van junto a los errores y pasiones, son algo dereglé, se nos dice, desordenado. La matriz imperante es visible: no es otra que la sombra del pecado original[16]. En Malebranche, implícita o directamente, "inclinación" conserva su sentido cristiano, escolástico, ligado a la mayor falta intelectual, el pecado de orgullo y de concupiscencia espiritual. De hecho, aunque la noción en el siglo XVII insinúa ya un desplazamiento hacia su acepción psicológica moderna, todavía resulta inconcebible sin el marco de la ética antigua: aristotélica, donde ella representa un desvío de la recta y de la rectitud moral; helenística, en relación con el fenómeno del clinamen, esa desviación humana que libera en parte de la necesidad que rige los átomos. Marx, en su Differenz (en la Tesis misma, en los cuadernos suplementarios y en las notas), al comparar el determinismo democríteo y las versiones de Epicuro y de Lucrecio, reconocerá allí justamente el signo y la marca de la libertad humana. "Exiguum clinamen", dice Lucrecio en De rerum natura[17]

Mi inclinación del momento me llevó a optar por Neruda, por uno de los tres o cuatro Nerudas que existían entonces en el gran corpus nerudiano: el poeta de las Residencias. El director de la Tesis fue Gonzalo Rojas, que siempre vio con buenos ojos lo que hacía y al que siempre agradeceré no solo esta, sino las muchas manifestaciones de afecto y simpatía que me brindó. Esa elección me permitió no solo continuar por años trabajando sobre la lírica chilena, desde Lillo y Pezoa hasta Rojas y Millán, produciendo un grupo de pequeñas monografías sobre grandes poetas hispanoamericanos, sino ver algo más decisivo: comprender que en la poesía chilena radicaba la columna vertebral de nuestra cultura, su vertebración y su médula, lo más orgánico y resistente de todo lo que se ha hecho entre nosotros. Ella es nuestros Andes culturales, suelo y alturas que fundan y dan forma al país. Hojear el gran libro de esta poesía es llegar al tronco y a la raíz de lo que somos: leer un territorio real que nunca ha podido existir. Ante la incompetencia generalizada que reina por doquiera, la poesía resalta por su valor efectivo, su creatividad, su sentido y segura percepción de lo auténtico. Junto a esas cualidades, que reconocen moros y cristianos (lo cual, hoy día, no es moco de pavo), descuella el papel que han jugado los poetas en las grandes crisis nacionales. Ellos, y los notables artistas y actores teatrales, han respondido siempre y mejor, con coraje personal muchas veces, con un fuerte sentido de unidad, sin el despedazamiento destructor a que se entregaban políticos entronizados como líderes. Muchos de ellos, los poetas, han tenido el decoro de dar las espaldas a la falsa prosperidad y al oropel tan cacareado del nuevo Chile. En la década del 90, recuerdo nítidamente a Tomás Harris hablar de los "jaguares" instalados en gloria y majestad en medio del bestiario de la Transición. Sin ser Luis Bernales, pero con claro rechazo a la ralea de los Rivas, crearon y mantuvieron una ética de izquierda hasta el momento fatídico en que ética e izquierda entraron en franca conflagración. (Ruego, en este punto, dirigirse a un ex ministro hace poco despeñado).

Desde 1958 leía a Neruda con particular intensidad. Había llegado a él por la puerta áurea de las "Alturas de Macchu Picchu". La entrada en las Residencias se me dio por vía del poema "Unidad" y, poco después, mediante "Entrada en la madera". Del último camino he hablado varias veces, así que me restrinjo al primero.

