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José Donoso.
Una tensión Americana

Por Luis Sainz de Medrano
Publicado en revista Arrabal, 1998, Nº 1, pp. 183-9




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Toda la narrativa de José Donoso es una disquisición sobre la desesperanza. Su desconfianza en la propia clase social burguesa de la que él emerge se revela ya en sus primeros relatos (Veraneo y otros cuentos -1955-). Esto es más perceptible en Coronación (1958), la primera de sus novelas, en donde resulta muy patético el proceso de desintegración de una de esas grandes familias tradicionales o "patricias", del mismo modo que en Este domingo (1966), paradigma de una decadencia inexorable. El obsceno pájaro de la noche (1970), su novela más asociada al "boom", con sus monstruos, su mesías fallido y la disparatada expectativa de una beatificación, subraya con fuerte expresionismo la imposibilidad de la esperanza. Junto a las de un Onetti y un Sábato ésta se integra en la primera fila de las novelas contemporáneas hispanoamericanas de la desolación.

Esta posición derivada de un sentimiento más o menos soterrado "de comptentu mundi" no deja de comparecer en las sucesivas creaciones de José Donoso, que siempre revelan la condición desclasada de su autor. Baste pensar, simplificando, en los ejemplos de Casa de campo (1978), o Donde van a morir los elefantes (1995), es decir, "los escribas hispanoamericanos que deben recalar en este Disney World aséptico que es la universidad norteamericana" (...) en la que encuentran, junto a elementos positivos, otros muy conflictivos y "una sensación de extranjería insoportable"[1].

Con todo, José Donoso, que se sabía en el fondo heredero de una tradición realista-social de la literatura de su país, no quiso ser nunca catalogado como un escritor "comprometido". "Soy incapaz -afirmaba en 1971- de quebrar lanzas por grandes ideas abstractas, ni considerar el bien de la humanidad y de mi país como ingredientes serios de mi hacer literario". Al declarar que su compromiso era sólo con sus "propias obsesiones" de "endeble ser neurótico", añadía: "Mi compromiso es serles leal, (...) no fabricarme una temática comprometida con un exterior que apenas vislumbro y que decididamente no comprendo"[2]. Claro que el receptor no dejará de ver ese sentido social que él rechaza, aun cuando esté de acuerdo en lo que Donoso afirma, honestamente, sobre su dificultad para comprender a sus referentes.

En La desesperanza (1986) nos encontramos con el tema del "peregrino en su patria", la vuelta de Ulises, el anhelo del reencuentro con lo propio, y también la decepción. Como Darío en el conocido poema de Darío en el que después de manifestar sus frustraciones amorosas, introduce un final alentador ("Pero a pesar del tiempo terco/ mi sed de amor no tiene fin", etc.), sentimos que en esta novela el propósito del personaje central de superar las suyas y quedarse en el Chile de la dictadura para asumir allí la misión que su conciencia le impone, es más un acto de voluntarismo que un acto de fe.

