Leer a contraluz:
palabras en la Universidad Alberto Hurtado
Jaime Concha
University of California—San Diego
Publicado en A Contracorriente: revista de estudios latinoamericanos. Vol. 9, No. 3, Spring 2012, 316-330
Estas palabras responden a una doble motivación. Por un lado, se me ha pedido que diga algo relacionado con la publicación, por parte de la editorial de esta Universidad, de mi libro Leer a contraluz; por otro, que me dirija a estudiantes en el momento en que empiezan un nuevo año académico. Aunque lo intentaré, no sé si me va a ser posible conjugar ambos propósitos. Obviamente, en la medida en que lo primero ha sido parte de mi vida profesional, se supone que alguna consciencia debo tener de lo que he hecho a través de varias décadas; en cambio, lo segundo, sin la comunicación bilateral y la reciprocidad del diálogo, determina una relación asimétrica entre profesor y alumnos y —digámoslo ya— de viejo a jóvenes. ( Aquí aprovecho de recordar a mi buen amigo Alfredo Barría, profesor como yo y crítico de cine en el diario “El Sur”, de Concepción, quien falleciera años atrás. Le irritaba sobremanera que se hablara de “la tercera edad” que, como todas las modas, incluso la de eufemismos institucionales bien intencionados, llegaba a Chile hacia el fin de siglo. “¡Qué es eso de la ‘tercera edad!’” solía decir. Y no era una pregunta, sino una fuerte exclamación. Cuando entraba al cine, y ante el asombro del boletero o de la boletera, pedía una entrada de viejo. Siempre he pensado —tal vez sea un error de juicio— que había algo particularmente hispánico en él, de llamar al pan, pan y al vino, vino; cosa que contrasta con nuestra inhibición nacional, nuestras múltiples tretas psicológicas para no llamar nunca a las cosas por su nombre. Yo, para mejorar el ambiente y embromarlo un poco, le decía que en el fondo la vejez era sólo una especie de transjuventud. Me respondía con un ex abrupto que no puedo reproducir aquí. En todo caso, su actitud me pareció siempre una sana reacción en nuestro medio).
Por el tiempo en que me ha tocado vivir, soy alguien (evito términos como sujeto, individuo, persona u hombre, que me parecen en exceso connotados, cuando no altisonantes) de la segunda mitad del siglo veinte[1]. Quiero decir que mi educación, mi comprensión del mundo y de la historia, lo que constituyó y constituye mi “presente” o mi actualidad, pertenecen a ese horizonte y a esa época. Filius temporis, me parece, más que del lugar. Claro, jamás pude prever que me iba a tocar también, de refilón, ser posmoderno, pero, bueno, nadie es perfecto, no?
En una oportunidad, se suscitó en San Diego, a altas horas de la noche (como no habría dejado de decir “nuestro” poeta Parra), una discusión entre estudiantes graduados y colegas acerca de por qué nos habíamos dedicado a enseñar literatura. Las respuestas no fueron muy claras, debido tal vez a las circunstancias, y, a lo que recuerdo, tampoco muy interesantes. Me acuerdo, sí, de la mía, que pecaba de llaneza entre tanta respuesta sofisticada y en gran parte ideologizada: “porque siempre me ha gustado leer”, creo que dije. No estoy muy convencido de que eso resuelva el problema de un destino laboral o de una actividad de por vida, pero sí siempre he sentido una real continuidad entre el interés por la lectura y mi gusto por estudiar y comentar textos literarios. Leer es una actividad de ojos y de manos (supongo que también interviene el cerebro) en que la substancia irreal del libro lo irrealiza a uno como lector, para devolverlo en mejores condiciones a la comprensión de la realidad, la que tiene que ver con las cosas y los seres humanos. De hecho, según saben los oftalmólogos y los especialistas del cerebro, el ojo es cerebro, es simplemente cerebro a la luz del día, algo así como el balcón en que este se aventura fuera de su casco craneal y la ventana con que se asoma al mundo. Cuando uno lleva anteojos, por lo demás, el símil resulta literal. A veces me tendía largamente en el salón de mi casa (‘living’ se dice ahora, como si todas las demás piezas de la casa fueran dying rooms), para sumirme en las novelas de Blest Gana, reeditadas en esos días por Zig-Zag: Martín Rivas, Durante la Reconquista, El Loco Estero, etc. La que más me encantó y me sigue pareciendo inolvidable (la releo a menudo) es El Ideal de un Calavera. ¿Por qué? No lo sé en absoluto. Tal vez mi debilidad por esa obra derive de la muerte y ejecución de Portales que allí conocí por primera vez, y que dejaba una mancha sangrienta en el origen de nuestro destino histórico como país. Después sabría que esta era apenas una más entre las muchas “lindezas” de nuestra historia más temprana; había sido precedida por el fusilamiento de los Carrera, el asesinato de Manuel Rodríguez, y paro de contar. La nación nacía fracturada, envuelta en los pañales de la traición. De Mendoza a Til Til, de Til Til a Quillota y El Barón, la patria se fundaba, no en padres de la patria, sino en tres parricidios mayores. Esto, en uno de los países más tranquilos y pacíficos del continente. “Old things cast