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LIBRO SEGUNDO DE LAS CARTAS DE HORACIO
Juan Cristóbal Romero (traductor) (Ediciones Tácitas, Santiago, 2006, 69 págs.)

Por Ignacio Álvarez
ijalvare@uc.cl
Pontificia Universidad Católica de Chile


Publicado en Revista Onomázein, N°14. 2006/2


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No es casualidad que Ediciones Tácitas, el mismo sello que publicó las versiones de Ernesto Cardenal sobre textos de Catulo y Marcial en el año 2004, patrocine ahora la aparición de este Libro segundo de las Cartas de Horacio, traducción del joven poeta chileno Juan Cristóbal Romero (autor también de Marulla, publicado en 2003). No es casualidad, digo, porque un mismo espíritu alienta ambos proyectos: no la traducción erudita, sino la versión tamizada por la propia actividad poética; no el apego a la letra sino el intento de recrear lo ya creado; no el texto antiguo como objeto arqueológico sino como pretexto para la aparición de lo distinto. Nada nuevo bajo el sol después de todo: ese, precisamente, es el espíritu de los clásicos de la antigüedad.

Junto a su célebre Epístola a los Pisones –el ars poetica que rige todo clasicismo occidental–, estas cartas representan lo más granado del pensamiento literario de Horacio. Se trata de dos textos otoñales, escritos durante los años diez antes de Cristo, y están dirigidos al emperador Augusto y a Julio Floro, joven escritor del círculo de Tiberio. A semejanza de las otras epístolas horacianas, este libro conserva la viveza y un tono (extremando un poco los términos) íntimo y conversacional. Hablamos en todo caso de epístolas poéticas, de cartas escritas en un latín elegante y cuidado y vertidas en hexámetros que, eso sí, suelen ser más libres que lo que se acostumbra en el canon romano. Como sus sátiras, las epístolas de Horacio carecen de adornos retóricos gratuitos, saltan de tema en tema y tienen un destinatario bien conocido –el propio emperador en este caso–; a diferencia de ellas, estas cartas abandonan la crítica coyuntural y se adentran en una meditación madurada largamente por el poeta.

La “Carta a Augusto”, por ejemplo, es un cofre lleno de sorpresas. Escrita a instancias del propio emperador, elabora sin embargo una rica gama de matices que constituye un verdadero manual de urbanidad para las relaciones entre el artista y el soberano: enaltece sus inmensos méritos, es cierto, pero declina con elegancia cantar sus hazañas. Hay también una contienda tan antigua y tan actual como la del poder político y las artes: la querella de los antiguos y los modernos, en la que Horacio se inscribe resueltamente a favor de la novedad:

Me indigna que una obra se repudie,
no por faltarle gracia ni equilibrio,
sino por ser moderna,
y al mismo tiempo para los antiguos
se pida no sólo indulgencia,
sino también honores y laureles.

El núcleo del conflicto es una cuestión de gusto y pedagogía: los ciudadanos romanos han sido educados en el orgullo y la imitación de los escritores antiguos, principalmente épicos y dramáticos, y no aceptan con facilidad una escritura más exigente. Como contraparte, Horacio promueve una educación estética, una formación verbal que exige tanto al escritor como al lector:

El poeta forma la balbuceante
y tierna boca del niño, partiendo
por retirar de sus oídos
expresiones groseras, para luego
forjar su corazón con dulces reglas
corrigiendo la envidia, la ignorancia
y el enojo.

La “Carta a Floro” es menos comprometedora y por lo mismo más vivaz. Horacio fustiga aquí y allá, como es de regla en toda época, al gremio de los escritores; reclama por la intranquilidad de su vida en Roma, tan poco propicia para el ejercicio poético; recuerda también su educación en Atenas y su breve vida de soldado. Hacia el final vuelve felizmente a la reflexión sobre el oficio, a la cuestión de la palabra poética:

El buen poeta desenterrará
para el uso del pueblo, aquellos términos
largamente perdidos en lo oscuro
sacando a luz curiosas expresiones,
que si una vez habladas por los viejos
Catones y Cetegos,
ahora yacen corrompidas y echadas
a la suerte de su edad. Hará suyas
las palabras que la costumbre engendre.

Se trata de una exhortación a la riqueza verbal, a la escritura como renovada iluminación de las palabras. De las antiguas, claro, cuya distancia las vuelve nuevas, pero también de las actuales, pues alcanzan un nuevo sentido en el ordenamiento artístico, hábil y sensible a la vez, que solo puede darles el poeta.

La versión que ofrece Juan Cristóbal Romero sin duda respeta el espíritu horaciano. Hay, por una parte, un cuidado en las cuestiones rítmicas que no llega nunca a la servidumbre del metro rígido (es posible, con paciencia y oído, advertir algunos endecasílabos perfectos), pero también existe en ella una saludable libertad que recrea gozosamente, en clave local y contemporánea, las licencias de Horacio. Es una alegría y un deleite descubrir, por ejemplo, poetas que “se creen la muerte” o versos fesceninos que se vuelven “payas”: son palabras engendradas por la costumbre que el traductor, siguiendo las enseñanzas del traducido, hace suyas en la escritura.

Más allá del detalle filológico, en todo caso, me parece que lo más interesante del volumen es el gesto que entraña la publicación de estas Cartas. Un llamado a mirar con distancia a nuestros propios poetas “antiguos”, expresado sin embargo con palabras para las cuales el término “antigüedad” es el más apropiado. Un género literario que goza de cierta libertad y desenfado en la tradición clásica (la epístola) llegado a nuestras manos gracias a otro género literario (la traducción) cuyo arte se juega en un sutil balance de restricciones e imposibilidades. El resultado es singular, pues las distancias se anulan y se renuevan, los límites se subrayan y se hacen difusos.

Tal vez el mayor gozo que nos depara este Libro segundo de las cartas de Horacio es la mixtura que convoca. Modernos y antiguos, traductores y traducidos comparten en tiempos y lenguas diversos un único placer: el placer leve y grácil de la palabra.



 


 

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