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El mundo de José Donoso

Por Cristian Huneeus
Publicado en revista Amaru N°4, Lima, octubre-diciembre de 1967


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La reciente publicación de Este Domingo (Zig Zag, 1966) marca un claro paso adelante, aún cuando no todavía un paso enteramente firme, en la trayectoria de José Donoso (1925), el más significativo de los narradores chilenos de su promoción y uno de los contados cuya obra merece la pena discutir en un plano de futura relevancia americana —forzado a comprometerme, diría que escasamente tiene un compañero, Jorge Edwards (1931), y talvez uno que otro en ciernes—. Sus títulos hasta la fecha son cinco: tres libros de cuentos, el tercero de los cuales engloba al segundo: Veraneo, 1955, Dos cuentos, 1956, y El charleston, 1960 (los que, sumados a un par de textos excluidos de volumen han sido reimpresos por Zig Zag, 1966, en Los mejores cuentos de José Donoso), y dos novelas: Coronación, 1957, y Este domingo.[1]

Por los años en que Donoso iniciaba su carrera no hubo escritor nacido entre los años 20 y 30 que negara su aporte a la invención y difusión de lo que los propios interesados denominaron "Generación del 50". Todos concurrieron, con mayor o menor complicidad, a las antologías, foros, lecturas y polémicas, al bullado ensayo general de escándalos montado, entre otros, por el novelista Enrique Lafourcade, la figura pública del momento literario. La "generación" se impuso, no exactamente por su calidad —patente en Donoso y Edwards como en los cuentistas Giaconi y Blanco y en los hermosos relatos del poeta Enrique Lihn— sino más bien por algo que, en general, los valiosos y los olvidables ofrecían en igual medida: una materia novelesca que permitía a la burguesía urbana consumidora de libros reconocerse a sí misma (los títulos del "50" resultan elocuentes al respecto: Gente de la ciudad, El charleston, Islas en la ciudad, La difícil juventud, etc.) y reconocer a un medio que veía a diario en las calles no muy numerosas de Santiago y al que ahora ingresaba vicariamente a través de la nueva literatura: la alta burguesía.

Antes de caracterizar el mundo que expresa el "50" en sus narraciones, quiero explicitar que me refiero sólo a quienes han escrito novela (Lihn, Giaconi y Blanco permanecen en el territorio del cuento y apuntan a temáticas que sólo tocan tangencialmente las que aquí señalo) y que si bien es un mundo que define un momento generacional, sólo alcanza trascendencia en las novelas de promesa efectiva, es decir, en Donoso y Edwards. Se trata, en fin, del mundo de la alta burguesía vista desde dentro con un ojo que ama y odia, destructora y destruida por la caducidad de sus valores. Ilustran una situación histórica característica de Chile, país que no ha padecido trastornos institucionales dignos de nota, cuya evolución hacia la democracia ha carecido por consiguiente de vuelcos profundos y ha mantenido, en líneas generales, intacta su estructura de clases y la significación mítica de la clase dirigente. Al revés de lo que ocurre en países más avanzados, como por ejemplo Argentina, la oligarquía en Chile no ha tenido que vérselas con la existencia simultánea de otro u otros centros de poder social (Chile es demasiado una aldea como para eso) ni con la amenaza seria de verse deposeída por un grupo marginal, amenaza que representó el Frente Popular en sus primeros años de gobierno (y que representaba el FRAP en su postulación presidencial de 1964).

Así, si bien no detenta plenos poderes, como en el buen siglo pasado, la oligarquía aún ocupa sitio central en el sistema económico-social chileno. Este mismo hecho subraya la insuficiencia de sus criterios, que ya han dejado de responder, para qué decir a necesidades sociales, a simples y básicas realidades personales. Y es aquí donde la vigencia como observación sociológica de las novelas del "50" encaja con algo de mayor trascendencia y de significación más universal: el enjuiciamiento interno, lúcido y mordaz, de una clase que decae y se descompone, representa, en esencia, una búsqueda de autenticidad.

Con lo dicho nos situamos de lleno en las tensiones dentro de las que gravita el mundo de José Donoso.

