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Un desembarco feliz en el relámpago:
Las memorias de la tierra
, de Juan Carlos Reyes.

Por Ricardo Herrera Alarcón


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En el primer libro de Juan Carlos Reyes, De eternidades y lluvias (1998), el frío, el barro, los puentes, los barcos, las plazas, dejaban de ser los elementos decorativos de un paisaje para transformarse, de alguna manera, en los elementos del desastre donde las personas son las protagonistas de una acuarela deslavada por la lluvia de un sur que sabemos lleno de humo, violencia y marginalidad.

En Las memorias de la tierra, su segundo libro, Juan Carlos continúa haciendo del sur humano su preocupación central. Cada poema es un camino que orienta un regreso posible a casa, donde lo esperan sus padres, sus hermanos, sus amigos. La imagen de la portada es un indicio: dos niños, tomados de la mano,  se dirigen hacia un portón de madera, el umbral de una morada quizás irreal. Lestrigones y cíclopes son acá tiempo y muerte, los años oscuros de dictadura, el olvido. El viaje es físico y biográfico, se resume una vida pero también se cartografía la historia de un país. Se pueden rastrear las huellas de una familia, pero también se nostalgia la pérdida de una sociedad donde era posible un trato amable y no exento de cariño entre distintas clases sociales y distintas culturas. Esa armonía, ese recordar casi siempre en paz, es un poco “ese respirar en paz para que los demás respiren”, del que nos hablaba Jorge Teillier.

Las Memorias de la tierra, se divide en cinco partes. En “Los primeros destellos de la ciudad aquella”, la reconstrucción del mundo familiar, centrada en la figura del padre, va unida a la reconstrucción de un barrio, una ciudad y un país. Ese es también el intento de todo el libro, que  el dato histórico conviva con la anécdota familiar. En el poema “Mi casa era un barco en la lluvia”, el poeta indaga en sus ancestros, su intimidad genealógica, su sangre mapuche y española. De ahí en adelante reconstruye esas filiaciones, aquellos lugares donde fundó su estirpe, allí quiere desplegar las velas este barco. Hombre reunido (hombre y no Obra) es el título de la poesía completa de Santiago Kovadloff. Pienso que acá también existe un hombre reunido que viene a compartir su vida, un poeta que entiende que las palabras son el milagro que nos permiten volver a juntar los fragmentos que el tiempo va disgregando, para “entender quiénes somos en donde fuimos”, como dice Juan Carlos en el poema “Dandenong después de 14 años: 13 de febrero de 2015”.

La relación con la muerte y con nuestros muertos, los adelantados, diría el poeta Enrique Volpe, se despliega en la tercera sección, titulada “Homenajes y despedidas”. Seres anónimos y amigos nos visitan en estas páginas, porque también me parece que este libro nos invita a conocer a un grupo de personas  que iluminaron o iluminan la vida del autor, como si la memoria fuera una luz que va sombreando cuando hay sol. La subjetividad vuelve acá en gloria y majestad. Si “En lo que te debía” (Segunda sección) el hablante desplegaba el amor por la mujer y sus descendencia como “la responsabilidad/ de hacer de nuestra historia/ un desembarco feliz en el relámpago”, en “Homenajes y despedidas” y en la sección cuatro “Ausencias, viajes y regresos”, transforma esta experiencia de lo amatorio en la fiesta amatoria con los espacios que también lo habitaron, fundamentalmente Melbourne. A estos poemas les gusta situarse, indicar el día, el mes, el lugar, el nombre, el detalle, donde la palabra feliz o felicidad se repite en no pocos textos. Como no haber deseado estar en esa boite Apollo 11 o haber conversado con Sigmar y el olor a Unidad Popular de su chaleco artesanal.

El hablante de estos poemas dice (en la sección cinco titulada “Poética final”) que la palabra ahora le enferma, similar al antes cuando se enfermaba y lo cuidaba su madre y el ahora en el que cuida a su nieta. Es la enfermedad que no nos mata, que nos permite leer acostados y nos devuelve la lentitud de la existencia, como sentarse y descubrir al levantarnos que “estábamos rodeados de luciérnagas” (“Nos sentamos en silencio”). Imagino a estos poemas como dispositivos móviles, carpas donde echar los huesos, puentes para cruzar hacia ciertas islas, hoteles en la carretera para pasar la noche, vasos de agua en el velador, la mano de alguien que nace y te apreta, la mano de alguien que muere y te suelta. La memoria de Juan Carlos está centrada siempre en los afectos, pero es por sobre todo, quizás, una memoria política, una conversación larga y pausada contra la amnesia. Pienso que este libro será leído no solo por su valor literario, sino también por esta dimensión social que recupera ese guiño, esa mirada hacia el otro/lector. Como si todo intento de retórica quedara vedada y la única imagen posible fuera el rostro del que está allá afuera: “Lo importante es lo que avanza ocupando la tierra/ aun en la incertidumbre de no saber lo que somos,/ con la vida en un ojo que ve más allá de la miseria humana,/ cercana a la paz del cielo poblada de aves/ que esta mañana celebran tu nuevo nacimiento”, le dice a su hijo, en el poema “Lo importante es lo que ocurre”. Este libro centra su preocupación en eso, lo que ocurre, tanto como en lo que sucedió: en el cruce de ambos espacios y tiempos acontece  el poema. El poema es ahora el territorio, el espacio, la casa, “alguien (que) se asoma tras la ventana/ con un vaso de leche en la penumbra” (“La mañana de un pueblo”).

Las memorias de la tierra señala ese lugar donde el poeta hace coincidir palabras y afecto, palabras y filiaciones, palabras y denuncia. Sea Melbourne o Temuco o en el recuerdo de sus muertos o en el amor, es como si la poesía de Juan Carlos quisiera encontrarnos de sorpresa, allí donde estamos un poco incómodos, un poco cansados, para darnos un pronóstico del tiempo para Utopía y sus alrededores. La única sospecha acá es si hemos estado a la altura de lo que la vida exigió de nosotros, si aún es posible que no sintamos pena por estar respirando mientras otros sonríen bajo tierra o sobre las nubes. Vale la pena estar vivos, va repitiendo Juan Carlos Reyes de un poema a otro, ese es el eco que suena, la vibración que queda en el aire luego de terminar de leer sus poemas: homenajes, despedidas, espacios, nombres y más nombres que vuelven de la memoria y vencen a la muerte. Como si las palabras recuperaran la virtud, ese don, esa extraña alquimia que desordena y ordena los sentidos y vuelve a poner la vista, el tacto, la escucha, el afecto sobre la superficie de las cosas y la piel.



 

 

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