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“Yo sé la verdad”. Locura, familia y subversión en Coronación de José Donoso[*]
“I know the truth”. Madness, Family, and Subversion in José Donoso’s Coronación
Por Juan Cid-Hidalgo[**]
Publicado en Cuadernos de Literatura. Bogotá, Colombia. Vol. 14. Nº 26 julio - diciembre 2009
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Resumen
El saber de la senectud, encarnado por Misiá Elisita, las problemáticas particulares de una familia contagiada por la pobreza a su alrededor, el desplazamiento de los signos del perturbador a la joven adolescente que provoca el desajuste emocional y la liberación del deseo que trastornara a Andrés, dejan de manifiesto cómo la locura se inserta productivamente en el texto, desarticulando hasta las más férreas certezas. La sociedad burguesa presentada en Coronación se encuentra sostenida por la “loca de la casa”, elección que permite otorgar coherencia al proceso de desmoronamiento social expuesto y percibido por la mayoría de la crítica donosiana.
Palabras clave: locura, familia, saber y senectud, sociedad burguesa, diferencia, verdades insoportables
Palabras clave descriptor: José Donoso 1924, crítica e interpretación, novela chilena, literatura chilena
Abstract
The knowledge of age embodied in Misiá Elisita, the particular problems of a family touched by the poverty that surrounded it, the displacement of the molester’s signs towards the young woman which provoke an emotional imbalance, and the liberation of the desire that would upset Andrés, will expose how madness enters the text productively dismantling even the strongest certainties. The bourgeois society represented in Coronación is supported by “the mad woman of the house”, a choice that gives coherence to the idea of social disintegration perceived by most of Donoso’s critics.
Keywords: madness, family, knowledge and old age, bourgeois society, difference
Key words plus: José Donoso 1924, criticism and interpretation, Chilean fiction, Chilean literature
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En el fondo todo era una gran resta
José Donoso
Las “palabras desnudas de significación” pronunciadas por la anciana Elisa Grey de Ábalos nos ayudarán a ingresar en el mundo novelístico del escritor chileno José Donoso (1924-1996), todavía en ciernes al momento de la publicación de Coronación (1957), su primera novela.
La narrativa donosiana se ha caracterizado en mayor o menor grado por lo que llamaremos enajenación del mundo, en la que se encuentran insertos los personajes, individuos con una vida (de)formada y que en un momento de madurez, alrededor del ocaso de la vida, toman conciencia del abuso y corrupción de los pretendidos “valores burgueses” que los han disciplinado bajo una operatoria reñida con el bien común y la diferencia. Los personajes maduros y experimentados, al menos en teoría, porque han recorrido y tenido experiencias vitales ejemplares en cada época del desarrollo humano, comienzan a reconocer el mecanismo que ha forjado su personalidad inauténtica y calculadora (racional), en la que no hay espacio para otra actividad que no sea la sustentada por su clase. En términos freudianos, se reprime el instinto y el inconsciente, los personajes entran en crisis al experimentar una especie de disociación identitaria, pues no son capaces de reconocerse a sí mismos, lo que los impulsa a ingresar a zonas vecinas a la sinrazón y la demencia.
En los textos de Donoso, los personajes pugnan con una imagen establecida por la sociedad normalizadora, la cual les prohíbe ser y estar en el mundo de una manera que realmente les pertenezca. Por eso notamos cómo ellos, en algunos momentos, van negando su identidad; a veces, prueban otras o rechazan las primeras, las transforman, etcétera. Esto último ocurre básicamente porque los personajes donosianos parecieran tener la necesidad de saber cuál es su papel en el mundo; en definitiva, agenciarse un rostro; por lo tanto, su ausencia obliga a adquirir una máscara, un disfraz. En una entrevista con George McMurray, el escritor chileno afirmó: “[la] personalidad humana es sólo una colección de máscaras y nada más” (393). Bajo esta convicción comprendemos cómo los personajes donosianos sienten la necesidad de asumir el papel de la identidad burguesa y cómo ésta se siente fascinada por el mundo de los desposeídos.
La familia donosiana
Sabemos que la familia es la primera instancia normalizadora dentro de un conjunto de dispositivos generados por las sociedades para disciplinar, normalizar y estandarizar a los sujetos. Sin el afán de ser totalizadores, tendríamos que decir que la familia en la narrativa de José Donoso está dominada por la represión y el despojo de todas las cualidades positivas que esta instancia proporciona a los suyos. Parafraseando a Jaime Martínez-Tolentino, la familia en la novelística de Donoso es fuente de todo mal:
Lejos de proteger, amar, educar y liberar, la familia imita al mundo en su dureza, su inhumanidad, su crueldad, su hipocresía, y por ello hay que atacar a esa familia, burlarse de ella, buscarle alternativas y destruirla mediante la parodia grotesca, la burla y la sátira para que un nuevo ser humano más libre y quizá más feliz pueda caminar sobre esta tierra. (73)
El espacio simbólico alrededor del cual se construye buena parte de la narrativa de José Donoso, entonces, tiene un nombre bien definido[1]. En Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (1996), leemos:
Para mí la casa es el espacio donde ocurre la fábula, donde sucede la novela, el lugar de la acción y la pasión, del orden y las reglas, y del catastrófico, aunque a menudo insignificante, advenimiento del caos. Insisto en el tema porque soy, esencialmente, un hombre de casas —tal vez también de ciudades—, rara vez un hombre de paisaje y de campo [...] he sido un hombre condenado a las ciudades, y amante de las ciudades. Y dentro de las ciudades, de las casas; y dentro de las casas, de las habitaciones y las familias. (327-28)
Si tuviéramos que ubicar geográfica y literariamente la casa en la narrativa de José Donoso, tendríamos que situarla en el centro del paisaje, y en el caso particular de Coronación, además, asociada a una figura fuerte como Misiá Elisa. En principio, la casona de la anciana cuenta con todas las cualidades que la tradición ha sancionado como cargas simbólicas sobre esta construcción. Bachelard escribe: “[…] la casa es nuestro rincón en el mundo […] Es realmente un cosmos” (34). En estas proposiciones ya se encuentran las ideas de “habitar” y “domicilio”, nociones que parecen resumir la imagen de la casa como un espacio de vida primario del hombre, cargado de sentidos, de memoria, de sueños y fantasías, desde donde construye su relación con el entorno inmediato y provoca la cohesión del clan. La casa asegura protección y satisfacción de las necesidades más sensibles e íntimas, como el descanso, el abrigo, el consuelo, el amor y la sexualidad, con lo que se logra sustentar la categoría “espacio feliz” de Bachelard.