Veraneo, su libro inicial, las anuncia en diversos sentidos. Pero no las perfila todavía con nitidez. Siete cuentos componen el volumen, que por su variedad temática y técnica mereció de un crítico el calificativo acertado (aunque antipático) de "muestrario". De hecho, forman un amplio abanico de percepciones en diversos ambientes, que no hace sino resaltar, cuando se le mira en perspectiva, las singulares dotes de observación de José Donoso, y su temprana artesanía. Puede que caigan en lo melodramático (Fiesta en Grande), lo preciosista (Veraneo) o lo superfluo (Una señora), pero aun cayendo, se sostienen por la observación concreta, ironizada y precisa, de modos de hablar y vestir, de tipos y de situaciones, de maneras (manners), propias de cada una de las clases sociales que retrata. (No en vano Donoso hizo su aprendizaje en Henry James.) Hay otro elemento en Veraneo, básico en la constitución de todo escritor, y es el patente gusto por escribir, simplemente por escribir, sin otra finalidad que la de entretener escribiendo: Veraneo es un libro que tiene suspenso y colorido. Pero hurguemos en lo que nos interesa. Ya Dos cartas nos sitúa parcialmente en la veta que Donoso va a explorar más tarde. El cuento, uno de los menos distinguidos pero más reveladores del volumen, es un mero intercambio de cartas entre dos ex-alumnos de un colegio británico de Santiago: un inglés colonial plantador en Kenya, y un abogado chileno. Escribe el chileno:

"...hace tiempo que nada sucede. Te debe extrañar el tono melancólico con que inicio esta carta... Por si te interesa, te diré que sigo surgiendo en mi profesión, y que me estoy llenando de dinero. Dentro de pocos años, y tengo apenas treinta, seré, sin duda, uno de los grandes abogados de Chile. Pero inmediatamente que aseguro a alguien lo que acabo de contarte, siento la necesidad de tomar un trago de whisky, para no dudar de que en realidad vale la pena que así sea." (Los mejores cuentos..., p. 71).

Una vez terminada, la relee y la rompe, hallándola "reveladora de una parte de su ser que, bien mirada, no había tenido mayor importancia en dar forma a su destino". Lo irónico está en que la carta encerraba una confesión de angustia, un momento de verdad, y al romperla, el abogado Martínez se acepta a sí mismo como cosa externa: como ente cuyas necesidades primordiales no participan en la conformación de su vida. Lo que participa es otra cosa. Martínez es autor de un pequeño esfuerzo literario, una monografía sobre un antepasado eminente, en la que

"... había dado importancia a cuanto tenía dignidad en sus raíces. Pero sólo él sabía, y no con gran claridad, que aquellas raíces lo hacían prisionero sin darle estabilidad. El no había buscado su profesión y modo de vida, sino que había sido arrastrado hacia ellos, y por lo tanto vivía preso de la insatisfacción y la zozobra." (Op. cit., p. 71)

La vuelta de tuerca final la constituye el hecho de que Martínez escoge como confidente a un hombre de quien jamás fue amigo, a quien nunca vio una vez terminado el colegio, y con quien apenas mantuvo un distanciado contacto epistolar a través de la mitad del mundo; además, "un hombre de sensibilidades algo romas". Así, la confidencia no sólo termina, también comienza, en monólogo: un monólogo que busca, significativamente, en el pasado. Martínez evoca en su carta un amor adolescente:

"Olga... no conserva nada, nada de lo que me hizo quererla terriblemente durante un mes, hace más de diez años. No es más que natural, lógico. Pero es también insoportable. Y a todos nos ha pasado lo mismo, ya no nos reconocemos, los únicos que entonces importábamos." (Op. cit., p. 73).

El dolor del tiempo perdido traspasa el mundo de Donoso; es uno de los rasgos que más lo singularizan, como se verá en sus relatos El hombrecito y Paseo, y, muy especialmente, en Este domingo.

No todo, sin embargo, es monólogo. Y ya en Veraneo se esbozan los impulsos de recuperación vital, oportunos o tardíos, que habrán de seguir sus personajes. En el cuento que da título al volumen, una historia de adulterio montada hábilmente sobre un complejo de tres planos —el de los protagonistas, matrimonios jóvenes adinerados, el de las criadas, coro que comenta y que practica su propio erotismo, y el de los niños, que perciben y maduran, atrayéndose donde sus padres se rechazan— hay un momento de comunicación efectiva; es en aquella escena, sensual y tierna, escrita con tacto, en que el niño y la criada pactan una alianza secreta.