long shadows, Madam”, dice Hércules Poirot a una de sus interlocutoras, hablando de la estela sombría que dejan los crímenes familiares o políticos[2]. En relación con la novela de la Independencia, me acuerdo igualmente que la edición Zig-Zag me jugó una mala pasada en esa ocasión, porque faltaban en ella uno o dos cuadernillos. Quedé sin enterarme de lo que ahí ocurría hasta mucho después. El hecho de imaginar, o tratar de reconstruir lo que podría llenar ese vacío, me acercaba a la experiencia de la obra como un todo, como un flujo articulado y plasmado de peripecias ficticias. En relación con esto —y esto entronca ya con un primer contacto con la forma artística —recuerdo vívidamente, mucho más tarde, estar en una litera del Hogar Universitario de la Universidad de Concepción, leyendo Crimen y castigo. Abajo había un estudiante alemán, más maduro, becado por su Universidad de Karlsruhe para estudiar Anatomía Patológica con una de las lumbreras que enseñaban esa especialidad en la Escuela de Medicina. Se quejaba de que yo no apagaba la luz a tiempo y me quedaba leyendo hasta muy tarde. Yo, en principio, había tratado de acatar la admonición, en beneficio de una buena vecindad y de la coexistencia pacífica internacional. Pero esa vez Dostoiesvki me ganó. Estaba tan absorto, que de pronto descubrí que lo que me interesaba no era sólo la corriente de la acción, sino a la vez el modo, el orden, la forma en que la presentaba el autor. Hoy diríamos su composición. Experiencia del mundo vivido y experiencia de la forma artística resultaban ser una y la misma cosa. Este “hallazgo” de 1957 no fue una iluminación mística ni una experiencia religiosa—¡qué va!—pero me sirvió muchísimo para mi trabajo profesional posterior. La experiencia artística no es sólo experiencia cultural, se lo ha dicho mil veces; su apreciación es parte del gusto adquirido y no del natural, como planteó Montesquieu en su precioso tratadito, donde lo deriva—muy a la manera del sigloXVIII—de prejuicios e instituciones[3]. Es, al mismo tiempo, y sobre todo, experiencia de forma, sin la cual resulta imposible decir una mínima cosa con sentido en torno a la obra literaria. De ahí la necesidad de parámetros o de marcos teóricos para su comprensión.
El desarrollo biográfico y psicológico de “alguien” se da siempre en un contexto. Estas circunstancias de que hablaba Ortega (un filósofo que es mucho más que su falsa imagen de torero intelectual con que a menudo se lo descarta o se lo condena) son muchas, desde luego. Me voy a referir ahora sólo a dos: el barrio y el colegio.
Yo no sé cúanto queda hoy, o cuánto ha desaparecido, del marco material y colectivo del barrio. Excluyo los barrios elegantes, que son la antítesis de lo que tengo en mente y de lo que fue mi ambiente en la niñez. El mío fue un espacio periférico de una ciudad provincial y provinciana, mojada por las aguas de todas las nubes del mundo, que daban a esos cielos del sur un dramatismo impresionante. Estaba situado entre un brazo secundario del río Valdivia, frente al Islote de una fábrica de cerveza, y lo que se solía llamar la “Vega”, tal vez porque era un llano que se inundaba con frecuencia y que comunicaba con los cerros de Huachocopihue. Valdivia, Huachocopihue: toda nuestra historia está ya en esa onomástica, de coexistencia tensa entre el nombre del fundador y la lengua de los vencidos. El barrio mismo, sin embargo, tenía una onomástica gloriosa, triunfalista, de victoria patrótica: Miraflores, Chorrillos, más tarde se crearía la población Arica; a ellos confluía la calle del General Lagos, sinuosa ballesta que seguía el curso ondulante del río, su lenta alga verde. En ese barrio uno podía darse todos los días un baño fresco de realidad. Mis amigos de infancia fueron el Huaso Pineda, que pasaba casi siempre encarcelado, según él decía, “por las fallas y el trato injusto de la Justicia” (me consta que no conocía el Sermón de la Montaña ni tampoco, mucho menos, el Lazarillo); el Talo Moll, a quien vi una vez en un entrevero, como un gaucho de los mejores, cortapluma en ristre, la chaqueta enrollada en su antebrazo izquierdo; el Panino, ángel blanco con su delantal de saco harinero, trabajador en el almacén de la esquina, cargando y descargando bultos desde las primeras horas del día hasta que el sol se apagaba; el Flaco Vidrio, alemán pobre emigrado en entreguerras al que llamábamos así por su apellido Wiederhold, impronunciable para nosotros... Ahí están, los veo como si fuera ayer, fantasmas que recorren y recurren en mi mente. Los focos y los temas de sociabilidad eran el fútbol, por supuesto; el ir a nadar al río, con su virtual mitología: la “manta”, por ejemplo, animal fantástico que de pronto arrastraba a sus víctimas de un modo misterioso y que, ignominiosamente, noto que falta en los bestiarios compilados por Maese Borges; la Compañía de Bomberos, en la cual casi todos mis compañeros actuaban como voluntarios. Yo era la bochornosa excepción. Mi apologia pro vita mea en este punto sería que no era por miedo al fuego, sino más bien por culpa del agua.