En la novela de Donoso, la casa está ubicada —como veremos en un diagrama más adelante— en el centro desde donde se ordena el mundo novelado, puesto que es en la casa aristocrática burguesa donde mora el poder que distribuye los otros espacios alrededor de este núcleo potente y dominador. No obstante, pareciera que la casa estuviera sitiada por anillos que giraran a su alrededor en movimientos centrípetos. La casona de la nonagenaria se ha impuesto como centro generador, no sólo del orden familiar, sino del orden social fundado en la inmovilidad y el disciplinamiento, para mantener a resguardo su hegemonía. Sin embargo, la circulación de distintos personajes “contaminados” como Estela, Mario, Lourdes o Rosario provoca que este lugar central incorpore las impurezas que éstos dejan al transitar desde la población a la casa patronal, que, en definitiva, comienza a poner en peligro el orden burgués sustentado simbólicamente por la morada de los ricos.
Andrés Ábalos, personaje de 54 años, soltero y nieto de Misiá Elisita, aparece como un miembro profundamente disciplinado del mundo burgués hermético y monótono, como el sujeto destinado a proteger y amplificar el dominio de su clase. Misiá Elisita, en cambio, enferma de arteriosclerosis, socorrida apenas por un par de criadas (Lourdes y Rosario), intenta sacudir a su nieto de esta claustrofóbica situación, intención a la que Andrés responde con un profundo miedo a su imagen y a su lengua. Como es de suponer, la dimensión espaciotemporal ofrecida por el texto se encuentra al servicio de una “configuración de orden superior” (Catalán, 34) jerarquizada y absoluta ofrecida por su casta que se nos aparece como metonimia de otra historia[2]: la de los Chiles que alberga nuestra larga y angosta faja de tierra.
En Coronación, la idea de orden está cifrada en la figura de la nonagenaria Elisita y en la casa de ésta que devela los signos del paso de intensidades temporoespaciales cuyo funcionamiento permite ver representada una idea ordenatoria de mayor alcance. Alrededor de estos dos ejes se dispondrán los acontecimientos y el espacio del relato. Es decir, éstos se ordenarán alrededor formando un diagrama circular en el que se despliegan los otros espacios fuera del centro.
La casa y Elisita, el núcleo ordenador, se encuentran en el centro del diagrama, donde está además el ojo narrativo, desde donde se despliegan los otros anillos, de manera que se explicita su obsesión por el orden férreo de los espacios y de quienes los componen. El primer anillo lo conforma el espacio de transición entre el núcleo y la calle, es decir, el jardín como espacio de ingreso, de ascensión al núcleo (“[…] en los peldaños que subían desde el jardín hasta la cocina” [Donoso, 1995, 13]). El segundo, en tanto, lo constituye el límite natural, el cercado, la estría, la instancia que aísla el núcleo y lo hace diferente de los territorios aledaños. El tercero corresponde a la calle, el espacio de circulación de los otros seres en las cercanías del núcleo, el espacio de circulación de aquellos que no están frente al ojo narrativo, sino, precisamente, en el margen. En el cuarto anillo propuesto, se encuentran los personajes de la clase obrera, los empleados, el espacio marginal del barrio desde donde peregrinan en ascenso al núcleo, lugar en el que generan la riqueza de los otros, de los ricos. Por último, está el anillo de la ciudad, el de la urbe de Santiago de Chile, que enmarca todo el territorio y crea los circuitos que permiten la interrelación de los distintos estratos.
Los personajes que se mueven por estos anillos necesariamente hacen del centro su destino (movimiento centrípeto), por razones de recíproca dependencia entre ricos y pobres y por la fascinación que sienten los primeros por los segundos, por los de clase desmejorada[3], por esa lengua otra, por esa belleza otra, argumentos capaces de desestabilizar y desordenar el mundo que se ha disciplinado en un intento de perpetuación del orden y del bien común, peligro que éstos encarnan y que seduce a los poderosos.