"—Si quiere, yo me enfermo el domingo y así no habrá paseo y usted podrá ir al teatro con los cabros.
Carmen no respondió en seguida. Sentía el azul de los ojos de Raúl fijos sobre los suyos en la oscuridad. Acariciaba lentamente su cuello, mientras él rozaba su brazo desnudo. Era el niño más encantador del mundo. Pero no era difícil adivinar que quería algo. Se lo preguntó. Apretando el brazo de Carmen hasta hacerle daño, dijo:
—Que me lleve a la playa el lunes en la tarde.
Hubo un silencio. En el fondo de éste, el mar continuaba rompiendo tranquilamente y muy cerca. Carmen asintió. Del piso bajo subía ruido de voces. La madre de Raúl tenía invitados esa noche.
—Tengo que irme a servir los tragos.
—Buenas noches— murmuró Raúl.
—Buenas noches— respondió ella.
Cuando se inclinó en la oscuridad para besarlo, Raúl lanzó sus brazos alrededor del cuello de Carmen y sintió la forma tibia de sus labios junto a los suyos.
-Lindo- susurró Carmen al apartar los brazos del niño. Salió, y él se quedó dormido instantáneamente." (Op. cit., p. 19).

Niños y criadas entregándose afecto o amor en relaciones similares son puntos centrales en el mundo de Donoso. La infancia y el pueblo expresan el instinto y la espontaneidad de que la burguesía adulta, heredera de forma y ritual, rígidamente carece y hacia los que se vuelve para revivir. Así como otorgan la vida, otorgan igualmente su opuesto. A veces matan el mero marco de la convivencia arreglada, a veces la propia existencia. Como en El güero, incursión en la mitología mexicana, donde la atracción de lo instintivo se vuelve exótica posesión por lo primario. Una intelectual norteamericana cuenta al narrador el final semimágico de su hijo:

"Muda, observaba el cambio que se operó en él a lo largo de nuestra vida en Tlacotlalpán, en contacto con tanta fuerza primitiva, cerca de Amada y de esos niños cuyos ojos conocían el vocabulario anciano de la selva y del río. Mike mismo era como un río que se hubiera desbordado con las lluvias. Todas las fuerzas parecían haberse derramado dentro de mi hijo, y como yo estaba ciega, no me di cuenta de que era demasiado frágil para soportar el peso. Digo ciega, porque mi fe era que el contacto con Mike serviría de elemento civilizador a esos niños, ya que no sólo para mí, sino también para ellos, era un ser superior. No supe que ellos, y cuanto los rodeaba, ensancharon la vida de Mike hasta el punto en que todo lo misterioso y todo lo que vibra con fuerza oculta llegó a ser su elemento natural." (Op. cit., p. 43).[2]

Es en Dos cuentos, el segundo libro de Donoso, donde la ruptura de la inautenticidad empieza a desplegar, como tema, las proporciones que le aguardan aún. En el primer relato, Ana María, las precipita, entregando un balance peligrosamente sentimental: la pequeña Ana María, niña de tres años descuidada de sus padres, los abandona para irse con un viejo obrero de construcción, única persona que supo darle afecto. Es un relato fabricado a presión. El hombrecito, en cambio, constituye uno de los mayores aciertos del autor. Un "hombrecito" es una institución chilena: un elusivo obrero itinerante cuyos talentos y méritos se van difundiendo por boca de las familias acomodadas que lo emplean para reparar persianas, cambiar tejas, pintar dependencias, regar el jardín en las viejas casonas y cuyos servicios se van pasando los amigos y parientes de mano en mano: un "hombrecito" es un hallazgo aunque siempre una posesión relativa. El relato sincroniza diestramente dos nacimientos bajo el mismo techo: el de un hermano del niño-narrador y el de los cachorros de "China", la perra de la casa.

"A nosotros nos contaron que el hermano que mi abuelita nos enviara desde París se hallaba pronto a llegar. Pero a través de ciertas conversaciones adivinamos en la gordura superlativa de mi madre alguna misteriosa relación con la llegada del niño. Lo curioso era que otro tanto sucedía a la "China", aunque jamás oímos decir que el envío de la abuela incluyera perritos. La relación era muy confusa." (Op. cit., p. 158).

Todo se aclara gracias a Juan Vizcarra, el "hombrecito", que lleva a los hermanos al lavadero, donde la "China" sufre los dolores del parto, y los hace asistir a un milagro.

El recuerdo de infancia aparece rescatado por el narrador desde una madurez que rememora. Lo enmarcan la llegada de Vizcarra a la casa y su eventual desaparición, presa de quién sabe qué problemas personales ("¿Qué saben ustedes lo que le pasa a uno?") que lo arrastran al alcoholismo y finalmente la mendicidad. "¿Qué será de Juan Vizcarra?" es la conmovedora frase que pone término a este hermoso relato donde el dador de vida, "espejo de hombrecitos", alcanza caracteres imborrables.