Del otro contexto, el del colegio, parece más normal hablar en esta oportunidad. Por razones que nunca he querido indagar, mis parientes me matricularon en un colegio particular, religioso, el Instituto Salesiano. Shame on me! Ustedes conocen la pedagogía salesiana, que en último término deriva de la gran contribución educativa hecha por los jesuítas, pero que a ella unía la espiritualidad de Francisco de Sales y la experiencia laboral de Don Bosco en el norte de Italia, en el Turín de la industrialización posterior a la Independencia[4]. El fin de semana era el tiempo del Oratorio Festivo, donde se atendía a niños pobres de la zona, pero donde se exhibía también un cine tan variado como el de Tarzán y de Parsifal —ésta, un rollo wagneriano que no terminaba nunca, pero que al parecer se considera una pieza importante dentro del repertorio expresionista alemán. Durante la semana, tenían lugar las clases para los alumnos de la clase media o de la clase media baja, como yo, o de algunos hijos de agricultores de la región, casi todos de origen extranjero y de una situación económica mediana, hasta donde puedo juzgar hoy. Compañeros provenientes de la burguesía tuve muy pocos, tres o cuatro pertenecientes a familias profesionales de farmacéuticos, médicos o dentistas. Para mí eso tuvo la enorme ventaja de que me prestaban libros que sus padres compraban minuciosamente y que (creo) minuciosamente dejaban de leer. Así llegaron a mis manos, en el precioso papel biblia de las ediciones Aguilar, las Obras Completas de Wilde, los dos volúmenes de Maupassant, los tres de Blasco Ibáñez, de entre los que recuerdo[5]. Los profesores eran en su abrumadora mayoría extranjeros, europeos para ser exacto. Tiempo después supe que existía una pugna larvada entre nacionales e italianos, ya que estos ocupaban —de hecho monopolizaban— los cargos principales de dirección. Ya se lo ve: las guerras de emancipación, entre nosotros, tienen siempre la misma motivación. Supongo que la Orden conquistó su independencia porque hemos visto, en los tiempos más difíciles del país, a un salesiano de excepción ocupar el más alto cargo en la Iglesia Católica. Me refiero, por supuesto, al cardenal Raúl Silva Henríquez, héroe sin duda en los tiempos de dictadura. Cuando yo estudiaba, había de todo: un cura turinés, que nos enseñaba un francés de maravilla. El librito de iniciación en la lengua incluía L’hyppopotame impoli (“El hipopótamo mal educado”), porque bostezaba ampliamente en el zoológico, sin cubrirse las fauces, como rezaban las buenas reglas de urbanidad; Un savant distrait (“Un sabio distraído”), en que el matemático y físico Ampère corría tras una carroza en movimiento, resolviendo ecuaciones; y mi favorito, por cierto, era Une branche de lilas (“Un ramo de lilas”), cuento sentimental como los que encontraría y analizaría más tarde en D’Halmar. Había un capellán fascista que había servido en las tropas de Mussolini y que nos contaba, con lágrimas en los ojos, la muerte del dictador y de su amante, Claretta Petacci. Según él, su día más feliz fue cuando escuchó por la radio la noticia de que La Germania a attacato la Russia. Debo reconocer, en aras de la ecuanimidad, que era un muy buen tipo, que me enseñó a fondo y al dedillo la historia romana y, entre otros libros, me hizo leer por primera vez, en italiano, Le mie prigioni, de Silvio Pellico, un libro al que le tengo gran simpatía y que admiro por su ferviente patriotismo romántico antiaustríaco; pero, claro, no me habría gustado toparme con él (con el capellán ese) en Roma o en otro lugar de la Bota… No cruzaba palabra con un cura francés; entre ellos parecía existir honda animadversión. El francés sufría de constantes y agudas jaquecas. “Krieg-gefangene, chico”, decía el fascista, aludiendo a su condición de prisionero de guerra. Había pasado en el stalag tres años. De todos ellos, sin embargo, al que que más le debo es al padre Juan Bautista Olave, que venía de Punta Arenas y era un abierto peronista. Tenía la costumbre de insultarnos cordialmente; era su forma amistosa de comunicarse con nosotros y