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José Donoso:
Entrevista a propósito de «El Obsceno Pájaro de la Noche»


Publicado en LIBRE. Revista crítica trimestral del mundo de habla hispana.
Nº 1, Francia, septiembre-noviembre 1971


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La aparición de «El Obsceno pájaro de la noche», última novela del escritor chileno José Donoso, ha suscitado vivo interés en el público de habla española. La compleja construcción de esta obra, el mundo que revela, sus hallazgos y búsquedas formales, atrajeron de manera preferencial la atención de los críticos. A propósito de observaciones hechas al libro, hemos formulado algunas preguntas al autor. Presentamos a continuación sus respuestas. L.


—L. Indudablemente, en relación a sus obras anteriores, EL OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE presenta una estructura más compleja. ¿Qué significado reviste para el autor dentro del conjunto de su obra esta novela?
J.D. El haber «agarrado» por fin mis temas. Dicho de otra manera, creo que por fin se hizo forma estética el hecho vital de que mis temas me «agarraron» a mí, y sometiéndome, me impusieron una forma. Desde el fondo de mi biografía y a lo largo de todo lo que he escrito, esta forma venía gritando mi nombre. En mis novelas anteriores se nota cierta simplicidad porque eran fruto de un programa, de un plan, conocía el resultado antes de comenzar a escribirlas, iban de intención contentísima, y eran, por lo tanto, tentativas. La realidad descrita en ellas, las más de las veces, es más literal que literaria, transposición de personajes y lugares elegidos en mi galería para expresar algo con ellos. Y hay una clave para desentrañar el significado, lo que hace de mis novelas anteriores «metáforas». Madurar literariamente —si éste es el fenómeno que a mí me ha ocurrido y como tengo cuarenta y seis años ya era tiempo— ha sido darme cuenta que uno nunca expresa lo que tuvo intención de expresar sino otra cosa. Para mí la obra literaria no puede ser un cúmulo de signos con significaciones específicas conocidas. Un personaje de «José en Egipto» de Mann, dice : «El hombre sólo puede dar aliento a lo que no conoce». Creo que EL OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE es un libro con una estructura más compleja porque sólo lo fui conociendo al ir escribiéndolo. Lo que en él hay de experimentado y conocido se fue haciendo forma al integrarse al PÁJARO; al ir escribiendo, mi experiencia se fue haciendo estructura, no fue sólo una traducción de la realidad. Es la menos planeada de mis novelas, a pesar de que haya tenido que pasar por el infierno de infinitos planes contradictorios. Yo no se qué significado tiene EL OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE, para qué escribí sus casi seiscientas páginas durante ocho años. No sé ni siquiera si tuve intención de decir algo concreto en esta novela, me parece más bien que no. No conocí el final hasta que después de los ocho años, llegué a él. Fueron ocho años de encarcelamiento dentro de Pájaro. Al salir de esa cárcel me pareció clarísimo que no quise decir nada escribiéndolo: su esencia eran esos ocho años de lucha por salir de él, por desprenderme de esa forma estética que desde siempre me tenía aprisionado.

—L. Se advierte en la novela gran profusión de técnicas. ¿Qué parentescos o coincidencias reconoce usted con autores o tendencias de la narrativa contemporánea? ¿Algún nexo con el «nouveau román»?
—J.D. No estoy muy seguro de que exista eso que se llama «originalidad» literaria. Puede haber, claro, originalidad de planteos literarios, pero los planteos literarios son una cosa muy distinta a la literatura. Me parece que la debilidad del «nouveau román» —hasta donde lo conozco, no soy gran lector de estos novelistas— es que no llegan más allá de su planteo literario. En el OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE tiré todas las pretensiones de originalidad al viento, y robé, imité, aprendí, usé a todos los escritores que me iban tocando. Evidente es, para quién haya leído a Henry James, que su atomización de la personalidad señala más que una manía psicologizante una irresuelta angustia cultural, y al transubstanciarse en «forma» por medio de sus manipuleos del punto de vista, informa la esencia de EL OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE. Proust, naturalmente, ese maestro de mutaciones, ese pulverizador de tiempos y espacios, ha sido otro maestro. También Celine, con su valoración de lo abyecto mediante la carcajada, la exageración, la parodia, he sentido su presencia no sólo en sus obras, sino también en Gunther Grass, en Cortázar y en los grandes novelistas contemporáneos norteamericanos. Volver a leer a Sterne siempre me cambia el foco, me hace revivir, aunque permanezca impasible ante la lectura de Cervantes —defecto mío, no limitación de Cervantes. Me declaro francamente ecléctico, una olla podrida de últimas lecturas. Es facilísimo encontrar en el PÁJARO huellas de todos mis contemporáneos latinoamericanos: he robado descaradamente de Carlos Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, Onetti, Sábato, Lezama Lima, Borges, y para qué decir nada de «Pedro Páramo» de Juan Rulfo. Me gustan tan poco los novelistas que se limitan a contar un cuento como los que se limitan a hacer piruetas formales. Me apasionan, en cambio, los escritores cuya materia vital estalla desde el centro de un hallazgo formal y es simultánea a éste: Gombrowicz, por ejemplo. Lo que más me aburre son los novelistas inteligentes en primera instancia, los que plantean y discuten ideas, sobre todo si son ideas «importantes»: me gusta Camus ser humano, no Camus escritor; me interesa Sartre pensador, novelista no. Getrude Stein le dijo al joven Hemingway una gran verdad: «Remarks are not literature.» Y aunque sea peligroso si no se tiene el genio de Henry James, me parece un ideal de novelista aquello que observó T.S. Eliot: «Henry James tenía tal inteligencia que ninguna idea jamás pudo violarla.»