Grosso modo, éste es el mundo complejo y en vías de desmantelarse en el que vive Andrés Ábalos, un sujeto formado en el orden de su casta para quien las preocupaciones que tienen que ver con el mundo del trabajo no son dignas de alguna, aunque sea menor, importancia porque se encuentra en un lugar donde esa dimensión está satisfecha. Como dijéramos antes, los núcleos de estabilidad del relato pasan por la casa y por Misiá Elisita; la posibilidad real de perder a la abuela fetiche es casi insoportable para Andrés, porque es esa vieja loca la que ha sostenido el andamiaje de la realidad que él conoce. Recordemos el pavor que siente el cincuentón ante la posibilidad de perder a la anciana:
¡Oh, si su abuela muriera! ¡Si su abuela muriera ahora mismo! Esa mañana la intuición desbocada de la anciana se había zambullido más allá de la conciencia de Andrés, descubriendo temores y deseos que ni él mismo miraba de frente, mostrándoselos en el espejo deformante de sus palabras de loca. Ahora Andrés sentía palpitar esos miedos, desnudos, sin nombre aún, inciertos. Pero, si su abuela muriera, quizás la necesidad de identificarlos jamás llegaría, concluiría todo peligro, permitiéndole de nuevo tener su orden domado y en las manos. (92)
El orden experimentado por Andrés, provisto por su clase, es el orden que suprime cualquier atisbo de descontrol y desapego a la estrecha normativa que perpetúa la inmovilidad y el estanco como si se estuviera aún en el Medioevo donde la inamovilidad social era una constante. El cincuentón, a pesar de su edad, no ha experimentado la vida, no ha hecho nada sino prolongarla en ociosidades, como “leer historia de Francia, hacer más o menos preciosa su colección de bastones, mantenerse informado acerca de los advenedizos que movían la política interna del momento” (17-18). La extremada fetichización de la mater familias, que se suma a la llegada de Estela, una joven de diecisiete años, con la que se inicia la etapa de crisis del personaje, evidente en su afán de relativizar la concepción de mundo monótono, hermético y, en ocasiones, claustrofóbico que le ha impuesto el linaje aristocrático, le ha impedido acceder a un estado de satisfacción o felicidad porque no tiene ni ha tenido iniciativa para que su vida cobre sentido. Con la aparición de Estela, Andrés experimenta la realidad de la posible muerte de su anciana abuela:
Sin embargo, don Andrés Ábalos no podía negarse que esa única tarde a la semana que pasaba junto a la enferma en el caserón húmedo era de importancia para él, le aportaba algo, algo distinto y tal vez de un orden superior a la trama usual de su vida. Era… bueno, era como si agradeciera a este único pariente que le iba quedando el serle causa de ansiedad verdadera, el hacerlo sentir y sufrir más allá de toda lógica, porque la anciana representaba el lazo más absurdo y precario con la realidad emocional de la existencia. (20)
Descubrimiento que le permite percibir a la joven como relevo natural a la figura de la nonagenaria, a quien no podía explorar física ni intelectualmente, debido en esencia a la corrupción de su cuerpo por el paso del tiempo y el tabú del incesto, como por la dislocación de su lengua loca, a la cual temía porque, aunque estuviera revestida de sinrazón, de igual manera siente que opera un saber que replica y repite el mito helénico de Casandra[4]. En cambio a Estela, sí la puede explorar física e intelectualmente; de hecho, con la llegada de la joven adolescente se despierta un enorme instinto sexual con tintes fetichistas[5] en Andrés que se deja ver en la atención que presta a las manos de la joven. El desconcierto somático de Andrés es provocado, sin duda, porque esto lo remite a una zona desconocida para él, y que nunca tuvo la necesidad de satisfacer porque nunca le fue revelada.
Mientras hablaba [Elisita], Andrés observó que Estela, que la había estado escuchando mansa y con las manos plegadas sobre la falda, separó una mano de la otra. Andrés desvió la vista de esas palmas descubiertas, presa de la incomodidad y de un inexplicable pudor, como si hubiera sorprendido alguna intimidad de la muchacha. En esa ligera variación de color, del cobre opaco del dorso al rosa mullido y sin duda tibio de la palma desnuda, inconvenientemente desnuda, Andrés se vio acechado por algo instintivo, algo casi salvaje, inadmisible en su mundo donde todo era civilización, en ese cuarto donde lo único que lucía sin recato era la proximidad de la muerte. (50-51)
Al parecer, la empresa de Coronación es una empresa más subterránea, es la de desatar el deseo, máquina generadora de fugas y devenires que buscan desarticular las estrías de los territorios tan bien jerarquizados por el razonamiento central. En 1968, Emir Rodríguez Monegal parece percibir esta zona cuando señala que Donoso “ha concentrado su invención en explorar una realidad subterránea: la que está debajo de las capas de estuco de la novela costumbrista chilena” (Rodrí- guez Monegal, 57). ¿Qué es todo lo otro entonces? ¿Qué es eso del “irrealismo” (Goic, 1968), el “ocaso de una clase” (Alegría, 1970), el “realismo social” (Godoy, 1971), la “filiación surrealista” (Vidal, 1972), la “plasmación ritual de un mundo en descomposición” (Lagos, 1978), el “idiom of the drama of domesticity” (González Mandri, 1995), el “carácter doméstico del espacio” (Catalán, 2004)? Tendríamos que responder que es la “falsa moneda de la literatura”. Sí, este texto que aparece “en base a dicotomías fáciles” (Promis, 1975) deja oír el murmullo subterráneo del deseo. Bajo la superficie de una historia inocua, bien escrita y amistosa, de “poderoso argumento” (Alone, 1958) está susurrando el deseo; es éste el que desordena el mundo cerrado y claustrofóbico de Andrés.
Curioso resulta que los perturbadores en esta novela no son los locos: ni Elisita ni Andrés, sino Estela, uno de los personajes “cuerdos”, pero signado de la misma manera con otro nombre del silencio invisibilizador. Estela, la jovencita pobre representante de un grupo social inferior compuesto por ladrones y mal vividores, es la perturbadora, la desestabilizadora del orden burgués aristocrático que ha creado Misiá Elisita y en el cual se ha desenvuelto Andrés. El tremendo carácter de Elisa, la ordenadora, infunde un enorme desasosiego en el nieto, porque en su lengua equívoca resuenan verdades que repican en sus oídos burgueses y ociosos.
