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Reflexiones sobre una historia de la literatura
A propósito del libro Historia Crítica de la Literatura Chilena. Volumen I: La era colonial, Grinor Rojo y Carol Arcos (coord. generales),
Stefanie Massmann (coord. del volumen), Santiago de Chile, LOM, 2017


Por Jaime Concha
Publicado en Revista Casa de las Américas. N°292. Julio-Septiembre de 2018


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Al proyectar esta nota, recordé un hecho personal relacionado con el tema del presente libro. Cuando empezaba a dar clases en la Universidad Austral de Valdivia, me tocó enseñar un curso anual de literatura chilena colonial. La tarea no fue fácil. A la insigne ignorancia de mi parte, se unía, objetivamente, la falta de materiales e instrumentos de trabajo adecuados, en especial de ediciones, no digamos críticas, sino mínimamente decentes de los textos principales. Haciendo de tripas corazón, alargué las lecciones sobre La Araucana y las crónicas tempranas de la conquista que me eran familiares, y me dediqué a estudiar con entusiasmo el Cautiverio feliz. De todos modos, al igual que esos profesores que calculan mal el tiempo de la clase, sentía que a mí también «me faltaba la materia». Para justificarme, recurrí a la noción de indigencia de objeto, es decir, la escasez inherente al corpus literario del período colonial. Creo que la idea me vino de un librito en que José Toribio Medina condensaba, con fines de divulgación, algunos de sus magnos trabajos sobre la época. Hoy, a más de medio siglo en que se han descubierto nuevos manuscritos, en que el trabajo académico de la especialidad se ha acrecentado y multiplicado enormemente y en que –para bien o para mal– ha caído el muro chino que separaba las bellas artes de la prosa historiográfica, se impone la evidencia de que, lejos de ser escaso o indigente, el campo colonial resulta ser, por el contrario, un campo fértil, extenso y abundante. La mejor prueba es el libro objeto de esta nota.

Admitámoslo, porque es así: las historias generales no gozan de buena prensa entre nosotros. En todas partes se desconfía de ellas, sobre todo cuando se presentan como de autor único, porque no sin razón se considera que es difícil que un individuo pueda tratar con igual solvencia períodos muy distintos en una larga escala de tiempo. Chile y su historiografía nos tienen habituados a ingentes proezas de este jaez: dieciséis volúmenes a fines del siglo XIX por un historiador de nota, veinte volúmenes a mediados del pasado por otro al que colegas prestigiosos han acusado de plagiar a su antecesor. Otras series, más «humanas», se conforman con cuatro o seis unidades. Todo lo cual hace pensar en Unamuno, quien, con humor adusto, comentó una vez que, hojeando los tres gruesos tomos de La ciencia española, de Menéndez Pelayo, se convenció para siempre de que España carecía por completo de ciencia. Ahora bien, mutatis mutandis: ¿no será el exceso historiográfico nacional un síntoma del déficit congénito en nuestra historia real como país? Lo locuaz no quita lo impotente...

Por fortuna, no ocurre lo mismo en el plano cultural. Chile es un país rico en cultura, con manifestaciones en todos los órdenes artísticos, en particular en el de la palabra escrita. Curiosamente, como apuntan los coordinadores de la obra, no existen historias comprensivas de las letras coloniales. En una lista bastante exhaustiva (11), las piezas que es posible mencionar son escasas, y todas de poca extensión. De ahí que esta colección de estudios, que reúne a más de una veintena de especialistas chilenos y extranjeros, sea bienvenida y tenga plena justificación, pues llega en momento oportuno.

