Este trabajo está dedicado a un compañero de universidad y amigo de siempre, fallecido el miércoles 27 de mayo de este año, a las 3,45 de la tarde, en San Juan, Puerto Rico. Jaime Giordano —a quien algunos de ustedes seguramente pudieron conocer— fue un profesor que enseñó en Chile, en los Estados Unidos y en Puerto Rico, respectiva y sucesivamente en las universidades de Concepción hasta 1966, del Estado de Nueva York en Stony Brook hasta 1990, de Ohio (Columbus) hasta 1997 y, si no yerro, también en el campus de Río Piedras después de su jubilación. Como estudioso de la literatura hispanoamericana, Giordano es autor de una amplia obra ensayística que debuta con La edad del ensueño (Premio Municipal de Santiago, 1971), alcanzando su fuerza mayor con un par de colecciones: sobre narrativa, La edad de la náusea (1985), donde se estudian a escritores del rango de Arlt, Asturias, Carpentier, Rojas y Yáñez, y sobre poesía con Dioses y antidioses, de 1987, que recoge aportes substanciales a Neruda, Borges, Vallejo, Teillier y otros. Estas tres “edades” de Giordano: del ensueño, de la náusea y de los antidioses, hacen de él un crítico sobresaliente no sólo en el panorama de nuestras letras, sino en el entero ámbito de América Latina.
Junto a esto, hay que tomar en cuenta su labor editorial, labor constante y generosa en que, además de dar espacio a autores con dificultades de publicación, sacó adelante las series de El Maitén, en tres fases, primero como hojas volanderas impresas en Concepción (cuatro páginas de poesía cuidadas por él mismo en modestas tipografías locales), luego en Nueva York, finalmente en San Juan, ahí con una copiosa y prolífica variedad de volúmenes. Este último ciclo llegó a incluir poesía, cuento, monografía y opúsculos académicos, aun autobiografía. En una de esas salidas irónicas que le eran características, explicó así el árbol elegido para marbete editorial: “[el maitén] era objeto de admiración porque se asemejaba a un sauce, pero no era llorón”[1]. Además, Giordano fue antes que nada un notable poeta, por desgracia poco difundido, que nos dejó alrededor de una decena de obras que es cosa de simple justicia revalorar. Antes de hacerlo, es necesario proceder a situar esta poesía en el marco del desarrollo reciente de nuestra lírica y averiguar por los factores que pudieron inhibir el acceso a su lectura. De más está decir que estos tres aspectos de la actividad de Giordano —la ensayística, el trabajo editorial y su poesía— se imbrican entre sí, son vertientes de una personalidad unitaria, de un destino definido por una búsqueda espiritual cuyo límite extremo (como se verá luego en este artículo) es de índole religiosa. Estas interrelaciones de un hacer poliédrico son más que visibles para quien lea sus trabajos críticos teniendo en mente temas y aspectos de su poesía. La espacialidad que señalaré como rasgo principal de sus primeros libros está igualmente explorada en sus contribuciones arltianas, pues no hay que olvidar que Giordano fue uno de los pioneros en la crítica moderna sobre el gran novelista y dramaturgo argentino. Por otra parte, es difícil no ver en el interés tan singular que manifestó por una obra relativamente secundaria y desconocida de Yáñez, La creación (1959), una inmersión en sí mismo a través de la vida artística del campanero Gabriel, protagonista del relato. Y quien conozca sus poemas fácilmente percibirá que hay mucho en ellos de la interpretación más o menos mallarmeana de la obra de Darío que nos propuso en La edad del ensueño. Un solo ejemplo, bien ilustrativo a mi entender. A propósito de ciertas objetividades darianas, comenta el crítico: “El clarín es ‘de bronce’ posee ‘áureos sonidos’, pero se desmaterializa al agregar el poeta: ‘y de cristal’, que es la forma sensible que asume la duratividad de la espiritualidad creadora o, viceversa, la forma más sutil y transparente que asume la materialidad concreta”[2]. Esta descripción corresponde en lo esencial a la materia espiritualizada o concreción espiritualizada que pertenece a la fibra más íntima de su propia poesía.