Yo mando en mi casa, no tú, que no eres más que un pobre solterón que no sirve para nada. A ver, ¿qué has hecho en toda tu vida que valga la pena, ah? A ver, dime. Dime, pues, si eres tan valiente. ¿Qué? Nada. Te lo pasas con tus estupideces de libros y tus bastones, y no has hecho nada, no sirves para nada. Eres un pobre solterón inútil, nada más. Y eres malo, malo, porque le tienes miedo a todo, y sobre todo a ti mismo; malo, malo. Yo soy la única santa … (67)
El proceso de desequilibrio iniciado con la llegada de Estela y su permanente ida y regreso, desde el espacio marginal del barrio y la casona patronal, se agudiza por esta declaración de la anciana, la que, a su vez genera un estado de interrogación del personaje sobre los principios (caducos) y creencias de su clase que sólo reflejan que no ha sabido vivir realmente, porque se ha mantenido aislado en una burbuja que le ha impedido sistemáticamente relacionarse con los “otros”, transeúntes que sí avanzan sobre uno y otro espacio alternativamente. Nos referimos a la clase pobre que ingresa desde su territorio desprovisto a la zona nuclear donde prodigan su ser para seguir sustentando esa ficción que está por desmoronarse o, al menos, que está tan a mal traer, como la vieja casa en que vive la nonagenaria loca. Gilles Deleuze diría que esta clase contra-Estado, nómada, transita por el territorio alisando el espacio, terminando con los límites propios de la naturaleza estatal cuyo trabajo es el contrario de los mecanismos contra-Estado, vale decir, jerarquizar, ordenar, crear estrías, lindes y conformaciones reticulares que organicen el territorio y sus habitantes de acuerdo con una lógica estatal (Deleuze, 359-431).
Personajes como Lourdes, Rosario y René, por ejemplo, alimentan la ficción de la familia burguesa acomodada que emplea a ciudadanos de clase inferior con el fin de prodigarles abrigo y sustento. El carácter inauténtico de estas relaciones entre personajes de distinta clase se queda en un nivel más que superficial, porque miembros de uno y otro lado convergen en el nulo ejercicio de la voluntad y el terror al cambio producto de alguna decisión tomada[6], con lo que prefieren la certidumbre domesticada a un cambio de estado que puede significar, incluso, la pérdida de lo poco que se tiene.
El mundo de Andrés Ábalos se circunscribe a la casa, y sus relaciones, a los integrantes de ella y al único amigo que tiene. El doctor Carlos Gros es el médico de cabecera de Elisa Grey, quien, cuando es requerido por el coleccionista de bastones para recibir consejo y aliento por la extraña situación que está “viviendo”, le recuerda los antiguos fracasos en sus relaciones con mujeres.
—No, Andrés, tú no has vivido, has soslayado la vida.
—Estás hablando como un redomado idiota. ¿De cuando acá la única experiencia importante en la vida es el amor? Francamente, pareces una colegiala con indigestión de Jorge Isaacs…
—Estás irónico, no te atreves a entender y por eso me rechazas. Te estoy hablando, si me permites el lujo, en forma simbólica… Lo que te faltó para enamorarte verdaderamente de una mujer fue lo mismo que te faltó para enamorarte de una actividad, o de algún vicio, por último. Te faltó abandono, fe, ese entusiasmo generoso, esa facultad de admiración emocionada que concede a la otra persona la importancia de ser única, necesaria… (94)
La falta de desarrollo emocional y de la voluntad, libre de prejuicios, convencionalismo y sobredisciplinamiento en esta área van moldeando el carácter del nieto, tanto así que teme perder el centro organizador de su vida con el fallecimiento de la anciana abuela, con lo que aparece en el horizonte, cercano ya y “por reflejo”, la muerte[7] que cohabita con él y, en cierto sentido, es la generadora de la vida.
Vio que Felipe Guzmán, que se pasaba la vida leyendo monografías, textos, memorias y estudios sobre los Borbones y los Habsburgos, estaba muerto […] completamente muerto. Y por reflejo, vio que él también lo estaba, ya que todas sus aficiones por lo bello y lo histórico eran sólo una manera de esquivar la vida, de marcar el paso agradablemente —agradablemente, sobre todo— hasta la hora de la muerte. […] Andrés supo que no había viaje que valiera, que la única experiencia vital a que podía aspirar, era la experiencia de la muerte. (136)
Esta “angustia de corte existencial” (Achugar, 95), provocada por la certeza del desaparecimiento, se agudiza cuando, en un afán introspectivo, Andrés reconoce que no ha hecho nada con su vida y que esa adolescente, con todas sus limitantes de clase, como de desarrollo físico e intelectual, llega a romper su tranquilidad y el aislamiento en que se encuentra, producto del avanzado estado de deterioro familiar. La joven no sólo instala la insurrección en la casa Ábalos, sino también marca el ingreso de la clase proletaria al espacio aristocrático vía deseo salvaje. Estela, al igual que René, el hermano de Mario, su enamorado, y Dora, su mujer, pertenecen al anillo más alejado del núcleo central propuesto en el diagrama más arriba. La presencia de Estela en la casona, entonces, posibilita que ambas clases sociales se fundan, acción que trae consigo una alteración radical del ordenamiento social y el cambio en el destino de los personajes.
La intensidad del deseo por Estela desequilibra al cincuentón burgués de tal manera que decide nuevamente solicitar una palabra de apoyo, ánimo o siquiera comprensión de parte de su amigo, el doctor Gros, quien en plena conciencia de las posibilidades de su clase le sugiere que utilice los medios con los cuales cuenta, es decir, sus posesiones y el dinero, para seducir a la joven, y le recomienda que se acueste con ella un par de veces para que ese ardor pasional desaparezca por completo. En otras palabras, desacredita la posibilidad de amor entre ambos polos socioeconómicos y recomienda al amigo no pensar que lo sucedido es amor verdadero, pues podría volverse loco.