estimularnos a estudiar. Cuando murió Eva Perón, leyó en público, en una velada teatral del colegio, un soneto a su memoria que acababa de escribir; lo recorté del diario local y por algún tiempo lo conservé. Lo recuerdo en parte: “Hoy la Parca feroz con ruda mano / segó una vida en flor de gracias plena; / mas nos conforta que cayó en la arena / con fe en su Dios y con valor romano. / El duro golpe que al país hermano / hirió sin compasión, nos enajena…”, etc… Pocos días después, en una composición requerida en clase y un poco en plan adulatorio, escribí que me había gustado mucho “el discurso del profesor”. “No es discurso, idiota; es un soneto,” me espetó coram populo. Aprendí dos cosas útiles: que no hay que ponerse en plan de “chupamedias” y que era importante distinguir rigurosamente los géneros literarios. No era una mala lección, al fin de cuentas.
Entre los dos contextos mencionados había a todas luces un nexo de exclusión. El colegio me deportaba del barrio, en éste yo era un exilado de aquel. Cuando por las mañanas me desplazaba de un espacio al otro tenía que cruzar una frontera social, material, arquitectónica, cultural, hasta lingüística. No se hablaba igual ahí que allá. En uno la jerga común era popular, a veces con viejas palabras de ancestro campesino; en el otro, era la jerga estudiantil, con un cuasi-voseo que no era el mismo que se practicaba en el barrio. Incluso los pocos términos de mapudungun que circulaban tenían en cada uno una función distinta. El el barrio decíamos hualle, cherpén: eran voces de uso concreto, que designaban cosas. En el otro se trataba más bien de un tesoro de palabras preciosas y lejanas. “Ñalai cullín”, me dijo un día un compañero de curso que vivía cerca de una comunidad. “Ñalai cullín: nada de plata”: lo guardé como moneda preciosa, yo, que justamente carecía casi siempre de dinero. Eran palabras para atesorar en la memoria.
Esta tensión constante, en la que acechaba la escisión (no se cruza impunemente, por diez o doce años, entre mundos antitéticos) era también dehiscencia, apertura al mundo, maduración quizás. A la postre, el contraste ayudaba a abrir los ojos, a mirar mejor las estructuras del pacto social entre chilenos. Por un lado, los que poseían, si no todo, por lo menos lo suficiente, a veces con afluencia; en el otro, los que subvivían y se sacaban el lomo trabajando para ganar un mal pan. En suma, en una parte los que podían vivir de verdad, mientras en el otro se negaba de plano y desde la partida toda posibilidad de vida real, digna, a la medida del ser humano. A unos la dicha; para otros, el pan cotidiano de la angustia. Vistos a la distancia y con perspectiva crítica, los compañeros de barrio mencionados, sin perder su singularidad de carne y hueso, resultaban emblemáticos de las regiones del sistema social, convirtiéndose en figuras de su constitución. En el orden en que los nombré serían el Derecho y su doble negación de delincuencia e injusticia, siempre dos caras de lo mismo; el gesto de violencia y de agresión, en defensa de sí mismo; el trabajo, la explotación y el nivel de lo económico; finalmente, la condición de meteco y de extranjero del inmigrante obligado a dejar su tierra. Nadie expresó mejor esto último que el gran periodista polaco, Ryszard Kapuscinski: “No se puede vivir en una atmósfera de marginalización, desprecio, sentido de inferioridad, pues se tiene la necesidad de identidad, de identificación, que, a su vez, es difícil en un mundo que fuerza a la migración como consecuencia de la desigualdad”[6]. Mi paraíso era entonces artificial, como todos los paraísos. En “mi” paraíso, por lo tanto, estaba el infierno de los condenados a prisión, a sobrevivir apenas, a un trabajo desgastante y embrutecedor de por vida, o al desarraigo y al exilio. Para usar una terminología que hoy se emplea más y más, la experiencia de ellos era una experiencia en la carne[7]; la mía era simplemente una experiencia personal que me situaba en el limbo. Sin perder su identidad, en sus destinos concretos estaban allí los personajes de Lillo, de Manuel Rojas y de Droguett.