Hasta 1973, el mapa de la poesía chilena era bastante claro. Los grandes ya se han ido, nuevos poetas postulan proyectos a veces contrapuestos, las promociones del 50 y del 60 están en plena actividad. Hay autores significativos que, por una u otra razón, quedan fuera del canon habitual de esos años: Luis Oyarzún y Miguel Arteche serían buenos ejemplos.[3] En general, los poetas aumentan de día en día, su calidad se impone y se sostiene, dando a nuestra poesía un puesto de honor en la cultura nacional y haciendo de ella una parte indiscutible del acervo artístico continental. Tampoco la variable regional complicaba demasiado las cosas. Concentrada principalmente en Santiago, como todo en la vida del país, este cuasi-monopolio permitía y no impedía el fenómeno provincial, donde podían identificarse grupos activos allá en el norte (en Arica y Antofagasta, con Tebaida a la vista), un colectivo importante en Valparaíso junto a los nombres reconocibles del sur: Trilce, en Valdivia, fundado en 1964; Arúspice, en Concepción, algo posterior. Este paisaje creador, con su lógica distributiva, va a perderse y desparecerá durante la dictadura, tornándose irrecuperable en el curso de la Transición. En este siglo, los poetas resultan incontables, hasta el punto de hacer imposible un cuadro no digamos exhaustivo, sino mínimamente satisfactorio de tan múltiple producción. Hacerlo, implicaría lecturas infinitas y un esfuerzo de ordenación y clasificación en un corpus que sobrepasa lo laberíntico.
La partida de numerosos poetas que dejan el país no creará solamente un hecho de geografía —ya en sí particularmente complejo— sino una inmensa dispersión del potencial poético del país. Se puede valorar esto positivamente, como un enriquecimiento de experiencia internacional (Lara, por caso, traduce y difunde a los mejores poetas rumanos), pero ello sería desconocer los tristes factores y los aspectos humanos que estaban en juego. A la vez, el exilio interior de muchísimos poetas, que siguieron bajo la noche dictatorial haciendo de tripas corazón y soslayando las barreras — muchas veces barrotes— que les aplicaba el régimen, resulta asimismo otra zona de sombras que recién empezamos a vislumbrar. Todavía recuerdo poemas de Floridor Pérez que me llegaban desde el norte, y hojas en áspero papel desde la cárcel de Chillán, firmados por Ramón Riquelme, preso allí por largos meses. Poetas del exterior, poetas del interior (¡de varios interiores, como se ve!)… Hojas, plaquettes, revistas volantes y efímeras, dan cuenta de un esfuerzo obstinado para no apagar la voz, para no ceder a la mordaza que las condiciones de vida y de muerte buscaban imponer. Quiero advertir en este punto que por mucho tiempo fui reacio a contribuir al patetismo que demandaba la situación; pero hoy, cuando es el olvido y la indiferencia lo que se estila, es bueno remarcar esto una y otra vez, sin cansancio y hasta con la necesaria e inevitable majadería.
Poco a poco, sin embargo, aunque siempre de modo parcial, este panorama borroso se empieza a esclarecer. Millán vuelve a Chile a mediados de los 80; cierra su ciclo en el extranjero y reanuda una creciente serie de publicaciones hasta su temprana muerte en 2007. Lara, por esos años, se establece en Concepción, donde aparte de su propia obra, lleva a cabo una valiosa actividad editorial bajo el sello LAR. Por otro lado, ciertas voces nuevas o relativamente nuevas traen un registro que va a cambiar decisivamente el repertorio poético del país durante ese turbio período. Menciono apenas, en gran medida por gusto personal, a Clemente Riedemann, autor de dos libros inimitables; a Raúl Zurita, que posiblemente da con el diapasón emocional más justo de la época; Tomás Harris, dotado de una poderosa imaginación e invención simbólicas; Juan Luis Martínez, sin duda el poeta más auténticamente vanguardista de esas décadas; la obra en crecimiento continuo de Carmen Berenguer y, en ningún grado menor, la poesía de José Angel Cuevas, realzada con acierto por Soledad Bianchi, sin duda la estudiosa que mejor ha calado en el nuevo panorama de fuerzas emergentes en el país. Mi lectura reciente de Década (2009), de María Inés Zaldívar, y de otros libros suyos, me permite ver en ella una sensibilidad muy exacta para captar el detalle poético significativo. Una miniatura como “Ley de gravedad” (17) o un poema como “Rosa espinosa” (156) resultan no sólo innovadores, sino construidos con rara artesanía. (Por otra parte, contra lo que diré en seguida, ella representaría un caso en que se aprecia juntamente su trabajo crítico de scholar y la obra poética). Pero, lo repito, la producción última de Chile es inabarcable. Si Ignacio Alvarez, por contraste, ha podido organizar una perspectiva ordenadora de la nueva narrativa mediante una ingeniosa aplicación de categorías de la filosofía alejandrina (autores principalmente estoicos, novelistas tendencialmente escépticos, para no hablar de los epicúreos), esto sería inconcebible en el caso de la poesía, cualquiera sea la fórmula que pudiera intentarse. Hay, desde luego, agrupaciones externas: poesía escrita por mujeres, femenina y/o feminista; poesía de temática homosexual, donde claramente sobresale el libro de Enrique Giordano, El mapa de Amsterdam, 1985 (Enrique es hermano de quien es el objeto de estas páginas); poesía mapuche en mapudungun o en castilla, etc. Pero a nadie escapará que estas denominaciones resultan del todo extrínsecas a la creación propiamente tal, por muy relevante que sea su coeficiente sociocultural.