Como me había iniciado en filosofía precisamente en 1958 y estaba en ese momento hechizado por los presocráticos, esa "unidad" del título nerudiano me dio la clave para juntar mi preocupación filosófica con un acercamiento al poema. Más atrás, muy en el fondo, alentaba ese viejo anhelo, arcaico y actualísimo, que creo que todos compartimos, el de hallar un punto del inmenso mundo real en que todo se unifique: el "Aleph" de Borges. Pero este era demasiado cerebral, relamido y sofisticado; en el fondo, cantoriano. Para mí, la inquietud, casi infantil, buscaba averiguar lo que hay detrás de las cosas, penetrar y palpar la substancia inescurrible. En el arco de su gran Lógica, Hegel expone la doctrina de la esencia como puente y transición entre la inmediatez del ser y el despliegue hacia el concepto. El párrafo inicial, absolutamente extraordinario, recoge con el gran gesto metafísico del pensador lo que para muchos es posiblemente apenas una oscura intuición. Cito, quebrando la magnífica integridad del texto, para retener lo que ahora me importa:

La verdad del ser es la esencia. El ser es lo inmediato. El saber busca conocer lo verdadero que es el ser en si y para si, así que no permanece en lo inmediato y en sus determinaciones, sino que penetra a través del mismo, en el supuesto de que detrás de este ser, aún hay algo otro que el ser mismo y que este trasfondo constituye la verdad del ser (...) porque la esencia es lo pasado, pero ser que pasa sin tiempo[18].

No sé si todo esto es válido, porque con los años uno se pone escéptico frente a la locura racional de Hegel y —necesario es confesarlo— ante la edificación bastante escolástica de su sistema. ("rígida y esquemática", pontificará Heidegger). Pero, para mí, el párrafo recoge maravillosamente ese tras, el hinter y el Hintergrund que se esconde tras la presencia inmediata del ser y que mediará la constitución del concepto, en un despliegue dialéctico en que lo real y lo ideal ya no están separados. Miro las flores que asoman por sobre el cerco en una calle de mi barrio; irradian color y perfume; en invierno se desvanecen, pero su esencia permanece, inolvidable. Pienso en la noción de flor: no tiene estaciones.

El vuelco material en Neruda en lo que toca a este orden de cosas consiste en captar la génesis de la "unidad" como proceso de acumulación de lo que se desgasta y destruye: "Hay algo denso, unido, sentado en el fondo", comienza "Unidad".

Al fin de la segunda estrofa habla de cosas "uniformes" que "se unen en torno a mí como paredes". El poema finaliza: "Un extremo imperio de confusas unidades /se reúne rodeándome".

Con su órgano nocturno, el ojo prensil característico de su poesía, Neruda capta a fondo que la "unidad" no es la cualidad de lo Uno, que tanto mal ha hecho en lo teológico, en lo metafísico y hasta en lo político, sino la condición propia de lo "unido"; que lo "uniforme" se hace verbo, pues las cosas "se unen" y que la unidad no es única, sino por el contrario plural, consiste en "unidades"; por último, la unidad así concebida resulta de que lo real "se reúne" para manifestar su poder unitario. A través de esos simples cambios, gramaticales para nosotros, el poeta despliega el camino de constitución de la unidad esencial que es nuestro mundo. La "Unidad" nerudiana de las Residencias es unidad devenida (el galicismo es insoslayable) y su significación terminal es un proceso de reunión. En "Entrada a la madera" señalará el camino de conocimiento apropiado para este orden de cosas: "Con mi razón apenas, con mis dedos". El tacto no niega lo racional, más bien lo continúa, lo afirma y lo enriquece. Es el gesto soberano que volverá a surgir en el memorable umbral de las Alturas.

Bueno, me detengo aquí. Mi intención era simplemente llegar hasta 1960 y no pasar de ahí, de modo que quedara en evidencia mi primer pasatismo, una especie de protopasatismo, digamos. He insistido en Sartre (tal vez en exceso) y me disculpo por ello. Lo he hecho en parte porque fue mi lectura más sostenida durante esos años, en parte también porque me ayudó a hacer converger mi doble interés por la literatura y la filosofía. Mucho tiempo después (¡no es parodia de Cien años de soledad!), en el sexto piso del Hotel Beauvoir, realicé una travesía continua, casi completa, de El ser y la nada. Curiosa coincidencia: leer a Sartre en el Hotel Beauvoir, situado en la esquina del Quartier Latin y de Port Royal, frente a la "Closerie de Lilas" de la cual habla tanto Hemingway en su París era una fiesta y al lado del Bullier, donde ocurre una escena imborrable de La guerre est finie, de Resnais. Es fácil verlo: se puede adquirir un poquitín de fama por mera contigüidad.