En la Universidad de Concepción, a la que llegué en 1956, enseñaba una trinidad magnífica: Gonzalo Rojas, que impartía Composición y Teoría Literaria; Alfredo Lefebvre, hispanista perspicaz, excelente intérprete de poesía; y Juan Loveluck, que era la joven eminencia en ascenso y que trataba a sus alumnos con la más amistosa generosidad. El cuarto y quinto vértices de esta trinidad (sabemos que la aritmética de la Trinidad no es nunca simple) lo constituían don René Cánovas, profesor de Gramática, y Gastón von dem Busche, quien fuera uno de los primeros en inaugurar el estudio moderno de la poesía mistraliana y que, en conferencias libres, nos dio una estupenda introducción al teatro norteamericano: el de O’Neill, de Miller, de Anderson y el naciente de Albee. En el grupo de amigos y compañeros de Universidad, ya mencioné a uno; tendría que agregar a Juan Gabriel Araya, a quien dediqué Leer a contraluz, y que hoy sigue enseñando en Chillán, donde reina como un pachá; el poeta Ramón Riquleme, hoy en Quinchamalí; y Jaime Giordano, a quien ustedes conocen posiblemente a través de su poesía y, con seguridad, por sus sobresalientes contribuciones críticas. Personalmente, un poco desengañado cierto tiempo de los estudios literarios, seguí cursos sistemáticos de filosofía, en los que tuve la suerte de tener como profesores a don Enzo Mella, en Antigua y Medieval, y a Roberto Torretti y Carla Cordua, en filosofía moderna y contemporánea, respectivamente. Sus lecciones sobre Descartes, Kant, Dilthey, Nietzsche me han sido fundamentales en mi reflexión y en mi carrera académica. En realidad, “alguien” es nadie (esto es parte de su raíz), si es que no llega a ser hechura de los profes, como ustedes dicen, y más que nada de sus propios compañeros. Yo tuve suerte en uno y otro caso.
La década de los sesenta nos cogió a todos en un torbellino colectivo, histórico y político a la vez. Empecé mi carrera universitaria en ese paisaje turbulento y caótico. En la Universidad Austral, en Valdivia, donde inicié mi trabajo académico, tuve que enseñar, además de literatura chilena colonial y literatura hispanoamericana, Introducción a la Filosofía y Filosofía de la Educación. Yo, nada menos, que odiaba todo lo relacionado con cuestiones de pedagogía. El decano, Eleazar Huerta, exilado socialista español y practicante de la Estilística en nuestro país, supo que yo había estudiado filosofía: no pude negarme a su petición. A pesar de las clases de Torretti y de otros, el pánico que me sobrecogió ante tal eventualidad fue levemente siniestro. Pero ahí aprendí que el pánico es un gran pedagogo. En historia de la educación, me fui a la cochiguagua, porque elegí obras que conocía relativamente bien: la República y el Emilio, que incluye esa joya que es la “Confesión de un vicario saboyano”. Di clases sobre el segundo libro de la Física aristotélica, lo cual, juzgo ahora, era una perfecta irresponsabilidad de mi parte, y me metí a fondo en las Meditaciones Metafísicas cartesianas. Nunca pude resolver lo del “genio maligno”. Esa figura cartesiana, que extrema y exacerba la duda de los sentidos haciéndola metafísica, siempre me obsesionó. Me daba cuenta de que era algo muy especial inventado por Descartes, muy diferente a un dáimon antiguo o a los demonios cristianos, que en general son gente bien católica, ya que tienen que proteger la ortodoxia que los alberga. El “genio maligno” era muy distinto, una criatura intelectual única, que llegaba a equipararse al Dios de veracidad postulado después en el “orden de las razones” del mismo autor. Hace poco, leyendo una notable monografía de Lefort, di con lo que probablemente está cerca de la verdad. Según este discípulo de Merleau-Ponty, el “genio maligno” provendría de la temprana recepción del maquiavelismo y sería un eco del pensamiento del secretario del cancillería florentina. Puede que la idea de Lefort no genere convicción ni unanimidad; a mí me parece estupenda esta incrustación maquiavélica en el fundador de nuestra modernidad filosófica[8]. Poco después, cuando llegó a hacerse cargo de la Rectoría de la Universidad, colaboré con Félix Martínez en un curso de Introducción a la filosofía. El explicaba La rebelión de las masas por un semestre; a lo largo del siguiente, yo comentaba los Manuscritos económico-filosóficos. Creo que fue una de las primeras veces que Marx entraba en la Universidad. Eran clases horribles, que había que dar por micrófono, pues se trataba de alrededor de 100 y más alumnos. Este Marx microfónico, por supuesto, no fue muy del gusto de los agricultores de la zona y de los estudiantes de Agronomía y de Ingeniería Forestal que debían tomar el curso como requisito obligatorio. Las protestas se dejaron oír y llegaron hasta el diario local. Este clima que entonces me pareció una simple e inocente discrepancia ideológica, se haría diez años después, con el golpe militar, saña y furia contra varios de los profesores de esa Universidad. Hay aquí más de un testigo directo de la cacería de brujas desatada en 1973; debido a ella, pasó varias semanas encarcelado Guillermo Araya, uno de los lingüistas destacados que ha producido el país.