Sumándose a esto, hay un hecho del que se habla poco y que consiste en lo que, de modo impreciso, podría denominarse la situación de la poesía académica, en el sentido de poesía escrita por académicos, por gente que se gana la vida como profesores universitarios. Esto, que es bastante común en el mundo anglosajón (en el ámbito norteamericano las consecuencias a menudo son fatales), adquiere en Chile otro sesgo debido a razones sociológicas y de tradición cultural. No sé cuantos poetas hayan sido también scholars a lo largo de nuestra historia, pero obviamente, si se piensa solo en el fundador, Andrés Bello, es seguro que no se trata de golondrinas estivales. Si ya en el siglo pasado Neruda recomendaba escapar de la pedagogía como de la peste, Gabriela tuvo que ganarse el pan, de vez en cuando, en colegios y universidades. Los casos de Rojas y Parra son notorios. Pero, más cerca de nosotros y ya muy cerca del tema de esta exposición, pienso en la obra de Pedro Lastra. Estoy casi seguro (ojalá me equivoque), que Lastra es más conocido en Chile como el hispanoamericanista y gran erudito que es, sin que se lo aprecie centralmente como el extraordinario poeta reconocido internacionalmente desde el Perú hasta Italia y Grecia. Es patente, a mi juicio, que la condición académica de más de un poeta de verdad no suele favorecerlo, sino que por el contrario puede convertirse en el beso de la muerte antes de justipreciarlo debidamente. Aun en el mundo anglosajón de que hablábamos, T.S. Eliot ocultó por mucho tiempo su Tesis de Harvard, publicándola sólo cuando su prestigio de poeta era ya incuestionable; aun así, lo hizo con mil remilgos y excusas de por medio.[4] Al parecer, allá como acá, aunque ciertamente mucho más entre nosotros, el prejuicio romántico, la tradición bohemia y, más tarde, el tic vanguardista suman y multiplican sus reticencias para ver con malos ojos lo que se hace dentro del claustro. “Excrecencia académica”, le oí decir a alguien del poemario de un colega.