—L. Algunos críticos observan que sus novelas se ocupan de manera preferencial de una clase y de un mundo que tiende a desaparecer dentro del panorama social chileno. Si esto le parece exacto ¿cómo podría explicar dicha inclinación?
—J.D. Nada me irrita tanto como los críticos que reducen mis novelas a sus elementos sociales, esos que quieren que yo haya escrito el «canto del cisne» de las clases sociales chilenas. Las clases sociales desaparecieron en Chile hace muchísimo tiempo. En mis novelas utilizo las colas que alcancé a atisbar, pero las utilizo como un arquitecto utiliza hormigón, hierro, vidrio: quinientos sacos de cemento apilados en un almacén es muy distinto al edificio construido. Las clases sociales, tal como las dibujo en mis libros, son imaginarias. Me explico: nací en una familia de posición social ambigua, con un pie en la oligarquía y otro en la clase media, pero desterrada de ambas; y crecí en una época que las clases sociales iban perdiendo importancia, los matices se confundían, y quedaban sólo pintorescos residuos. Por razones psicológicas personales, neurosis juvenil o lo que se quiera llamarla, ese mínimo matiz de destierro al que ya nadie daba importancia más que yo, se fue hinchando en mi como un abceso, se hizo doloroso, cruel, obsesivo, y durante mucho tiempo este desface subjetivísimo —además de otros desfaces subjetivos que se hicieron abceso y deformaron otras áreas de mi personalidad— me sirvió de lupa para mirar el mundo, magnificando algo insignificante. Sin embargo esta insignificancia tomó en mi la forma de un sentimiento de marginación, vivido con tanta fuerza en cierta época, que determinó mi elección, entre millones de materiales posibles, el juego de clases sociales, su derrumbe, su poder, su magia, su sujeción. Al escribir estilicé, sublimé, exageré, condené, defendí, idealicé. El historiador que pretenda llegar a conocer la «sociedad» chilena por medio de mis novelas quedará muy mal servido. Lo que hay en mis novelas no es un retrato de «un mundo que tiende a desaparecer dentro del panorama chileno actual»: en la realidad ese mundo desapareció hace decenios. Hay, en cambio, un retrato de mi relación con ese mundo apenas atisbado, casi puramente imaginado, pero que por alguna razón produjo mi obsesiva relación con ese mundo. He inventado ficciones que me vengan, me consuelan, me defienden, me aseguran. Mi vida ha sido llena de anécdotas y lecturas, pero nada me ha determinado tanto como aquel sentimiento de destierro inicial que muy joven adiviné en mi familia, fijando el tipo de ladrillos que utilizaré, quizás para siempre, quizás no, para construir lo que construya. No, no escribo «el canto del cisne» de las clases sociales en Chile. Escribo una historia subjetiva, fantástica, suscitada por ese dolor inicial. Leyendo a Painter uno se da cuenta de la gran diferencia que hubo entre el mundo social real del tiempo de Proust, y el mundo «proustiano», y que la esencia de Proust está, justamente, en esa deformación. Y leyendo las cartas de los amigos de Fitzgerald uno comprueba lo mal cimentada en la realidad de su sensación de diferencia y marginación frente a los ricos que envidiaba. Esas inexactitudes no tienen importancia. O más bien la tienen toda porque son literatura y la verdad no.