Una de las cosas enriquecedoras que me deparó el período de la Unidad Popular fue mi trabajo en Quimantú, la Editorial del Estado que publicó libros en gran escala, a precios muy razonables. Junto a Floridor Pérez, a Luis Iñigo Madrigal, y a Luis Domínguez y Alfonso Calderón (estos dos últimos, que en paz descansen), colaboramos en la edición de muchos volúmenes de literatura chilena y extranjera. Hijo de ladrón, por ejemplo, apareció en “Quimantú para todos”, alcanzando una cifra record de 100 mil ó 150 mil ejemplares, ya no recuerdo. ¡Quién lo hubiera dicho! En discusiones previas, pensábamos que era un libro difícil de roer debido a sus características técnicas. Nos equivocábamos de plano. La respuesta del público fue extensa y sostenida. La sección estaba a cargo de Joaquín Gutiérrez, costarricense avecindado en Chile, que con paciencia infinita, y un savoir faire no menor, trataba de navegar en las procelosas aguas y escollos que le tendía nuestro inveterado divisionismo nacional. Vi de cerca en esas actividades, en el local de Bellavista, al periodista Guillermo Gálvez y al editor Carmelo Soria, ambos asesinados por la dictadura… perdón!, por el régimen militar, en 1976. Se los consigna en el Informe Rettig.
Curiosamente, mis primeros trabajos universitarios no tuvieron que ver con la narrativa nacional. Estaban dedicados a la poesía, que me interesaba más en ese tiempo, y a algunos narradores ríoplatenses: el argentino Eduardo Mallea, cuyo prestigio internacional por esos años puede comprobarse, por ejemplo, gracias al epígrafe de El cielo protector, la novela de Paul Bowles (1949), y el uruguayo Juan Carlos Onetti, cuya obra me habría de ocupar continuamente[9]. Fue hacia fines de los sesenta, a mi vuelta de Europa, cuando empecé a trabajar en serio sobre la novela y el cuento chilenos. No era algo nuevo: Latcham en vena positivista, Cedomil Goic con orientación fenomenológica y orteguiana ya habían empezado a desbrozar el terreno. Y no habría que olvidar los espléndidos artículos críticos que Yerko Moretic publicaba regularmente en el diario “El Siglo”. Hoy mismo continúan esa tradición Leonidas Morales y Grinor Rojo, entre no pocos otros. La crítica literaria chilena no es cosa individual, sino tarea de grupo, colectiva, aun cuando no haya a veces intercambio mutuo. Su común denominador es la pasión por el trabajo intelectual. A mí, los escritores chilenos me eran bastantes familares, porque desde el colegio había tragado lo mejor y lo peor de lo publicado desde comienzos de siglo (la narrativa del siglo XIX, salvo los mayores, la sigo ignorando). Una literatura se hace así, con lo bueno y con lo malo, con cimas y con simas, que la crítica y la historiografía irán deslindando gradualmente. Todo es parte de un mismo paisaje, porque la narrativa no es sólo literatura en función estética (esta es una de sus vertientes, que puede uno preferir o no), sino que se construye igualmente con textos documentales, testimonios, memorias y crónicas costumbristas, periodismo crítico y de un cuanto hay. En la medida en que la vida colectiva suscita estas manifestaciones culturales, hay que tomarlas en cuenta para dar un cuadro íntegro (hasta donde ello sea posible) de la actividad intelectual y creadora del país.
Al releer estos artículos con vistas a su publicación, me di cuenta que, en los primeros, sobre todo, mi deuda con Lukács es grande. No creo que hoy se lea mucho a este pensador. Sigo creyendo que es autor de la mayor Estética de orientación marxista existente, pues me parece superior a la de Adorno, en extremo obsesiva a mi ver[10]. Las limitaciones, incluso defectos, de los escritos de Lukács son obvios, y no han dejado de ser señalados por moros y cristianos. Los más relevantes serían el carácter normativo de su pensamiento estético y la negación sistemática del aporte de las vanguardias. Aun en esto, creo yo, su reflexión consistente y sistemática es útil. Sin jugar demasiado con cosas que son serias, yo diría que es un caso al revés de lo postulado por Lenin cuando definía los defectos como prolongación de nuestras mejores cualidades. En Lukács, por el contrario, sus virtudes parecen emanar de esos mismos defectos reconocidos. Sus dos grandes obras, La novela histórica (1955) y El joven Hegel (1948) pudieran corroborarlo.
