La aldea de los pensamientos es un texto que logra pasajes conmovedores, algunos de talla mayúscula porque develan –como lo hacen los grandes escritores– capas de inteligibilidad humana que usualmente la subjetividad procesa por trozos y de manera insuficiente, cuando la descripción bocetada se estrella con la realidad que la memoria fragmenta difuminando la vivencia. Ahí es donde se notifica la pericia escritural y la sensibilidad poiética.
Sin embargo, es un texto que luego disloca esa textura escritural, y por tanto remece nuestra lectura, expulsándonos desde las intrincadas multiplicidades subjetivas que nos fueron afectando durante los cuatro primeros capítulos, hacia una abrupta y mística construcción fantasmagórica que se toma el relato, ensayando una composición genealógica cuya materia es el mito de la aldea de los pensamientos. Constitución, por tanto, de un origen. Aun cuando todo mito –nos indicaba Vernant en sus estudios sobre la antigüedad griega– no sólo canta un origen, refiere también, en tanto que reflejo comprensivo del mundo, a explicaciones simbólicas de la realidad y de la experiencia humana. Este tránsito escritural nos cae de golpe, y nos despierta de esa impensable ensoñación comunitaria tramada en torno a una ética de las relaciones entre las naturalezas humana, animal, natural, material y abstracta, que Javier del Cerro va urdiendo en la dis-torsión de funciones y asignaciones socioculturales, desafiando nuestra habitación racional, tal y como lo hace Fujita Hirose cuando propone el «plano de coexistencia inmanente». Ahí donde la horizontalidad comunitaria de la aldea de los pensamientos excede incluso los bordes de la materialidad y la sustancia para alcanzar abstracciones reales que socializan y conviven en el todo. Politización escritural y creativa que conjura las relaciones de soberanía y servidumbre que impone la razón. Hay aquí otra lectura posible de ese golpe que nos hace transitar desde la aldea de los pensamientos al mitologema de su constitución: la guerra entre las formas estéticas del lenguaje.
La poesía alcanza modos descriptivos que exceden y deconstruyen nuestra gramática, como no lo hace la novela ni el cuento, no es mejor ni peor, es diferente. Javier del Cerro le da estructura de novela a una comunicación poética. Su poesía transgrede ya no sólo el lenguaje, sino su propia estructura estética para vestirse de novela y darse aires de cuento, mientras hace estallar las categorizaciones literarias y estilísticas que identifican y jerarquizan oficios escriturales. Del Cerro está ensayando una escritura más allá del bien y del mal. Por lo que requiere otros oficios críticos, si lo que se quiere es dar cuenta del tajo que propina a la alta literatura.
La aldea de los pensamientos hace estallar las categorías modernas desde una inmanencia territorializante que es, a la vez que humana, animal y natural. Un cuento novela en clave poética que indudablemente oficia con materiales filosóficos. Su poesía queda a la intemperie, despojada de sus aseguramientos estilísticos y de sus materialidades de torsión semántica que usualmente le aseguran la estabilidad del verso, o de las construcciones gramaticales que se posan por sobre la comprensión ordinaria, para no correr peligro alguno. Su modulación poética se arriesga, se lanza sin concesiones sobre cada existencia perturbando nuestras pre-comprensiones atornilladas a fuego, que suelta y desordena a punta de viento, de mar, y de una humanidad demasiado humana.
Javier del Cerro habita el borde, se asienta en el límite del lenguaje para interrogar su verosímil y dejarnos ver destellos de una imaginación que posibilitaría otra política. Su novela-poema debe ser leída de otro modo, su ejercicio está calibrado en otra frecuencia, pienso que difícilmente será audible para los círculos de expertos pues en rigor estamos en presencia de una no-novela, o de un no-cuento, incluso de un no-poema, esa es su virtud, en el sentido más propiamente griego. Un no-poema de humanidad animal que se hace uno con la totalidad manifiesta de cada flujo material o abstracto. Ahí donde todo parece comparecer en esa armonía caosmótica donde convive el sentido y el sin-sentido, la calma y las inclemencias naturales más terribles, tal y como habitaron los antiguos griegos esa hostilidad primordial entre lo humano y lo divino dispuesta como principio agonal de la existencia. Del Cerro nos devuelve a esa gestualidad antigua al detonar la luminosidad del sujeto racional que, por cierto, ha dejado de pensar. Porque quienes verdaderamente piensan son vacas, perros, pájaros, el viento, el mar. Leer a un poeta reventando su oficio para superarlo, para despojarse de sus seguridades profesionales, es un ejercicio parrhesiástico digno de otra poética y de otra política.
Javier del Cerro, escribe un texto extremadamente comunitario y horizontal, no hay distinción de taxonomías literarias donde la norma dicta el reparto de personajes principales y secundarios, y donde la historia es la excusa para el armazón de manual estilístico. La aldea de los pensamientos, sin embargo, recurre al mito y borronea argumentos y códigos literarios. Todo personaje principal se diluye y todo personaje secundario tiene su protagonismo en algún lugar de este hermoso Prometeo contemporáneo.
Hay algo de anarco-comunista en esta texturación escritural que hace convivir la naturaleza completa eliminando las relaciones de poder, porque todos, naturaleza, animales y humanos conviven resistiendo el paso del tiempo y del viento. Todos se afectan, toda soberanía es espectral. Del Cerro, como Spinoza, democratiza radicalmente el pensamiento. Piensan los perros, piensan las vacas, piensan los hombres, las mujeres, los locos, las locas, los viejos, las viejas, el mar. Pensamientos grandes y pensamientos pequeños sin complicaciones, que “se bañan en el agua de los perros, comen lo que haya en el plato, viven volando y salen en forma de silbidos, graznidos y el viento los lleva de árbol en árbol.” (p.17)
Para Del Cerro, los pensamientos son un idioma que se conversa, “donde los diálogos son nubes y el viento los saca de los rostros, los sube a los árboles o los lleva por los arroyos y aguadas.” (p.18) Ejercicio poético y político de afección transparente que se afecta escribiendo, y que afecta al que lee. Ahí donde la muerte es proceso de transformación, de viaje, de decisión; y la vida, por cierto, no se termina, sólo fluye y alimenta los pensamientos de sabiduría, recordándonos la simpleza de nuestras complejidades relacionales que intrincamos con obcecación al imponer nuestras miserables individualidades.
“Recuerden que la vida es la escenografía de la muerte” (p.20) –nos dice–, recordatorio de su oficio teatral que notifica implicaciones éticas en nuestro modo de vida contemporáneo, atado a esa escenografía superficial que efectúa la socialización capitalista. Sólo «la música de los pobres» da el tono que busca Javier del Cerro para construir su universo de pensamientos, presentificando toda una epidermis no representacional que sin embargo ambienta otra poética, ya lo hemos dicho, de implicancias etho-políticas que bien notifican «los perros libertarios», al igual que el resto de los animales, que saben que “la vida real (…) no es la vida de los pensamientos”. (p.29) Esos “perros libertarios (..) que cuidan la dignidad de los hombres [y mujeres] (…) en esos días que andan las personas con sus pensamientos de hormigas en un charco de miel, sin rumbo, como drogados sin sentido”. (p.32) Composición especular del mundo global que habitamos atados a una forma de existencia imponderable, que excede nuestras posibilidades de pensamiento, si no ensayamos otra clave de lectura, ni otro modo de vida.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com "La aldea de los Pensamientos".
Javier del Cerro.
Montevideo: Lobo Verde Ediciones, 2024.
Por Jorge Olivares-Rocuant