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LEILA GUERRIERO y la crónica actual: “Falta entrega, falta hambre, falta convicción”

Por Juan Carlos Ramírez Figueroa
Publicado originalmente en La Segunda



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Leila Guerriero acaba de publicar “Una historia sencilla” (Anagrama), un sorprendente reportaje sobre un campeonato folclórico en la pequeña localidad argentina de Laborde. El baile, llamado Malambo, implica una destreza con los pies y el cuerpo impensables para alguien de la ciudad. El problema es que si te conviertes en campeón, debes dejar de practicar el baile por un acuerdo tácito: si ganas, no necesitas competir más. Esta contradicción es la que vive Rodolfo González Alcántara quien, aun sabiendo esto, luchará por ser el ganador. Él, que es el verdadero protagonista del libro editado por Anagrama, fue el material con el que la autora recrea un mundo poco conocido, pero demasiado humano.

- La otra vez que conversábamos, me decías que tu nuevo libro es “una historia muy pequeña” y que prácticamente carece de interés en una pauta periodística convencional. ¿No sientes que justamente esas historias pequeñas, son por su propia naturaleza inexplorada, la que deberían enganchar con los cronistas?
- Creo que lo único que puede lograr que una historia, grande o pequeña, se transforme en una historia interesante, es que el periodista que la cuenta tenga verdadero interés en ella. Me parece, por un lado, que los periodistas que hacemos este tipo de trabajo –eso que han dado en llamar crónica, y que yo sigo llamando “artículo”, o “nota”- contamos historias que permanecen en el margen, en la periferia. Historias que no son centrales.

Pero, y esto lo vengo diciendo hace rato, si bien tenemos mucho músculo y entrenamiento para contar historias relacionadas con el conflicto y la violencia (y me parece que es necesario y noble seguir contándolas), eso que entendemos por margen está también en otras partes. En las clases altísimas o en historias más chicas, y no por eso más tontas o menos intensas. De todos modos, uno escribe acerca de las cosas que le llaman la atención, que le producen dudas o preguntas, que lo interpelan. Sería absolutamente torpe, muy poco genuino, por no decir ruin, que alguien se impusiera la tarea de contar historias pequeñas sólo porque se supone que ahora eso es lo que hay que hacer, o lo que se lleva, digamos.

- ¿En qué momento te diste cuenta que acá había no sólo un reportaje, sino un libro?
- Cuando me puse a escribir, en febrero de 2013. La idea de hacer un libro había aparecido mientras hacía el reporteo, y yo se lo había mencionado a Rodolfo González Alcántara, el protagonista, pero en verdad me senté a escribir una nota posible para Gatopardo –sin haber siquiera mencionado el tema con el editor, porque la historia era de una sutileza tan grande que sentí que necesitaba mostrarla ya escrita-, y apenas empecé a avanzar me dije “Me parece que acá hay un libro”. Y así fue. Pero quedé azorada al terminar. Uno no se sienta a escribir una nota y termina escribiendo un libro todos los días ni todas las veces. Quedé como perpleja, como en shock.

- Es muy interesante el ambiente que se crea en Laborde, donde se celebra una tradición muy ortodoxa, llena de reglas. ¿Qué fue lo que más te sorprendió de descubrir este Festival Nacional de Malambo?
- Varias cosas. Que fuera un festival tan antiguo –se hace desde 1966- y tan desconocido (ni yo, ni nadie que conociera, tenía noticias de él), lo cual remitía a una especie de rito secreto, repetido a lo largo de años y años, por un grupo de gente que no buscaba la fama que dan la televisión y el rating; que los bailarines tuvieran que lidiar con un entrenamiento artístico fuertísimo pero, también, con un entrenamiento atlético importante para resistir la exigencia del baile; que el reglamento fuera tan estricto y apegado a la tradición y que hubiera sobrevivido así durante tantos años.

También me resultó muy sorprendente que el título mayor fuera el de Campeón Nacional de Malambo. No existen el Campeón Nacional de Ballet, o el Campeón Mundial de Novela Negra. Una disciplina artística usualmente no se consagra con ese título. Y también es bastante increíble el hecho de que, por un pacto tácito que han hecho los campeones desde el año 1966, el malambista que gana el título de campeón ya no puede presentarse nunca más en ninguna otra competencia de malambo, ni del país ni del mundo. O sea que el malambo que los consagra es el último de sus vidas. Creo que lo más impresionante de Laborde es el valor simbólico que tiene este campeonato para los que participan en él. No lo hacen por dinero –porque el premio no consiste en dinero-, ni por ambición material –aunque ganar el premio mayor implica que tendrán más trabajo-, sino por el prestigio, por el honor, y por el reconocimiento entre pares.

