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Animitas

José Donoso
Publicado en Revista Araucaria de Chile, N°29, 1984



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Dicen que en otros países, en Grecia, en Bolivia, también existen con iguales características que las nuestras. Pero así, benignas y en diminutivo, como tantos vocablos chilenos, la palabra tiene una curiosa aceptación entre nosotros: nuestras animitas son modestos santuarios populares, pequeñas casitas-altares de menos de medio metro de altura, torpemente construidos de ladrillo y mezcla, que a veces vemos al borde del camino, casi como al filo del olvido. Junto a ellas, de noche, arden velas, y de día se marchitan flores en viejos envases colocados sobre el suelo manchado de negro de humo y cerote. Pasa el viento nocturno y tiemblan y se apagan las velas, que a la noche siguiente otra mano piadosa vuelve a encender si quedan restos de pabilo, o a rayo de sol se calcinan las flores que después la lluvia barre. Pero llovida y calcinada, la animita permanece en su lugar, porque está amarrada a él, esperando a otros devotos, otro día, o quizá otro año.

Estos santuarios que evocan a las ánimas del purgatorio que se quedaron rondando nuestra vida —"... our little life is rounded by a sleep", dice Shakespeare, en La tempestad—, se alzan en lugares donde ocurrió una muerte violenta, por accidente o por asesinato. Pero las animitas, aunque conmemoren violencia y tragedia, no infunden temor. Son presencias buenas, tutelares, que interceden ante el Dios de los pobres para que conceda a los solicitantes —a veces familiares del muerto, o en el caso de animitas de prestigio aquellos que creen en su eficacia— los favores que se les pide si se acude al lugar donde perdieron la vida para rezarles un avemaría o encenderles una vela: un lugar, un nombre, a veces ni siquiera eso, una historia casi olvidada, pero la difusa y tenaz memoria popular conserva el sitio, lo hace legendario y lo dota de poderes.

Nuestras animitas son sobrios santuarios del recuerdo que encienden apenas una chispita de pensamiento al pasar, humildes súplicas a la eternidad que todos sabemos no cederá su secreto: sin embargo, el pueblo justiciero se aferra a la memoria, y no pierde su fe en que aquellos que cayeron víctimas de la violencia cayeron con algún propósito, para algo, y así conservan gran derecho y autoridad. De trecho en trecho, a la entrada de las ciudades, aparecen animitas milagrosas que a medida que se va cerrando la noche arden con una luz más endeble, pero más elocuente que el fulgor de la metrópoli en el horizonte.

En los días cercanos a las fiestas de fin de año, mientras la ciudad empobrecida enciende la electricidad de sus árboles navideños comerciales, tengo la curiosa sensación de que el número de animitas parece haberse multiplicado. En los caminos, en las poblaciones y barriadas, los allanamientos han hecho que manos anónimas las erijan por todas partes, y el desconocido que perdió allí su vida al huir por una esquina oscura que no lo ocultó, o al caer con una bala al borde de una calle, muertes todas éstas que los periódicos callaron, tendrá, en algunos casos, su pequeño santuario frágil y pasajero, cuya luz durará tanto como dure el recuerdo familiar o amigo, antes que sus compañeros se muden a otros barrios o también caigan, o que los años o el temor a las balas perdidas en la oscuridad o la miseria dispersen a la familia.

Las animitas no son sólo un fenómeno de nuestras carreteras y barriadas: las hay urbanas, que miran el Pacífico desde los cerros sobrepoblados de Valparaíso, o en las plazas de los pueblos. En el centro mismo de Santiago, en las calles más concurridas y populares alrededor de la Estación Central, está el famoso Romualdito. Estas calles, durante las fiestas de este año, se ven invadidas de ansiosos comerciantes ambulantes que poco menos que ruegan a la muchedumbre que les compren unos calcetines de Taiwán, un feo juguete de plástico, un atado de matico para infusiones que curarán el dolor de muelas o la pena. Cada tanto rato, la policía hace una batida contra esta nube hormigueante como de zoco, dispersándola porque se trata de comerciantes sin licencia —se habló incluso de multar a quienes les compraran—, pero al poco rato vuelve a instalarse la nube como de moscas, plañideros, insistentes, angustiosos, ofreciendo sus pobres mercancías.

En una de estas calles existe un viejo paredón cubierto de exvotos, el pavimento resbaloso de cerote, y pese a los bocinazos y frenazos de buses y autos y a los pregones y gritos del ajetreo urbano, hay quien se detiene para rezar una oración o encenderle una vela a Romualdito, la animita más famosa de Chile: "Gracias, Romualdito, por el favor concedido...". "A Romualdito, en recuerdo...". "A Romualdito, agradecido...". Personas que no son más que iniciales, clubes de fútbol, personal de una institución que agradecen con una plaquita o un letrero a Romualdito Ibáñez, Ivaniz, Evans, Ibane: el tiempo fabrica infinitas mutaciones del apellido olvidado, pero el barrio entero tiene clara la identidad de Romualdito: hace milagros, dicen, concede favores, pide por otros este santo popular no canonizado por otra cosa que por la violencia con que murió. Está instalado allí como un habitante más del barrio, el más poderoso y prestigiado, aunque nadie esté muy seguro quién fue, ni qué sucedió, ni cuándo, ni por qué.

Las versiones se agigantan, se enredan, se contradicen. Sólo permanece estable el nombre, Romualdito, así, en diminutivo cariñoso, el muro ennegrecido por el humo de velas y escamado de plaquitas metálicas de exvotos, la devoción popular viva aún en medio de la ciudad desilusionada y polucionada y ardiente, la necesidad de alguna clase de protección, la aspiración a no olvidar ni a ser olvidados que sienten todos los seres humanos, Dicen que Romualdito fue un muchacho de 18 años que asesinaron en esa vereda hace casi medio siglo. Pregunto quién lo asesinó. "Los otros...", me contestan.

Siempre hay "los otros", entonces y ahora. Unos dicen que murió víctima de una cuchillada, otros que de un disparo de pistola de "los otros" desde la vereda de enfrente..., alguien dice que fue en una pelea de borrachos, probablemente discutiendo de política, porque en Chile siempre se ha discutido de política, para bien o para mal, las lealtades se han aireado a gritos en la calle.

En todo caso, nada se sabe: queda un nombre, Romualdito. ¡Es más de lo que queda de tantos! Y en estas tristes fiestas de la limpia y digna pobreza chilena de 1984, la elocuencia de estas animitas que recuerdan a las víctimas de un acto violento —tan ajenos a nuestra dulzura natural, a nuestros diminutivos y vacilaciones—, estas memorias iluminadas en la noche por cientos de velas, como en el caso de Romualdito, o por la solitaria vela en la noche del campo en las carreteras perdidas del Sur, parecen transformarse en metáfora de nuestro obligado silencio.

 

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Los escritores se ven obligados hoy, en Chile, no sólo a convertir en metáforas su obligado silencio, sino a sufrir agresiones francas que escapan a la mera definición retórica. Lo sabe José Donoso, el novelista de Coronación, Casa de Campo, El jardín de al lado, y tantos otros libros notables, a quien Araucaria expresa su solidaridad, dando a conocer a sus lectores este artículo, que publicamos —señálese para eximir a su autor de responsabilidades por decisiones que él no ha tomado— por pura y espontanea determinación nuestra.



 

 

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