Ese propósito no acaba de destruir, pues, a nuestro entender, el peso de la desesperanza que inunda la historia, aunque, sin duda, y ya es mucho, lo dignifica. Mañungo Vera, un auténtico personaje agónico, cantante famoso aún joven que regresa a Chile tras obtener éxito, aunque algo declinante, en Europa, inmerso en una profunda crisis personal resuelta en interrogaciones acerca de su destino, de su identidad verdadera bajo la máscara asumida, de la validez de sus canciones, coincide casualmente con la muerte y exequias de la viuda de Neruda, Matilde Urrutia. Presionado por una periodista, declara que no cree en la lucha armada "porque la violencia por la violencia (entendemos, la lucha desigual, inútil, contra la injusticia) es señal de desesperanza (p. 72). En cierto momento Lopito, personaje decisivo, intelectual atrabiliario pero cargado de experiencia, compara el optimismo de los chilenos ante el fin de la dictadura con el de los exiliados españoles que anunciaban durante años la caída de Franco, y ve en sus compatriotas un vano empecinamiento en no perder la esperanza "que era lo único que era necesario perder para comenzar otra vez desde cero, y asumir la desesperanza" (p. 260). La idea es, así pues, en este caso, que sólo desde la desesperanza es posible volver a comenzar. Pero después Mañungo piensa que la mujer que ama, Judit, debe salir del país, desechando la violencia -de nuevo se entiende como estéril- a que empuja la desesperanza (p. 298). Para esta mujer, Judit, el arresto y la tortura de Lopito, son la evidencia de que "era inútil trabajar con la esperanza de nada ahora -la simple esperanza de la sobrevivencia en paz (...) era un absurdo-" (p. 312). Por último Mañungo Vera acabará por aceptar que comprende la violencia en razón de la desesperanza que se ha derramado sobre el país "( ...) : ¿qué se puede hacer, si nos fuerzan a la violencia quitándonos toda esperanza? No justifico las bombas pero las comprendo"- (p. 322. Los subrayados son míos). Tal afirmación coincide con el momento en que ha declarado que va a quedarse en Chile, pese a lo afirmado anteriormente, porque, dice refiriéndose a la situación real del país, "ahora la entiendo" (p. 323). Tras estas variaciones, ya al finalizar la novela, queda la incógnita de cuál será en adelante la actividad y la fortuna de Mañungo, quien ha vivido en poco más de veinte horas -menguado tiempo de la historia- el más denso compendio de experiencias, que tensionan necesariamente el tiempo del discurso.

Un aspecto que nos interesa destacar para subrayar el clima de esa historia corresponde a la primera de las tres partes en que la misma se encuentra estructurada: la casa. Donoso parece haber tenido obsesión por las casas sobresaturadas de personas, como resultado de experiencias personales de infancia y adolescencia. En varias de sus obras, efectivamente, la casa ocupa un lugar muy significativo como reducto que significa seguridad, justo para dejar ver la destrucción de esa seguridad. Así en Coronación la casa es un mundo caduco, con criadas absurdas que coronan, en efecto, a la vieja aristócrata Elisa Grey de Abalos; en El obsceno pájaro de la noche, las vetustas casonas son ámbitos donde consumen sus fantásticas quimeras personajes miserables, y en Casa de campo la fiable residencia de los Ventura y Ventura, Adriano Gomara organizará desde la casa la destrucción de los esquemas tradicionales que sostienen la injusticia y los represores verán al final la casa acabará invadida por los villanos.

En La desesperanza, novela donde predominan los espacios abiertos, la absoluta intemperie, hay sin embargo una casa que constituye un punto de referencia importante, que representa la idea de seguridad. Pero es una casa que pertenece a un tiempo que ya ha periclitado: naturalmente nos referimos a la del matrimonio Neruda en Santiago, la Chascona. Esa peculiar mansión congrega a un cúmulo de personas para quienes la desaparición de ese techo protector significa una especie de punto final en sus expectativas de futuro. La casa es una metáfora del cuerpo, pero es también la piel que defiende a ese cuerpo, y puede ser, como en este caso, una piel colectiva de muchos cuerpos. La casa de Neruda y Matilde, con su prestigio en lo cultural y en lo social, que dio sentido al barrio de Bellavista y le hizo cumplir un destino desde la capacidad del poeta por inventar geografías, tutela a cuantos en Santiago se sienten perdidos en la vorágine de los siniestros días dictatoriales; la casa que hace ciudadano al habitante se constituye aquí en última antorcha de un tiempo que desaparece. Construida para Matilde, "su muerte señalaba como pocas -apunta el narrador- el fin de un mundo" (p. 26).

