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Una carta de José Donoso (y fragmentos)

Por Claudia Donoso
Publicado en Revista de Crítica Cultural. N°9, noviembre de 1994


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Los años acumulan archivos que, como los roperos y las piezas de guardar, se someten, cada cierto tiempo, a una purga. En esas oportunidades aparecen objetos olvidados: telas que nunca se mandaron a la costurera, agendas periclitadas, calcetines huachos.

Los roperos y piezas de guardar son los intestinos de las casas, la memoria cachivachera de sus dueñas. La puesta al día de esos habitáculos resulta ardua pues todo lo que ellos contienen de pronto recobra una razón.

La carta personal de José Donoso que aquí exhibo, es, me temo, la única que se salvó de las mudanzas pero el azar hizo lo suyo. Me adhiero, mediante su publicación, a los homenajes y al festejo del cumpleaños número setenta de mi tío edipo de cuya mano recuerdo haber paseado como una novia durante mi niñez. Esa amarra exigente persiste y también su invitación.

Con una mano toco el fondo de un estuche largo y con las yemas veo un áspero contorno que bautizo “cosas pendientes”. Se escucha el sonido de aviones que aterrizan y despegan mientras abro una maleta que vomita cenizas y arena.

Mi pregunta por la memoria es por la mía que vacila, llena de lagunas, ante la posibilidad de una recomposición hecha desde un espacio ambiguo. Actualmente nos encontramos “mi tío Pepe” y yo, en medio de un diálogo que me encanta y me satura, me sorprende y me irrita, que, en resumen, me instala en un lugar que conozco bien: el de receptora. Conversaciones grabadas, inspección de sus diarios, asistencia a la escritura de la parte final de su novela Donde van a morir los elefantes y a la de sus recuerdos familiares trucados que hoy escribe bajo el título de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu han sido las instancias compartidas de las que aún no sé bien de qué modo daré cuenta. Le cuelgo a la carta de mi tío, unos trozos que forman parte de una respuesta posible a su recomendación.

 


Calaceite, junio 12, 1978.

Querida Claudia:
Tengo un minuto y te contesto al instante para que no se corte el hilo de la conversación. Insisto en lo que te decía en la otra carta: una semana —para empezar— en que SEAS escritora; que cuando la recuerdes después sea “la semana en que fui escritora”, no importa con qué resultado. Encerrarte en un sitio con una máquina, fumar como loca, llenar el suelo de papeles, tener un horario completamente aberrante pero completamente tuyo. Y ver qué sale por el otro extremo de ese tubo: algo, palabras, frases, elementos para una construcción. Te aseguro que no te olvidarás de esa semana. Plantéate algo, busca una forma simple, oval, bella en que no intentes decir demasiadas cosas transcendentales ni alterar el curso de la literatura sino instalar un mundo aún no formulado en ti y que solo tendrá cuerpo en lo que escribas. Hazlo antes de partir de viaje. Así tendrás algo a lo que volver.

Estoy a punto de terminar mi novela: cinco años de trabajo. Me faltan tres semanas para completar el texto y luego el deleite de la corrección final antes de mandarlo al copista a máquina. No saber lo que sale por el otro lado del tubo. Puede ser pésimo y los cinco años invertidos me parecen una pesadilla. Pero la cosa tiene consistencia. Estoy excitado, enfermo físicamente, con unos dolores de cabeza que me tumban en la cama cada dos días. Dolor de ojos, silbido en un oído que no me deja dormir desde hace dos meses —igual que Schumann cuando se volvió loco y se tiró al río Elba—, sinusitis, alergias. Una semana postrado sin poder trabajar. Fui a ver al neurólogo. Me examinó de arriba para abajo, me dijo que no tenia cáncer y que era todo psicosomático. En ese mismo instante se me quitó el pito en el oído, me dejó de doler la cabeza y quedé convertido en una rosa que sigo siendo mientras trabajo hasta el próximo ataque de terror hipocondríaco que me provoca el hecho de estar terminando la novela y EXPONERME. Atreverme, exhibirme, llegar a la meta, ganar la carrera, no ser niño sino hombre que se tiene que defender, que tiene que ser responsable de lo que dice y sobre todo de cómo lo dice... Terror, terror que me tumba cada dos días, que me llena la nariz de mocos, nariz que se me hincha y no me deja respirar, ni ver y me tengo que tomar un frasco de tranquilizantes que me inmovilizan... todo esto, solo mi alma, aquí en Calaceite con una vieja bruja que me trae el desayuno y me hace la cama. En fin: esta semana parece, estaré mejor y ya falta verdaderamente tan poco. La semana pasado fue lo último REALMENTE difícil. Ahora me falta solo el final, que ya está escrito y no me importa demasiado.

