Desde el golpe del 11 de septiembre de 1973 hasta los días que corren, un gran caudal de literatura ha ido surgiendo que expresa, en las formas más diversas, el repudio mundial concitado por la violencia imperialista contra el gobierno legítimo del Presidente Salvador Allende. Denuncias, testimonios, análisis, declaraciones de los más altos escritores de América y de otros continentes han sumado su condenación moral a la dictadura fascista encabezada por Pinochet. Entre tantos otros, destacan por su valor documental El libro negro de la intervención militar en Chile, de Armando Uribe, y los testimonios de Carlos Cerda y de Rodrigo Rojas. Hay naturalmente muchos otros, algunos de los cuales sólo conozco por reseñas o referencias. Hoy quiero hablar de una obra que exhibe una indudable calidad testimonial. Se trata del libro de Alejandro Witker, Prisión en Chile, que, prologado por el ex Vice-Rector de la Universidad de Concepción, Galo Gómez, acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica.
Alejandro Witker es profesor de Historia de América Latina. Estudió en Chile y en El Colegio de México. Cuando sobrevino el golpe, ocupaba el puesto de Director del Consejo de Difusión en la Universidad de Concepción. Había viajado recientemente, en razón de su cargo cultural, a la Unión Soviética y a la República Socialista de Cuba. Esto bastó para que la Junta viera en él un enemigo peligroso. Hecho prisionero el 14 de septiembre de 1973, estuvo en el campo de concentración de la Isla Quiriquina, en la prisión militar de la Base Naval de Talcahuano, en la prisión pública del Estadio Regional de Concepción y, finalmente, en el siniestro campo de concentración de Chacabuco, en medio del norte helado y ardiente de Chile. Fue liberado el 6 de septiembre de 1974 —¡casi un año justo de cautiverio!—en virtud de la presión de la solidaridad internacional. Vive y labora actualmente en México, gracias a la fraternal hospitalidad que siempre ha brindado el pueblo mexicano a los refugiados políticos de dictaduras y fascismos en el presente siglo.
Así como O'Higgins y Carrera, en sus campañas de la Independencia, fueron conociendo palmo a palmo la tierra de la patria que comenzaban a fundar; así como Recabarren fue extendiendo la conciencia de la clase obrera por todos los rincones y esquinas del territorio nacional, así también este recorrido de cárceles que Witker y millares de chilenos han debido hacer, es un modo de contacto, real y profundo, con la vida y la historia de nuestro pueblo. "Larga era la caravana humana que en 1973 y 1974 recorrió, casi Chile entero, en autobús, avión, barco, tren. a pie...", escribe Galo Gómez. A esas cárceles, a esas prisiones llega —junto a los intelectuales perseguidos— lo más miserable, es decir, lo más digno y lo mejor de nuestro pueblo, sus hombres más conscientes y politizados. Campesinos que traen pegado a sus ojos el honor de la represión desatada por los dueños de fundo, esa Vandée sórdida y cobarde cuyo "héroe máximo" llegó a ser el hacendado Rolando Matus, muerto de un ataque al corazón cuando sus peones tomaban pacíficamente posesión de las tierras que les pertenecían por trabajo hereditario; obreros que han visto el bombardeo de las poblaciones y centros de trabajo en Santiago y en el sur del país...
Gran parte de la claridad que el libro posee, proviene de que Witker recusa el análisis institucional de algunos sectores sociales y asume una estricta perspectiva de clase. Es lo que ocurre en los casos de las Fuerzas Armadas y de la Iglesia Católica. Uno de los episodios más conmovedores de este testimonio es el momento en que los presos de Chacabuco atienden y tratan de salvar la vida a un joven soldado que se había herido con su propia arma (p. 123). Ese soldado, ese carcelero —los presos lo saben— pertenece también al pueblo y no hay que dejar que el enemigo de clase que arrebató su conciencia se apodere también de su muerte. Finalmente, pese a los esfuerzos desplegados, el muchacho muere, pero muere en los brazos de sus hermanos de clase. De este modo, por una curiosa ironía que habla muy alto de la moral de los condenados al infierno de Chacabuco, las propias víctimas salvan y ennoblecen, en su muerte, a quien en vida fue un inocente e irresponsable verdugo. Salvan su alma, no en términos cristianos, sino en sentido social, pues rescatan su cuerpo —desnudo ya y sin uniforme vergonzante— para la clase que le dio ser y existencia en el mundo.