Los personajes que se aglutinan en ese espacio, es decir, Lisboa, con su autoridad de ex-exiliado; don Celedonio, viejo vanguardista, depositario de reliquias nerudianas; Judit, la burguesa desclasada y combatiente; la anciliar Ada Luz, que compartió prisión con Judit; Lopito -Pedro López-, un día amante ocasional de Judit; Fausta Manquileo, literata de méritos rutinariamente consensuados, con su legendario pasado de hija de un hacendado casada con un capataz indio, amada por Celedonio, confidente de Matilde; los dirigentes, en general, de "la vetusta izquierda" (p. 34), se diría que están/estaban aferrados a una cotidianeidad estimulante, que hace soportable la situación general, una infraestructura cuyo fin no quieren ver. (Otro es el caso de Freddy Fox, el representante del nuevo orden, halagador y chantajista, y desde luego, el del ya foráneo Mañungo Vera). En sus conversaciones hay una especie de búsqueda de "normalidad", un propósito de retener lo que ya ha terminado: en definitiva el tiempo de la esperanza. Pero también se diría que se derrumban utopías personales, fundamentadas en el hecho de girar en torno a la eximia pareja. Quizá el caso más notorio sea el de Don Celedonio cuyo relieve personal, como brillante conocedor del mundo literario y autor de unos plaquetes de escaso valor, acaba en la autocontemplación de "un ancianito acongojado, víctima de sus recuerdos, último sobreviviente de un mundo que con la muerte de Matilde, tanto más joven, se clausuraba" (p. 29). La casa ahora, desaparecidos sus artífices, "la pareja de ilusionistas" (p. 27), con todos sus objetos, pierde su condición mágica; es ahora una "casa inanimada, cuya fealdad quedaba de repente al descubierto". El famoso retrato de Matilde hecho por Rivera pierde su encantamiento, se degrada como los "objetos inertes", las estancias dc dudoso gusto, (p. 26) que otrora resultaban fascinantes. Se ha roto en definitiva un tipo de 'cronotopo', esa fusión del tiempo y el espacio que Bajtín veía como algo permanente en la obra de Goethe[3], sin duda porque los artífices que daban sentido a esa fusión y sostenían asociados como algo incuestionable sus elementos han desconectado, con su desaparición, las misteriosas claves de enlace. La casa no resiste la pérdida de sus creadores y pobladores y en este quebranto se desmorona simbólica y pragmáticamente el punto de encuentro de un par de generaciones apasionadas. "La Chascona" está en trance de adquirir esa venerable condición de "locus memoriae", pero en esa víspera del entierro de Matilde y, sobre todo, cuando el cuerpo de Matilde sale hacia el cementerio, la casa, desordenada, con cosas que se rompen y gentes que se mueven confusamente es sólo un naufragio, o nerudianamente, una "sentina de escombros".

Mañungo Vera, que ha de afrontar la curiosidad reticente de muchos ante el enigma que representa la inconcreta actitud del cantante progresista y triunfante de otros tiempos, tras su permanencia en Europa, en unas memorables escenas en que su amistoso pero agrio contrincante es Lopito -un viejo destruido por el alcohol, expulsado del partido comunista, un idealista enfermo y fracasado en todos los sentidos- emprende una travesía nocturna, que corresponde a la segunda parte de la novela, por la ciudad de Santiago con Judit Torres, su antigua relación sentimental, la intelectual que abandonó el seno de la burguesía para actuar como combatiente y ahora proyecta, inciertamente, un atentado. Estamos ante el mitema de "la experiencia de la noche" definido por Campbell[4], etapa en que el "héroe" ha de reflexionar para cobrar conciencia de su misión. Mañungo y Judit en la larga noche con toque de queda recorren la ciudad erizada de asechanzas. Un andar incansable con una pausa para el erotismo, otra para el contacto con enemigos odiados, densas analepsis que hacen surgir antiguos horrores, entradas en la corte de los milagros de los "cartoneros", y un devanar por parte de Mañungo de sus dudas, sus ansiedades, su mala conciencia, persuadido de que nada le corresponde hacer en un país que se le escapa por todas partes. En esa noche se condensa portentosamente el sentido de expiación que el regreso a Chile ha tenido para el cantante. Todo, salvo la inesperada y breve incursión en el terreno enemigo, la casa de Ricardo Farías que les recibe junto con Liliana, su amante, se desarrolla al aire libre. Hemos salido de la casa-refugio al puro ámbito del peligro, un espacio sin asidero, el de la ciudad hosca y sin respuestas. Mañungo ha cantado, apremiado por las gentes del velorio, en el patio de la casa nerudiana esa canción de la Nueva Trova que se hizo mítica desde el momento de su aparición, una canción dolorosa y fuerte: "Yo pisaré las calles nuevamente/ de lo que fue Santiago ensangrentado/ y en una hermosa plaza liberada/ me detendré a llorar por los ausentes" (p. 74). Pero ese pisar las calles de Santiago no le ha traído un noble latido urbano, no es el tiempo aún para hablar de "un pasado" sangriento, porque la sangre sigue estando en el presente, Mañungo no ha sido agraciado con el generoso don de lágrimas que le comunicaría con los ausentes; es una noche que termina con el dormir compartido de dos personas, Mañungo y Judit, resignadas a un erotismo sin amor, sobre el suelo de un baldío, entre mendigo, sonidos de la "canción mortal" de las sirenas y ruidos de helicópteros invisibles, con el pequeño cadáver de una perra apretado por la mujer que se niega a ser redimida y a la idea de asociarse al futuro del perplejo cantante.

