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José Donoso: "La desesperanza"

Por Ignacio Valente
El Mercurio, 23 de Noviembre de 1986


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En esa memorable novela que fue Casa de campo, José Donoso superó con éxito el desafío de novelar el Chile del régimen militar, sólo que lo hizo mediante la forma oblicua de la fábula y la trasposición fantástica. Hoy en La desesperanza (Editorial Seix Barral), enfrenta el desafío más difícil de narrar el Chile de 1984 -el estado de sitio, la cotidianeidad política-policial, la violencia y la desesperanza de cada episodio- con el lenguaje directo de la verosimilitud. Este lenguaje se articula en torno a la muerte y el entierro de Matilde Urrutia de Neruda, y fluye en apretadas 330 páginas circunscritas por El crepúsculo de su deceso, La noche y La mañana de su funeral, las tres desiguales partes del extenso relato.

El recuerdo del poeta y de su viuda, si bien ocupa cierto espacio narrativo, es casi el pretexto para convocar a los verdaderos protagonistas. El primero de ellos es Mañungo Vera, un cantante de izquierda de la onda post-hippie, de 34 años, ausente del país desde antes del 11 de septiembre, un día famoso y revolucionario, hoy algo pasado de moda en Europa y un tanto aburguesado, que regresa de París a Chile por un vago imperativo de identidad, a vivir su previsible saison en enfer criolla, que comienza en la casa de la difunta viuda. Allí se arremolina una variada fauna político-social-literaria, compuesta por personajes que ni entonces -en el momento de su presentación biográfica- ni en los episodios sucesivos terminan de convencer: son estereotipos, caricaturas, sujetos que el narrador mueve con cierta pesantez, acarreando lentamente su material anecdótico, y cuya ausencia se agradece cuando la acción vuelve a centrarse en Mañungo, en las fracturas de su conciencia política, en su estado de duda metódica, en su claroscuro moral.

La primera parte, El crepúsculo, termina aceptablemente, porque a pesar de los mencionados tropiezos se insinúan dos sujetos dinámicos, Mañungo y Judit. A estas alturas, sin embargo, queda claro que el idioma de la novela está a medio hacer: que su prosa no es buena, que avanza sin fluidez, por lentos rodeos y aproximaciones circulares del significado que se desea. Hay, desde luego, simples descuidos o faltas de oído, como juntar en un corto espacio un "lanzaba" con un "abalanzaban" y un "abrazar". Pero aparte de la negligencia, está la falta de brillo del lenguaje: no una buscada opacidad, sino una carencia de terminaciones verbales, de detalles, de pincelada fina. Este lenguaje narrativo se limita a la brocha gorda.

La desesperanza del título se refiere a la espiral de violencia y rencor sordo que sacude al país. La pasión que moviliza el protagonismo de Judit -la columna vertebral de la novela- es la laceración moral que sigue a la tortura y el deseo de vengarla, pasión que se transmite a poblaciones enteras en forma de "contactos enlazados por necesidad de venganza como un impulso ajeno a toda ideología". Los actos públicos -como el entierro de Matilde- se cumplen en medio de un cerco de ametralladoras. El poder es brutal y omnipresente. La noche del toque de queda es surcada por vehículos blindados y por helicópteros. La palabra recurrente para describir el país es "infierno". El pueblo vejado se hace presente en el corazón de la burguesía del barrio alto, bajo la forma de esas redes de mendigos nocturnos que escarban en la basura y al mismo tiempo son agentes secretos de inteligencia revolucionaria. No me corresponde, desde luego, juzgar de la "verdad" de esta imagen de Chile: sólo puedo dar cuenta de ella como circunstancia de la novela en términos de coherencia literaria, que es positiva. Queda al lector discernir qué es verdad extraliteraria y qué es fantasmagoría donosiana.

La segunda parte, La noche, es ciertamente y a mucha distancia la mejor de la novela, entre otras razones porque queda entregada al protagonismo casi exclusivo de Mañungo y Judit.

Esta encarna un carácter femenino tan notable como complejo. Niña de clase alta que se rebeló contra su familia, primero comunista, luego mirista, torturada por la policía política pero no violada como sus cuatro compañeras de recinto, en su deseo de vengarse y vengar a las demás hay una especie de oscuro masoquismo frustrado, a la vez erótico y político. La noche es la odisea del intento de su venganza del torturador-no-violador, en la improvisada compañía de Mañungo, que se ve arrastrado por ella a la acción.

Este casi centenar de páginas es narrativamente lo más sólido de la novela. Es el tiempo de la acción y el diálogo más logrados, y su interés sólo decae cuando, en ciertos flash-backs que recapitulan el pasado político-policial de Judit, el relato adquiere cierto aire de reportaje pesadamente periodístico, que evoca momentos semejantes de las dos novelas de Isabel Allende. Pero Donoso se recobra pronto, y es visible su talento para acelerar la acción e introducir suspenso y fuerza cuando la lectura empezaba a hacerse monótona. El desenlace de la larga espera nocturna en un jardín del barrio alto es enteramente donosiano. La complejidad erótico-política de Judit la conduce extrañamente a las puertas de la venganza y, cuando llega esta posibilidad, a su propia anulación.

La tercera y última parte, La mañana -el funeral de Matilde Urrutia-, se hace larga y lenta casi desde el comienzo. Otra vez se encuentran todos los protagonistas de la primera parte, y casi todos ellos son aun más esquemáticos que al comienzo. Hay largos y aburridos parlamentos. Estas 130 páginas parecen trabajosamente escritas; desde luego, no se leen sin trabajo. La intriga en torno a la Fundación Pablo Neruda, a los papeles y colecciones del poeta, resulta muy poco atractiva. Ocurre muy poco en muchas páginas. Incluso el protagonismo de Mañungo y Judit -con la excepción del episodio del cementerio- es pesado y lento: no parecen los caracteres de la noche anterior.

Después de muchas páginas superfluas, estiradas a costa de recursos más bien fallidos, el desenlace policial de la muerte de Lopito no alcanza a dar interés a una novela que ya perdió su rumbo. El propio aire antimilitar adquiere un tono edificante, que en el resto de la novela no tenía. El final simplemente desdice de José Donoso, por lo mecánico de sus procedimientos. La súbita conversión de Mañungo a la militancia activa contra el régimen tiene una tonalidad de falsete heroico y de moraleja engagée, como de novelista principiante. Me pregunto qué absurdo imperativo obligó a Donoso a prolongar hasta la página 329 una novela que agotó su substancia narrativa en la página 198, dándole el innecesario carácter de una novela frustrada.



 



 

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