- Rodolfo es un personaje muy interesante, del que emerge toda una cosmovisión. ¡Y que se juega la vida en este campeonato! ¿Podemos profundizar en eso? A mí no deja de estremecerme la idea que salir campeón implica, inmediatamente, abandonar eso que amas. ¡Es como si fueras músico y logras grabar tu primer disco, inmediatamente debes abandonar la música!
- Sí, claro que es estremecedor. La idea de alzarse al pico más alto sabiendo que, en el mismo segundo en que llegues a esa cima, vas a empezar a sucumbir, es una tarea sólo apta para toros bravos. Los bailarines de Laborde son, además, muy jóvenes, y ese momento de máximo éxtasis del festival les dura muy poco. Yo veo ahí algo del orden de la inmolación.

Durante todo el tiempo que compartí con Rodolfo me impresionó la absoluta certeza con la que ese hombre se dirigía a lo que iba a ser, al mismo tiempo, su cúspide y su fin. Siento que en eso hay algo de rito sacrificial. Ver avanzar a un malambista hacia la última noche de Laborde, en la que va a jugarse el todo por el todo, es un poco como ver a un guerrero antiguo entrar en la arena sabiendo que, incluso su sucede lo mejor, no hay salvación posible. Rodolfo tiene mucho de ese espíritu guerrero, del tipo que doblega su destino (es hijo de una familia humildísima, y todo indicaba que su destino era el de tener un oficio que asegurara un ingreso modesto pero seguro) y se aferra a lo que quiere con dientes y colmillos.

- ¿Cómo vencer las barreras de los medios para dar a conocer (o más bien sumergirse y luego narrar) estas historias? Yo siento que por más que se glorifique a la crónica latinoamericana, de todas formas se sigue buscando el golpe, el gran tema, eso que uno no sabía pero que implica una verdad enorme. Yo, en cambio, soy de los que creen en el poder de las historias mínimas…
- No quiero repetirme, y creo que la respuesta a esta pregunta está en la respuesta 1). De todos modos, ni creo ni dejo de creer en las historias mínimas. Si vos creés que las historias mínimas te van bien, deberías contarlas. Pero un universo periodístico en el que todos nos dedicáramos a lo mismo –a contar historias mínimas- sería una lata. Como en el cine: necesitamos una película como Una historia sencilla, de David Lynch, o Historias mínimas, de Sorín, pero también necesitamos Fanny y Alexander, de Bergman, ¿no?

De todos modos, como decís, hay una tendencia a celebrar más los textos periodísticos relacionados con los grandes temas, y eso puede verse, por ejemplo, en los que ganan los premios periodísticos, que casi siempre rondan un conflicto violento, una matanza, aunque justo es decir que este año un artículo del argentino Diego Erlan, acerca de un diario póstumo del escritor Rodolfo Fogwill, estuvo entre los tres finalistas del premio Gabriel García Márquez de la FNPI. Pero hay editores sensibles, inteligentes, que buscan y agradecen la diversidad de temas, que valoran tanto un perfil estupendo de un narco mexicano como un perfil estupendo de un cantante de boleros.

- ¿Cómo fue tu método de trabajo? Nos puedes contar el proceso de “reporteo” del libro, aunque ya nos quede más o menos claro al leerlo?
- El mismo de siempre. El que indica el sentido común, supongo. Contacté a la persona de prensa del festival, le hice muchas preguntas, y entendí que, en efecto, un pequeño recorte del diario La Nación, que hablaba del festival y que yo había guardado durante años, encerraba una historia. Convine que iba a viajar, y le pedí a esa persona que me ayudara a combinar entrevistas con campeones de años anteriores, aspirantes de ese año (2011), miembros del jurado, etcétera. Mientras, leí todo lo que pude sobre el festival, y algo sobre el malambo (su historia, sus orígenes). Una vez en Laborde, hice lo que hace cualquier periodista: entrevisté a mucha gente, miré, miré, miré, tomé notas, permanecí muchas horas en el festival, y un día, como cuenta el libro, vi bailar sobre el escenario a Rodolfo González Alcántara, que no estaba en ninguna lista de favoritos, pero lo que vi sobre el escenario me dejó muda.

Creo que en ese momento decidí que iba a contar la historia del festival a través de la historia de Rodolfo. Así que lo seguí durante todo 2011, entrevistándolo varias veces, acompañándolo en el entrenamiento, en sus clases como profesor de malambo, etcétera, hablando con gente de su entorno, y fui con él a Laborde en el año 2012, cuando volvió a presentarse. Volví por última vez a Laborde en el año 2013, en enero, y luego me senté a escribir, en febrero, para tener bien fresca la historia.

- ¿A la distancia, qué cosas aun te quedan dando vueltas de esta historia?
- Yo no tengo esa relación con las historias. Cuando termino, termino. Cuando me siento a escribir tengo una sola certeza: la certeza de que yo he sacado, de esa historia, todo lo que podía sacar. Otro periodista podría mirar otras cosas, ver más lejos, inferir otros ángulos posibles, pero yo no. Entonces, desde esa certeza, es más bien improbable que te quede algo dando vueltas.

