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"Coronación" de José Donoso

Por Rosario Castellanos
Publicado en Revista de la Universidad de México, octubre de 1964


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En la literatura hispanoamericana el horror abandona —por conocidas, no por inoperantes— sus antiguas madrigueras: la selva antropófaga, la llanura alucinante, el tremedal hipócrita. Guarda sus viejas máscaras: la del capataz de plantación, la del torturador y carcelero, la del tirano loco.

El horror se había detenido en los suburbios de estas ciudades nuestras, confusas ante su crecimiento repentino, y había hecho un minucioso inventario de miserias, de vicios, de basuras.

Mas he aquí que el horror se desliza ahora hasta los barrios apacibles y se abren, a su paso, las puertas de las viejas mansiones, las mismas que se habían opuesto tercamente al asalto de la muerte, al asedio del tiempo, a las seducciones de la variación. La imagen del horror se duplica ya en esos espejos que nunca contemplaron sino desgracias nítidas y felicidades plausibles. Allí lo captura José Donoso, que no se deja engañar por esa cara tan parecida a la nuestra de todos los días.

Buena presa ha cobrado el cazador que ahora cobra buena fama. Ya su trompeta sabe modular el nombre, la historia. José Donoso nace el 5 de octubre de 1925, en algún lugar de Chile que ha de ser tan obvio, o tan insignificante, que no vale la pena o que no se puede precisar. Entre la ciencia y las humanidades, ambas tradicionalmente cultivadas en su familia, escoge las humanidades. Pero apenas termina el bachillerato lo tienta la aventura y parte en su busca. Trabaja como ovejero en Magallanes y como apuntador de puerto en Buenos Aires. Vuelve a su patria; asiste durante cuatro años a los cursos del Instituto Pedagógico y obtiene una beca para estudiar literatura inglesa en Princeton. Dos años de estancia universitaria y luego el viaje de retorno, pasando por México y Centroamérica. Pero no ha de establecerse en Santiago sin antes hacer esa peregrinación a las fuentes, que todos nos debemos, a Europa.

Ahora, en el filo de los cuarenta años, Donoso se dedica a la tarea docente y a la realización de una obra literaria de la cual no alcanzamos a consignar más que tres títulos: Veraneo, que desde 1955 ampara un tomo de relatos. Dos cuentos, de la misma fecha y una novela —Coronación— que data de 1957 y que es la única que ha transitado, para nosotros, de referencia a experiencia, de noticia a lectura. Quizá por su falta de antecedentes y de contextos, por su calidad de fenómeno que se produce en el vacío, nuestro juicio exagera o disminuye (pero no es capaz de situar con exactitud) la importancia de este libro. Incondicionalmente, pues, admiramos la seguridad del oficio de su autor, la madurez de la concepción, el hábil, el implacable rigor con que maneja sus materiales.

 De ello se sirve para transmitirnos la visión de su mundo, un mundo de compartimientos estancos en el que instituciones rígidas y conductas estereotipadas confinan a las clases y a las personas (¿personas?) en el aislamiento. Pero cuando el azar establece un contacto, por mínimo que sea, entre estas islas de monólogo sin eco, se pone en marcha un mecanismo en el que cada uno de los elementos recorre la trayectoria necesaria para llegar a su término fatal, que es la catástrofe. Sin embargo, este cuadro estrictamente fatalista no excluye la libertad. Sólo que la libertad se ejerce, como quería Sartre, "en situación". Los personajes eligen, no en un nivel de conciencia sino de instinto y aun de renuncia voluntaria al ejercicio de la razón, entre las muy pocas alternativas posibles, aquella cuya forma responda mejor a esa idea innata que cada ser guarda dentro de sí de cómo ha de cumplirse su aniquilamiento. Porque la fuga de Estela y Mario, por ejemplo, que podría interpretarse, de manera superficial y errónea como una salvación, no es más que el rechazo de la forma inadecuada de destrucción que se les ofrecía. Ellos irán erosionándose mutua, lenta, inexorablemente, siguiendo el trazo del modelo que se da, ya acabado, en la pareja de René y Dora. La mujer, que se deshace en la pobreza, en las maternidades sin tregua, en el desapego, que no se atreve a ser abandono completo, del amante. El hombre intentará en vano, una y otra vez, romper el cerco de su debilidad, de sus fracasos, por medio de la violación de la ley. Pero no ha de lograr más que colocarse en ese margen donde están los más vulnerables: aquellos a los que se ha despojado "de lo único de valor con que puede contar un pobre, que es el respeto a sí mismo". Será un ladrón, como René, su hermano, como el padre de aquel vagabundo cuyas aventuras nos cuenta Manuel Rojas, como "Eloy", en las páginas —también chilenas— de Carlos Droguett.