Me hablas de X, y de tu preocupación por él. Ahora, la última noticia es que se va a estudiar un año a Inglaterra. X, es aterrador, neuróticamente agresivo y con mala relación con los hombres que no le gustan y en el fondo yo no le intereso. Quiere interesarme, no porque yo le interese, sino porque no soporta no poder conquistar mi cariño, como no puede conquistar el de B. con el que me identifica. Con M.P. ha hecho buenas y neuróticas migas.

Lee Proust, Proust, Proust. Lee lo que todos los que pertenecen a la última generación realmente literaria, leimos: V. Woolf, Lawrence, Faulkner, Valéry y tantos: aquí tengo una montaña de libros para que te lleves de vuelta a Santiago. Me acuesto, agotado. Escribe aunque sea una página. Cariños, PEPE.

No te iba a escribir otra porque son las dos de la mañana y me tengo que levantar fresco para iniciar el último capítulo. Pero no resisto. Siguen pues aquí, los garabatos de la página anterior, aumentados.

La Pancha y tu mamá arrebozadas en chales durante sus rutinarios paseos, pertenecen a la misma historia que la fiesta de Emilio que tú-tu mamá seductora, te vives entera o parcialmente (me gusta más parcialmente) con placer en ti misma. Eso pertenece también a los recuerdos de Proust. Tu madre-tú en la fiesta de Emilio en el recuerdo; vida privadísima de los grandes recordada por el niño adormecido en la niña grande de mamá (tú) que mece a su hija antes de salir envuelta en un chal, con su amiga. Todo esto es muy tentativo, pero no temas: todas las historias pueden ser la misma historia.

Para mí el aislamiento es importantísimo (para Mario Vargas con quien hablé la semana pasada, o para Jorge Edwards, es mortal, inoperante, paralizante). Para mí es el círculo aislador de fuego que define un sector de tiempo, un espacio dado donde todo tiene que suceder. El teatro no existe sin escenario o sus alternativas; el teatro de la imaginación es, para mi, ese encierro, ese espacio acotado, necesario para todo juego. Luego la sensación de lo tuyo propio: mi yo es frágil (a veces) y necesito tener la sensación de que tengo ese espacio-tiempo mío. La casa de la Rinconada y la casa de doña Elisa... para qué sigo: el aislamiento es su metáfora. Por eso estoy en Calaceite. Además escribir es como una enfermedad y uno se esconde para estar enfermo: cierra los volets, apaga la luz, sube la sábana hasta casi taparse el rostro; exige silencio para que se le dé importancia absolutamente protagónica al escritor. Enfermedad que es equivalente a la soledad y lo que a uno le pertenece totalmente y de lo que uno es responsable total. Sí, divertimento, pero que en la soledad se transforma en la única manera de expresar y de confirmar que uno existe. El idioma único sin cuyo ejercicio uno se ahogaría. Uno se encierra y eso, escrito en el encierro, no se pierde nunca. ¿Cuántas miles de novelas —incluso El Quijote— están escritas en la cárcel?

El escritor elige una situación carcelaria, asume su delito de existir y lo paga: sólo al pagar el delito uno es libre y lo que uno escribe dentro de la cárcel es libertad, la forma específica de la libertad del artista: la del artista yo, no la del artista Mario. Sabes que no me gusta generalizar. Soy un ser privado: no doy reglas, sólo te cuento mi experiencia. Yo nunca he escrito más que en situaciones carcelarias. Esta que estoy viviendo ahora es la situación extrema de la cárcel, con el mayor sufrimiento impuesto, pagando el mayor precio por mi existencia. ¿Cómo irá a ser Casa de Campo?, ¿Cómo, cómo...?, ¡Qué terror! En la cárcel uno tiene derecho a tener terror, a arrepentirse, a contradecirse y a gritar que lo saquen sabiendo que nadie, salvo uno mismo, lo sacará. Pídele la casa a Emilio: que NADIE se meta contigo. Vive tu culpa de ser, encarcélate a ti misma, acota tu terreno para poder compartir tu experiencia del encierro transformada en metáfora, en metonimia, en lo que te salga querida mía, que, en último término, no importa tanto con tal de que salga. Un beso y buenas noches que de veras me muero. PEPE.


* * *

 

EL PAJARO RELOJ.

A partir de cierta edad ya no se duerme más y se espera. El pájaro reloj ha iniciado su faena. Se aloja al interior del muro o dentro de la almohada y anuncian su sombra un golpe en el cristal, la crujidera alarmante de una silla de mimbre, el rumor lejano de alguna fábrica. La duermevela agitada por la idea fija de una amenaza es la oscuridad en la que el pájaro reloj de pronto hace retumbar el amago de una frase. Podría ser la punta de la hebra en el laberinto pero sus oráculos se deshacen apenas se enciende la luz. Son los espejismos de la noche.

En ocasiones el pájaro reloj escribe de corrido fantásticas historias mientras sus víctimas permanecen atadas de pies y manos, pues al intentar retenerlas, la sombra interrumpirá de inmediato su frenético dictado. El botín del pájaro reloj son los desvelados y la enfermedad que les sopla al oído.