—L. En casi todos sus libros, pero especialmente en EL OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE aborda usted el tema de la decrepitud y de la degradación extrema. Están, por una parte, las viejas; están los monstruos, y el mundo que los rodea parece en permanente descomposición. ¿Dónde, a su parecer, podría situarse el punto de partida de esta obsesión?
—J.D. Max Weber dijo no se dónde: «Es un error suponer que sólo lo que es culturalmente valioso es culturalmente significativo.» Esta frase podría ser una justificación. Pero prefiero llevarlo todo al terreno de lo subjetivo con el fin de evitar el tono de «la literatura tiene que ser...», «la novela tiene importancia cuando...» que no me siento con solvencia para adoptar. Así como el miedo, para los niños, se puede encarnar en la figura del lobo, por ejemplo, hay fantasmas que desde siempre han rondado mi vida encarnando la amenaza y el terror. Ya hablé del fantasma del destierro y lo que en mí determinó. El abandono es otro: se encarna en esos seres abyectos, desolados, inútiles, desechados, residuales, decrépitos. Como no creo en el infierno y soy un ser acosado por sentimientos de culpabilidad, necesito inventarme un infierno fijando mis ojos en esa antesala de la muerte donde la vida se remansa, se detiene, se pudre, allí dónde los seres que la sociedad ha estrujado van a dar con sus huesos. En EL OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE el tema de la expiación por unos de las culpas de otros se repite obsesivamente. Esos residuos humanos, grotescos, doloridos en su camastro de asilo u hospital están expiando mi culpa, yo soy ellos, pero no, los dejo ahí y yo sigo: es una obsesión enraizada en mi infancia. Quizás desde alguna visita que mi padre médico me llevo a hacer a algún hospital infecto de mi adolescencia, y esas figuras quedaron quemadas en mi retina, sin significado entonces, pero adquiriendo poco a poco un amplio espectro de connotaciones que determinaron, quizás, mi elección de esos temas que la pregunta señala. Los abyectos, las abandonadas, los monstruos son, quizás a un nivel, los que expían las culpas de los que encerraron a las viejas en el asilo y a los monstruos en La Rinconada, enseñándoles que tendrán una vida venturosa si repiten exactamente los gestos de la sociedad, y se engolosinan con sus residuos. Creo que mi profundo sentimiento de culpabilidad social, humana, intelectual, cultural, personal, quizás hasta metafísica, esté encarnada en esos seres decrépitos y degradados. Sólo cuando yo llegue a ser un imbunche, supongo, me sentiré limpio.

—L. La primera mitad de su novela denota una progresión de la intriga. En la segunda, a través de una serie de reiteraciones, el ritmo disminuye. ¿Es un efecto deliberado o corresponde a otra causa?
—J.D. Varios críticos han dicho que esto sucede al PÁJARO. Pero al escribir la novela no tuve conciencia de ello. Si es un defecto sería fácil justificarlo: no todas las novelas de 552 páginas deben ni pueden mantener un ritmo homogéneo; hasta las más grandes novelas de esta longitud tienen baches; es sólo un cambio de ritmo buscado con toda intención para expresar la lenta extinción de un mundo. Pero en realidad, nada de eso me sirve ni nada es verdad. La novela, a pesar del trabajo que me costó, salió de mis manos como salió. No creo que ni un año ni dos años más de trabajo hubieran acelerado el ritmo ni parchado el bache. Tengo que conformarme con que finalmente haya resultado así pese a todo el trabajo. Lo curioso es que ese bache ha sido situado por lectores y críticos en sitios variadísimos. Algunos lo sienten cuando la acción sale de la Casa de Ejercicios. Otros señalan el episodio entero de la Rinconada, que los de más allá consideran lo más brillante del libro. Hay quién lo sitúa en el largo delirio del Mudito en la clínica, y quién siente que toda la novela se desinfla exactamente después de ese episodio. Si son las reiteraciones lo que disminuye el ritmo, entonces, claro, es algo buscado: alrededor de la mitad de la novela vi que el libro que escribía me iba encerrando, que estaba escribiendo un libro de encierro y limitación, obsesivo y por lo tanto reiterativo: la Casa es una reiteración de la Rinconada es una reiteración del imbunche es una reiteración de las mentes clausuradas de las viejas, el adobe de una casa se repite en otra, una anécdota se ve desde otro foco y cambia permaneciendo la misma. En fin, es dar vuelta y vuelta como un animal enjaulado, como la repetición eterna de «El Carnaval de Venecia». Mi teoría es que, hacia la segunda mitad del libro lo que no se percibió como reiteración en la primera mitad simplemente porque no se había repetido suficientes veces, llega a hacer sentir su peso, y puede cansar al lector. En fin, todo esto es una justificación posterior de algo que quizás no haya necesidad de justificar.

