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José Donoso y el poeta Ezra Pound en el castillo de Brunnenburg en 1961
(En El escribidor intruso, UDP)


Con Ezra Pound, el poeta enjaulado

Por José Donoso
Publicado en revista ERCILLA, N°1346, 8 de marzo de 1961


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Hace más de un año que Ezra Pound no concede una entrevista. El autor de los Cantos, a quien tanto T.S. Eliot como St. John-Perse consideran el poeta de mayor influencia en nuestro tiempo, se ha aislado en las ruinas de su propio mundo. Llegaron a visitarlo, hace poco, productores de la televisión inglesa con intención de hacer un documental sobre su vida. El poeta se negó a recibirlos, como desde hace tiempo se niega a recibir periodistas. A los 75 años está cansado, enfermo, desilusionado. En las mañanas sale a caminar por los cerros, aunque la temperatura sea de bajo cero. Y se pasa el resto del día tendido en un sofá, con los ojos semicerrados acariciándose la barba, antes roja, ahora blanca, sumergido en muda conversación consigo mismo.

Hasta hace un año, después de estas caminatas solitarias y estos monólogos silenciosos, en la noche se sentaba a la máquina y trabajaba durante tres o cuatro horas. El producto de esto fueron los últimos treinta Cantos que este año publicará una editorial americana. Sumándolos a los anteriores, completarán un ciclo de 128 Cantos. Hace un año o más que ya no escribe. Dicen que cuando visita Roma, cambia mucho, revive, se pone locuaz y sociable, y goza con salir de paseo con sus amigos: el periodista Ugo Dadone, Giorgio Natili, y la chilena Inés Cariola de Murillo entre otros. Pero encerrado entre los cerros del Alto Adige, en el castillo de su hija Mary, casada con el Príncipe Boris de Rachewild, Pound enmudece, come poco y casi no escribe. Ha anunciado una próxima visita a Roma. Sus amigos esperan su llegada, para verlo rejuvenecer junto a las piedras más prestigiosas del mundo: el mundo post-fascista de las tertulias matinales en el Hotel Barberini constituyen su mundo en Roma.

Hace poco almorzaba yo en casa de amigos recientes, que viven en una torre medieval, lo único que queda de un castillo del siglo XII, enhiesta sobre una colina que mira la ciudad de Merano. Desde la ventana se veía el valle que la protege. Dicen que en primavera es un mar de manzanos en flor y que más tarde los árboles se cargan de frutos rojos. Yo vi el valle bajo la nieve, rodeado de formaciones fantásticas de los montes Dolomitas, cubiertos por hielo invernal. Es el Alto Adige, el Tirol italiano, que jamás ha podido decidir si pertenece a Italia o a Austria. Los aldeanos usan verdes sombreros emplumados, y completan su atavío con un delantal azul atado a la cintura, sobre los pantalones. Después de almuerzo salí a caminar con mis amigos, y en la ladera de una montaña, un kilómetro más abajo del castillo de Tirol, divisé otro castillo, enorme y medio arruinado, rodeado de esqueletos de árboles y viñas. Pregunté qué castillo era, y me respondieron que se llamaba Brunnenburg, y que allí vivía Ezra Pound desde su regreso de Estados Unidos, en 1958. Pedí a mis amigos que me llevaran a visitarlo. Accedieron, porque eran amigos de los Rachewild, pero me pusieron como condición que no hiciera preguntas que delataran mi condición de periodista, ya que éstos están completamente vedados de Brunnenburg. El poeta había estado mal de salud, me dijeron, y más cansado y deprimido que nunca.

Bajando a pie hacia el castillo de Brunnenburg –no hay más camino que una huella de montaña—, recordé la figura de Pound –el grande  a quien todos reconocen como la fuente primera de la dicción poética de nuestra época. En contraste, el barbudo excéntrico, que durante la última guerra hacía transmisiones antinorteamericanas por la radio de Roma, fue acusado de traición, no pudo apelar porque se le juzgó mentalmente incapaz de hacerlo, y durante trece años permaneció asilado en un manicomio de Washington D.C.

