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Me fui de bares

Javier del Cerro

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Nací en Coquimbo en el antiguo hospital San Pablo.
Nací en el bar del Casino Minero con mis padres en
Domeyko al norte de Chile.

Creo que un bar puede estar en cualquier parte, en una plaza, un parque, playa, en la escalera de un cerro, en un subterráneo en Coquimbo.
“Me fui de bares” por su estridencia, por tener televisor, por estar lleno solo de hombres y mujeres atendiendo en calzones. Con poetas en bares de poetas, músicos en bares-casas de músicos, amigos en bar de amigos y con prostitutas en el cerro en un bar de realidad terrible con los ojos puestos en el mar y mi cuerpo excitado y oscuro. En el bar de mi memoria están mis muertos queridos y los muertos prematuros victimas del poder y el odio.
El bar es la casa, el no lugar o espacio residual de una urbe agobiante. El hospicio del paria sirve de evasión al atribulado.
Un bar lleno de hombres terminales desespera, un bar de babosos repele y un bar con televisor lo rechazo.
Imagino un bar de otro mundo, otra luz y temperatura, gente extraña e irreconocible, música, variedad de licores, comidas, voces, sonidos del acá y del allá, ebrios alegres o tristes no desesperados y un letrero que diga: “La realidad es una enfermedad provocada por la falta de alcohol” atendido por fantasmas y sin horario.
El bar de Star Wars, el bar de Chinaski, el bar del Teatro Mágico. El bar de Punta de Choros, el Sub de Coquimbo. Lugares consagrados a los sentidos.
Un bar en una playa iluminado por antorchas, velas y una fogata.
Un bar con l@s más lúcidos de mi país, un bar con silencios y los esbirros se aterrorizan. En el bar se sueña, se ríe y piensa y al terrorismo de estado le molesta, porque al bar lo protege la belleza.
En fin, un bar esta en la frontera de lo establecido y su esencia es pulsión.
Un bar será la resistencia, el clandestino de un país torpe y arrogante.
Un sueño recurrente tener un bar. El animal metafísico encuentra en el toda la oscuridad y el misticismo que les es somero e inabordable en su casa o lugar de trabajo. En el se conjuga poesía y vida, exceso y delirio.
Recuerdo el bar del Casino Minero en Domeyko al norte de Chile. Un niño se entretiene bebiendo los conchos de las botellas de Pilsener; al rato reía y lloraba al mismo tiempo. Tambaleando entre las mesas y con la sorpresa de mi madre que no entendía que le pasaba al pequeño. De un ala me llevo a la pieza. Un largo sueño y un dolor de cabeza fue mi iniciación.
Siento que los bares están cada vez mas segmentados, hasta en su concepto; pub, resto-bar, lounge, rock-bar, clasic-bar, café-bar. El boliche hoy es un lugar de culto, para gente vieja, desadaptados, estudiantes bucólicos o artistas que buscan donde arreglar el mundo y se resiste a la posmodernidad. Lugares encantadores, que logran reunir a mas de una tribu y en su carta aun se pueden encontrar el pan con pernil, el huevo duro con pan amasado, el sándwich de pescado, la pichanga con ají, el consomé de pollo.
Un buen bar se reconoce por sus parroquianos, gente amable y sencilla. Buenos conversadores, por lo general en barrios antiguos. Con recuerdos en sus paredes y botellas polvorientas, fotos de antiguos equipos de futbol, cantantes pasados de moda, actores y actrices olvidados por el celuloide. Barras y mesas de madera, detalles o tallados alucinantes, garzones de otra época y un barman sordo que juega y prende fuego a los tragos mas exóticos y recibe los pedidos leyendo los labios o por un improvisado lenguaje de señas.
Un gallo canta en la madrugada en un bar de Santiago. Un pájaro negro y pequeño recoge monedas que brillan en un bar de Coquimbo, un perro acostado bajo la mesa y un caballo afuera de una cantina en Paihuano esperan a su amo. El pide el metro cuadrado, que consiste en una mesa llena de botellas de cervezas chicas o la damajuana, botellón de vino de cinco o diez litros. Con tal dosis luego de unas horas como bulto lo depositan arriba del caballo.
El bar mas exótico que recuerdo es uno de la población San Joaquín en Santiago, clandestino de una botillería. Con pocos asientos a la manera de un tren, todos los parroquianos de alguna forma se conocían, no mas de quince y una ventana al fondo que daba a una reja y a la línea del ferrocarril. Lo insólito era que en algún momento de la noche empezaba a remecerse y por la ventana veías pasar el tren como una imagen irreal, una alucinación alcohólica o de otro tipo. Imagino en el tren a muchos poetas bebiendo. Un tren bar al sur de Chile, un avión bar rumbo a tierras lejanas o barco bar zarpando con bates ebrios.
Las vueltas del texto me llevan a suponer que es posible el bar que uno imagina, siempre que la pasión y el ingenio nos jueguen a favor. Reúno todos los sueños de bar en un documental, apoyado por la tecnología, junto bares del norte con bares del sur, bares viejos con otros no tanto y parroquianos atrevidos en hacer del día noche, de las palabras diálogos, de la reunión belleza y creo un bar total lleno de vida.




 

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Me fui de bares.
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