Los otros trabajos tienen menos coherencia teórica y algunos resultan realmente heteróclitos. El de Droguett resulta demasiado motivado por la situación post-golpe; el de Bolaño es simplemente post.
La critica literaria es un arte menor: se lo ha dicho tantas veces hasta el punto de convertirse en un lugar común. Menor, a menudo lo es; y raramente llega a ser un arte propiamente tal, salvo tal vez en su vertiente esteticista y en el período de la Belle Epoque. En todo caso, lo que siempre he buscado en mis trabajos es que sea por lo menos crítica, esto es, que cumpla con el memorable lema, casi eslogan, de Sartre según el cual “la función de la crítica es criticar”. Este imperativo crítico se justifica en substancia —objetivamente— en cuanto todo texto literario, en especial cuando es significativo, define un campo de tensiones entre expectativas y descontento, entre el camino hacia lo mejor y un statu quo signado por lo pésimo. La literatura abre un horizonte de realización humana que toca al crítico percibir, aquilatar e interpretar. En discordancia con Vargas Llosa, para quien se trata de un juego de mentiras y verdad, la ficción es un díálogo, a veces una lucha cuerpo a cuerpo, entre lo real y lo inalcanzable, entre los límites de lo impuesto (la vida individual, ideas de grupo, momento histórico, posición social, etc.) y la parábola de su trascendencia temporal. “El puñado de oscuridad” que recoge un escritor abre resquicios de luz, se abre contra un fondo de luz: de ahí la necesidad y la operación de leer a contraluz…[11]
Al conluir estas palabras, tomo consciencia de que he cometido dos pecados graves en el orden de las letras y del rito académico: mezclar los géneros y caer en lo anecdótico. El primero, mélanger les genres, era una falta imperdonable para los clásicos. El Padre Olave debe estar revolcándose en su tumba. El otro fue parte de nuestra hubris universitaria de antaño, en que el peor estigma de una exposición consistía en calificarla de “algo anecdótica” o de “demasiado anecdótica”. Bueno, confieso que estas faltas han sido deliberadas, con el fin de no dogmatizar, no pontificar ni mucho menos arielizar. Calibán reina hoy en gloria y majestad y todo lo que toca lo convierte en áurea basura. Es nuestro Mesías y el Midas sempiterno de la crisis. Viviendo fuera del país, tengo poco que decir sobre el movimiento que ustedes han iniciado, salvo admirar que hayan puesto el dedo en la llaga, en la triple llaga de nuestra vida nacional, la de la educación, la política y la economía. La gratuidad de la enseñanza, una de las pocas reales adquisiciones de la tradición republicana, ha desaperecido ante riquezas que se esfuman en favor de un grupúsculo de todopoderosos y ante el obstáculo de un sistema electoral que impide toda posible o real oposición al úkase neoliberal. Un país que se gobierna por una constitución dictatorial trasviste la democracia y la convierte en simple continuación de la dictadura por otros medios. Supongo que el camino que ustedes han emprendido no es fácil y está lleno de dicultades externas e internas al movimiento, pero está en su mano resolverlas. El llamado que los dirigentes han hecho al entendimiento intergeneracional es justo y va en la recta dirección. El movimiento que ustedes conducen va más allá del grupo particular de estudiantes o de franjas determinadas de edad; afecta y tiene que ver con grandes mayorías de la sociedad civil, de ahora y de mañana. Es parte, estoy convencido, de un proyecto de justicia intergeneracional. De jóvenes y de viejos, digamos…
Pero, corto aquí, porque ya veo que empiezo a agarrar vuelo.
¡Muchas gracias!
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Notas
[1] La etimología de “alguien” es realmente fascinante. Ver inicialmente J. Corominas y J.A. Pascual: Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, I, Madrid, Gredos, 1980, sub “Alguno”, 163; en seguida, el opúsculo pleno de erudición de Yakov Malkiel: Hispanic algu(i)en and Related Formations. A Study of the Stratifications of the Romance Lexicon in the Iberian Peninsula, University of California Publications in Linguistics, vol. 9 (Berkeley and Los Angeles: University of California Press), 357-442.
[3] Cf. Montesquieu, Essai sur le goût (Introduction et notes par CharlesJacques Beyer). Genève: Droz, 1967), 61.