Que las raíces de lo vital están en lo instintivo y espontáneo aparece aún más patentizado en Paseo, relato —casi nouvelle— incluido en El charleston, donde Donoso alcanza una maestría inigualada en el resto de su obra. Como en El hombrecito, una perra desempeña rol protagónico; pero el humorismo evocador de El hombrecito se ha vuelto acá feroz ironía: Paseo es una blasfemia.

Como en Coronación y Este Domingo, nos enfrentamos a una vieja familia: acá son tres hermanos varones —dos solterones y un viudo— y una hermana soltera. El narrador es un niño, hijo del hermano viudo, que se hunde desde una madurez melancólica en la rememoración de un extraño episodio de sus primeros años. El eje de Paseo es la hermana, sacerdotisa del ritual familiar.

"Tía Matilde nació única mujer —mujer fea, además— en una familia de varones apuestos, y al darse cuenta de que su matrimonio era poco probable, se consagró a velar por la comodidad de esos hombres, a llevarles la casa, a cuidarles la ropa, a encargar para ellos sus platos favoritos. Desempeñaba estas funciones sin el menor servilismo, orgullosa de su papel, porque no dudaba de la excelencia y dignidad de sus hermanos... Me ponderaba el privilegio que era haber nacido de uno de sus hermanos, pudiendo así vivir en contacto con todos ellos. Me hablaba de la probidad absoluta de sus sagaces actuaciones como abogados en los más intrincados pleitos marítimos, comunicándome su entusiasmo por su prosperidad y distinción, que sin duda, yo prolongaría... Pero al hablarme de los barcos, sus palabras no enunciaban la magia de esos roncos pitazos navegantes... no me insinuaba esa magia porque la desconocía, no tenia lugar en su vida, como no podía tener lugar en la vida de gente que estaba destinada a morir dignamente para después instalarse con toda comodidad en el cielo, un cielo idéntico a nuestra casa." (Op. cit., pp. 137-39).

Sigamos citando. El lenguaje rara vez ha estado tan de parte de Donoso ni ha expresado nunca tan cabalmente el hielo mortal que endurece su mundo familiar.

"Tía Matilde desempeñó sus funciones junto a mí con ese esmero característico de cuánto hacía. Yo no dudaba de que me quisiera, pero jamás logré sentir ese cariño como una experiencia palpable que nos unía. Había algo rígido en sus afectos, igual que en los hombres de la familia, y el amor existía confinado dentro de cada individualidad, sin saltar límites para expresarse y unir. Para ellos, expresar sus afectos era desempeñar perfectamente sus funciones unos respecto a los otros, y, sobre todo, no incomodar, jamás incomodar... todo... se hallaba... estilizado bajo la forma de acciones certeras, símbolos útiles que no requerían mayor elucidación. Quedaba sólo el respeto como contacto entre los cuatro hermanos silenciosos y aislados que recorrían los pasillos de aquella honda casa que, a semejanza de un libro, sólo mostraba la angosta franja de su lomo a la calle." (Op. cit., p. 138). "Naturalmente, yo no podía darme cuenta de que ese orden rígido era en sí una forma de rebelión inventada por ellos contra lo caótico, para que no los tocara la mano terrible de lo que no se puede explicar ni solucionar." (Op. cit., p. 141).

El hecho es que lo caótico irrumpe en la familia. Y no a través de una agresión encarnada en la presumible rebeldía del niño, que nunca se manifiesta, sino por medio de un golpe al propio pilar del orden. Bordeando lo improbable, y al consumado ingenio de Donoso debemos el que Paseo libre del riesgo con perfecta claridad, es la tía Matilde en persona quien se derrumba. Un buen día una ordinaria y maltrecha perra blanca sale al paso de la solterona que vuelve de misa. Primero es rechazada; luego atendida; sus heridas ofenden el afán de orden de la tía; la fría eficacia de los cuidados iniciales se derrite por el contacto, y una corriente de calor enlaza a las dos hembras: la perra invade al fin la casa, con la cola enroscada, "dejando a la vista su trasero desvergonzado". Tía Matilde continúa presidiendo, entre otros, el sacrosanto ritual de las partidas vespertinas de billar entre los hermanos; pero sólo corporalmente; su espíritu se ausenta mientras acaricia a la perra arrollada en su falda.