Estos aspectos —la dimensión regional, su condición universitaria y, como veremos, el exilio a partir de 1966— se conjugan en la vida y en la obra de Giordano. Nacido en 1937 en el sur, los lugares que más continuamente menciona son los de su infancia, adolescencia y los de su educación: Temuco donde estudia en un colegio bautista, Concepción donde cursa liceo y universidad, más los sitios favoritos de excursiones juveniles, Talcahuano y Lirquén. La familia, que estará muy presente en sus poemas hasta el punto de constituir un núcleo significativo de ella, es un grupo donde reinan el talento y las mejores cualidades humanas. Su padre, pastor protestante de fe bautista, trabajó en Cautín y en la provincia de Bío-Bío, asistiendo a la gente más desfavorecida. En uno de sus últimos artículos, publicado en la revista electrónica Rebelión, Jaime cuenta una experiencia de niñez en que, a instancias de su familia, debe llevar comida a mineros en huelga. La madre, de presencia más fugaz en su poesía, representa una isla de ternura presidida por una sonrisa protectora. Por otra parte, su hermano menor ya mencionado, a quien dedica un temprano poema, es uno de los dramaturgos más precoces que me ha sido dado conocer. Ya en sus años liceanos escribe y pone en escena El abedul, breve pieza teatral. Además de El mapa de Amsterdam, es autor de varios textos dramáticos que irrumpieron escandalizando el pacato medio penquista hacia finales de los 60, y de monografías importantes sobre Roberto Arlt y Manuel Puig.[5] En general, en la tematización del grupo familiar se puede advertir un foco de protección que irradia y lo unifica. El poeta es protegido por el padre, es protector y protegido de la madre, protege a su hermano menor. Al fin de su itinerario poético, cuando el padre esté ya inerme, será él el protegido por su hijo mayor. El padre austero y hasta cierto punto amedrentador de un “Retrato” inicial (“padre terriblemente padre”) da lugar a un padre sufriente, visto casi en trance de Descendimiento[6]. Con las sorpresas que suele deparar la alta poesía, observamos que ya en el primer poema se hablaba de un retrato “clavado en lo alto”, de una “piel cerúlea”, etc. y de una “luz que baja sobre el rostro”, anticipando el gesto del padre que baja del avión y se entrega al abrazo del hijo, todo esto mucho tiempo después. Así, a más de treinta años de distancia de haber sido escritos y a casi medio siglo de ser publicados, estos poemas trazan un arco estructural de amor y piedad filial, no exento de tensiones internas. Paradojalmente, el principio que opera en las relaciones de filiación, determinando en ellas armonía y cohesión, no rige en lo que toca a los nexos de alianza. En estos, por el contrario, la protección tiene algo de mal original, es algo disolvente y de ningún modo afirmativo. Supongo que es innecesario aclarar que no hablo de la persona Giordano. Me refiero única y exclusivamente a la tematización, a las fuerzas de configuración imaginaria que veo en los poemas, a los que veo presididos por tendencias enemigas. En este sentido, las relaciones de pareja se orientan por una ley de mutua desprotección o, dicho de otro modo, la reciprocidad es de signo contrapuesto, revelándose opresora y destructiva.
En principio, es bueno dejarse guiar por las indicaciones que suministra el mismo autor acerca del arreglo y secuencia de sus libros. Lo hace con cierta prolijidad en más de una ocasión, especialmente en la contraportada de Reunión bajo las mismas banderas (1985) y en una nota preliminar a la suma poética que constituye Oficio de clausura (recitativos), de 2011. En la primera declara que toda su poesía anterior, la que empieza a publicar en 1969, queda recogida en Marzo, de 1985; en la última, presenta la serie cronológica de sus poemas como la forma definitiva que debe asumir su obra integral. En el nuevo libro, el de 2011, la ordenación cronológica va precedida de poemas muy tempranos, que datan de la década del 50. Esta redistribución constante de los poemas en el corpus no deja de presentar problemas y exige, por lo tanto, una observación preliminar.
Es indudable que los puntos de inflexión de esta abundante aventura poética son los años 1985 y 2011/2012. Esto resulta incuestionable tanto por la voluntad confirmada del autor, como por lo que sugiere la lectura misma de los poemas. El viaje creador de Giordano se articularía entonces en dos momentos clave, uno retrospectivo y prospectivo a la vez, otro totalmente de “clausura”, como dice literalmente uno de sus libros terminales. Uno es un mirador hacia atrás y hacia adelante, el otro corresponde al testamento de toda una vida dedicada la escritura.
La obra inicial de Giordano consiste en dos pequeños volúmenes — pequeños si se los compara, por ejemplo, con Marzo, más compacto, o con un libro posterior, Antes de ser sombra (2012), mucho más extenso, mucho más copioso. Entre ellos: entre En el viejo silencio y Eres leyenda media un intervalo de 12 años, distancia que difiere sanamente de las prisas de los poetas de hoy; entre ellos, hay también una dualidad que los hace complementarios, pues uno parece describir una relación sentimental promisoria y esperanzada, mientras el otro habla de una relación desengañada, definitivamente rota. La mujer queda incrustada en las hojas y en el tiempo del libro: “eres leyenda”, eres la que debe ser leída…
En el viejo silencio, que sale a luz en Nueva York en 1969, conjuga el motivo amoroso, el tema familiar y un sentimiento creciente y avasallador del exilio. Poco antes de dejar Chile, el poeta ha editado la antología Treinta años de poesía en Concepción, en colaboración con Luis Antonio Faúndez, profesor de Filosofía y poeta él mismo. El prólogo suscrito por Giordano es una joya de prosa ensayística, por su poder evocativo y por la demoledora visión crítica a que somete el filisteísmo cultural de la ciudad. Giordano deja el país principalmente por razones económicas y profesionales, si bien no habría que descontar una motivación psicológica. En el extranjero debe tratar de preservar una relación y, a la par, reconstruir el ser que dejó atrás, siempre a través del frescor imborrable de la lluvia y de obsesivas figuras parentales.