Se podría decir que es una noche expiatoria también para Judit, mujer cargada de contradicciones, portadora de una máscara, como tantos otros, de la que le resulta muy difícil desprenderse, idealista a ultranza, terrorista sin decisión, y además heterodoxa, madre desnaturalizada, fascinada por un erotismo inútil. Se presiente, en el fondo, que lamenta no responder al retrato estereotipado que de ella hace Lopito: "¡La Virginia Woolf de la picaresca social y política chilena, aunque mucho más bella que esa congelada señora!" (p. 103).

En todo ese juego de personajes interrelacionados que invaden la noche como en una reescritura del inevitable Ulises, los más rotundos son los cartoneros, quizá los únicos que no han de sobrellevar el problema de la máscara. Su estirpe valleinclanesca, esperpéntica es manifiesta: "fantasmas ancianos, algún barbudo, inclinados sobre bolsas de basura o arrastrando carretones. Igualmente son herederos de Los invasores (1963) de Egon Wolff, en cuanto rodean "el ghetto verde del privilegio (...), sitiado por poblaciones veinte veces mayores, cien veces más hostiles (...). Los jirones de humanidad que hurgaban en la basura eran la sigilosa avanzada que de noche se introducía en esta ciudadela para reclamar los despojos del privilegio" (p. 120). Como símbolo bisémico, por una parte los cartoneros representan, en realidad descarnada, la situación del Chile tangible; por otra son una condensación del desquiciamiento, hasta grotesco, de una sociedad en su conjunto, desarticulada por el mayor de los esperpentos: la dictadura.

Este clima esperpéntico, cargado de esta duplicidad significativa, queda enriquecido por secuencias de desmesurado expresionismo como, especialmente, la de la tribu de perros, animales que han jugado un papel importante en otras obras de Donoso como transmutaciones de los bajos fondos de la condición humana. Así en El obsceno pájaro... tenemos la maligna perra amarilla y los inquietantes cuatro perros negros de Jerónimo Azcoitía, y en El lugar sin límites, los cuatro perros negros de don Alejo.

Los que encontramos en esta noche de La desesperanza, "erotizados y turbulentos", inmundos violadores de la perrita inmaculada, agresivos, han de ser vistos sin duda como hipóstasis de los esbirros de la dictadura (pp. 192-193). Su salvaje intento de violación de una delicada e inerme perrita que es liberada al fin por Judit, que le da una muerte piadosa, está cargado, evidentemente, de resonancias. Poco después, dispersados los perros, se hace manifiesto su referente: "la patrulla pasó gimiendo como una enorme bestia en celo" (p. 194).

En esa noche en la que se agitan tantos fantasmas, pesa sobre la diégesis una ausencia humana: la de Jean-Paul, el pequeño hijo de Mañungo, abandonado por su padre en un hotel desde el momento de su llegada a Santiago, con la promesa de un inmediato regreso que evidentemente no es cumplida. Todo lector de Donoso conoce la importancia que en su narrativa poseen los niños. Con los de Casa de campo comparte Jean-Paul, aunque en un nivel atenuado, pero grave, una actitud de rebeldía. Este pequeño Jean-Paul, fruto de una relación parisina, resulta impermeable al mundo del padre, confunde el mapa de Chile, no puede compartir sus emociones telúricas, no ha sido conquistado por las canciones paternas en una lengua que obstinadamente desconoce. Jean- Paul, que recrimina al padre por su extrema tardanza, que no comprende nada de ese país, de ese continente "de cataclismos, funeral y revoluciones" (p. 211) al que ha sido transportado, y sólo desea abandonarlo, significa para Mañungo la imposibilidad de asimilar a una Europa que tal vez pensó ya le pertenecía y de fusionarla con ese Chile que a él mismo le resulta ajeno ("¿Por qué iba a seducir a su hijo todo esto si ni siquiera estaba seguro de que lo sedujera a él, más allá de la intrigante posibilidad ofrecida por una tierra que tenía la obligación de cobijarlo?" (p. 23)). Sin embargo, hay una situación que es significativa de un cambio por parte de Jean-Paul. Me refiero a la grata relación que establece, cuando se inicia la marcha al cementerio para acompañar a Matilde Urrutia, con Moira López, la pequeña hija de Lopito.