"Al ver esa mano inexpresiva reposando allí, observé también que la tensión que jamás antes había percibido como tal en las facciones de mi tía —nunca sospeché que pudiera ser otra cosa que dignidad—se había disuelto, y que una gran paz suavizaba su rostro... Esperé que me llamara con una mirada o que me incluyera mediante una sonrisa, pero no lo hizo porque la nueva relación entablada era demasiado exclusiva, y en ella no había lugar para mí. Eran sólo dos los seres unidos". (Op. cit., p. 149).

El primer y final altercado entre tía Matilde y los hermanos se esboza la noche en que éstos descubren una charca vaciada por la perra en el piso encerado. Tía Matilde se cala el sombrero y saca a su protegida a la calle "para que haga sus necesidades". "De esa noche en adelante, en vez de subir después de comida para abrir las camas de sus hermanos, iba a su pieza, se encasquetaba el sombrero y volvía a bajar, haciendo tintinear las llaves. Salía con la perra, sin decirle nada a nadie. Y mis tíos y mi padre y yo nos quedábamos en el billar, y más avanzada la estación, sentados en los escaños del jardín, con todo el rumor del olmo y la claridad del cielo pesando sobre nosotros. Jamás se habló de estos paseos nocturnos de tía Matilde, jamás mostraron de manera alguna que se daban cuenta de que algo importante había cambiado en la casa al introducirse allí un elemento que contradecía todo orden." (Op. cit., pp. 151-52).

Los paseos se alargan, aumenta la silenciada inquietud y la furtiva angustia de los hermanos, que enmudecen cada día con mayor impotente discreción. Cierta vez tía Matilde regresa pasada la medianoche. "Traía el sombrero en la mano, y su cabello, de ordinario tan cuidado, estaba revuelto. Observé que un ribete de barro manchaba sus zapatos perfectos." De ahí en adelante, los hermanos optan por refugiarse acabando la comida cada uno en el encierro de su cuarto. "Pero ninguno se dormía hasta oírla llegar, tarde, a veces terriblemente tarde."

Una noche no volvió más.

"La vida en casa continuó como si tía Matilde viviera aún con nosotros... Varias veces vino un visitante que claramente no era de nuestro mundo, y se encerraron con él. Pero no creo que les haya traído noticias de las posibles pesquisas, quizá no fuera más que el jefe de un sindicato de estibadores que venía a reclamar indemnización por algún accidente." (Op. cit. pp. 153-54).

Es un final horrendamente burlón. Un tour de force perfectamente logrado.

Así hemos llegado a Coronación, novela de unas trescientas páginas, publicada tres años antes que el volumen donde aparece Paseo. Se arquitectura, como Paseo y El hombrecito, sobre la vida de una vieja familia de la alta burguesía; pero multiplica, ambiciosamente, los personajes y las situaciones, con acopio de observación documental, y busca agotar el buceo de aquella región de la casona señorial en que se entrecruzan los amos y la servidumbre. Se ciñe a un juego de contrapuntos cuya figura dominante es Misiá Elisita, la abuela, temida por Andrés, el nieto célibe que no se ha liberado de sus rigores educacionales, e idolatrada por las viejas sirvientas. Coronación abarca muchos años, desde la época dorada de Misiá Elisita joven (inmortalizada en las fotografías al magnesio de su marido), hasta su vejez de viuda solitaria, alienada de sus parientes, presa de alucinaciones y de una evidente locura que rompe la dignidad de su agonía con inmundas obsesiones sexuales. Es un lóbrego cuadro de putrefacción, atravesado por un son de elegía. Pero no logra alcanzar la excepcional estatura que conlleva en su germen porque, en último término, es producto de una retórica conceptual: la abuela es una figura de cartón, cuya gravidez como símbolo del horrible desborde tardío de los instintos reprimidos no basta, ni mucho menos, para darle vida como ser humano. Algo menos fabricados resultan los tormentos existenciales del sobrino Andrés.