—¿Loco? ¡Ojalá! ¡Ojalá me volviera loco! Eso sería lo más maravilloso de todo. El único orden que existe en la vida y en el universo es la injusticia y el desorden, y por eso la locura es el único medio de integrarse a la verdad. Ojalá me volviera loco para así no tener que abocar directamente, claramente, a la luz plena y con toda conciencia, el problema de la muerte y de la extinción. ¡Qué maravillosa manera de escamotearse a la necesidad de mirar de frente… eso… eso! ¿Y qué misticismo perfecto de la locura, qué don de vivir la verdad! Mi abuela loca es la única persona que conozco que es capaz de percibir verdades, tú ni siquiera te acercas a ella con tu razón fría y tus pasiones acartonadas. (168-69)
Estela es el sujeto-gozne, el “sujeto entre” (Deleuze), en el que se produce el contacto y la imbricación del mundo burgués oligárquico y la clase obrera; en ella se concentran los flujos de uno y de otro lado y en ella pierden los límites, su estría. La clase burguesa moribunda intenta mantener la apariencia de cohesión que no pasa de ser “la dignidad de los viejos oropeles” (Promis, 16). Sin embargo, el de la clase desacomodada, que se representa dinámico, calculador y arribista, termina del mismo modo que su antípoda. Parafraseando a Promis, tendríamos que decir que ambos mundos se encuentran en estados finales, de ocaso, luego de que sus integrantes vivieron momentos de abundancia y esplendor, panorama que se ha metamorfoseado en lo que son ahora, pura ruina y desolación. Aunque ambos mundos se encuentran en territorios contrapuestos: centro/periferia, burgués/marginal, rico/pobre, ocioso/trabajador, entre ellos se tienden relaciones de reciprocidad que van más allá de la vecindad de sus quehaceres y que posibilitan perder sus bordes para constituirse en un solo grupo o clase: el de los perdedores. La diferencia, la estría más evidente en el texto, la de la clase social, desaparece. La verticalidad es reemplazada por la horizontalidad democrática: ahora ambos se encuentran en el mismo nivel, a nivel de los ojos.
Acceso a la locura, acceso a la verdad
En el desarrollo de esta investigación resultó de enorme interés encontrar un texto de José Donoso, de corte costumbrista, afincado en la tierra húmeda y germinal, y no en complejas estructuras experimentales, que propusiera la locura como el principio organizador de la realidad.
Coronación es una novela en la que se pueden determinar líneas de acceso no tradicionales, que nos abren posibilidades de intelección y agenciamiento nuevas que, sumadas a las lecturas canónicas, van configurando un objeto denso, plurisignificativo y de una actualidad por momentos sobrecogedora. El “perturbador” en la novela no es identificable directamente con los personajes portadores de la infracción de la locura, sino que se encuentra en Estela un personaje “sano” o normal, si lo ponemos frente a Elisita o a Andrés en su última hora. Es ella la provocadora del cataclismo que significa confrontar un orden de distribución dispuesto por la razón. Ahora bien, Elisita, la nonagenaria abuela de Andrés, y este último son personajes —en la primera, la pérdida de lucidez es anterior al comienzo del relato, y la del segundo se va gestando en el tiempo de la escritura/lectura del texto— que constantemente se encuentran en controversia con la verdad. A la pregunta que se hiciera Michel Foucault en Historia de la locura en la época clásica, “¿qué anuncia el saber de los locos?”, Elisita responde: “Yo sé la verdad”.
Todo estaba perdido. Estela se dirigió al rincón más lejano el dormitorio. Andrés deseó hacer algo como para… como para protegerla, era tan inocente la pobre; pero no supo qué hacer ni decir.
—Estelaaa… —el aullido de la anciana naufragó en un borbotón de sus labios fláccidos.
—Abuelita, por Dios, ya va a comenzar otra vez…
—Voy a comenzar, voy a comenzar. ¿Voy a comenzar a qué? A decir la verdad y es eso a lo que ustedes le tienen miedo. Yo sé la verdad. Para algo tengo los años que tengo. Me crees tonta, ¿no? Loca seré, pero tonta no. A mí no me engaña nadie, nadie…(64)
La locura se aproxima peligrosamente a Andrés quien comienza a recorrer este camino hacia la verdad pura, en que el influjo de la anciana es evidente hasta para los otros personajes que intentan hacer recapacitar a Andrés para que se inserte nuevamente en el mundo de los normales[8].
Como vemos, Andrés forma parte de un grupo de excepción, de élite. Esta calidad de excepción respecto a quienes se deben a sus familias e hijos, a sus trabajos, a su ideología, configura la imagen de Andrés como excéntrico y anormal. Nuevamente, el criterio estadístico predomina al momento de signar a unos como diferentes de los otros. Esta constante nos demuestra lo intensamente registrado que se encuentra este criterio en nuestra configuración interna.
El nieto de Elisa, configurado de esta manera, intenta ser “rescatado” (o sobredisciplinado) del abismo de la locura por su amigo Carlos:
—No dejes que las locuras de misiá Elisita alteren tu equilibrio, por favor, Andrés. ¿No ves que toda la situación se presentó en la forma más conveniente para que te crearas esta ficción? La muchacha es deseable, como casi todas las muchachas, y además es conmovedor, y te reconozco que hasta dolorosamente bello, el espectáculo de su juventud. Está enamorada de un muchacho, como miles de sirvientas jóvenes, y por lo tanto no es fácil que llegue a acceder a tus deseos. En esa simplísima dificultad estriba toda esta gran tragedia folletinesca que estás tratando de vivir. Estás celoso, nada más, y te aferras a esta dificultad para fabricarte una tragedia de amor imposible, y lo que es peor, esta tragedia de una vejez inatractiva y dolorosa, inexistente, por lo demás, frente a la belleza de la juventud. (167)
Estas palabras del doctor Gros son las palabras de su clase, de la razón burguesa, del logos sustentador del orden que está siendo amenazado. De esta manera, a través de una lógica progresiva y desenmascaradora de los “errores” del nieto, y de paso de cualquier otro miembro que esté peligrando y que por extensión haga peligrar la suma de dispositivos fundadores de la casta, se intenta recobrar al indisciplinado, al subversivo; en términos cristianos, traer la oveja descarriada al redil.