Mientras los condenados se dan vueltas entre las sábanas en busca de acomodo, sospechan que ésa es justamente una de las formas en que se cría el pájaro reloj. Entonces los insomnes abren una página donde improvisan ejercicios de humildad. Con la práctica que les han dado los espejismos de la noche, tomarán con disimulo el lápiz y anotarán sin rendirse las rémoras de lo que el pájaro reloj había prometido antes de que abrieran, como una tumba, este cuaderno. C.D.

 

LOS PADRES FASCINANTES.

Para sus hijas, los padres fascinantes siempre han sido un maravilloso recuerdo. Viajeros, elegantes, mujeriegos, ellos aparecen cuando menos se les espera y sus hijas corren cuadras y han quedado sin aliento cuando llegan a abrazarlos.

Ellos abren su valija y al fondo, entre ternos de lino, isopos y monedas de países lejanos, hay un paquetito arrugado y compacto. Es el regalo de los padres fascinantes para sus hijas. Puede ser un ópalo que se mandará a pulir y a engastar. Es la primera vez que ellas escuchan la palabra ópalo. Toman la piedra y se quedan para siempre con ella. Serán unas ancianas de manos manchadas portadoras de un anillo extraño. Serán unas ancianas un poco excéntricas apegadas a esos objetos de la ausencia que sus padres fascinantes trajeron para ellas de sus viajes.

Es posible que antes de eso, estas hijas únicas hayan tenido el privilegio de acompañar alguna vez a sus padres por el mundo. No sería raro que a la vuelta, encuentren a sus madres colgadas del vano de la puerta. Son madres que no pueden seguir viviendo debido a la persistencia del insomnio y la desesperanza. Entonces ellas, las hijas que regresan, se cortarán el pelo. Han decidido ser marineros para con los hombres que amen, terribles guerreras caníbales. Pero una noche maladada se toparán en un bar con un viajero, un loco con el que cruzan la pupila en el instante mismo en que una sirena anuncia la partida del barco. Bailan. Ella nunca ha visto dientes como los de esa sonrisa ni jamás la humedad de un cuerpo había calado hasta ese punto en su alma. Por eso la melancolía será el signo de las hijas de los padres fascinantes, esos que terminarán volviendo por fin un día. Se trata de ancianos con gorro de astrakán que cuentan historias y pasean por el parque del brazo de sus hijas con las que se entienden como jamás lo han hecho con ninguna otra mujer. Ellas serán las que les cierren los ojos y un poco más tarde, a la hora del crepúsculo, las hijas de los padres fascinantes instruirán a sus amantes jóvenes en el juego del dolor. C.D.

 

LAS MADRES PREMATURAS.

Las madres y las hijas forman cadenas fatales. Unas se miran en las otras como en espejos inevitables. Hay madres muy jóvenes y solas que no se llenan con nada. Sus cuerpos de bailarina son habitados por criaturas que se alimentan de sus huesos. Las madres prematuras son temblorosas y amamantan a sus hijas con leche rebelde. Les cantan y las mecen mientras tratan de reconocerlas pero no lo logran.

Se acuerdan de calurosas casas de infancia. Miran hacia la calle por el intersticio de unas persianas verdes y las hacen pestañar hasta caer hipnotizadas. Recuerdan una higuera a la que trepaban con el fin de atisbar los movimientos del vecindario, otras ventanas. Observan el ir y venir de las figuras femeninas que pueblan un paisaje con sol y ropa blanca tendida.

Muy pronto correrá la sangre de las madres prematuras y muy pronto también la de sus hijas. Es un flujo temible que las arrastra hacia la noche donde encontrarán quien las abrace. Se entregan jubilosas a un hombre de las esquinas. Creen ver estrellas mientras les acarician los senos. Hunden sus caras de niña en cuellos enemigos.

Es así como estas madres alumbran y se quedan menos solas con sus hijas a las que amamantan como pueden. En cualquier caso se acompañan pero no lo saben. Se ven casi iguales, parecen hermanas y también se odian. Aunque lo intenten no logran separarse porque una es la culpa de la otra. Ambas sienten el encierro, pero es la madre la que un día se aleja para seguir su impulso de felicidad.

Cuando regresa se entera de que su hija se quedó con la mirada clavada en la puerta y que tiene fiebre. Yo también he estado enferma, contesta la madre y le muestra las cicatrices. Lloran. También ríen pero sucede que muy pronto estarán trenzadas al cuerpo del mismo hombre con cuchillo, a ese que no anuncia su llegada ni tampoco su partida. Parte y no se lleva nada. Tal vez entonces la madre vea a su hija por primera vez y sentirá amor por ella aunque no se abracen. Dormirán bajo una misma manta, están sangrando por el mismo tajo y se ha hecho tarde. C.D.



 

 

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