Descendiente de aquel Martínez de Dos cartas, lleva su insatisfacción al extremo de no hacer nada: es un rentista, que colecciona bastones y lee obsoletas y exquisitas memorias dieciochescas. Pero tampoco es una figura convincente. Ocurre además que hay engorrosos momentos en que Donoso pierde su distancia de narrador y llega a comprometer su visión con la de Andrés. La cómplice identificación se vuelve como un bumerang contra el mundo creado, descubriendo un fondo de banalidad bien sorteado en los cuentos. La caída de Misiá Elisita llega sincopada con la de Andrés. En ambas participan la espontaneidad y el instinto personificados en las criadas de modo similarmente destructor (y al hablar de este modo, no hago sino acusar la naturaleza esquemática de la novela): dos leales viejas, servidoras poseídas por toda una vida, ofendidas por el abandono de la parentela, organizan una celebración privada para el cumpleaños de la anciana demente. La visten de blanco, la emborrachan; ebrias ellas, le danzan en torno, como bacantes, y un instante antes de matarla de agotamiento, la coronan reina. La escena es monstruosa en sus implicaciones de ruina. En el piso bajo, entretanto, otro efluvio de la misma putrefacción baña la casa: Andrés, también lleno de alcohol, y caídas al fin las barreras de su continencia, persigue patéticamente a la joven criada Estela, cuya relación amorosa con Mario, repartidor de un emporio vecino, la torna agente de todavía otra agresión contra el orden; esta vez, una agresión externa, protagonizada por Mario y su tenebroso hermano René, quienes proyectan un asalto para saquear la vieja casona.

Hay, sin duda alguna, respetables cualidades en Coronación. Hay la consabida capacidad de observación. Hay también la voluntad de superar las tácticas fundamentalmente sugestivas y nada más que rasantes del cuentista, transformándolas en el ataque orquestado y exploratorio del novelista —y, lo que es más importante— contra un tema central a su narrativa (Coronación no es una búsqueda a ciegas ni un libro marginal ni ocasional ni menos un libro repetitivo, sino una búsqueda dentro de zonas demarcadas por los relatos que la preceden); un tema riquísimo, que cala en la naturaleza radicalmente inauténtica de la convivencia y extrae las fuerzas vitales que, a menudo demasiado tarde, rompen el falso equilibrio impuesto por las convenciones sobre la persona humana. Pero resulta forzoso admitir que Coronación es una novela básicamente insatisfactoria (sus posibilidades se realizan en Paseo, del libro que la sigue tres años después). Coronación se resiente en demasía de sistematización de percepciones, de tal modo que, siendo en sus raíces una aspiración de autenticidad, se vuelve inauténtica. Los caracteres han sido inventados para jugar papeles simbólicos, las escenas abstraídas para satisfacer requerimientos alegóricos. Las fichas del contrapunto que siguen la vida de los personajes populares, Estela, Mario, René y la mujer de René, claramente manejadas en el gabinete, reciben así una valoración ética positiva (aun cuando no necesariamente en términos simplistas): son los que traen la vida, por oposición a los aristócratas que, siendo los que sofocan la vida, reciben una valoración negativa. El recuerdo de tendencias ya superadas en la ficción latinoamericana es inevitable. Pero no hay que confundir: Donoso dista mucho de inscribirse en ellas. Si las arrastra, ello vendría a patentizar algo que puede hacerse extensivo a otros autores de su promoción: el ansia por obtener una liberación personal de la clase culpable que los ha conformado, por medio de su aniquilamiento completo dentro del orden ficticio. En Donoso hay un acto de contricción suicida. De que se libere de culpa, de que se desclase efectivamente, depende su salvación como novelista.

Este Domingo no representa una liberación todavía: pero es un paso adelante. Más de un crítico local la ha juzgado, con entumecedora trivialidad, una repetición de Coronación. Las semejanzas son sin duda innegables —hay una gran familia, una vieja casona, una abuela, un discurrir temporal que pulveriza el pasado, una inyección de vida en la burguesía por parte del pueblo— pero si no lo son las diferencias externas lo son en cambio, y notablemente, las diferencias internas. Este Domingo es un nuevo afrontar, una reescritura acendrada. Y los deberes de un escritor no son para con el público sino para con sus temas.

La materia de Este Domingo está enfocada desde dos puntos de vista que, complementándose, muestran dos realidades de la casa de los abuelos.

El primer punto de vista es, característicamente, el de un hombre maduro que evoca su infancia; en este caso, más que un episodio, un ambiente, el ritmo mismo de toda una vida infantil, en trazos de recuerdos motivados por el hecho que la clausura: la muerte de la abuela. Presentado en letra cursiva, el enfoque recordatorio en primera persona se reparte en tres secciones: En la redoma, que abre la novela, Los juegos legítimos, que marca el centro, y Una noche de domingo, que la cierra. Si Coronación denotaba un tono elegíaco, dicho tono es uno de los logros memorables de Este domingo, que por hallarse así enmarcado en la evocación del protagonista, aparece como un esfuerzo de captura, poético y desgarrado, del tiempo perdido. La fuerza del mundo invocado radica principalmente en el admirable capítulo Los juegos legítimos.[3] Los primos se encerraban en el viejo mirador, a la luz de una lámpara pequeña y el calor de una estufa de parafina. Predilecto era el juego de "las idealizaciones" en que a una voz de mando el primo elegido se transfiguraba encarnando personajes fabulosos.