- ¿En qué proyecto estás actualmente? ¿Alguna nueva publicación? ¿Hay algún tema que te obsesione y estés en pleno reporteo? ¿Nos puedes adelantar algo?
- El otro día leía algo que dijo una escritora, pero no recuerdo exactamente quién. Quizás era Alice Munro, no lo sé. En todo caso, decía algo así como que ella nunca hablaba de las historias que estaba escribiendo porque sentía que, si la historia vivía fuera de ella, ya no tenía sentido escribirla. Yo nunca hablo de lo que estoy haciendo en parte por eso –porque siento que contar la historia le quita, a la historia, su necesidad de ser escrita- y en parte porque si uno expone algo que todavía está en estado embrionario a las opiniones de mucha gente, es posible que eso se dañe. Cuando estás metido en algo, lo único que te va a permitir avanzar en ese territorio lleno de dudas es la fe en la historia, y esa fe se puede ver horadada si la empezás a someter a todo tipo de criterios de amigos, colegas, editores, suegras, tíos y entenados.

- Tú eres un referente, sin duda. ¿Cómo marcas distancia con esa imagen pública de Leila Guerriero que circula en las redacciones, facultades o lectores con la Leila que escribe, hace entrevistas, cuenta historias?
- No sé si soy un referente. Para mí, soy sólo esa persona que escribe, que cuenta historias, que hace entrevistas, que se topa con las dificultades con las que nos topamos todos en este oficio. Cuando alguien aparece en una charla pública o una mesa redonda o un taller, y me habla de cosas que yo escribí o dije, me da pudor, y lo agradezco, pero me sigue pareciendo milagroso. Esa comprobación de que sí hay gente al otro lado del muro es linda, pero rara.

- ¿Cómo ves la crónica o el periodismo narrativo al cerrar este 2013? ¿Sigues teniendo fe en el papel? ¿Crees que hay nuevos rumbos por explorar? ¿Están las condiciones para que un chico con una buena historia pueda llegar al editor y que éste lo tome en cuenta sin enviarlo con su secretaria de vuelta?
- Yo creo cada vez más miembros de las generaciones emergentes intentan hacerlo mejor, y tienen entusiasmo, y por eso toman talleres, se interesan por el trabajo que se hace en otros países. Pero, por otra parte, se sigue repitiendo la queja acerca de que ya no hay espacio ni tiempo, de que las condiciones de trabajo son malas. Y ahí creo que se impone dejar la queja de lado y dar pelea. ¿Alguien puede imaginar peores condiciones para ser periodista que la guerra de Vietnam? Sin celular, sin conexión a internet, sin computadora, y sin embargo todos esos tipos enviaron historias y fotos increíbles, y formaron un corpus de imágenes y textos sobre los que volvemos con admiración. Las batallas se pierden de muchas maneras, pero la peor de todas es perderlas sin haberlas dado. Espacio y tiempo son bienes que nadie va a venir a ofrecernos buenamente: hay que ganárselos. Con esfuerzo, con talento, demostrando que estamos a la altura.

En este sentido, siento que falta: falta entrega, falta hambre, falta convicción. Este trabajo no se hace de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Es un trabajo de entrega plena, y exige algunas renuncias, que no son tales si se hacen en pos de alcanzar lo que se quiere. Pero no es un trabajo para apoltronados, para gente que sólo espera tener su salario fijo a fin de mes. En cuanto a la fe en el papel, sí tengo, claro, y también creo que hay nuevos rumbos por explorar, aunque no que todos tengamos que explorar esos rumbos por obligación. En todas las disciplinas ha habido gente con más vocación por experimentar con las cosas nuevas, y otra que no, que va más lento, que está interesada en otras cosas. No se puede pensar que los que no experimentan no entienden el ritmo de los tiempos. Tienen otros tiempos, buscan otras cosas. En cuanto a si están dadas las condiciones para que un chico envíe un texto, etcétera, te diría que, como editora para cono sur de Gatopardo, yo sería feliz si me llegaran dos o tres de esos chicos por mes, con estupendas historias bien contadas. Pero, lamento desilusionar, no es lo que sucede. Los editores estamos ávidos de encontrar nuevas y buenas plumas, y enteramente dispuestos a trabajar con alguien que recién se inicia o con un absoluto desconocido si es que vemos potencial. Pero, en todos los años que llevo en Gatopardo, eso me ha pasado una sola vez. Una. Y esa persona presentó, después, el más absoluto de los desintereses por seguir colaborando en la revista. Eso: falta entrega, falta hambre. Ojalá ese chico ideal apareciera más seguido. Sufriríamos menos a la hora del cierre.



 



 

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