Primero en un plan de cinco volúmenes, La era colonial da inicio a una Historia crítica de la literatura chilena que aspira a llegar a la actualidad. Dos próximos volúmenes, centrados en su mayor parte en torno al siglo XIX, están ya en prensa, prontos a salir a la luz; los dos últimos cubrirán la época contemporánea alcanzando manifestaciones literarias muy recientes. La empresa está dirigida por Grínor Rojo y Carol Arcos, director el primero, por varios años, del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile; la segunda, académica en la misma universidad hasta 2017. Rojo no necesita presentación. Crítico literario prominente, con larga trayectoria internacional, es autor de una obra que atraviesa el teatro chileno e hispanoamericano, la lírica y novela chilenas, junto a un par de notables contribuciones teóricas que constituyen lectura requerida en todo centro académico de la especialidad. Arcos es crítica cultural y literaria, trabaja y ha publicado sobre historia cultural de la literatura, la edición y la escritura de mujeres en la América Latina, como también en el área de historia del feminismo. Ambos firman una escueta presentación general en la cual, además de dar los datos fundamentales del proyecto, indican, sin aspavientos teóricos, que descartan la periodización generacional dando como sola referencia las ideas de Pierre Bourdieu sobre los campos culturales –más válidas, me imagino, a partir del siglo XVIII y en los próximos libros de contexto modernos.[1] La dirección dual, complementaria en lo generacional, sin duda enriquece esta Historia, aportando un dinamismo que permite integrar problemáticas y líneas de investigación que se han sucedido en las últimas décadas, transformando, decisivamente, los estudios culturales y literarios e incorporando nuevas zonas antes descuidadas en el cuadro tradicional: «literatura de los pueblos indígenas, la de mujeres y la de la diversidad sexual» (precisión de Rojo y Arcos, 12).

La coordinación del tomo actual corresponde a Stefanie Massmann, que en páginas preliminares, junto con esbozar el contexto, lleva a cabo los propósitos convergentes de presentar los trabajos que se leerán, describir el «estado del arte», esto es, la situación bibliográfica del campo colonial y, más que todo, definir con fuerza y sensibilidad los grandes vacíos del período: la ausencia casi completa de escritos en mapudungun (algunos trabajos la palian indirectamente) y la ausencia total de la voz negroafricana. El escándalo es perfecto. Mientras los grupos que laboran, fundan y recrean la sociedad se ven condenados al silencio, los caballeros que guerrean, matan y destruyen –los «pacificadores» de ayer y de hoy– llevan la voz cantante. Las raíces de un Chile posterior, que no dejará de vivir momentos parecidos, están allí presentes, vivas y sangrando. Gracias a la introducción bien concebida, de Massmann, el lector queda en óptimas condiciones para adentrarse en los textos de la colección.

Bien distribuida, con marcada tendencia a una simetría donde abundan las tríadas, La era colonial discurre desde los comienzos épicomilitares de la conquista hasta la producción del dieciocho, que ya parecería anunciar otros tiempos. En medio se sitúan los comentarios a los textos barrocos del siglo anterior: Ovalle, el Cautiverio, Rosales... Complementando esta secuencia cronológica, hay apartados y artículos que abordan temas como la traducción del (y al) mapudungun, los escritos en latín, las «escrituras del yo», la «teatralización y el teatro...», etcétera. De particular importancia son los estudios de tema mapuche, no solo por su indudable relevancia para el Chile de hoy, sino por el nivel de la información y la calidad analítica que exhiben. Fernanda Moraga García nos instruye sobre la nomenclatura y las categorías propias de la creación oral en mapudungun; mientras Allison Ramay, entre otras observaciones, subraya con firmeza el alcance del Tratado de Quillín (sic, 428), en que un imperio feudal, en pleno barroco, se muestra más diplomático, si no más civilizado, que nuestra república liberal y racista del diecinueve. Todos estos textos componen un panorama sustancial de las letras del Reino de Chile, destacando constantes y líneas de fuerza en el paisaje mental de una sociedad en gestación. Como es natural, las contribuciones son de índole variada. Las hay sobriamente descriptivas, otras tienden más a la interpretación, en unas predomina el prurito de erudición, etcétera. En una nota como esta, necesariamente restringida, solo es posible dar una idea somera de algunas de ellas, sugiriendo en qué medida se insertan en la tónica y el estilo general del conjunto.