La sorprendente fascinación que Moira -acerca de cuya fealdad ha hablado insistentemente su padre, como queriendo trivializar algo muy penoso- ejerce sobre Jean-Paul tiene una lectura de signo positivo: es toda una iluminación, motiva según todos los indicios la reconciliación del niño con esa tierra que él consideraba agria y extraña. La niña para Jean Paul es una verdadera maga, no es fea ("moche") como dice su padre; es "étrange comme un personage de fabliau"... "mignonne comme un gnome ou une gnomesse"..." Elle est rigolette, je comprend tout ce qu'elle dit" (obsérvese: todo un Pentecostés). Incluso Jean Paul se sentirá atraido por algo que menos que ninguna otra cosa parecería que podría entender: "Je veux voir la révolution dont Moira parle" (p. 257).

Pero a lo largo de la prolongada escena del entierro, en la tercera parte de la novela, con la multitud que oculta su impotencia en la tolerada exaltación, el canto de la "Internacional" y las invocaciones a Allende incluidos, las patentes búsquedas de protagonismos, la retórica que finge desconocer la ineficacia, se aviva en Mañungo el ansia de abandonar el país para regresar a esa ciudad, París, que todavía pretende ver como un refugio válido. Antes propone a Judit -también, a estas alturas, arrebatada, indecisa- que le acompañe, aunque sea bajo el signo de la indefinición de sus sentimientos amorosos.

El proyecto de "la fuga", incluye sin embargo un paso previo. Es preciso antes ir a Chiloé para, como justificación expresa, visitar al padre de Mañungo.

Llegamos con esto a un nuevo punto clave de la novela. Chiloé es una imagen que circula por toda ella en reiteradas e inesperadas analepsis, afloraciones inconexas en el texto primario pero cuya insistencia muestra que estamos ante una peculiar subunidad de sentido. Chiloé aparece en La desesperanza como la tierra natal de Mañungo, para adquirir pronto el estatuto de territorio esencial, la marca más firme de lo telúrico, como lo fueron para Neruda Temuco y las tierras de "la frontera". Este cantante cosmopolita encuentra en los recuerdos de las mágicas tradiciones chilotas su mejor asidero en medio de la inestabilidad. Chiloé es, para usar palabras de Borges sobre la literatura fantástica, "la contaminación de la realidad por un sueño"[5]. Allí Mañungo soñó de niño -y ahora sigue soñando- con "las luces del buque de arte que llamaban Caleuche, tripulado por brujos que se lo llevarían a otra parte para transformarlo en otro" (p. 113). Se trata de un mundo intensamente natural, de geologías primigenias, que le acompañó siempre en París. Tierra de palafitos donde pereció su madre en un terremoto, olorosa a pescado secado al humo, tierra cargada de leyendas de sirenas, enanos voladores, niños con los orificios del cuerpo cosidos (de ahí el "imbunche" de El obsceno pájaro...), de almas vueltas de la muerte, de lobos marinos, de corrientes que arrastran a las Guaitecas, tierra donde el propio Mañungo es un mito, emite poderosas llamadas, resumidas en la de la Ulda, la maestra de su infancia, su iniciadora también en el erotismo. Ahí querrá escapar este hombre desorientado para hacer oír a su hijo la lluvia ancestral y los cuentos junto al fuego. Mañungo sentirá en grado sumo la atracción de este "lugar de la memoria" de un modo entrañable mientras se muestra escéptico ante la poderosa ciudad, Santiago, y sus gentes invertebradas. Si, por último, Mañungo decide quedarse en el país es porque, además de otras causas relacionadas con la asunción de un compromiso político, este anclaje en Chiloé, que puede ser -aunque no agota ahí su sentido- una sinécdoque de lo chileno, tal vez por su misma condición de tierra inestable, con mareas que se llevan casas y ataúdes, con lluvias que ahogan las cosechas, es un respaldo de tremenda eficacia. Pero la gran isla no desempeña sólo esa función. Vemos también ahí un hito de lo que tempranamente observó Isis Quintero en la obra de Donoso, "narrada desde una perspectiva real objetiva, en la que se inserta una realidad imaginaria que en la mayoría de los casos sólo existe con el soporte de la fantasía o la locura del protagonista y que significa una ruptura de la realidad aparencial del personaje"[6].