Ladrón, una alternativa. Propietario, otra. Y si al primero lo galvanizan las urgencias inmediatas —comer, acogerse a un techo, vestirse— al otro lo debilita la hartura. Tiene todo de sobra, hasta el tiempo. Y el tiempo que sobra después que se ha consumido lo que exigen las obligaciones nimias, las manías inofensivas, las rutinas sin sentido, es peligroso porque está disponible. Disponible para el exceso, para la pasión, para lo que es más grave aún: para el pensamiento. Pensando es como Andrés ha prescindido de apoyos que quizá no son satisfactorios para la lógica pero sí son indispensables para la vida. Así, se mantiene el equilibrio con dificultad y no siempre. A veces se derrumba uno fulminado por la evidencia de no tener defensa ninguna: ni fe, ni estructuras racionales... nada, nada más que terror.

Hay varios modos de recuperar el centro de gravedad interior. Mas para Andrés, que aspira al orden, "el único orden es la locura porque los locos son los que se han dado cuenta del caos total, de la imposibilidad de explicar, de razonar, de aclarar y como no pueden hacer nada ven que la única manera de llegar a la verdad es unirse a la locura total. A nosotros, los cuerdos, lo único que nos queda es el terror".

Carlos Gros, otro cuerdo, silba en la oscuridad. "¿Pero qué no te das cuenta que la vida no es más que estructura? Todos hasta los más vulgares, sabemos que la verdad, si existe, no se puede alcanzar. De ahí nace todo. Y tú te burlas porque los hombres buscan nombres hermosos y queridos con los cuales les sea posible engañar la desesperación. Bueno, ésa es la vida, porque no podemos vencer la muerte, son esos engaños los que dan estructura a nuestra existencia y pueden llegar a darle una forma maravillosa al tiempo en que somos seres de conciencia, y aunque te rías, de voluntad —no cosas— antes de volver a la nada y a la oscuridad. ¿Qué las soluciones ofrecidas por las religiones y las filosofías y las ciencias no bastan? Te equivocas, bastan cuando echando mano de una de ellas eres capaz de dar una forma armónica a tu existencia... La verdad en sí no interesa más que a los profesionales de ella. Yo prescindo totalmente de la verdad. Me interesa sólo cuando se encuentra en relación a los demás seres y a la historia, cuando me pide una posición dentro del tiempo, no fuera de él".

Pero asumir la inautenticidad no únicamente requiere cinismo sino también precauciones. Es preciso que la estructura que se ha escogido y sobre la cual uno se vierte y se petrifica (gratuito castillo en el aire, torre de marfil sin cimientos, torre de Pisa que se inclina a la nada) no sufra ni el más ligero temblor, porque lo derribaría.

Rosario y Lourdes, al fin y al cabo de otra cepa que Andrés y Carlos, "caballeros de orden e inteligencia", no tienen acceso a las categorías ni de la disolución, ni de la inautenticidad, sino que se refugian en el espíritu de servidumbre que no sólo las cosifica a ellas sino también al amo. La abnegación, aplicada en exceso y sin discernimiento, traspasa fácilmente sus límites para arrogarse la figura del crimen.

Elisa Grey de Ábalos, en su enfermedad, parece a salvo de la opción. Pero los síntomas de la esclerosis cerebral se le presentan en una edad demasiado temprana como para considerarlos exclusivamente naturales. La enfermedad, según Mann, no es más que otro de los términos de la elección y eso permite a Elisa llegar a convertirse en una especie de bóveda mineral en cuyos ámbitos resuenan las vociferaciones de una conciencia —individual y colectiva— estrangulada, durante siglos, por un silencio protector de oscuros apetitos, de sospechas inmundas, de actos degradantes.

Son sus palabras, proferidas desde la irresponsabilidad última (pero aun así cargadas de significación funesta, porque son verdaderas) las que derriban las construcciones defensivas tras de las cuales se parapetaban los personajes de Coronación, quienes quedan desnudos, inermes, frente a su destino. Lo cumplirán ante nuestros ojos, con una escrupulosidad, con un encarnizamiento, con una obediencia que no pueden causarnos más que ese espanto purificador que suscita, desde el principio, lo trágico.

 

 

 

 



 

 

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