[4] En una excelente biografía de Palmiro Togliatti, hallo estas líneas: “La familia ( de Togliatti)…é religiosa, per tradizione; si puo precisare che il suo cattolicesimo é di un tipo particolare, salesiano, aperto a quegli interessi sociali che hanno smosso qualcosa anche nella Torino clericale: é suora salesiana una sorella de Antonio ( el padre de Palmiro), il quale da ragazzo ha conosciuto don Bosco…” (Giorgio Bocca, Palmiro Togliatti, 1, [Roma, L’Unità, 1992], 19). Claro, también Mussolini pasó por la experiencia salesiana, aunque fue expulsado del colegio a su debido tiempo. (Para la obra de don Bosco y su importante proyección internacional, sobre todo en América Latina, ver especialmente San Juan Bosco: Obras fundamentales (Madrid: BAC, 1979), con estudio introductorio de Pedro Braido y cronología muy completa; para la figura de base que da nombre a la congregación, ver L’optimisme dans l’oeuvre de Saint Francois de Sales, de William Marceau, c.s.b. (Paris: Editions P. Lethielleux, 1973). Que yo sepa, no existe una buena historia de la Orden en Chile. Información útil puede verse en Alfredo Varela Torres sdb: Don Bosco y Chile. Notas para una historia de los Salesianos en Chile (Santiago: Editorial Salesiana, 1983).
[5] Me impresionó mucho un cuento de este último, de esos que se graban para siempre. Trata de una pobre trabajadora francesa, una anciana que pierde a su nieto en la guerra. Una vez que entra a un cine descubre su imagen en retales documentales incorporados a la película. Asiste todas las noches para verlo y estar con él, hasta que llega la paz y el cine deja de exhibir el film. Debe recorrer todo París a la siga del lugar adonde lo han trasladado. Acabo de releerlo, y se sostiene totalmente —salvo en las líneas de cierre, que hacen de marco y de marca de época. (Cf. Vicente Blasco Ibáñez, “La vieja del ‘cinema’”, Obras Completas, II, 5a. ed., (Madrid: Aguilar, 1964), 1566-76.
[6] Tomo y traduzco la cita de The cinema of Andrzej Wajda, compilación a cargo de John Orr y Elzbieta Ostrowska (London: Wallflower Press, 2003), pág. XV. La palabra clave es aquí “desprecio”. Siglos atrás, Quevedo reflexionó tratando de dilucidar la experiencia, en un marco obviamente aún feudal y nobiliario. Ahí escribe, entre otras cosas: “Hay un género de desprecio soberbio, y es este con que Diógenes se burlaba de los ojos populares. En estos tiene más presunción la basura que el oro”. (Cf. Francisco de Quevedo, Las cuatro pestes del mundo y las cuatro fantasmas de la vida, 5a. ed., Obras, II, vol. 48 (Madrid: BAE, 1951).
[7] La expresión traduce mal la “Leiberfahrung” del último Husserl, lo que se suele dar en inglés como “flesh experience”. Autores como Jeffrey A. Barash han empezado a emplearla para cuestiones atingentes a la memoria colectiva, en la medida en que esta requiere un nivel de inmediatez prereflexivo, anterior a la institución del nivel científico historiográfico.
[8] Cf. Descartes, Oeuvres et Lettres, “ Première Méditation” (Paris: Gallimard, La Pléiade, 1953), 272; y Claude Lefort, Le travail de l’oeuvre. Machiavel (Paris: Gallimard, 1972), 90-2.
[9] La conexión entre Bowles y Mallea me fue señalada por María Teresa Salinas. A mediados de siglo, Mallea está en su apogeo y su prestigio sobrepasa a casi todos los escritores latinoamericanos anteriores al boom; diez años después, en los sesenta, está totalmente olvidado y es un desconocido. Todavía no sale de su larga hibernación.
[10] Un paralelismo inicial entre los dos filósofos lo ofrece Nicolas Tertulian, “Lukács / Adorno—La réconciliation impossible”, en Adorno. Revue d’Esthétique, 8 (Toulouse, Privat, 1985): 69-83.
[11] La expresión pertenece a Friedrich von Hardenberg, alias Novalis, y es parte de los fragmentos de sus Fichtestudien: “Greift doch ein Handvoll Finsterniss” (cf. Wm. Arctander O’Brien, Novalis. Signs of Revolution. [Durham and London]: Duke University Press, 1995], 81.)
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Leer a contraluz:
palabras en la Universidad Alberto Hurtado
Jaime Concha
University of California—San Diego
Publicado en A Contracorriente: revista de estudios latinoamericanos.
Vol. 9, No. 3, Spring 2012, 316-330