En zona épica, Cedomil Goic ofrece una clara descripción del contenido y de la forma de La Araucana, consignando con precisión la cronología de las ediciones del poema y de sus partes, cuestión algo intrincada que ha llevado a la confusión a más de un estudioso. José Antonio Mazotti analiza el «Arauco Domado» siguiendo una vía de «focalización criolla» (114), eligiendo bien tres momentos significativos del poema chileno-peruano: el material etnográfico de núcleo mapuche, la reforma administrativa a que se aspiraba en el virreinato y el episodio de la rebelión de las alcabalas en Quito. Por último, dentro de la misma sección, José Leandro Urbina estudia tres poemas históricos escritos en la estela de Ercilla –«al olor de su rastro», según la expresión de Oña. Con buen tino, evitando el juicio de valor literario que sin duda no los favorecería, transcribe las percepciones críticas y estéticas de que han sido objeto por parte de hispanistas que han tenido la paciencia de leerlos en su integridad. Un deleite adicional en estas páginas son las citas que se nos regalan del inefable don Marcelino, maestro de bien decir en el castellano de su tiempo, experto en el maldecir como crítico literario. Por desgracia, sus juicios demoledores en esta ocasión son más que certeros. Habría sido interesante anotar, un poco en broma, que en uno de esos poemas se insinúa un gentilicio virtual para el habitante del país: chilcano. El termino no cuajó. De haberse impuesto, estaríamos hablando hoy de literatura chilcana.

Entre los textos del dieciséis, la crónica de fines de siglo de Marino/Escobar es un extraño híbrido que Massmann analiza con perspicacia. Su doble autor hace que en ella se mezclen el reflejo militar del soldado y la condenación moral del jesuita. Estos componentes se mezclan, pero no se fusionan, generando tensión y dramatismo en el relato. Mediante una cuidadosa selección de pasajes, que es casi una antología de la experiencia principal que el texto busca trasmitir, la estudiosa nos comunica la visión caótica, enloquecida, de una sociedad en la cual el grupo encomendero brutaliza y sobrexplota el trabajo indígena en los yacimientos de oro. El tono alcanza, a veces, el grado de la denuncia lascasiana, sin duda más combativa y sistemática. (No hay que olvidar que los primeros jesuitas, sobre todo los de Juli, tuvieron acceso a los manuscritos del dominico, como documentó en su oportunidad Helen Rand Parish). En la propia tierra se cierne ya la sombra de la Quintrala. Echo de menos que en el libro no haya una semblanza de esta mujer emblemática del mundo colonial. Hace tiempo, Picón-Salas escribió un espléndido ensayo sobre la «tragedia metafísica» de Catalina de los Ríos. El gran historiador venezolano reflexionaba allí sobre la alquimia negra de religiosidad y erotismo característica del caso. Los factores sociales, demográficos, étnicos, de género sexual, se suman para dar al sombrío affaire de ese tiempo un signo revelador. Los crímenes de la mujer cruzan todo el mapa jerárquico de la población, hiriendo a nobles y sacerdotes, a indios y a esclavos negros. Son crímenes que condensan a la perfección el espíritu de toda una época. A mi modo de ver, la Quintrala representa el gozne crucial entre la conquista y la colonia, la inflexión en que la saña y el trato cruel de la primera se transforman en violencia estructural del orden colonial, el reino de la tortura y del sadismo generalizado. Mal que mal –¡nunca mejor dicho!– la Quintrala es pieza primordial en nuestro inconciente colectivo tanto culto como popular. Heroína de novelas, biografías y de innúmeras piezas teatrales y de radioteatro, ella es también vedette de sueños y pesadillas que nos conducen a la beatitud de los bajos infiernos. Mater et magistra de una sociedad en estertores de parto, nos impondrá como destino un oscuro «futuro esplendor». Habría sido interesante reabrir el dosier para, una vez más, lanzar la primera piedra.

En la sección siguiente, además de los autores canónicos mencionados, se estudia brevemente la que podría ser la primera novela de época colonial: Carilab y Rocamila, de Barrenechea y Albis. José Anadón, pionero en Chile de los estudios coloniales (un buen «colonialista», digamos), explora bien los rasgos pertinentes de un texto barroco, abigarrado y misceláneo. El recurso, hacia el fin del artículo, a la tesis de Claudia Ormeno, ayuda a comprender esta «máscara ficcional y realista» con que nuestra incipiente narrativa da su primer vagido.