No es sencillo dar con una fórmula que pueda captar el estilo y el tono de esta poesía. Veamos, más en concreto, el primer poema, que aparece ahí con el título “Te he visto…”. Es este: “Te he visto caminar / sobre la hierba / entre las hojas. // Mirar al suelo / hecha silencio. // Regresar. Abrir la puerta. / Confundirte en la noche de la casa” (9).
La ejecución es límpida, el poema conciso y sin hojarasca, las tres mínimas estrofitas se desplazan y congregan en raro equilibrio. Adivinamos tras él un fervor interior, un entusiasmo secreto que cristaliza en una superficie tersa, aquietada, diáfana. Y es que, si algún rasgo hubiera que adscribir a esta primera poesía de Giordano, sería el de una intensa espacialidad, de una marcada tendencia a la espacialización. En el poemita interior y exterior intercambian valores, los desplazamientos del “caminar y del “regresar” se dan a través de una mirada que los desmaterializa tornándolos ingrávidos. La fusión final con el ámbito de la casa (“confundirte” se dice con justeza admirable) recoge el tempo y temple desplegados. Hasta en el plano fónico funciona el mismo esquema, sobre todo en los verbos. Los infinitivos, que cincelan los contornos de los versos, son primeramente en “ar”, pero la serie se cierra con “abrir” y “confundirte”. Ar/ir: las mínimas unidades de la prosodia y del decir poético, las vocálicas, se pliegan a la oposición diseñada en la estructura mayor. Esa sensibilidad espacial, que se liga en Giordano a un gusto por las manifestaciones iniciales del nouveau roman o por cierto cine de la nouvelle vague (L’année passée à Marienbad siempre lo fascinó) y sobre todo de Antonioni, resalta claramente en el área de las objetividades que le son predilectas: vidrios, ventanas, cortinas, persianas, el pliegue ubicuo del “rincón”…, todos ellos casi siempre fronterizos entre lo de afuera y lo interior. El siguiente poema del libro se titulará precisamente “Interior”. Más que nada, la presencia latente o explícita de ese rasgo se revela aún más en las transfiguraciones consecutivas que ofrecen sus libros. En Marzo, donde el libro inicial pasará a ser la primera sección, esta, aunque muy cambiada, se llamará sin embargo “Aposentos”. Rótulo que permite sopesar mejor un verso que estaba algo escondido en uno de los poemas, donde se hablaba de una “voz que se aposenta”. “Voz que se aposenta”: óptima autodefinición de esta poesía. Si dudas hubiera, habría que reparar en que el poema transcrito se denominará más tarde “Antejardín”, subrayando con claridad el umbral o franja fronteriza entre el afuera y el adentro. La temprana marca de lo espacial que comentamos se hará en adelante más abstracta y cerebral, al borde de lo geometrizante, como en el notorio poema final de Reunión…, inspirado en la teoría de las catástrofes de René Thom—pero, claro, no solo en ellas...[7]
La misma experiencia del exilio, que atraviesa con fuerza los dos libros, se somete de algún modo a ese vector espacial, consumando de hecho esta ósmosis conflictiva entre lo dejado atrás y lo que queda en el recuerdo. El poema de título muy explícito “No es mi mundo”, que sitúa al poeta en Nueva York, comienza de este modo: “Un espacio vacío nos aparta” para concluir así: “ Un espacio se llena de nubarrones sombríos / y ahora nos ata / en el amor de la lluvia”, trayendo desde las lejanías —entre lo vacío y lo lleno de la anámnesis— la reminiscencia palpable de los cielos del sur. En otra pieza, más dolorosa, termina con el grito: “ me quitaste mi país, mi país, mi país”, repetición insólita que refleja lo extremo de la desposesión. En el fondo, el exilio es una zona donde interior y exterior se confunden: abierta intemperie con una región enclavada muy adentro en la memoria.