Los lugares penquistas que cultivábamos eran menos famosos. Cerca del campus, estaba "El Oasis" que ya por su nombre daba sed; el "Metropol", a espaldas de la plaza central, donde en principio solíamos ir a estudiar, contaba con un Wurlitzer que, en ese tiempo, era tecnología de punta y en donde se podían oír magníficos tangos. Me acuerdo de uno que me gustaba: "En un viejo almacén / del Paseo Colón / donde van los que tienen / perdida la fe..." De nuevo, otros perdidos, ahora porteños. En fin... Pero todo esto es ya harina de otro costal: los 60 estaban por empezar, y empezaban en serio.

 

 

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Notas

[1] Nota de los Editores: este capitulo se basa en la conferencia magistral que dio Jaime Concha para clausurar el "Simposio: Leer a contraluz: un recorrido por la literatura latinoamericana junto a Jaime Concha" realizado por la Universidad de Chile, Pontificia Universidad Católica, y la Fundación Pablo Neruda en Santiago de Chile del 13 al 14 agosto de 2015.

[2] El término griego es paidiá —Plutarco, Alexander et Caesar, ed. K. Ziegler editor (Stuttgart: Teubner, y Leipzig, 1994,1-2). Tomo la traducción de las Vidas paralelas (México: Editorial Porrúa, 1987), 213.

[3] Gabriela Mistral, "Eduardo Barrios", en Recados: Contando a Chile (Santiago: Editorial del Pacífico, 1957), 24. (El texto es de 1925.)

[4] Ibíd., 26.

[5] "Filósofo precoz y suicida" lo llamó Francisco Romero en un célebre prólogo a la traducción castellana. Elogiado por Giovanni Papini en el apogeo de su prestigio, Weininger fue también un libro de cabecera del joven Wirtgenstein.

[6] Jaime Quezada, Bolaño antes de Bolaño. Diario de una residencia en México (Santiago: Catalonia, 2007), 42 et sqq.

[7] Jean-Paul Sartre, L'imaginaire (Paris: Gallimard, 1940), 30 y 34-5.

[8] Jean-Paul Sartre, La transcendance de l'ego (París: Vrin, 1965), 30.

[9] F Sheen, Life of Christ (New York: Mc Graw Hill, 1958), vii y 5.

[10] Robert. Morrison. Maciver, Social Causation (Gloucester: Peter Smith, [1942] 1973).

[11] Claude G. Bowers, Misión en Chile 1939-1953 (Santiago: Editorial del Pacífico, 1957), 175-193. Edición original: Chile through Embassy Windows (New York: Simon and Schuster, 1958).

[12] Aníbal Pinto Santa Cruz (Santiago: Editorial Universitaria, 1959), 148 et sqq., esp. 169-171; Jorge Ahumada C. (Santiago: Editorial del Pacífico, 1958), 13.

[13] Michel de Certeau, Histoire et psychanalyse entre science et fiction (París: Gallimard (Folio), 1987), 119.

[14] Alejandro Magnet, Nuestros vecinos justicialistas (Santiago: Editorial del Pacífico, 1954).

[15] Martín Caparrós, Los living (Barcelona: Anagrama, 2011).

[16] Malebranche, Oeuvres, I (París: Gallimard, 1979), 385-486.

[17] Marx, Die Differenz..., 2, 1, in Marx Engels, Werke, I (Berlin, Dietz Verlag, 1968), pp.278-285, 340, n. 29; Lucretius, De rerum natura (Cambridge, MA: Harvard University Press [Loeb], 1982), 118.

[18] Hegel, Wissenschaft der Logik, II (Frankfurt a. Main: Suhrkamp, 1969), 13.



 

 

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