Los trabajos que se agrupan en torno a lo que en otras latitudes se llamó Ilustración –todos justos y bien argumentados– parecen dar pie a una evaluación poco optimista del nivel cultural e intelectual de la colonia. Avalarían el juicio desfavorable que, en vísperas de la Independencia, emitió Manuel de Salas sobre el saber en el país. Varios retardos se acumulan. Al retardo peninsular, aun de sus mejores espíritus (Feijoo, Jovellanos; Cadalso y Moratín en menor grado) respecto a las luces francesas o al Enlightment escocés, se suma el atraso chileno frente a los ilustrados peruanos, de mayor fuste en la esfera de los principios y de las ideas. Con acierto, se subraya el nuevo paradigma que se impone, el del «pensamiento», «la razón», «la crítica», pero las realizaciones mismas son poquísimas. No hay atisbos satíricos como en las publicaciones clandestinas contra Amat en el Perú o que estén a la altura del ingenio de Espejo, el Luciano quiteño, quien según Menéndez Pelayo habría escrito la primera crítica propiamente moderna en ámbito hispanoamericano. El único sabio que está a la altura de su tiempo es el Abate Molina, desterrado que debió escribir en italiano. Su curiosidad e interés de tipo enciclopédico no arraigan en propio suelo, sino que dependen del marco internacional en que operaba la Compañía. Por otro lado, y de modo bien relevante, el supuesto racionalismo de las nuevas letras convive con escritos conventuales a los que se asignan tendencias místicas. Dos alas contrapuestas, por lo tanto, de una fuerte bifurcación. Esta encarna concretamente en las figuras mayores del siglo. Jano teratológico, el par Molina/Lacunza mira a tiempos de magnitud inconmensurable: uno mira al presente y a un futuro de saber empírico y positivo, el otro mira fuera del tiempo, hacia el fin de los tiempos. Para este, la eternidad es un instante al alcance de la mano. Mientras uno explora la geografía y el mundo natural de ríos y de plantas, el otro se concentra en la exégesis sagrada, «talmudiando» la Tora. El par, se ve, es bien dispar.

En cuanto al valioso artículo de Ximena Azúa Ríos sobre la escritura monjil y a otro que se toca con él, firmado en unión con dos colegas (411 y ss), me permito discrepar en dos puntos. Me cuesta ver en los escritos que se nos presentan elementos de trasgresión y mucho menos fuerzas de liberación (283). El léxico, el discurso, incluso el tono de estas confesiones autobiográficas son todavía escolásticos, poco casuísticos, con algo de la introspección introducida por los jesuitas, a veces de una clara obsecuencia administrativa. En un tópico similar al que hallamos en la Respuesta de Sor Juana –las molestias y la incomodidad de la vida conventual– esto está a años luz de la gracia, sutileza y la ironía cáustica de la jerónima de la Nueva España. Creo que el área propia en que se inscriben estos textos es la historia de la espiritualidad, no la mística; más cerca del abate Bremond, que de las ideas de De Certeau. Por otra parte, me cuesta aceptar un juicio tan tajante como este, que las autoras subrayan: «podemos afirmar que la escritura del Nuevo Mundo es una escritura del yo» (412). Desechando con razón el flagrante anacronismo del yo romántico, no recurriendo tampoco a los momentos de la subjetivación foucaltiana (platónico, alejandrino/romano imperial, cristianopatrístico, cartesiano), las autoras parecen inclinarse por una noción del sujeto-testigo. Ahora bien, no cabe duda de que las cosas y los hechos del Nuevo Mundo modificaron fuertemente la mirada historiográfica; pero, aunque inmensa, la diferencia es solo de grado, no esencial ni cualitativa. Como Arnaldo Momigliano expuso más de una vez en sus brillantes Contributi, la «autopsia» –vista propia y directa– es la célula matriz de toda historiografía desde Hecateo en adelante; su marca genética, por decirlo así. En su libro sobre Egipto, Herodoto se autodefine como «autoptes». Más concretamente: la experiencia americana no rompe los lazos orgánicos de la sociedad conquistadora: los refuerza y fortifica. El capitán de hueste que escribe al César Carlos V, el joven caballero que dedica su poema al Rey, son sujetos de servicio; el jesuita es miembro de su Orden y del cuerpo eclesiástico en general. El «yo», si se quiere hablar de yo (el término, más allá de su uso pronominal, tiende a ser laxo), es un yo vasallo, lejos de una autonomía real y discontinuo de la individualidad libre y autoconciente en cuanto tal. Pero, en fin, las autoras saben más de estas cosas y pueden juzgar mejor.