Carlos pone la lápida, da un nombre a la infracción y, por supuesto, un castigo: “—Si sigues mintiéndote te vas a volver loco” (168), a lo que Andrés, ya entregado a la lógica otra, responde: “¡Ojalá! ¡Ojalá me volviera loco! Eso sería lo más maravilloso de todo […] La locura es el único medio de integrarse a la verdad” (168). De esta manera, se produce un efecto reflejo muy interesante que posee la virtud de aglutinar en distintos niveles el propósito final de la novela que, a nuestro entender, es exhibir un saber: “saber sometido”, diría Michel Foucault en Genealogía del racismo (1992), que remece los constructos sustentados por la escritura de Donoso. En Coronación, el saber sometido no es directamente el saber del loco, sino el saber del bajo pueblo, trabajador y enga- ñador, papeles que asume de acuerdo con las necesidades surgidas en tal o cual irrupción de acontecimientos.
Pero ¿qué entendemos por efecto reflejo? Fundamentalmente, el desplazamiento de los argumentos justificadores de la realidad que ponen en uno y otro lado, de acuerdo con perspectivas varias, a los sujetos portadores de la verdad y de la ignominia. El mundo ficcionalizado, creado por Elisa y sus fantasmas, que ha asumido ese estatus de “norma” en el desarrollo del clan familiar (familia Ábalos y su servidumbre), se encuentra estratificado jerárquicamente bajo los preceptos de la más estricta disciplina burguesa que enaltece cualquier acontecimiento generado en su medio y denosta cualquier otro engendrado fuera de su lógica imperial. Elisa Grey fundó el clan, la “loca de la casa” configuró el mundo narrado por José Donoso en el texto que nos ocupa. Aquella mujer, desde una supuesta precariedad razonable, edificó su casa convenientemente, de tal manera que en su estructura salvaguarda su permanencia futura. Digámoslo de otro modo, la sociedad burguesa presentada en la novela se encuentra sostenida por la anciana perturbadora, cuestión que, en un primer momento, nos sorprende, pero luego comenzamos a entender que éste es un recurso estilístico narrativo que permite otorgar coherencia al proceso de desmoronamiento expuesto.
El orden burgués mostrado es artificioso y banal. Si pensamos en Andrés por un momento, percibimos que la inautenticidad de la que él mismo se da cuenta lo decide a ubicarse dentro del grupo de los sujetos que van derecho a la perdición y al desaparecimiento, cuyo mundo, cayéndose a pedazos, reconoce que el orden propuesto por su clase es falso porque se sostiene en valores degradados y esporádicos. “El único orden que existe en la vida y el universo es la injusticia y el desorden” (Donoso, 1995, 168), señala Andrés. Es este orden desarticulado el que justifica doña Elisita desde su locura.
Ahora bien, el reflejo se proyecta sobre la imagen anterior. Andrés sentencia que la locura es el único medio de integrarse a la verdad (168), con lo que desplaza todos los semas negativos desestabilizadores de la locura como productora de injusticia y desorden, y argumenta el principio de positividad que adopta en adelante como única instancia capaz de percibir verdades: “Mi abuela loca es la única persona que conozco que es capaz de percibir verdades” (169). Dicho de otro modo, la locura es el vehículo de la verdad, y, quienes nunca han tenido acceso a ella —Andrés por ejemplo—, se entregan en un acto casi ritual de conocimiento de ella, de la realidad auténtica y compleja.
La locura de Andrés, a la luz de lo planteado arriba, podría ser leída como una entrega al conocimiento, a la posibilidad de sacudirse la oscuridad y el desasosiego ingresando a un espacio en el que el linde social no existe, donde la estría se ha alisado de tal manera que se ha ingresado en la zona de la libertad en la que las distintas intensidades fluctúan, donde la “razón fría y acartonada” da paso a la posibilidad de otra lógica, de una razón otra.
Las palabras llenas de convicción de Andrés sobre la posibilidad de ingresar en el espacio de la locura, en cierto sentido lo robustecen, lo distancian profundamente del Andrés que conocimos al inicio y medianía del relato expuesto en Coronación. Este “nuevo” nieto, al borde de la locura, demuestra voluntariedad y libertad. El dolor que le produce amar a Estela lo autoafirma como sujeto vivo, instancia ganada para su nueva actitud, que hacia el final del texto demuestra que puede arriesgar todo con tal de ingresar a un estado nuevo de conocimiento, cuestión impensable en su personalidad primera, cancina y domiciliada, en que la comodidad y la falta de sensaciones vitales impedían el dinamismo propio de asumir riesgos y compromisos. Ahora el cincuentón es capaz de arriesgarlo todo:
Entonces Andrés Ábalos enunció la pregunta en que conjugó todo su ser, todos sus años de soledad, todos sus años de ser completo, de ser piedra. La respuesta sería su sentencia:
—¿Me quieres, Estela?
Estela guardó silencio. (267)
El silencio seguido por un gesto de repugnancia al beso robado a la fuerza pronuncia la respuesta y sentencia el rechazo de la joven que sale corriendo de la casona. Acto seguido, Andrés relata lo sucedido a su amigo de una manera muy fragmentaria y confusa, manifestación material de su ingreso en el lado lírico de la enfermedad mental.
