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Sobre el presente, el futuro y la inmortalidad
Donoso y Borges: "Sobras completas"

Por Carlos Iturra
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 28 de abril de 2019


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Entre pasado y presente hay una diferencia insuperable, y es la distancia, o perspectiva. Para el presente no la tenemos. En lo actual estamos tan inmersos como nadador en el oleaje, podemos asomar apenas la cabeza sobre el agua para sospechar cuántas otras cabezas nos rodean, y el estrecho horizonte que ahí nos cerca no es el verdadero. Una de las ideas que le oí decir a José Donoso y que me influyeron y aún influyen, algunas muy radicalmente, está aquella que manifestó como entre signos de exclamación, cosa frecuente en él, con palabras parecidas a estas: "Si hay algo que me obsesiona captar, si hay algo que doy lo que sea por aprisionar, por aprehender, ¡es el presente, la esencia del presente, lo más propio y exclusivo del presente...!".

No recuerdo si lo dijo en alguna conversación personal conmigo o durante una sesión de su "taller literario". Es claro que se refería, en todo caso, a lo que buscaba su escritura, a lo que anhelaban sus potentes y agudas indagaciones literarias; me pregunto si no lo habrá expresado de esa manera rotunda para "epatar" a un joven escritor que se preciaba de lecturas clásicas, forzándolo a una dirección nueva. El caso es que logró esto último: creí comprender, y sigo creyéndolo, que si hay un desafío arduo para cualquiera, pero especialmente para un artista, para un escritor, es el de percibir la esencia del tiempo que le toca habitar, y lograr incorporarla a su obra. Porque de tal manera su obra contará con un componente imposible de hallar en ninguna obra previa, tal como sería imposible encontrar en una obra de ayer los rasgos privativos del hoy. Los rasgos del pasado son mucho más fáciles de detectar que los de este minuto; por eso Cartago nos es más accesible que la hora actual. Los rasgos intemporales, perennes, permanentes del hombre, la sociedad, el mundo, están en todas las obras valiosas no importa cuándo fueran creadas; los que singularizan un momento y lo distinguen del anterior o el siguiente, solo están en una obra en la medida en que esta les es contemporánea.

Años después de oírle semejante idea a Donoso, di con su antítesis. La había expresado Borges años antes, en unas conferencias conservadas en grabaciones largo tiempo perdidas: "Pienso que la ficción está siempre comprometida con su tiempo. No tenemos por qué preocupamos por eso. Por el solo hecho de ser contemporáneos, no podemos sino escribir en el estilo y el modo contemporáneo (...) Tomemos como ejemplo la novela Salammbô de Flaubert. Él la llamó una novela cartaginesa, pero cualquiera puede ver que fue escrita por un francés realista del siglo diecinueve (...) Entonces, ¿por qué molestarse en ser moderno o contemporáneo si no se puede ser otra cosa?".

Esta idea de Borges y la aparentemente opuesta de Donoso admiten síntesis: quizá la de que el punto no está en esmerarse por ser moderno a toda costa, pues no hay opción: está en adquirir consciencia de ese factor contemporáneo que, se lo busque o se lo ignore, integrará nuestra obra aun si nos opusiéramos a ello, y poder aprehenderlo también en términos, conceptos, palabras; eso, porque tiene lógica suponer que siempre será mejor contar con la mayor consciencia posible de los materiales con que se trabaja...

