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José Donoso diseña su herencia

Ignacio Álvarez
Universidad de Chile


Ponencia leída en las II Jornadas Donosianas 2014. 14, 15 y 16 de abril de 2014.
Santiago, Universidad Diego Portales.



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¿Por qué dar tanta importancia a los señores del año 2000 y siguientes?
¿Y si resultan una sarta de cretinos?
Juan Emar, Miltín 1934


Trataré de hablar sobre la influencia de José Donoso en la narrativa del Chile de hoy. Es una zona que, como muchas cuando se trata de Donoso, puede resultar un poco espinosa, un poco espejeante y un poco incómoda. No pretendo abordarla al modo de un Harold Bloom, estableciendo una red de influencias, de lecturas erradas o rechazos entre los libros de hoy y los del pasado. Es una opción muy válida y probablemente muy provechosa, pero deja en la penumbra un asunto que juzgo previo y que requiere cierto esclarecimiento. Pienso que José Donoso diseñó deliberadamente un modo de influir en los narradores más jóvenes y que gastó una cantidad de energía considerable para institucionalizar su influencia en el futuro. Pienso, también, que los hechos no se ajustaron al diseño que Donoso previó. La historia literaria, ese animal impredecible, se encargó de echar por la borda lo que consideró su legado y en cambio ha apreciado otras zonas de su obra, tal vez las mismas que él habría querido esconder. En algún nivel la historia de la influencia de Donoso en los narradores chilenos es un cuento que todavía no alcanza su moraleja: la historia del segundo chanchito, el que construyó una casa de madera que el lobo, soplando y soplando, logró derrumbar.

¿Cómo preparó Donoso su influencia? Es una historia larga y constituye tal vez el capítulo final de la ambigua relación que estableció con la literatura chilena. En efecto, en Donoso se advierte una tensión de largo aliento en la que su interés por validarse como artista es equivalente a su interés por ser validado institucionalmente. En otras palabras, Donoso consistentemente aspira a ser un eslabón de doble valencia: tan tradicional como rupturista, tan insumiso como canonizado. Se podría observar, con razón, que en eso precisamente consiste la “tradición de la ruptura” de la que habló Octavio Paz al referirse a la vanguardia. Por supuesto, salvo que los modernismos realizan estos movimientos de manera sucesiva (producen una ruptura que luego se vuelve canónica). Donoso, en cambio, lo intenta de manera simultánea: quiere ser a la vez ruptura y tradición.

El primer capítulo de esta historia se llama “Boom” y a Donoso le parece tan importante que en 1972 le dedica un libro completo. En este caso el polo rupturista es la novela “nueva”, y el deseo de institucionalizarse toma las formas del mercado. Donoso —y en esto concuerda improbablemente con el análisis de Ángel Rama— no solo no ve discrepancias entre mercado e innovación formal sino que los piensa como fenómenos solidarios. Así lo señala explícitamente en la Historia personal del “boom”, refiriéndose eso sí a un mercado editorial muy distinto del actual: “Hay demasiadas editoriales ávidas de originales que mantengan en movimiento sus maquinarias comerciales y de impresión para que el escritor de talento muera ignorado” (Historia personal 61-2).

Un segundo capítulo, que tal vez comienza a olvidársenos, corresponde al Premio Nacional de Literatura y al modo inusualmente desinhibido con que lo buscó y reclamó. Como se sabe, en 1986 —el “año decisivo” de la dictadura, el año de Carrizal Bajo y el atentado a Pinochet, el año de la muerte de Rodrigo Rojas Denegri— hubo una áspera polémica porque las autoridades del régimen prefirieron dar el Premio Nacional a don Enrique Campos Menéndez, leal funcionario cultural de la dictadura. Donoso, el candidato natural e indiscutible para el público letrado, no solo no se quedó callado sino que aprovechó varias entrevistas para quejarse por la injusticia. A mí me resulta curioso su afán de reconocimiento institucional en un momento en que las instituciones estaban tan cuestionadas, cuestionadas incluso por él mismo que se oponía abiertamente a la dictadura. Su argumentación, en todo caso, corre en un sentido distinto de la defensa del mercado que utiliza cuando se refiere al boom. En este caso busca amparo en el contrato social: “Creo que este galardón no constituye un premio del régimen” decía en una entrevista con la revista Cosas, “sino del pueblo de Chile. Es un premio que paga el contribuyente con su dinero y que fue instaurado durante la presidencia de Pedro Aguirre Cerda a instancias de la SECH. Además, fue aprobado por una ley que pasó por el Senado y la Cámara de Diputados” (Donoso, “Los premios se dan” 12). Por cierto, Donoso sería el próximo narrador galardonado, ya en democracia, en el año 1990.