Carlos reflexionó que mañana a primera hora convocaría a una junta de médicos para hacer examinar a este guiñapo de ser que en otro tiempo había sido su gran amigo. Quizás estuviera loco, quizás no fuera más que una crisis pasajera. En todo caso, Andrés había llegado a un rincón de la vida del cual no era fácil salir. En caso de que saliera, enfermo o no, su vida iba a ser muy distinta de aquí en adelante, como la de un ser irresponsable al que hay que cuidar y comportarse con él como con un niño delicado. (277)
Esta declaración de Carlos apunta a dos estadios distintos y, probablemente, a la configuración de un vencedor en esta trama que ha puesto a un sujeto/isla frente a la tempestad del mar abierto. Por un lado, Andrés ingresa en el territorio de la verdad pura y, por otro, asistimos al desmoronamiento del personaje que, junto con el de Elisa, su abuela, es la imagen del desplome del grupo burgués, que por una suerte de inadecuación existencial comprendida o asumida después de abrir los ojos y perder el velo que sólo permitía ver verdades a medias o perspectivizadas por su clase, insiste en tomar el riesgo que reviste el principio de posibilidad de la asunción de una realidad otra por tremenda que ésta sea. El amor de Estela, que era la única salvación de Andrés Ábalos, en adelante será la puerta de ingreso a una vida auténtica liberada de aquel vacío interior de años sin conocer el amor, el sexo, la verdad y la realidad.
Por otro lado, en este breve episodio en que Carlos toma la palabra del médico, aquel profesional cuyo saber se encuentra al servicio de la comunidad —del poder normalizador— deja de manifiesto la posición de su clase frente al ingreso de Andrés en el territorio nebuloso de la sinrazón. Carlos reflexiona, es decir, pone en funcionamiento el logos alimentado por años de estudios y condicionamientos, aquel que le confiere dominio sobre los enfermos. Su saber de orden técnico justifica cualquier decisión sobre el infractor, le “da la más ‘humana’ de las formas justificando médicamente sus razones y tratando médicamente sus efectos” (Castel, 212). Ese mismo saber médico que desenmascara Michel Foucault en la época clásica, ese mismo saber/poder, cuya filantropía es la filantropía del encierro, aparece en este episodio en que el doctor Carlos Gros “piensa” y califica enseguida, sin mediar siquiera un examen, un protocolo mínimo para hacer un diagnóstico, de “guiñapo” a aquel ser consumido por el fuego de la verdad.
No deja de ser interesante que, aunque Gros sabe y tiene presente el acto de “examinar” al enfermo, de todas maneras, deja caer sobre él su lengua coordinada, culta y performativa: guiñapo, basta que lo diga para que se convierta en ello, destruyendo también los lazos afectivos que ahora son incompatibles con el deterioro mental de uno de ellos — “en otro tiempo había sido su gran amigo”—. De la misma manera que Carlos distancia enormemente la relación de amistad con Andrés, muestra casi indiferencia por el diagnóstico (locura o crisis pasajera) del nieto de Misiá Elisa. “Quizás estuviera loco, quizás no fuera más que una crisis pasajera”: lo que descubren estas palabras es que en adelante, sea como sea, Andrés será otro sujeto, tendrá otra ciudadanía —la de la enfermedad diría, Susan Sontag (1996)—, expuesta paradójicamente como una condición de la cual querría salir, según el médico, fundamentalmente debido a que esa reflexión se encuentra articulada desde la razón del poder, que da por sentado que existe una voluntad de parte del infractor —quien se habría de dar cuenta en algún momento de su falta— por salir de ese estado residual: “Andrés había llegado a un rincón de la vida del cual no era fácil salir”.
La razón normalizadora insiste en estriar al sujeto anómalo, no para sanar o redimir al sujeto enfermo, sino para salvaguardar el orden y el paisaje estanco que ha logrado construir, y para ello utiliza todos los argumentos posibles: “Si el individuo tiene derechos, también la sociedad tiene los suyos […] El loco amenaza a la sociedad con los peligros de trastornar el orden público y comprometer la seguridad de las personas. Por tanto, que pierda su libertad individual cuando ponga en peligro esos bienes; nada es más justo” (Castel, 212).
El interés por el colectivo en desmedro del sujeto individual parece ser una estrategia bastante documentada en las historias de las alteridades, una estrategia de corte ideada desde el mismo seno del poder central. A Carlos, al poder normalizador que representa, no le interesa restablecer la salud del enfermo, no le importa si realmente existe una patología asociada al cambio de carácter de su ex amigo, lo que sí cuenta es que, en adelante, por el solo hecho de haber traspasado el límite de la razón, “su vida iba a ser muy distinta” (277); el estigma, la marca indeleble de Caín, irremediablemente acompañará su cuerpo que ha experimentado la peor de las infracciones y de los pecados.
Carlos Gros, entonces, repite el gesto de sus colegas de la época clásica francesa con quienes comparte el saber técnico y el principio de filantropía. Es él el encargado de velar por el bien común, lo que le otorga un papel político evidente, diría Michel Foucault, de selección de normales y anormales.
NOTAS
[*] El presente trabajo forma parte de la investigación doctoral “El tono mayor de los perturbadores. Locura y novela latinoamericana”. Agosto de 2008.
[**] Doctor en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Concepción (Chile). Forma parte del Área de Investigación “Nuevas lecturas de los textos clásicos de la literatura latinoamericana”. Fue participante en el proyecto Fondecyt “Premiar y castigar. La novela de aprendizaje y el poder disciplinario en la literatura hispanoamericana del siglo xix y xx”, además de coinvestigador en “Literatura en seis cuerdas”, Proyecto Interdisciplinario de Creación Artística del Departamento de Música de la Universidad de Concepción. Correo electrónico: jdcid@udec.cl
[1] La imagen de la familia en la novelística de Donoso, fundamentalmente se encuentra asociada a la casa, símbolo de un mundo jerarquizado, cerrado y cuyo ordenamiento establecido desde la clase reprime a sus habitantes. En Este domingo (1966), por ejemplo, se nos presenta un núcleo familiar sin afecto en el que es imposible el reconocimiento de la sangre. El lugar sin límites (1966), por otro lado, descubre cómo la familia de Manuel González Astica lo rechaza por su definición sexual. En Casa de campo (1978), la gran familia de treinta y tres primos se encerraba en una casa descrita casi como un fuerte militar: los Ventura se arrogaban el derecho de encerrar a quien no se alineara con la normativa impuesta por ellos y en La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1980) lo más importante en el seno familiar era que ella fuera desposada por algún pretendiente de la nobleza europea.