Judit, ya bastante inclinada a ir a París con Mañungo, será incapaz de rendir tributo a un pretérito aureolado por la muerte, cuando insta a su compañero a visitar las tumbas de su propia familia y evoca a su vez 'La Isla de los Muertos' de Böcklin. El conato de hacer el amor sobre una de esas sepulturas (y obsérvese la distinción que hace el narrador entre "satisfacer la urgencia del cuerpo" y "la maravillosa ceremonia del amor" (p. 281)) parecería una conciliación entre pasado y presente, entre la vida con futuro y el pasado de "héroes y tumbas". Podemos imaginar la tentación del narrador a formalizar esta escena extraordinariamente efectista, en el mejor sentido de la palabra, que tal vez habría hecho cambiar el título de la novela. Es uno de los momentos en que mejor se percibe la tendencia de Donoso a hablar por símbolos, lo mismo que a crear personajes emblemáticos. No obstante, el hecho no se produce, y si es verdad que, más tarde, tras la alevosa muerte de Lopito, torturado por la policía, Mañungo y Judit decidirán quedarse, no lo es menos que lo van a hacer separadamente, en condiciones que propician la inestabilidad y aun la ruptura.

Para cerrar la novela Donoso ha optado por la introducción de lo que cabría considerar como un epifonema, cuyo único defecto podría ser su ofuscante belleza que auspiciaría el riesgo del "exceso de evidencia". Hay un conato de "gran final": Mañungo, Jean Paul, la Lopita, Marilú -hija de Judit-, Fausta y Celedonio comparecen en la contemplación de 'Chile en miniatura', una maqueta del país que se ofrece como un sugestivo espectáculo. Es allí donde Jean- Paul busca desesperadamente, lloroso, el Chiloé sobre el que tanto le ha ilustrado su padre y que él mismo necesita identificar para encontrar su propia identidad, para vencer "su melancolía de apátrida" (p. 327). A cargo de Fausta, la escritora que ahora se crece, corre la fascinante descripción de la descubierta isla y del barco mágico, el barco de arte, un antónimo maravilloso del "bateau ivre" de Rimbaud, que navega haciendo sonar su campana entre la niebla de los canales y que transporta a un sur paradisiaco, más allá de los hielos, "a un microclima de árboles que dan pan y fruta y el aire es tibio y los pájaros tienen gorgueras de colores, y allí se levanta una ciudad de oro que refulge como el velamen del buque", donde en fin no existe "el insulto de la muerte" (p. 328).

Pero he aquí una atmósfera, tal vez impregnada del viejo mito austral de la ciudad de los Césares e inserta en cierta tradición edénica que se inicia con la famosa carta de Pedro de Valdivia, que Donoso, como buen chileno, no podía aceptar en modo alguno. ( Esa misma tradición se apunta, falazmente, por cierto, en Casa de campo. Es en tal ambiente, cargado, a nuestro entender, de falsetes paródicos, por la recontextualización[7] de una escritura poética, donde Mañungo, en un gesto último de profundas connotaciones, levanta en sus brazos triunfalmente a la emblemática Lopita. El exceso de evidencia y el gran final siguen deshaciéndose en la observación de Fausta que "al verlo venir con el rostro tan dolorosamente cambiado por un brujo maligno, no tuvo necesidad de preguntarle qué había sucedido" (p. 329). Se ha cumplido, al parecer, el propósito de su viaje como una "continuación de su propia historia (...), continuación que iba a entrañar cambios cuyo dolor esperaba ser capaz de afrontar" (p. 14), según reflexiona Mañungo al comienzo de la novela. El ensamblaje de las piezas de un código que habíamos abordado desde una pretensión de competencia narrativa es chirriante. No se atan, precisamente, como vemos los cabos de un final dichoso.

