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UNA NOVELA EN PROSA POÉTICA
“La aldea de los Pensamientos”, de Javier Araya
Por Reinaldo Edmundo Marchant
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“Bruno siempre está pegado a la ventana de su casa mirando la calle, las otras casas, las pocas personas que viven en su aldea”, con esta invitación comienza la cosmogonía deslumbrante de Javier del Cerro. Gabriel García Márquez solía decir que en las primeras líneas de una novela descansaba la estructura y el arsenal de batalla de un libro. Es un buen ejemplo para graficar la escena, el territorio y la galería de personajes que vendrán, donde se movilizan y terminan por encajar en un interesante ensamble a lo largo de los hechos narrados.
El autor, un poeta empedernido, trasluce en cada página que tiene cráneo de juglar, que no canjea las imágenes por la brutalidad de las palabras excesivas, y se deja encantar por su patria lúdica, aunque resuenen tragedias y la aldea –escenario de los acontecimientos- se convierta en una polvareda.
Hay en este manejo una presea que ha estado olvidada en la complexión de las letras: la prosa poética. Esta breve obra respira esa esencia con ráfagas de imágenes que nunca debilitan la historia, y está escrita con semejante fórmula porque Javier del Cerro, insisto, tiene mente de bardo. Inhala y exhala aliento en verso. Es como cuando un futbolista que juega de diez, el entrenador lo pone de cinco: la esencia de ese deportista seguirá alumbrando con el talento que trae de la leche materna, porque la ubicación nunca empañará la vislumbre de sus habilidades.
Lo anterior es un mérito a distinguir. A un poeta con vísceras y entrañas de tal, le cuesta menos cruzar al ámbito de la narrativa, que a un novelista saltar a las metáforas. Un caso maestro fue el de José Donoso, que alguna vez brincó a esa raya y nadie evoca siquiera el título de su poemario que, por supuesto, la innoble crítica no tardó en deshuesar.
Se resalta ese aspecto lírico en “La aldea de los Pensamientos”, porque el bronceado de la novela se halla salpicado de bellas iconografías, y para muestra un simple botón: Los pensamientos de las ballenas van en sus cantos, son sinfonías y se hacen música y el canto de las ballenas es la música de los pobres que mueren en el mar.
Este ejercicio lingüístico a ratos es notable y original. Cuando el lector se enfrenta a un pueblo marino, a una aldea imaginaria, poblada de seres entrañables, que asoman y se esfuman entre las nubes encantadas, no queda más que rendirse y aceptar la eclosión de representaciones pictóricas, para el simple disfrute del espíritu.
Dicho en palabras castizas, el nuevo volumen del escritor de Coquimbo se puede leer poniendo el énfasis en las divertidas como dramáticas historias descritas en sus cuatro capítulos, en los singulares personajes que habitan los escenarios, o naturalmente poniendo el ojo en el goce que brindan el conjunto de metáforas que nutren a los acontecimientos, con su magia y misterio, como señala uno de los párrafos finales: Porque Juan deja un rabillo abierto para que entre el viento y salgan los malos pensamientos de su casa.
Otro aspecto interesante se halla en la velocidad verbal de los relatos que conforman esta obra, que son dibujados con impecable técnica, donde los tiempos y el espacio se conjugan coherentemente a los episodios.
“La aldea de los pensamientos”, en resumen, se sostiene por una voz y, a la vez, por macizas voces, por aquella garganta telúrica de la palabra, que cuentan las historias, de comienzo a fin, con una sorprende prosa poética, línea que se entrañaba y ha regresado bajo el puño de un escritor con pupilas y mente de bardo.