[2] Pablo Catalán, en Cartografía de José Donoso. Un juego de espacios. Un arte de los límites (2004), emprende un recorrido deleuziano por la actividad narrativa del destacado novelista. Una de las líneas de su interés se relaciona con la aparición de un personaje implícito en Coronación como en las otras novelas de nuestro autor. Ese otro personaje es la historia: “Si miramos bien, comprobamos que (Andrés) no es exactamente un sujeto sino un objeto de la historia, de una historia. Es el objeto creado por la historia de su país. La historia de Chile se convierte en el gran sujeto de la acción y don Andrés, simplemente, es el objeto de tal sujeto, un objeto en medio de otros” (48).
[3] Coronación es un texto que marca un ocaso doble: el de la escritura de corte realista y el de una clase social (Promis, Achucar, Vidal, Cornejo Polar) en una síntesis notable pocas veces exhibida por un relato novelesco. Pablo Catalán, en el texto antes citado, describe cómo sigue lo percibido por la crítica canónica de José Donoso: “Si Coronación expresa el fin de un mundo, lo hace en perfecta armonía con el proceso del fin de una escritura. Fin de mundo y fin de una escritura son una misma cosa” (Catalán, 47-48).
[4] No debemos olvidar que en la Antigüedad grecolatina predomina una concepción olímpica de la locura, es decir, que sería una especie de castigo de los dioses, inspiración de ellos o posesiones del cuerpo. En este sentido, la figura paradigmática de esta idea es Casandra, mujer a la cual se le condenó a conocer y profetizar el futuro pasando por loca frente a quienes la escucharan. Cuenta la historia que Apolo le otorga a Casandra el poder de la adivinación (los dioses hablaban por ella) y, cuando éste es engañado por la mujer, condena a la adivina a que sus palabras suenen como mentira frente a sus coetáneos quienes la signaban de loca.
[5] No podemos olvidar que, en su niñez, Andrés también había transferido a un objeto —el sillón rosado— cualidades eróticas que le sugería el cuerpo de Lourdes, la criada, transferencia directa desde el momento en que le pone el nombre de la criada al sillón rechoncho semejante al cuerpo de una persona desnuda. “Por la noche soñaba que el sillón rosado de la salita se le metía en la cama, para hacerle cosas, y ambos transpiraban y transpiraban y transpiraban” (Donoso, 1995, 74). La crítica Ramona Lagos, en “Inconsciente y ritual en Coronación de José Donoso” en Cuadernos Hispanoamericanos (1978), también repara sobre el fetichismo del nieto cincuentón de Elisa: “Petite histoire, folletines[,] intrigas privadas de reyes y hombres consagrados por el tiempo, bastones que otros hombres usaron, conforman una imagen fetichista de Andrés, cuyo complejo de castración, fijación a la abuela en su ansia de pureza y a Lourdes por la sensualidad, más el sentimiento de culpa por la muerte de su madre, le ayudan a evadir el contacto con la realidad vital de su tiempo y de su vida, sustituyendo la experiencia vivida por medio de una transferencia hacia la vida que otros, en el pasado, realizaron lo que él es incapaz de realizar” (301). Como de costumbre, el psicoanálisis da mucha cuerda y entrega mucho paño que cortar. El “sucio secretito” (Deleuze) nuevamente puede explicarlo todo.
[6] Sobre esta idea de igualación de los contrarios, José Promis, en “La destrucción del orden en la novela de José Donoso”, que leemos en José Donoso: la destrucción del mundo (1975), señala que “Andrés y René son, pues, dos personajes cuya única diferencia está en la posesión de fortuna” (18).
[7] Cedomil Goic concluye su trabajo sobre Coronación en La novela chilena. Los mitos degradados (1976), señalando: “El juego de la vida y la muerte constituye la ley estructural del mundo, cuya relación constante extiende sus proyecciones sobre los momentos significativos de la narración y engendra la interrelación e interdependencia de los diversos modos de existir a que nos hemos referido. Esta ley es una ley de especialidades. Son sectores humanos de una realidad mugiente y de una realidad vivificante” (176).
[8] Siendo rigurosos, diríamos que la categoría de normalidad no sirve para describir el accionar del cincuentón hasta antes de la crisis mediada por Estela. Recordemos que él era un ocioso lector de historia francesa y su preocupación más cercana a la vida real era conocer los cimientos de la política interna mediofeudal.
OBRAS CITADAS
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Alegría, Fernando. La literatura chilena del siglo XX. Chile: Zig-Zag, 1970.
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Castel, Robert. El orden psiquiátrico: la edad de oro del alienismo. Madrid: La Piqueta, 1980.
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Castillo-Feliú, Guillermo. “Reflexiones sobre el perspectivismo en Coronación de José Donoso”. Hispania 63. 4 (1980): 699-705.
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Catalán, Pablo. Cartografía de José Donoso. Un juego de espacios, un arte de los límites. Santiago: Frasis Editores, 2004.
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Goic, Cedomil. La novela chilena. Los mitos degradados. Chile, Universitaria, 1976.
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Lagos, Ramona. “Inconsciente y ritual en Coronación de José Donoso”. Cuadernos Hispanoamericanos 335 (1978), 290-305.
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