"De una de estas idealizaciones nació la Mariola Roncafort. Estábamos idealizando a la Marta, que no tendría más de nueve años. A nuestras exigencias de frivolidad, de elegancia, de enamorada y qué sé yo de cuántas cosas más, ella, que tenía imaginación y desparpajo de actriz a pesar de su gordura, iba dando satisfacción tras satisfacción. ¡Cómo movía las manos, los pies! La languidez de su pose al apoyarse en la jamba, su éxtasis al tenderse fumando sobre los cojines, cómo aspiraba los perfumes de imaginarios pebeteros, la caricatura de exotismo y riqueza obtenida por unos cuantos trapos, con unos cuantos cordones con borlas y flecos robados de una poltrona y unas plumas arrancadas de un plumero... Arrastrando capas y collares, bailó, amó, viajó: era una de esas mujeres fabulosas que veíamos retratadas en las páginas de los Vogue pretéritos, tendidas entre las plantas de sus loggias mediterráneas. Hablaba francés sin hablarlo. Se enamoraba de una sombra y la seguía al África a cazar tigres, a París a bailar, a bordo de yates y aviones, celebrada por todos, pintada por los grandes pintores, altanera, fabulosamente lejana... Buscaba una identidad, un nombre, una línea que rodeara su creación para envolverla y separarla y conservarla. Marta levantó una ceja, estiró un brazo lleno de brazaletes:

—Yolanda... Maria: Maria Yolanda. Mari-Yola. Mariola, Mariola Roncafort...
Y luego, alzando un hombro y pegando su barbilla contra él, cerrando a medias los ojos y avanzando por la pieza con el brazo estirado, sus labios emitieron unas sílabas de desprecio infinito, de soberbia satisfacción:
—Ueks, ueks... ueks..." (Este domingo, pp. 103-4).

La sílaba se convierte en símbolo inmediato, primero de algo inespecífico y luego del círculo de los bellos y los elegidos, de los primos proyectados más allá de sí mismos bajo el conjuro de la Mariola Roncafort. El capítulo, en fin, es una ingeniosa y lírica cala en el mundo histriónico y misterioso de la infancia. La muerte de la abuela y el destino posterior de la casa que albergara ese mundo semimágico concretizan en una imagen terrible —una imagen sacrílega— el paso destructor del tiempo:

"... nadie quiso quedarse con la casa. No sólo porque nadie en la familia tenía suficiente dinero, sino porque era incómoda, fea, vieja de materiales bastante innobles. Porque la verdad es que nunca fue una gran casa. Valía sólo por su buen terreno en una esquina que se esperaba tuviera buen futuro. La propiedad se vendió inmediatamente. El dinero, dividido en dos mitades, quedó reducidísimo después de los impuestos: pagó algunas deudas, financió unas vacaciones largas en un buen balneario para la familia de mi tia Meche, y mi madre cambió las cortinas y tapices de nuestro departamento. Mi madre y mi tía Meche se lo decían a todo el mundo: la casa se hizo sal y agua." (Op. cit., p. 209)

La oposición deliberada de contrastes como éstos patentizan un rasgo central del mundo de José Donoso, ya observado por un crítico: su carácter sacral, de ceremonia rota en su mismo centro por la herejía y la blasfemia de sus propios oficiantes.

"Han demolido varias casas de esa calle para edificar departamentos. En uno de esos edificios tengo amigos que me suelen invitar a comer, y me toca pasar frente a la casa de mi abuela. Me parece imposible que sea tan pequeña. Y tan ridícula, con sus enmaderaciones normandas y sus vidrios emplomados en las ventanas de la planta baja. El jardín que la rodea por dos calles es mezquino —entonces nos parecía tan hondo y poblado. Durante un tiempo fue colegio: de esos que tienen nombre inglés y que duran pocos años. Después la casa se vendió de nuevo y de nuevo. Ningún propietario la ha tocado, en espera de que el valor del terreno aumente. Ya no sé a quién pertenece. A veces disminuyo un poco la velocidad del auto, pero jamás freno ni me bajo." (Op. cit., pp. 209.10).