Por el contrario, en el otro extremo de la estratigrafía social, el anti-intelectualismo de los oficiales traidores suscita la vena más fresca del humor de Witker. Baste pensar en esa Sagrada Familia que se salva de las nuevas hogueras nazis gracias a que los uniformados juzgan que se trata de un texto... cristiano. ¡Dios los bendiga! Pero lo que sí merece maldición es la destrucción sistemática que la Junta ha llevado a cabo del patrimonio cultural del país, desde la universidad hasta la música popular, desde las bibliotecas hasta los museos y la prensa de la clase obrera. Con razón hay un dicho que reza en Chile más o menos así, destinado a ponderar la ignorancia de un individuo: "Tiene una cultura digna de un milico". Frases como éstas, por supuesto, no aluden al pueblo ni a los oficiales que elevaron su conciencia hasta comprender que la sola posición histórica correcta que cabía a las Fuerzas Armadas era la defensa de la Constitución que había dado el poder a Salvador Allende; aluden a esos oficialitos de opereta cuyo heroísmo ha consistido en vencer a masas desarmadas, en ganar la guerra contra el pueblo indefenso de Chile. Y es que todo el mundo sabe, después de dos años de la "experiencia" Pinochet, que los oficiales chilenos representan la élite del analfabetismo. Me acuerdo del sincero asombro que invadió a una muchacha del pueblo cuando oyó hablar por primera vez en la Televisión a Pinochet.
—Ese hombre no sabe hablar —me dijo. Esa joven tenía segunda preparatoria, pues había tenido que trabajar desde los 7 años. El General que "hablaba" (en sentido metafórico) era autor de un texto de Geopolítica que basta ojearlo (con hache o sin hache: ¡acierta, Pinochet!) para darse cuenta que fue escrito por un retardado mental. Nunca el imperialismo usó un títere más falto de resortes cerebrales. Y es que el "gorilismo" chileno, en el siglo XX, ha experimentado una evolución darwiniana al revés. Carlos Ibáñez, dictadorzuelo de los años 20, pudo ser llamado todavía el Caballo Ibáñez, pues conservaba cierta apostura de bestia de regimiento. Pinochet representa en cambio, en el extremo de la cadena, una especie inédita, la animalidad en estado bruto.
El libro aporta igualmente lecciones de unidad con las fuerzas cristianas reprimidas por la Junta Militar. Ya Recabarren comprendió, con inimitable claridad, que la división por las ideas religiosas sólo podía favorecer a las clases explotadoras. Por lo demás, no debe olvidarse que el cristianismo social fue un factor temprano en el desarrollo político de las capas artesanales de Chile durante el siglo XIX. En la Sociedad de la Igualdad, fundada por Francisco Bilbao y por Santiago Arcos, junto a elementos de socialismo utópico, están presentes las ideas de Félicien de Lammenais, que se difunden también, a fines de siglo, en las faenas salitreras del desierto nortino. Sólo después de 1891, derrotada la política nacionalista del Presidente Balmaceda, la Iglesia comienza una labor divisionista en el movimiento obrero, creando organizaciones paralelas y tratando de contener el avance de las clases trabajadoras. De ahí que el análisis que Witker hace de la Iglesia y sus autoridades sea justo y responda al sano precepto evangélico: "Por sus frutos los conoceréis". Pues así como hubo, en la persona del cura Hasbún, un farisaico teólogo del golpe, hay también el esfuerzo y el sacrificio de tanto sacerdote católico, dignamente representados, en lo alto de la jerarquía eclesiástica, por el Cardenal Raúl Silva Henríquez.
Pese a que a menudo el libro de Witker capta las dimensiones nacionales de la represión (asesinatos de Alberto Bachelet y de José Tohá), se centra principalmente en episodios y acontecimientos ocurridos en la región del Bío-Bio, es decir, las provincias de Ñuble, Concepción, Arauco y Bio-Bio. La muerte del Alcalde de Chillán, Ricardo Lagos y de su familia; el asesinato del Intendente de Concepción y miembros del Consejo Superior de la Universidad de Concepción, Fernando Álvarez; el fusilamiento de los dirigentes de la zona del carbón (el minero Isidoro Carrillo, el Alcalde de Lota Danilo González, el profesor primario Vladimir Araneda y el trabajador Bernabé Cabrera): todos ellos y muchos más llenan páginas de dolor y de grandeza en la crónica de Witker.