Uno de los aspectos de la existencia cuya actualidad suele ser de máximo interés para un escritor es el de la literatura en el mundo. Cada cual sabe sin esfuerzo los libros contemporáneos que le gustan o le disgustan; de ahí a garantizar que la preferencia se funda en la perdurabilidad o valor intrínsecos de esas obras... Demasiados errores, en la historia de la literatura tanto como en la historia del libro, o de las editoriales, que desde luego no son lo mismo: condena de obras maestras o canonización de perfectas nulidades por parte de críticos y autores, incluso de grandes críticos y autores, corren parejas con otro orden de ejemplos: el de las ediciones lujosas que tuvieron gran auge desde las décadas del 30 al 70, aproximadamente, del siglo XX. Encabezadas por el memorable sello de la casa Aguilar, editoriales como Plaza y Janés, Luis de Caralt y Planeta, principalmente, se dieron a publicar en papel biblia, empaste de cuero y lomos dorados, "obras completas" y "obras escogidas". En Aguilar, de la que ha llegado a decirse que fue la máxima inversión de Franco en la cultura, es espectacular la colección llamada nada menos que "Obras eternas de autores inmortales"; incluía las obras completas de Cervantes y las de Shakespeare, cada una en un solo volumen; en dos las escogidas de Tolstoi, en tres las completas de Goethe, en cuatro las de Stendhal, en cinco las de Balzac, en seis las de Dickens y las de Pérez Galdós... Pues bien, ahí mismo figura un volumen igualmente primoroso del señor Santos Chocano, "completo"; en dos el harto mustio Palacio Valdés, en tres Blasco Ibáñez. La colección "Autores contemporáneos", Aguilar también, donde se encuentran Evelyn Waugh y Jean Cocteau, Unamuno y Simenon, incluye al olvidable y ya olvidado Louis Bromfield con cinco tomos, y con otros varios a una tal Mazo de la Roche, mientras que no hay uno solo con obras de Virginia Woolf, E. M. Forster, Borges o Conrad. ¡Cinco para Bromfield, uno para Henry James, ninguno para James Joyce!

¿Multiplicar ejemplos que llegan a infinitos? Está demás. ¿Y responsabilizar a los editores, que si bien deseaban colecciones memorables, asimismo querían ventas; que mal podían distinguir con perfección, en la muchedumbre contemporánea, lo perdurable de lo efímero? Por ningún motivo.

Es fácil conocer el pasado, difícil conocer el ahora e imposible conocer el futuro, del que "lo único que sabemos", según Borges de nuevo, "es que no será como el presente". Se puede ser precursor, y hay indicios de que Borges lo fue, pero algo de lo que el futuro no siente ninguna obligación es de admitir los pasaportes a la inmortalidad que expide el presente. Mientras los "mejor vendidos" del presente disfrutan sus ganancias y sufren pensando en la posteridad, los poco o nada vendidos —los "longsellers", como generosa y humorísticamente intenta etiquetarme mi abnegado editor— ven justamente la posteridad como su esperanza, resignados a un oscuro presente. Hay quienes gozan reconocimientos y ventas en vida y, también, ya muertos, así como quienes pierden allá y acá: afirmar que la posteridad no importa "porque ya no estaré ahí" es negar que precisamente en vida es cuando esa posteridad se goza o padece. Donoso temblaba al pensar en ella, aunque reconocía que un buen premio, un doctorado honoris causa, le provocaban una deleitosa justificación de todos los sacrificios y renuncias de una vida entregada a escribir.

Recorriendo la Feria del Libro de Buenos Aires me crucé, hace años, con tres espectáculos; casi como para escribir una parábola. En el primero, un gentío alborotaba alrededor de una mesita tras la cual un famoso bailarín recién retirado firmaba ejemplares de sus memorias, escritas quizás por quién; lo rodeaban cámaras de televisión y focos enceguecedores. Seguí caminando. La segunda escena digna de llamarse espectáculo se componía de Benedetti, firmando ejemplares en otro stand, sentado detrás de un escritorio, ante una fila de cinco, seis, ¿siete personas? Seguí caminando y llegué al stand de Chile. Nuestro querido Pepe Donoso se paseaba entre mesones, brazos cruzados, solo. "¡Quédate conmigo, no te vayas a ir, acompáñame, mira que aquí estoy todo avergonzado...!". Así fue como tuve el privilegio de monopolizarlo un rato.

En esos momentos, por otra parte, Borges ya había ingresado a la inmortalidad.



 

 

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