Ahora bien. La visión del narrador que rememora ocupa escasas 48 páginas de Este Domingo. El grueso de la novela está en las restantes 150 páginas, donde se narra en tercera persona omnisciente la vida de los abuelos. Es un juego irónico que contrasta las realidades de la abuela Chepa y el abuelo Alvaro para los nietos, cálida y amparadora la primera, penosamente ridícula la segunda, con esa otra realidad, inaccesible al observador infantil, de sus vidas íntimas, torturadas por la frustración y aniquiladas por la inautenticidad. Hay desajuste entre los dos planos, que si bien se complementan, no se exigen mutuamente. Pero no es aquí donde Este Domingo revela sus fallas graves sino en aspectos, más centrales, que guardan íntima relación con lo que hemos señalado en Coronación. Resultaría injusto levantar reproches idénticos a una y otra novela. Este Domingo es superior, no sólo por la incorporación de las hermosas secciones ya examinadas, también porque la Chepa y Alvaro, tanto como los dos personajes populares en que ambos expresan su erotismo, Maya y la Violeta, ya no son figuras irredimiblemente acartonadas, como lo eran sus contrapartes en Coronación. Y no obstante, tampoco son figuras logradas. Conviene precisar que lo alcanzan a ser, y satisfactoriamente, en las descripciones estáticas —los set-pieces— pero no necesariamente, y a menudo de modo muy precario, en las escenas dramáticas que trazan el desarrollo de sus relaciones. Así, la de Alvaro con la Violeta, creadora de las empanadas cuyo aroma permea los domingos en la casa familiar, pasa de un buen momento, el de la iniciación sexual (desarrollo de escenas como la vista en Veraneo) a establecerse en un plano que sólo convence como exigencia de las simetrías impuestas por Donoso sobre la novela. En otras palabras, en un plano artificial. Corresponde a la obscena pasión de la respetable abuela Chepa por Maya, un reo de la Cárcel Pública, tramo de la novela que comienza donde terminaba Paseo y que ambiciona —ambición legítima de novelista— mostrar lo que ese cuento anterior nada más sugiere. Misia Chepa es una mujer dada a la caridad, afanada día y noche por sus pobres, y si Donoso logra sobradamente desenmascarar la torcida sexualidad que alienta, diabólicamente, bajo las engañosas motivaciones "puras" que la arrastran hacia Maya (y que alientan en general bajo la caridad femenina) no logra dar en el blanco de una realización creadora. Paseo sugería, y esquivaba claramente lo improbable; Este Domingo bucea, y se hunde en lo improbable de lleno: el episodio no logra vivir en la relación de Maya y la Chepa. Es la ya apuntada sistematización de percepciones y el ya apuntado esquema conceptual. Donoso aporta, sin duda alguna, a la maravillosamente promisoria nueva promoción de narradores americanos. Pero en su debilidad para crear relaciones humanas convincentes tiene un serio escollo por sobrepasar. Por tal motivo decíamos en el curso de este ensayo que su valiosa temática aún aguarda desplegar sus proporciones.

 

 

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NOTAS


[1] Conviene destacar que Donoso ha publicado toda su obra en Chile, donde ninguna casa editorial cuenta con distribución extranjera. Si se ha dado a conocer fuera de su país, ha sido mediante sus residencias en Argentina, México y Estados Unidos y sus contactos con revistas de calidad en esos países, sin la plataforma de ninguna organización editora internacional. La situación ha venido a modificarse, paradojalmente, en el campo de la lengua inglesa, ya que no en el de la española, pues la casa Knopf de Nueva York ha traducido Coronación, 1965 (publicada simultáneamente por The Bodley Head en Londres) y Este domingo, 1967.

[2] Hay todavía otras variaciones, exploradas en relatos posteriores. En La puerta cerrada (de El charleston), alegoría vocacional en tono menor, un hombre insatisfecho se rebela hasta la muerte contra las exigencias ambientales, a fin de dormir y rescatar para la vigilia las visiones del sueño. En Santelices (revista Sur, 1963), el protagonista es poseído por otro alegórico impulso de liberación: el amor a las fieras salvajes, que lo arrastra a la locura. El primero es un relato satisfactorio; el segundo, nada más que un mal momento. Pero ambos apuntan a la búsqueda de lo irracional que subyace en toda la obra de Donoso.

[3] Publicado con anterioridad a la aparición de Este domingo en Mundo Nuevo, N° 3, setiembre 1966.



 

 

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El mundo de José Donoso
Por Cristian Huneeus
Publicado en revista Amaru N°4, Lima, octubre-diciembre de 1967