Estos datos ofrecen alguna orientación para pensar los efectos, buscados o no, que tuvo su famoso taller literario, inciado a comienzos de los años ochenta. Es cierto que en principio solo intentaba recoger su feliz experiencia en el Writer’s Workshop de la Universidad de Iowa para un campo literario algo perdido y francamente alicaído, como el chileno, pero con el tiempo pertenecer o haber pertenecido a él se convirtió en una marca de distinción, una seña que identificaba con toda probabilidad a quienes heredarían la hegemonía de la novela nacional.

Dos de sus alumnos han dejado registro de las enseñanzas que se impartieron en ese taller; se trata de Carlos Franz y Arturo Fontaine. En lo esencial sus testimonios coinciden, y les propongo revisarlos brevemente para husmear en lo que, puede uno presumir, el propio Donoso consideró su legado. Si hubiera que sintetizar esas enseñanzas hay seis rasgos que, dice Franz, definen el magisterio donosiano: 1. La ficción posee una autonomía radical con respecto a la experiencia de lo real; 2. La literatura debe buscar la experiencia del otro o de lo otro; 3. Debe expresarse el desajuste individual, las zonas de dolor; 4. En su mejor expresión, forma y tema están confundidos, de modo que la forma comunica tanto como su contenido; 5. La escritura literaria es también una labor del pensamiento, se piensa en la página; 6. Aunque no lo formule directamente, la ficción encarna lo contemporáneo (Franz 427-30). Agrego algunos brochazos recogidos por Arturo Fontaine, sentencias que, puedo uno imaginarse, Donoso solía repetir. En un curioso retroceso a la más pura técnica realista, proponía “Particularizar, individualizar. Eso da materialidad, da gusto. Lo abstracto no tiene gusto” (Fontaine 282). Sobre el narrador o el protagonista: “Cuidado con el deseo de permanecer sin culpa (Fontaine 283). Una reformulación de ese pensar en la página: “Cuando uno escribe la historia de un esquizofrénico, en el fondo no quiere — aunque no lo sabe— escribir la historia de un esquizofrénico, sino otra cosa que la escritura misma irá descubriendo” (285).

Vista desde lejos, desde el presente de 2014, creo que puede clasificarse como una poética del pasado, una clásica poética de vanguardia con su doloroso descentramiento del sujeto (y esa fe en lo inconsciente que nunca abandonó a Donoso) y con su correspondiente confianza en que la reunión de lo irracional y lo racional puede iluminar efectivamente la existencia. Tal vez sea duro de decir, pero en lo esencial esa poética, esa clase de poéticas, ya no orientan la producción literaria de hoy en día. Independientemente de sus resultados, de la forma final que asumen los textos, ya no se escribe siguiendo esas convicciones ni recurriendo a esos procedimientos. Debemos reconocer, entonces, que el legado estrictamente estético de Donoso no ha perdurado en la forma en que él lo concibió o lo planificó o, al menos, lo hubiera querido. El relato de Carlos Franz es especialmente atinado a este respecto. Advierte que ni él ni los demás talleristas —“Jaime Collyer, Arturo Fontaine, Gonzalo Contreras, Roberto Brodsky, Alberto Fuguet, Sonia Montecino, Marco Antonio de la Parra, Sergio Marras, y varios otros que sería largo mencionar” (423)— siguieron esas indicaciones siquiera de cerca. Puesto que la estrategia de Donoso fue siempre artística e institucional al mismo tiempo, no resulta difícil concluir que el taller les servía para otra cosa, y esa otra cosa era básicamente un posicionamiento en el campo literario.