Pero entre tanta muerte y tanto sufrimiento asoma siempre el filón de optimismo, la esperanza cierta de que, por voluntad del pueblo, llegará muy pronto la hora de un nuevo Chile. Si. hay sangre, hay quemaduras en este libro, pero hay también un cauce de agua fresca que es la sombra y la luz de un futuro cercano. Hay momentos que, por su gracia popular y por el manejo del lenguaje criollo, pueden analogarse a hallazgos de García Márquez. Tal, por ejemplo, ese personaje que, en el campamento, andaba siempre "dateado" pero que no "apuntaba" una (p. 87). O el estupendo retrato de Juanito, retrato dignísimo y sincero de un hombre del pueblo indígena:
"Juanito era un mapuche consciente y orgulloso de su raza. Durante varios días nos disertó sobre variados aspectos de la vida social y cultural de su pueblo. Nos transmitía una cosmovisión que reflejaba el desarrollo combinado que tenía en la cabeza: el hombre creía que de un cabello se podía hacer crecer un culebrón alimentándolo con leche y con el cual algunos hacían pactos con el diablo ... Nos hablaba de terribles 'cueros' que había en los ríos del Sur y que atacaban al hombre... nos daba una imagen fantástica sobre la masonería... pero, al mismo tiempo, nos asombraba con sus conocimientos sobre la historia de la conquista de América, de la resistencia de Lautaro, del despojo de las tierras de sus antepasados en la república...
Una vez que alguien le preguntó si estaba cansado de tantos meses preso, Juanito replicó con voz categórica:
—Mi pueblo luchó varios siglos contra el colonialismo español y yo voy a estar cansado cuando recién comienzo a pelear contra el colonialismo norteamericano... No, compañero, esta pelea recién comienza... Juanito daba clases de lengua mapuche y leía con extraordinario interés cuanta cosa relacionada con su raza salía de la prensa, en algún libro que circulaba; siempre con el sombrero puesto, alegre y firme como un roble" (pp. 94-95).
Y está también ese don Juan, anciano que nada sabe de partidos políticos, sino de su adhesión a la causa de Allende. Tal vez en su ignorancia, ese hombre representaba una sabiduría elemental, una verdad profunda del proceso chileno. De este modo, Witker comprueba una vez más que, para escribir bien, se necesitan apenas dos cosas sencillas: sentir hondo y pensar claro. Pero, como el socialismo según Brecht, esto es lo más fácil y lo más difícil de realizar. En sus mejores momentos, que se dan a cada paso, este documento de la represión en Chile alcanza una profunda transparencia, amarga e iracunda sin duda, pero también segura en el triunfo incontrarrestable del pueblo de Chile.
Por su temple vital, duro y optimista a la vez; por el vigor con que el autor condena la. brutal tiranía de Pinochet; por la energía y pasión con que su testimonio baja —y sube— a los cauces más hondos de nuestro pueblo; por el humor sano, esa gracia saludable que el libro exhala aun en los momentos más terribles; porque la muerte innumerable de sus amigos no entenebrece su voz, sino que la fortifica, engrandeciéndola; por todo ello, este libro es ya un testimonio perdurable de la sangrienta represión que ha vivido y sigue viviendo la sociedad de Chile. En un tiempo más ("más temprano que tarde", dijo Salvador Allende), cuando Chile, por necesidad de la historia y por la voluntad de su gente, sea ya un país socialista, entonces estas páginas serán leídas por jóvenes felices y serenos que aprenderán, así, a conocer estos años amargos de su patria. Será, entonces, el de Witker un clásico cierto de nuestra cultura, un clásico ligado al filo más doloroso de la historia, no escrito por mero prurito estético, sino para ser un arma de claridad, un instrumento eficaz y percutiente de denuncia. Y es que Wikter ha sentido hondo la tragedia de su pueblo, la ha vivido en su carne y en su espíritu. De ese hondón de experiencia ha surgido este manifiesto de unidad que llama sencillamente, pero con firme convicción, a que los sobrevivientes respeten el legado de los muertos, a que los dirigentes actuales de la izquierda chilena se pongan a la altura de los héroes que cayeron.
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Prisión en Chile
Alejandro Witker, México : Fondo de Cultura Económica,1975. 155 págs.
Por Jaime Concha
Publicado en revista Cuadernos Americanos, México. N°5, sep-oct. de 1976