Siempre fue un desarraigado de su país. Ezra Pound nació en el Estado de Idaho, Estados Unidos, de una familia quáquera. Muy joven fue a Europa, donde se sintió parte de ella, porque su extensísima cultura en todos los campos, especialmente lingüístico y económico, lo ataron, sobre todo, a dos países: Alemania e Italia. En 1933 publicó un libro llamado  Mussolini y Jefferson  en el que se colocó del lado del cooperativismo fascista contra la democracia norteamericana, y expresa gran admiración por Mussolini. Al estallar la guerra, sostuvo que Roosevelt vendía a su país y se declaró su más encarnizado enemigo. Vivía entonces en Rapallo, en la Riviera italiana, con su mujer Dorothy Shakespear. Allí, hacía grabaciones de discursos antinorteamericanos, que eran transmitidos desde Roma, donde muchas veces fue él mismo a leerlos.

En 1945, los norteamericanos tomaron prisionero a Ezra Pound y lo internaron en el campo de concentración de Coltano, cerca de Pisa. Al principio, colocaron al poeta en una jaula en medio de un patio, sin protección del sol ni de la lluvia. Fuertes reflectores iluminaban la jaula durante toda la noche. Lo alimentaban como a una fiera, pasándole comida con unas tenazas entre los barrotes, y dormía en el suelo de cemento, con unas cuantas frazadas. Después de tres semanas, cayó con claustrofobia y amnesia. Recuperado, permaneció en Coltano un tiempo en condiciones más normales. Luego supo que le retiraban su pasaporte norteamericano, y fue enviado a Washington, donde fue procesado por traidor. Pero, considerándolo mentalmente perturbado, lo internaron en el Hospital Mental de St. Elizabeth, en Washington. Allí permaneció trece años. En 1958 recuperó su pasaporte norteamericano, y las autoridades le dieron libertad, siempre bajo la custodia responsable de su mujer. Dijo Pound al saberlo: “Me encuentro en una posición legal en que casi todos los hombres se hallan sin necesidad de un juicio criminal”.

Durante sus trece años de reclusión legal en el manicomio de Washington, se creó en Pound, que había sido gran conversador, el hábito del silencio. Muchos visitantes ilustres llegaron a verlo, especialmente St. John-Perse y Juan Ramón Jiménez. Pero era casi imposible hacerlo hablar. Temía, sobre todo, las visitas de los periodistas que tergiversaban sus palabras, haciéndolo aparecer como un fascista, siendo que él jamás se consideró tal. Era sólo enemigo declarado de Roosevelt por haber arrastrado a Estados Unidos a la guerra después de sus promesas públicas de no hacerlo, viendo en su guerra contra Alemania e Italia una posibilidad aterradora de permitir que la odiada barbarie de Rusia avanzara y destruyera las tradiciones culturales de Europa.

En una sala de Brunnenburg nos reunimos en torno a la salamandra de azulejos, típica tanto de los castillos como de las casas aldeanas de Tirol. Boris de Rachewild, eminente egiptólogo, relataba su reciente viaje a Assuán, mientras Mary Pound preparaba vasos y coñac. Interesado en lo que se estaba diciendo, no me di cuenta que Ezra Pound, alto y delgado como una sombra, había entrado en la sala, y con algo de timidez aguardaba una pausa en la conversación para saludar. Después de las presentaciones, se hundió en el sofá, mientras la conversación siguió en torno suyo. Pude observar su rostro delgado, sólo arrugas sobre los huesos armoniosos, terminado en la breve punta de la barba blanca. Un rostro fino y fuerte a la vez, estático, con toda la vida concentrada en los ojos increíbles: azul verdoso muy claros, mucho rato apagados, pero que de pronto se encendían con una extraordinaria intensidad de vida, que luego volvía a apagarse. De pronto, me preguntó de dónde era, y al responderle que de Chile, me dijo que el español era un bellísimo idioma.

—Para mí, en lo que recuerdo, porque hace tiempo que lo leí, Pérez Galdós es el más interesante de los escritores españoles. No se sorprenda –nadie como él conoce el idioma—, y no se puede escribir una novela sin conocer el idioma un poeta; Juan Ramón Jiménez también lo conocía, y aunque no tengo gran admiración por su poesía, me parece un gran lingüista. Estaba en Washington e iba a visitarme.

