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El cineasta Luis Buñuel y José Donoso, Calaceite, Teruel


Del monstruo al pájaro
— lo que no se sabe de mi novela —

José Donoso
Desde Teruel, España
Publicado en revista La Quinta rueda : Nº 2, noviembre de 1972



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No es que sea importante. Vivo ahora a una distancia tan enorme de los orígenes de mis novelas —en este duro mundo solitario de piedra y vuelo de golondrinas y campanadas en la torre churrigueresca, que implacablemente cuentan las horas, las medias, los cuartos—, que es imposible resistir la tentación de echar una mirada hacia atrás, hacia esa otra vida y hacia ese otro mundo, y recordar algunas anécdotas que cultivadas con el abono de la neurosis y el amor,  de las lecturas y los miedos, de los psicoanálisis y las amistades y/o enemistades, fueron dando origen a lo que desde entonces he escrito. Los resultados han sido, casi siempre, infinitamente distintos a los principios, semilla y no planta, plano azul y no casa, de modo que no sólo nadie se “reconoce”, lo que sería imposible, puesto que cada personaje y cada situación está compuesto de infinitas capas de tiempo y sensaciones y emociones que necesariamente deforman el original, si es que lo hubo claro y unívoco; sino que tampoco nadie sabe que está unido al comienzo mismo de la espina dorsal —como testigo, como iluminados ojos que miran y por lo tanto que también modifican— de lo que he escrito.

¿Sabe Fernando Rivas, por ejemplo, que está indisolublemente unido como testigo que no vio, con el primer momento, con el nacimiento mismo del germen de lo que rodando el tiempo y reuniendo muchas cosas en torno a sí, se convirtió en el OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE? Me imagino que no. Fernando Rivas no debe recordar que una mañana del año 1960 él y yo estábamos tomando café en un establecimiento de Estado esquina Huérfanos (no recuerdo su nombre, pero recuerdo el nombre de las tiendas que ya en esa época no existían: OBER-PAUER, donde por primera vez en mi vida anduve en escaleras mecánicas, una experiencia tan mágica como para el niño ver hielo en Macondo; y Gath y Chaves, donde nos llevaban a cortarnos el pelo cuando éramos niños, o a tomar el té si nos portábamos bien). Al terminar, Fernando y yo salimos y nos paramos en la esquina, esperando que el semáforo diera la luz verde para pasar. Yo me estaba riendo de alguna de las habituales salidas chistosas de Fernando Rivas, cuando de pronto vi que se detuvo justo delante de nosotros un gran coche oscuro, lujosísimo, con chofer con librea de los que no se veían —y supongo que ahora tampoco se verán en Santiago—. El chofer era rubio, de ojos azules, eléctricos, buen mozo, con la barbilla partida, como los Azcoitía de mi novela. Pero esta presencia no hubiera bastado para sugerir nada: en el asiento de atrás, elegantísimo, solitario, iba un monstruo, un niño con la cara cosida y zurcida, enano y con joroba. Iba a llamarle la atención a Fernando Rivas sobre esta visión y este contraste —¿cuál de los dos era el triunfante, cuál de los dos el humillado?—, cuando cambiaron las luces, el coche partió y la conversación nos llevó casi inmediatamente a cosas tan lejanas de la reciente visión no compartida, que por entonces no dejó ninguna huella en mi imaginación y pareció borrarse por completo de mi memoria.