Especial interés reviste, en mi opinión, el artículo sobre «Poesía colonial...» (295-323) por las consecuencias que permite desprender (vuelvo a esto enseguida). Aunque se presenta solo como una contribución parcial, es claro que su autor, Jorge Cáceres Riquelme, ha hecho un estudio acucioso del tema, elaborando un cuadro bastante completo de las piezas poéticas pertenecientes al período. De las tres modalidades o prácticas que distingue, la primera (preceptiva o retórica) da apenas como logro un solo espécimen; la segunda, consistente en traducciones, se reduce a su vez a un par de ejemplos; la tercera, algo más variada, se deja representar por muestras de poesía satírica y de poesía política, ambas igualmente débiles. La cosecha es magra, como se ve, evidenciando un corpus poético colonial realmente exiguo.

Me detengo aquí en esta rápida ojeada. En lo que me resta, quisiera hacer varias observaciones específicas y concluir con una apreciación general de lo leído.

Para quienes, como yo, nos formamos tiempo atrás, resulta evidente un cambio en los enfoques conceptuales. La perspectiva ha mutado. Las categorías tomadas de la historia de los estilos (barroco, manierismo, neoclasicismo) se dejan de lado y tienden a desaparecer. Las menciones del «barroco» se cuentan con los dedos de la mano. Y es sano que así sea, si se piensa que, como bien dijera Braudel en una ocasión, el barroco se convirtió en un árbol del que todos han hecho leña en demasía.

El tema de la «criollidad» (evito «criollismo» por sus peculiares asociaciones en Chile), de entrada más reciente en los estudios literarios de la colonia, tampoco adquiere un desarrollo apreciable. Salvo Mazzotti, según se ha visto, no se lo emplea en obras donde es más que pertinente y sería muy fructífero. Sin ir más lejos en Ovalle, que por su sensibilidad para con la tierra y el cielo de su patria y por el modo en que enraíza y aclimata la historia eclesiástica de su Orden en las experiencias del suelo natal, hay indicios, por lo menos, de una ostensible «protocriollidad». Naturalmente, lo que se da en Chile es incomparable con lo que Severo Martínez Peláez y Jacques Lafaye postularon para la conciencia criolla en otras regiones, el primero a través de las crónicas guatemaltecas, el segundo en relación con el fenómeno del guadalupanismo mexicano.

En un orden de cosas afín, ni el mecenazgo ni la doble hegemonía sufrida por el Reino de Chile reciben el tratamiento analítico deseable. Al primero se lo menciona, se lo supone y se da por obvio sin que se lo examine en su singularidad local. El mecenazgo no es simplemente el don protector de un individuo sobre otro, pues el patronazgo individual supone prácticas, instituciones, momentos y contextos específicos. Casi todos los casos que se registran proceden del Perú, porque es al calorcillo de la corte virreinal adonde se arriman los ingenios del sur. No hay que olvidar que, hasta comienzos del siglo XVIII y como bien recuerda Vicuña Mackenna, Lima fue la capital de toda la América del Sur. Por otra parte, la doble hegemonía, metropolitana y virreinal, confirma una vez más que Chile es un mero apéndice subcolonial del imperio. Es de elemental justicia, sin embargo, aclarar que las historiadoras Alejandra Araya y Alejandra Vega, en una extensa e importante contribución bien situada al comienzo del volumen (33 y ss.), manifiestan una opinión más positiva y ven con mejores ojos el estado mental de la colonia. El tema es ciertamente delicado, imposible de debatir, mucho menos dirimir, en tan breve espacio. En aras de una mínima claridad, yo plantearía lo siguiente: las culturas campesina y popular provenientes de la colonia perduran hasta el día de hoy en la forma de leyendas, tradiciones, anécdotas, cuentos orales, romances, villancicos, festividades paralitúrgicas, jocundidad antieclesiástica. La expresión y representaciones del pasado colonial son un bagaje interno que todo chileno lleva consigo, pues ningún país es contemporáneo de sí mismo. Lo culto y lo urbano, por el contrario, carecen de un ambiente letrado que los sustente. No hay portadores de cultura, no hay instituciones permanentes, no hay una red intelectual que promueva el ejercicio y el juego literario. Y exagero: no hubo entre nosotros la plática mexicana ni la tertulia limeña. Aprendimos así a no saber hablar; empezamos a ser alalos.