No pude dejar de preguntarle el porqué de su disgusto por los norteamericanos:

—No puedo olvidar la guerra. Roosevelt era un poliomelítico que se dejó engañar por Stalin, en Yalta, y así le dio mano libre para invadir Europa. Yo soy hijo de Erasmo de Rotterdam, de Europa, cuna y fuente de toda civilización. Defiendo a Europa de la Rusia bárbara, yo estaba defendiendo a mi patria. Yo no soy el traidor –fue Roosevelt, que abandonó a Europa y a la civilización al comunismo. Esto es lo que yo quería que los americanos comprendieran con mis trasmisiones por la radio de Roma. Había que vencer a Rusia. No era estrategia de poeta. Pero vencieron los usureros, porque la usura es la patrona del mundo…

La poesía de Pound es de la poesía más compleja y más rica que se ha escrito. Poeta de una inmensa cultura que espera que todos sus lectores estén al tanto de la mitología grecorromana, de la poesía provenzal francesa, de los símbolos chinos, del griego clásico y del sánscrito, se toma con la poesía todas las libertades que se pueden tomar. Es curioso que sus trozos más originales, por ejemplo, sean imitaciones de la poesía de Villon, o versiones de Marcial. En sus poemas está toda la cultura occidental, sin arranques sentimentales, creyendo  siempre que el centro de todo bien, de toda realidad, es la experiencia estética. El esteticismo es la base de la poesía de Pound, y por eso lo han llamado el último de los decadentes, y lo acusan de que sus fallas en el campo de la política se deben a este esteticismo. Esto ya era aparente en la época en que estudiaba en la Universidad de Inglaterra, y cuando era un bohemio revoltoso en París, a principios de siglo. Quería que los hombres saltaran barreras, barreras de prejuicios intelectuales, de costumbres, de anquilosamiento en cualquier capa de la vida, para poder llegar a este conocimiento mediante la experiencia estética, a un levantarse más allá de la propia estatura.

Conversando con él, en Brunnenburg, de pronto y como en una llama que bajara a la tierra, me dijo:

—No creo que hoy se pueda escribir poesía sin una gran cultura. Cultura en todos los campos: política, matemática…, economía, sí, sobre todo, economía. No se puede escribir poesía sin saber de economía, como pretendía un jovenzuelo poeta que me visitó no hace mucho. Lo que la gente llama “poético” no es más que un hábito mental que nos ha legado el romanticismo. Tenemos que superar el romanticismo, llegar de nuevo a un clasicismo, esa etapa en que el idioma mismo, la forma, lleve en sí toda una carga de conocimiento. Esto de la inspiración no existe: los mejores poemas se escriben en frío. A veces resulta que llevan en sí algo de una verdad eterna, grande. A veces, no son más que buenos ejercicios, pero el buen poeta debe poder escribir buenos versos siempre, aunque no tengan importancia en cuanto a contenido.

Después, se sumió en el silencio, mientras la conversación de los demás seguía. Llevaba un gran suéter puesto a modo de bufanda sobre los hombros, y de pronto se arrebujaba en él. Yo recordaba la imagen de un Pound deportista, fuerte, que evoca Wyndham Lewis: desnudo hasta la cintura, boxeando con un joven gigantón americano, el joven Hemingway, que era su maestro de box. O el Pound, que aún en los peores momentos de su encarcelamiento en Pisa, era capaz de hacer esgrima con un palo de escoba con otros prisioneros. Ese Pound que entonces dijo: “He tenido la dureza de la juventud hasta los sesenta; pero la soledad de la muerte descendió sobre mí a las 3 p.m. por un instante”.

Los amigos de Pound en Roma cuentan que en dicha ciudad se transforma en otra persona. El año pasado, hicieron un paseo a la costa con Dadonde, Natili y con la chilena Inés Cariola de Murillo. En el auto preguntó a la chilena:

—¿Qué significa ser adicto cultural de su embajada?

—Yo no soy adicto cultural —respondió Inés. Sólo adicto civil ad-honorem. Para mí, significa vivir en Roma y pasarlo bien.

—Muchas veces en América —continuó Pound—, cuando alguien comete un crimen lo nombran adicto.

—Yo he matado a algunos —respondió la chilena—, pero en mi juventud.

A lo que el poeta replicó:

—¿Ayer, Inés?

Luego, Pound quiso que Inés lo llevara en auto desde el pueblo a la playa. En la arena, el auto se quedó pegado, y Pound se bajó para empujarlo, hasta que salió de la arena.

El Pound que veía yo en Brunnenburg, enfermo y cansado, no hubiera sido capaz de empujar nada. Y sus últimas palabras, al despedirse de mí, fueron de una gran melancolía: “He dicho muchas cosas inteligentes en mi vida, pero he dicho tan pocas…”.


 

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