La excepción manifiesta al cuadro estético que he descrito la representa Reunión bajo las mismas banderas. Desde la parodia al título nerudiano, todo el libro constituye una agria sátira a la “reunionitis” ineficaz y aburrida que le tocó vivir y conocer en Nueva York, la que se hacía bajo el alero de las mejores intenciones de solidaridad con Chile. Quizás la fecha pueda explicar esta vena populista muy rara en Giordano: en 1985, la dictadura parecía querer eternizarse. “En tiempos de paz los hombres no escriben libros, eso es de sentido común”, advierten los compiladores del Yuejueshu.[8] En Reunión no figura un potente poema que escribió muy cerca del golpe, “Viejo pueblo”, el que sí volverá a constar en su libro de clausura, incambiado hasta donde puedo juzgar.[9]
Durante su etapa final en Puerto Rico, y en conexión con la estancia de su padre al que acogió ya débil y enfermo, Giordano da un vuelco que sorprendió a sus conocidos. El vuelco es en gran medida de tipo religioso. En contraste con los grupos y compañeros que antes frecuentó —poetas de “La Vanguardia” y amigos izquierdistas en Concepción, poetas y escritores en los talleres de Nueva York— la gente que ahora lo rodea es gente de iglesia y de iglesias: pastores protestantes, sacerdotes católicos, rabinos. Lo expresa abiertamente en un libro escrito y publicado en inglés, Released from the Temple, de 2011, es decir, un año antes de sus dos últimas sumas de poesía. Para tranquilidad de sus amigos laicos, por lo menos para mí, veo que la foto de portada lleva un crucifijo y una lechuza metálica atravesada. Como la muy buena fotografía se atribuye a su hija Carla, deduzco que ella contaría con la aprobación del autor. Su ambigüedad en todo caso da que pensar.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que los epígrafes que enmarcan el libro son de por sí reveladores. Pertenecen a una epístola paulina, A los Romanos, con un pasaje en que se consigna la decisiva y fundamental oposición entre la Ley y el Espíritu, punto de partida doctrinario de la teología luterana y centro de la ética protestante; al gran teólogo católico Karl Rahner, quien postula “una cristiandad implícita y anónima” (no muy distinta tal vez a la que Giordano y sus padres veían en los mineros del carbón); a uno de los pilares de la teología de la liberación latinoamericana, Gustavo Gutiérrez, quien afirma nada menos que la teología es la “reflexión crítica del hombre sobre sí mismo”, lo cual, simplemente leído, marcaría un giro copernicano de 360 grados hacia una antropología filosófica de nuevo cuño; y, finalmente, al novelista ruso Máximo Gorki, que Jaime leía con devoción desde niño. El sentido convergente de estos textos anuncia ya algo que es posible comprobar en el ensayo en su conjunto: que, de hecho, no hay ruptura ni real discontinuidad entre su marxismo previo y esta nueva postura espiritual. Un anticapitalismo de base cruza y conecta ambas postulaciones. Dicho esto, el cambio de actitud, que de ningún modo habría que desconocer o minimizar y que sin duda provocará en el futuro análisis competentes, hay que vincularlo, a mi entender, con una reorientación más amplia que ocurre en su poesía hacia el fin de su vida.
Una vez le comuniqué a Jaime unos versos de Pavese que me habían impresionado mucho. Eran parte del poema, “Antenati”, de Lavorare stanca (1936; el poema es de 1932). Jaime me respondió entusiasmado: el poema lo había tocado fuertemente.
Yo no podía saber en ese momento que él ya había iniciado un viaje que, para decirlo con rapidez, podríamos llamar retrospectivo. Viaje a las fuentes, a sus propias fuentes, en pos de sus huellas, como quiera ello verse, lo cierto es que el poeta comenzó a interesarse por la tierra natal de sus antepasados, piamonteses del norte de Italia, de las cercanías de Turín.[10] Esto, a su vez, lo lleva a rehacer su camino espiritual, su peregrinación y la de sus padres a través de la selva religiosa sobre todo protestante. Hay más de una escena alucinante en la simple y extraña autobiografía espiritual que Giordano nos dejó en su libro Desde el templo (ver 133-140). Con categorías que recuerdan a Hegel pero que son igualmente las de la teología actual más avanzada, narra la inserción de su singularidad “trivial” (134) en la universalidad del cuerpo de Cristo la que, más aún que ecuménica, resulta siendo absolutamente incluyente. De este paisaje complejo de su evolución final, rescato solamente el núcleo emocional e imaginario que me permite retomar lo que ya adelantaba acerca de la constelación parental que me parece signar esta poesía.