Ha desaparecido también el interés por la ideología y las ideologías. Me imagino que enfatizarlas se juzga ya como algo vetusto. Ahora bien, creo que (para poner un solo ejemplo) La Araucana es inconcebible sin la ideología de la caballería que la preside y fundamenta. Parte del mismo ser biográfico del poeta como paje y «caballero» propiamente tal, ella articula su experiencia indiana y el sistema de valores que le permite enjuiciarla en lo social, militar, y moral. Ercilla se forma y escribe exactamente en el lapso en que la nobleza cortesana que Carlos V traslada de Flandes a España se consolida definitivamente bajo los Felipes, desplazando el antiguo ethos de la nobleza feudal. El novel poeta lucha en Arauco, encarnando esa tensión, desgarrado entre el ideal de una guerra cortés y el hecho cotidiano de «la sangre derramada» que contempla desde un caballo que hace añicos los cuerpos indígenas.

El rasgo permanente de nuestros siglos coloniales es ciertamente la guerra; casi todos los temas se orquestan in tempore belli. (La Iglesia es otro cuento). Es un cliché historiográfico, qué duda cabe, pero es por desgracia un cliché verídico. Guerra sin heroísmo, carnicería que es el pan de todos los días. Me llama la atención que, en la excelente cita de Nájera –que Alejandra Araya y Alejandra Vega (33) colocan al comienzo de su aporte–, las palabras, las frases, las ideas sean las mismas de Quevedo en La hora de todos (1635). El «halcón» de la política imperial, apologista violento del dominio español en Europa, ve con envidia cómo en Holanda se alza un minúsculo David que terminará con la primogenitura de su patria en los océanos. Y ve con alarma y aprensión casi paranoica que allá en las antípodas, en el Flandes indiano de Chile, pudiera forjarse una alianza entre flamencos y araucanos. ¡Pinche Quevedo! Este gran reaccionario, dotado de agudo sentido histórico durante la privanza de Olivares, casi capta los preámbulos que llevaron a Quillín. El peligro holandés lo explicaba todo.

La obsesión bélica –«el tumulto y ruido de las armas» de los que habla Ovalle– resulta lo opuesto a la minúscula producción de poesía lírica en el mismo período. Un mínimum, como comprueba Cáceres. El hecho tiene que ver, sin duda, con la índole precaria del mecenazgo. Mientras en otras partes no hay sino burlas y sátira para ingenios que abundan y pululan llenando el Nuevo Mundo de silvas y sonetos, en Chile asistimos a una inopia perfecta en la materia. No se equivocaba Menéndez Pelayo al dictaminar que Chile no era tierra de poetas. A fines del siglo, frente a pálidas muestras románticas, don Marcelino no podía ver detrás sino el desierto. El suyo era un juicio de historiador, no de profeta. El error consistió más bien en interpretarlo en el último sentido. En el edificio colonial hay un locus deshabitado: la lírica. Esta es el eslabón que falta en el sistema intergenérico de la época. Lo que era un tupido velo en la menguada conciencia del indiano o del criollo cortesano, en Chile brilló por su ausencia. Y hubo un corolario: nos libramos del gongorismo. La revolución diamantina del cordobés que pierde sus destellos al invadir América desde México hasta Córdoba del Tucumán, no llegó hasta nosotros, nos dejó tranquilos. Sin lírica, sin epígonos de Góngora, empezamos a existir en plena grisalla, huérfanos de todo ornato y compensaciones ilusorias.

Y algo muy distinto: sorprende y no sorprende la presencia continua y sostenida de Medina a lo largo de estas páginas. No sorprende, desde luego, porque es imposible prescindir del acervo documental que nos legó, y que obliga a que se le cite en casi todos los trabajos; sorprende, sin embargo, constatar en qué medida su obra sigue siendo determinante hasta el día de hoy. No es la menor paradoja de este libro el hecho de que los enfoques culturales más nuevos y recientes se amamanten aún de la ciencia positivista. Figura tutelar y ancestral («patriarcal», oigo por ahí), Medina resulta omnipresente aun cuando se discrepe de él, aun cuando se le critique y se le refute. No es esto el menor homenaje al que en un tiempo se llamó, con su pizca de sorna, «el ilustre polígrafo de la Araucanía».