No fue así, sin embargo. Tres años más tarde, cuando mi mujer y yo vivíamos en una parcela alquilada a Anamaría Iñiguez en Talagante, el recuerdo reapareció, comenzó a engendrar más monstruos y actuó como núcleo. La propietaria tenía un perro abyecto, masoquista, amarillo, el Pique, que se entraba a nuestra casa sin que uno pudiera evitarlo, que se escondía debajo de la cama cuando uno dormía siesta, que se escurría a la casa a devorarse las cáscaras de papas del basurero. Teníamos por entonces un noble perro negro de ojos dorados, regalo de Mónica Bordeu: ambos perros se me plantearon como polos de asociación paralelos a la polarización chofer-bello-noble-monstruo, y comenzó a rodar la primera versión de EL OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE, entonces llamado EL ÚLTIMO AZCOITÍA, que debía ser una elegante novelita corta, muy a la Isaak Dinesen, a quien por entonces yo leía mucho: se la leí a Sylvia Portales y a Fernando Rivas y no les gustó.  Y pasó el tiempo y las cosas sucedieron rápidamente, una tras otra. Construimos una casa en Los Domínicos. Rodrigo Márquez de la Plata y Jorge Swinburn fueron mis arquitectos. Jorge Swinburn y Poly del Río, una tarde, me llevaron a ver una “casa” muy parecida a la de Ejercicios Espirituales de la Chimba, donde la madre de uno de ellos dos tenía un “guardadero”. No puedo haber estado en esa casa “real” más que una hora; después volví otra hora, para mostrársela a Hernán Díaz Arrieta; dos horas en total. De esas dos horas salió la Casa de la Encarnación de la Chimba con todos sus pormenores, y agregada al núcleo de monstruos que se formó en torno a esa visión de un minuto, quizás dos, en la esquina de Estado con Huérfanos, se modificaron en versiones sucesivas unas a otras, y el material siguió creciendo. Más tarde, Jorge Swinburn y Poly del Río me contaron que habían llevado a Jorge Sanhueza a la casa aquella —Jorge, que físicamente se parecía a mí; Jorge, que era inteligente, de manos temblorosas y sudorosas, patético, con un terrible sino de fracaso, o de misterio, o de grandeza—, y apareció el Mudito, que se confundió bien pronto en mi imaginación con la solitaria figura de Manuel Casanova paseándose por la orilla del río Mapocho en el Parque Forestal. Y se instaló como secretario en casa de don Jerónimo, presidida por Inés, cuya belleza fue sugerida un poco por  Carmen Borrowman y un poco por Inés Figueroa. Y al rodar, la bola siguió creciendo.

En lo que se refiere a La Rinconada —no a sus personajes, que ya existían, pero no tenían casa—, recuerdo que de regreso de un viaje a Concepción pasamos por Talca con Jorge Palacios y su mujer, y los llevé a ver una vieja casa, con un viejo parque, que a la salida de Talca tenían unos parientes míos de cuyo nombre no me acuerdo, pero sí me acuerdo del nombre del fundo: Huilquilemu. La visión de la casa solitaria, del parque centenario, era impresionante —ese fundo cambió de manos muchas veces;  entiendo que lo tuvo mi abuelo, cuando recién se casó; y que también lo tuvieron los Parot, pero no recuerdo en qué orden, y tampoco recuerdo si es el mismo Huilquilemu—, y Hulquilemu fue la morada de los monstruos, adornado con el nombre clásicamente chileno de La Rinconada, que es el nombre del fundo donde la madre de mi madre pasó su niñez cerca de Los Andes.

De más está decir que, como dicen en algunas películas, “cualquiera semejanza con personas o sitios reales es pura casualidad”:  mi intención no ha sido retratar ni a Carmen Borrowman ni a Jorge Sanhueza. Tampoco me ha interesado la “realidad social” de la casa o convento, donde me llevaron Jorge Swinburn y Poly del Río; ni conjeturar acerca de los problemas del mundo contemporáneo que podía sugerir el contraste chofer-monstruo, esa mañana en la calle Estado cuando Fernando Rivas no me dio aliento —no me dejó pasar un aviso, como se decía entonces y como quizás todavía se diga en Chile— para comentarle tan curiosa visión. Por suerte. Si la hubiera comentado la hubiera eliminado, y no existiría EL OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE,  ya que ese fue el núcleo inicial que sintetizó los demás. La utilidad general de esta novela es discutible. En todo caso, a mí me fue útil para liberarme de gran parte de los fantasmas, que sólo cuando vuelva a Chile, ya que los amigos chilenos no escriben cartas y pasa el tiempo, volverán a acosarme o a deleitarme. Si vuelvo… o cuando vuelva; quizás cuando vuelva a cumplir con una de las ambiciones de mi vida, que es escribir una obra de teatro o comedia musical, quizás una opera sobre la vida de Rugendas, con vestuario basado en sus dibujos, canciones de la época y otras cosas, ideal que no es demasiado difícil que cumpla en el curso del año 1973. Pero ha pasado mucho tiempo, y a la distancia, tanto el afecto como el miedo al rumor del rosario de las criadas al fondo de un corredor de infancia, tiende a desvanecerse, y los lazos no renovados ni siquiera en el correo se fragmentan, y se transforman en símbolos, en cosas con un regreso posible. Dato curioso: de todo aquel libro, del OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE, los dos “retratos” más fidedignos son los dos perros: el Pique, transformado en perra diabólica que cruza los siglos con su carrera, y el Yorik, transformado en los cuatro perros negros con ojos amarillos, que como cuatro animales míticos rodean a don Jerónimo de Azcoitía.



 

 

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