Además de los poemas ya mencionados (el “Retrato” inicial y el “Padre” que baja del avión), el núcleo da vida a dos de las mejores composiciones del autor. Me refiero a “El cielo”, de Cármenes de alegría y punición (2011) y el “ Pare nostr”, que corona y finaliza Antes de ser sombra. Los paréntesis aclaratorios que siguen a los títulos hablan bien de las circunstancias, ficticias o reales, en que fueron concebidos: “(El Pastor Aníbal Giordano explica cómo es el cielo)” y “(del cristianismo celta piamontés)”. Hay una especie de teología de lo paterno que decanta con rotundidad en esta extraña sentencia que es posible leer en Desde el templo: “Most enigmatically, I have become my father” (139). Bien dicho, es algo de veras enigmático… Si el cielo de su padre es el cielo del trabajo y el que forja y da temple a la vida, el Pare nostr de sus antepasados no está precisamente en el cielo, sino “entre nosotros”, en una suerte de fusión inmanente, instalando ahora la Singularidad divina en el cuerpo universal del Hombre.
Y, ya para terminar, es interesantísimo comprobar una vez más en Cármenes lo que planteamos acerca de la espacialidad inherente a esta poesía. Como el mismo autor nos lo explica, al titular su libro tuvo en mente la doble etimología de “carmen”, la latina que da poema o composición poética, y la árabe en que la palabra pasa a significar huerto o jardín ( “Nota”, 5). La consistencia íntima de la poesía de Giordano, que es la de una voz que se aposenta en lo interior habitando lo exterior, resalta nuevamente con claridad meridiana.
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Notas
[1]Oficio de clausura ( recitativos) (Borinquén: Monte Sur, 2012), 11.
[2]La edad del ensueño. Sobre la imaginación poética de Rubén Darío (Santiago: Editorial Universitaria, 1970), 110.
[3] En un breve artículo, o nota más bien, Giordano observa que “Oyarzún no ha sido plenamente aceptado en la limitada cofradía de los poetas”. Agrega con sorna: “Muchos dicen que Oyarzún es mucho más que un poeta, cosa que no podemos entender lo que significa” (“Luis Oyarzún o el derecho a la poesía”, Dioses, antidioses…, 263).
[4] T. S. Eliot, Knowledge and Experience in the Philosophy of F. H. Bradley (London: Faber and Faber, 1964): “Sólo puedo presentar este libro como una curiosidad de interés biográfico”, se disculpa (10).
[5] En la serie final de El Maitén, se editó un buen grupo de sus piezas teatrales, que incluye las principales que conozco. (Cf. Enrique Giordano, El último pétalo de la Flor de Fango [Puerto Rico: Hato Rey, 2011]).
[6] Se trata respectivamente de los siguientes poemas: “Retrato” y “Sonrisas”, de En el viejo silencio; “El hermano menor” y “Padre”, de Oficio de clausura.
[7] En la versión que ofrece Oficio de clausura, apenas corregida, los datos paratextuales insinúan una pista sobre las circunstancias del poema (205-6).
[8] El Yuejueshu, texto local y misceláneo, es básicamente una crónica de los reyes y las guerras entre los estados de Wu y de Yue en el sudeste de China; su compilación se sitúa en el siglo I d. C., probablemente durante el interregno Xin del usurpador Wang Mang. (Cf. Olivia Milburn, The Glory of Yue. An Annotated Translation of the Yuejueshu, [Leiden-Boston: Brill, 2010]).
[9] Ibid., 88. Está dedicado al dirigente regional del PC, Mario Benavente Paulsen.
[10] Vale la pena leer el expresivo testimonio de Carmen Rita Rabell sobre el último viaje del poeta a tierras de su abuelo Giuseppe, anarquista que emigrará a Argentina y luego a Chile (“Réquiem por un sueño personal”, 80grados, 25 de septiembre 2015). Este “nono” rondará de vez en cuando los poemas de su nieto, completando el cuadro familiar presente en esta poesía.
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Región y exilio: La poesía de Jaime Giordano
Por Jaime Concha
Publicado en A Contracorriente, Vol.13, N°2, Winter 2016