—L. Hay en el libro una evidente preocupación por explorar diversas posibilidades del lenguaje narrativo. ¿Podría explicar cuál fue el criterio que orientó su búsqueda en ese sentido? ¿En dónde ubicaría, dentro del contexto de la nueva narrativa latinoamericana, esa búsqueda?
—J.D. No tengo la pretensión de llamar «criterio» lo que orientó mi búsqueda. Fue, más bien, algo determinado por la naturaleza misma de mi experiencia y de su proceso al transubstanciarse en objeto estético. Esta unidad lenguaje-contenido había sido privativa, hasta ahora, de la poesía. El hecho de que podamos analizar y criticar hoy una novela latinoamericana a nivel de lenguaje, y la consideremos la crítica más valiosa, dice mucho del cambio que ha sufrido la crítica, pero dice más aún del cambio experimentado por la novela latinoamericana, en la que ahora asoma una independencia y una valorización del lenguaje. Hasta hace relativamente poco dominó en Latinoamérica el ideal del lenguaje «correcto», el mismo ideal que rige, y en gran parte limita, la novela española contemporánea. Este ideal de corrección, que podía estirarse hasta englobar los residuos de algún adjetivo o adverbio lujoso dejado por los modernistas, nos transformaba en una especie de primos pobres de los españoles, deseando siempre emularlos, pero jamás alcanzando su atildamiento estilístico. Al lado de un Gabriel Miró, por ejemplo, un Augusto d’Halmar queda bastante hortera. Esta fue una de nuestras presiones esquizofrenizantes. Por otro lado existía en Latinoamérica la importancia del «contenido», la necesidad de poner en relieve los valores vernáculos y exaltarlos —pero el horror era que era necesario exaltar esos valores vernáculos manteniendo siempre el ideal de pureza y corrección académicos españoles en el lenguaje. Este proceso esquizofrénico —la pureza española en el idioma por un lado, la pureza vernácula de contenido con su papel misionero por otro— dió una narrativa que hoy resulta difícil de paladear. Fue sólo cuando los escritores latinoamericanos tiraron al aire los ideales de pureza y se declararon impuros, mestizos, bastardos, sin padre, sin madre, cuando se independizaron de los conceptos de corrección y de misión, que la narrativa latinoamericana se puso en marcha. Creo que hoy —en todo caso hablo en nombre mío y no pretendo representar a nadie— el concepto de belleza en el lenguaje no se busca fuera de la novela particular que leemos, sino que dentro de ella, en las reglas que el escritor impone dentro de su obra. El criterio no es la corrección. Ni siquiera la belleza, por lo menos la belleza con referencia a cosas fuera de la obra particular. El criterio es, más bien, la eficacia con que este lenguaje bastardo y suelto, independiente y mestizo busca ceñir y definir una forma estética: cuando el resultado de esto es positivo, entonces, claro, se pueden volver a usar todas las viejas palabras; belleza, corrección, expresividad, sutileza, sabiduría, elegancia, fuerza. Pero para que así sea, tiene que abarcarlo todo: desde el lirismo a la escatología, bajar al infierno y subir al cielo, pelarse y endurecerse como un hueso seco y florecer para después podrirse, anglicismos, galicismos, localismos, reiteraciones y pleonasmos, todo lo que era considerado vicio del lenguaje lo usamos —y creo que no soy un caso aislado dentro de la literatura latinoamericana— con el propósito de crear un objeto literario que contenga un mundo paralelo a la realidad, pero distinto a ella, una alternativa imposible que devore la inteligencia.

 

 

 

 



 

 

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José Donoso: Entrevista a propósito de «El Obsceno Pájaro de la Noche»
Publicado en LIBRE. Revista crítica trimestral del mundo de habla hispana.
Nº 1, Francia, septiembre-noviembre 1971