A diferencia del frente estético, en el campo literario de los años noventa, al menos en el sector que conocimos como nueva narrativa, muchos se reputaron discípulos de Donoso. Era un trato recíproco: al tiempo que afirmaban la propia voz los jóvenes escritores entronizaban la autoridad del maestro. Escenas como esta que describe Carlos Franz retratan la seguridad y la confianza con que todos los actores se movían en esos años: “En ese taller le celebramos un cumpleaños a Pepe Donoso. Le armamos una ‘coronación’ con otros siete u ocho alumnos. Le cantamos Happy Birthday y le pusimos una coronita de fantasía” (425).

Lo cierto es que esa generación de escritores y escritoras tampoco logró resistir como el grupo hegemónico que estaba destinado a ser, independientemente de sus opciones de escritura. La pregunta razonable es por qué, y ahora que me acerco al final de esta historia me lleno de dudas: ¿fueron desplazados, digamos, por la historia literaria o bien fueron desplazados por un solo hombre, por Roberto Bolaño? El cuento es conocido. En 1998 Bolaño fue invitado por la revista Paula para ser jurado de su concurso de cuentos, y si a su llegada lo esperaba la flor y nata de nuestros narradores, para cuando tomó el avión de vuelta eran bien pocos los que tenían ganas de seguir en contacto con él. La lengua de Bolaño sirvió como un solvente poderoso en las redes del campo cultural: elevó a Lemebel, se enredó en una polémica bastante tonta con Diamela Eltit y, lo que nos importa ahora, parte de su bilis se derramó sobre los jóvenes discípulos de José Donoso, a los que un poco más tarde llamó “donositos”.

La parte menos relevante de ese episodio es el juicio de Bolaño sobre la obra o la estética de Donoso que, como es fácil de adivinar, será siempre reprobatorio. Bolaño advirtió de inmediato que el costado más valioso del legado donosiano era ese lugar de privilegio que tenían los alumnos de su taller. Y ese flanco es el que ataca con más fiereza. Sus palabras son las siguientes: “Desde los neoestalinistas hasta los opusdeístas, desde los matones de derecha hasta los matones de izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos de Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman sus discípulos” (Bolaño 101). Son probablemente las mismas palabras que habría ocupado para describir la escena de la coronación de Donoso en su taller, durante su cumpleaños, si es que la hubiera conocido.

Como decía, es tentador pensar que Roberto Bolaño, él solo, barrió con el legado que José Donoso ideó y cuidó como aquello que sería su herencia. Preferiría, sin embargo, pensarlo como el síntoma de una fuerza más importante y más inexorable, el paso del tiempo.

Pueden decirme, con razón, que hasta ahora no hablé del legado de José Donoso, que en realidad solo me dediqué a contar en qué no consiste su herencia. Lo reconozco. En mi defensa solo diría que este recorrido negativo permite al menos afirmar una cosa: que si queremos encontrar el legado de Donoso habrá que buscarlo de modos laterales, indirectos y tal vez, como él mismo aprobaría, más en lo inconsciente que en lo deliberado.

 

 

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Bibliografía

- Franz, Carlos. “El legado de José Donoso a la generación emergente chilena”. Revista de Estudios Hispánicos 35 (2) (Mayo 2001): 421-32.

- Fontaine Talavera, Arturo. “Donoso en su taller”. Estudios Públicos 80 (primavera 2000): 279-86.

- Donoso, José. “Los premios se dan por razones políticas, especialmente en Chile”. Entrevista con Francisca Aninat. Cosas 259 (2 de noviembre de 1986): 12-3.

- Donoso, José. Historia personal del “boom”. Santiago: Andrés Bello, 1987.

- Bolaño, Roberto. “El misterio transparente de José Donoso”. 1999. Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003). Ignacio Echevarría, ed. Barcelona: Anagrama, 2006.



 

 

 

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