Ello es más evidente si recordamos que Judit, al salir del cementerio y escuchar las palabras que ratifican el desamor del cantante, se ha separado bruscamente de Mañungo y el niño con la justificación de que "ahora puedo enfrentarme con cualquier cosa... pero no con la Lopita" (p. 324). Queda, en definitiva, el hecho inquietante de que el Mañungo, que no "se enfrenta" sino que afronta lo que la niña significa y además la exalta al encaramarla sobre sus hombros, aparezca como transformado, "dolorosamente cambiado", por las brujas de Chiloé, para asumir un destino auténtico, pero necesariamente amargo. Observemos que, como ya vio Isis Quintero, estamos ante una variante de "un motivo persistente" en la obra de Donoso, algo que se une a la expuesto sobre Chiloé, "una fuerza extraña, una fuerza espiritual que abre el camino del bien o del mal" que "emerge en la vida de los personajes[8] y los reconduce. Como ejemplifica la crítica mencionada, Moira se une así al niño brujo del cuento "Veraneo", cuyo canto revela a su amigo verdades secretas; a la perra blanca del cuento "Paseo", a la joven criada de Coronación, cuyas palmas rosadas llevan al aristócrata Andrés Abalo a refugiarse en la locura voluntariamente aceptada; al niño de "El Güero", cuyos poderes mágicos arrastran a la muerte a los compañeros de juegos; a la "bruja eterna", la Peta Ponce, de El obsceno pájaro... (Cómo no pensar otra vez en Casa de campo).

Aquí todo apunta a que el hombre nuevo y, si nos decidimos a soslayar las objeciones de Donoso a que se le atribuyan generalizaciones, el país nuevo habrán de pagar un dramático precio por serlo. Acaso el contexto último de esta turbadora situación pueda ser interpretado a la luz de unas palabras casi treinta años anteriores de Horacio A. Murena, referidas a las compulsivas inquietudes del hombre americano, de las que a pesar de sus pretensiones de individualismo, de separación de lo que los posmodernos han dado en llamar "grandes relatos", Donoso no ha podido desligarse: "Quizá sólo en los tiempos prehumanos haya sido el sol testigo de tanta tensión, tanta desesperanza (que es el único camino hacia la verdadera esperanza, la humana) y tantas posibilidades juntas"[9].

 

 

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Notas

[1] Reproducido en nota informativa, Alfaguara, boletín, (noviembre 1995), p. 13.

[2] Eduardo Godoy Cruz, "Diálogo con José Donoso", Signos, V, 2, (2° semestre, 1971), pp. 27, 26 y 26.

[3] Mijaíl M. Bajtín, Estética de la creación verbal, Siglo XXI, Madrid, 1995.

[4] Joseph Campbell, El héroe de las mil caras, Fondo de Cultura Económica, México, 1959.

[5] Palabras de Borges en una conferencia en Montevideo en 1949, recogidas por Emir Rodríguez Monegal en Borges, una biografía literaria, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p. 366.

[6] Isis Quinteros, "Un camino de interferencia en el realismo de José Donoso", en Donald A. Yates (ed.), XVI Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Otros mundos, otros fuegos: fantasía y realismo mágico en Iberoamérica, Michigan State University, Latin American Studies Center, 1975, p. 383.

[7] Cfr. Elzbieta Sklodowska, La parodia en la nueva novela hispanoamericana (1960-1985), John Benjamins Publishing Company, Amsterdam, Philadelphia, 1991, p. 3.

[8] Ob. cit., p. 383.

[9] Héctor H. Murena, El pecado original de América, Sudamericana, Buenos Aires, 1965, p. 226


 

 



 

 

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