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José Donoso, Cuatro para Delfina
Seix-Barral Editores, Barcelona, 1983

Por José Miguel Varas

Publicado en revista Araucaria, N°23, 1983



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Cuatro para Delfina podría inscribirse sin dificultad en la serie de "novelitas burguesas" que el autor inició, con tres, hace diez años. Tendríamos así un volumen con siete de las más notables novelas cortas que se hayan escrito en Chile, aunque la diferencia de tono, digamos de clima, entre la primera y la segunda serie es notoria, y podría motivar un intento de interpretación sobre cómo la situación histórico-social concreta en que se encuentra el escritor, en un momento dado, se refleja en su obra, aunque ésta no responda en apariencia a ninguna intención social ni menos política. En verdad, estas siete "novelitas" —el diminutivo no envuelve ningún propósito peyorativo, me limito a tomarlo del propio Donoso— nos parecen obras de "actualidad", que reflejan de manera más bien inmediata, reacciones del autor frente a estímulos del medio. Se diferencian, en eso y por eso, de otras obras suyas, como Coronación, El lugar sin límites o El obsceno pájaro de la noche, que responden más bien, nos parece, a una elaboración artística más prolongada, a reflexiones y vivencias más profundamente decantadas.

Si las tres novelitas burguesas son esencialmente "catalanas" y corresponden al mundo en que el autor vive auto-exiliado —con mayor hondura en "Gaspard de la Nuit", de manera más epidérmica en las otras—, las Cuatro para Delfina son esencialmente chilenas, y santiaguinas. Si, incluso "El tiempo perdido", que alcanza su valor nostálgico y evocativo de una juventud intelectual provinciana y "rasca", pero en todo caso juventud, precisamente por contraste con el presente torvo.

Digamos inmediatamente que la más lograda nos parece "Los habitantes de una ruina inconclusa", que revela a José Donoso como un consumado terrorista literario. No a la manera de los rokianos de otro tiempo, sino de un modo mucho más insidioso y penetrante. El aterroriza a la burguesía no con epítetos o amenazas, sino relatando su recurrente pesadilla de la invasión y destrucción de su mundo por un pueblo harapiento, miserable y violento, cuyo lenguaje es incomprensible. Una obra en construcción abandonada a medio camino —como tantas en Santiago en este tiempo— "en una de las calles arboladas más tranquilas de la parte madura de los buenos barrios residenciales", es el elemento inquietante inicial y luego el escenario central de la narración, tan lleno de un suspenso sabiamente graduado, que el lector ansioso pasa por alto o, más bien, acepta de buen grado las incongruencias en el comportamiento de la madura pareja burguesa de los Castillo y el clima de creciente locura en que se sumergen.

Los Castillo hojean un libro de antiguas fotografías de la Rusia zarista. Los sobrecogen, sobre todo, con su poder y su misterio, las fotografías de "hirsutos mendigos y peregrinos con su saco en la espalda y su cayado en la mano..., dueños de un orden de experiencias tan distintas a las de ellos, habitantes de este tranquilo barrio arbolado. Era peligroso asomarse a ese mundo...".

Peligroso... La vieja Rusia. No hay nada de casual en esto. En el gran terror de la burguesía, subyacente en medio del festín o de la vida grata y apacible del mundo del orden, siempre está presente este otro mundo, incomprensible para el que no quiere comprenderlo, rodeado de mitos, extraño y amenazante.

Un vagabundo que podría ser arrancado de aquel libro aparece de pronto en la calle. La historia se desencadena con su trágico desenlace ya presente de algún modo al comienzo, en la sucesión de hechos de apariencia banal. En un momento, Blanca Castillo de Castillo, le grita desesperada a su marido: "Lo único que sé es que no quiero miseria. No la soporto. Últimamente he estado viendo demasiados mendigos por la ciudad. No quiero verlos... Los odio, los odio". En aquel momento del relato, la explosión de la mujer resulta un tanto inexplicable. Pero su marido, abogado, al caminar un poco por el centro y por el parque antes de tomar el taxi hacia su casa, comienza en realidad a ver muchos mendigos. "La verdad, claro, era que en este país siempre hubo mendigos y vagabundos, sólo que ahora que todo sufría tan terrible inestabilidad uno se fijaba más en las señales de la miseria y por eso las veía más".

Lo más aterrador para la burguesía, parece decirnos Donoso, es justamente ver la realidad tal cual es.

Después del desenlace, hay una especie de epilogo tranquilizante que alude al eterno retorno. Es un intento de consuelo, un conciliador palmoteo en el hombro: pasará la crisis y todo volverá a ser como antes: en Chile, después de todo, nunca pasa nada. Pero resulta poco convincente. La fuerza feroz del relato proviene de sus raíces enterradas en lo profundo de la conciencia culpable de aquellos que viven vidas prósperas, refinadas y apacibles, sobre un subsuelo de miseria, sangre y dolor. Eso es lo que predomina, de manera implacable.

No es lectura para vacaciones. Ni tampoco lo es "Jolie Madame", aunque pudiera parecer a primera vista. Como en las demás novelas del libro, está aquí en el centro el gran tema literario de la falsa conciencia. Donoso desnuda la radical incapacidad de los seres pertenecientes a ciertos medios sociales de enfrentar la vida con honestidad. Muestra la frivolidad que pudre los sentimientos verdaderos y que convierte la locura y la tragedia más atroz en tema de conversación banal, en pelambre de señoras "bien".

Donoso revela una vez más en este libro la riqueza de sus medios expresivos, su capacidad de sumergirse en mundos muy diferentes y de revelarlos con propiedad, con sus leyes y lenguajes específicos. No se divisa en Chile por ahora un escritor que lo supere, aunque nos quedamos esperando otra obra suya de tono mayor, de gran aliento.

 



 

 

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Publicado en revista Araucaria, N°23, 1983