En suma, ya para terminar, La era colonial contiene todo lo que hay que saber en materia de letras sobre el Reino de Chile: todo lo esencial, y también esa necesaria inesencialidad que es parte inevitable en las artes de la escritura. Están todos los autores y textos canónicos desde Ercilla hasta Molina y Lacunza, pasando por la labor filológica y de predicador del Padre Luis de Valdivia. El amplio caudal de la prosa cronística e historiográfica se lleva la parte del león, junto al macizo relieve de grandes obras misceláneas que constituyen, a mi ver, lo mejor del legado colonial. Junto a ellos, hay un archipiélago de disjecta membra, del cual emergen cada día nuevos islotes: tartamudeo en latín, balbuceos líricos, una que otra satirilla timorata. Provocan a veces ternura, las más irritación, como le solía ocurrir al inmarcesible don José Toribio.

¿Omisiones, errores? Personalmente echo de menos la presencia de Juan Durán Luzio, excelente conocedor del siglo xviii con radio hispanoamericano. Su participación habría sido beneficiosa. Por otra parte, en un trabajo de vena sociológica hay un mote serio, pues se atribuyen a La Araucana «versos octosílabos» (434). En principio, la sociología no tendría por qué estar reñida con la métrica.

Visto en conjunto y apreciándolo en su proyección general, el volumen de Rojo, Arcos y Massmann tiene, a mi parecer, valor en tres direcciones. En el campo de la especialidad, estabiliza y consolida definitivamente el área de los estudios de la literatura colonial. Nadie que escriba en el futuro sobre un tema inscrito en ese marco, podrá prescindir de los hallazgos y aportes del volumen. Habrá, es seguro, nuevas corrientes de investigación, pero la fuente está aquí. En el plano profesional, reúne a un nuevo grupo de universitarios que, bien pertrechados en lo conceptual, representan a las claras la superación del apagón intelectual y académico que fue el don gracioso de la dictadura. Finalmente, y en estrecha relación con lo anterior, sospecho (en algunos casos me consta) que más de un colaborador experimentó la situación forzosa del exilio, ya acompañando a su familia o teniendo que formarse en el exterior –o ambas cosas a la vez. Esos jóvenes devuelven hoy, de modo civilizado, saber y conocimiento a un país que practicó con delirio la quema y destrucción de libros organizada por los beneméritos sicarios de la Junta Militar. Otra forma de quintralismo, habría dicho Edwards Bello.

Para mejorar el sabor de boca, solo me queda aplaudir con entusiasmo la impecable edición de LOM. De un libro denso y compacto (medio millar de páginas), ha hecho un volumen manuable, portátil y hasta flexible que da gusto frecuentar. Ojalá los demás lo hagan, pues la obra se lo merece. Se trata de una notable colectánea producto del mejor trabajo universitario de hoy.

Posdata: el creciente interés despertado por el libro que acabo de comentar me hizo volver a ciertos documentos coloniales. Como se sabe, ellos son una mina de vidas e historias que yacen allí enterradas, esperando que se las vivifique. Un solo ejemplo: el primer texto transcrito por Medina, fechado en agosto de 1558, narra una serie de rutinas en los tiempos iniciales de la conquista: escrituras, cesión de tierras, fundaciones, misas, indulgencias, etcétera. Los conquistadores se ganan el cielo con la tierra robada a los indígenas, mientras la Iglesia consagra esta hipoteca divina. El texto consta de cuatro páginas bien nutridas. Solo al final, en unas pocas líneas casi perdidas, se lee esto:

El cacique don Jerónimo alegaba que siendo suyas las dichas tierras de muchos años a esta parte e tratándolas e poseyéndolas, habían sido despojados de la dicha posesión, sin ser oídos ni vencidos por fuero e por derecho, como se requería por el gobernador don Pedro de Valdivia, e que agora las dichas sus partes no tenían tierras en que sembrar e que andaban descarriados e descamisados e echados de una parte a otras.

Simbólicamente, uno podría ver aquí el embrión de un proceso recurrente en la historia del país: mapuches despojados de sus tierras por un Estado que usa mil artimañas, algunas flagrantemente ilegales, para cohonestar el delito. Hoy, el cacique Jerónimo da paso a un pueblo que, una vez más, lucha por recuperar la tierra en una guerra abierta o larvada que los gobiernos se obstinan en ignorar.

 

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[1] Ver, por ejemplo, «Champ intellectuel et projet créateur», un viejo ensayo en que Bourdieu justifica el corte cronológico basándose en la influyente función que adquiere el editor. Para ello, dicho sea de paso, se inspira en L. Schücking y en su sociología del gusto. Les Temps Modernes, No. 246, 1966, pp. 865-906.



 

 

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