Influido por el título de una novela suya que considero perfecta, me fui acostumbrando, casi sin advertirlo, a la impresión de un Donoso sin límites. Y creo que desde mi primera aproximación hasta la postrera, mi forma personal de ver a José Donoso fue recorriendo las sucesivas fases que iban dando a la expresión sin limites contenidos cada vez más certeros y al mismo tiempo más sorprendentes. Permítanme que hable aquí de ese itinerario personal. El que sintamos a Pepe todavía entre nosotros estimula el recuerdo de instancias más o menos íntimas y hace aún difícil la reflexión crítica, impersonal y académica.
Más realidad, más metáfora
La primera impresión significativa a la que me refiero ocurrió en circunstancias para mí bastante penosas. Yo debía presentar una propuesta para una tesis de doctorado en la Universidad Humboldt de Berlín, en la República Democrática Alemana, y ya se habían cumplido todos los plazos establecidos para hacerlo. Tenía que presentar un proyecto de investigación suficientemente fundado y a la fecha yo tenía claro sólo dos cosas. Una, que a pesar de las sugerencias más o menos insistentes para que escribiera sobre Alejo Carpentier, o Jorge Amado, o Gabriel García Márquez, todos autores muy reputados en nuestro Departamento de Romanística y a los cuales se consideraba de insospechada vocación socialista, yo quería estudiar a un autor chileno o algún tema de nuestra novelística . Dos, que el resultado de mi investigación debía contribuir a una discusión por fin abierta de una serie de preguntas cada día más inquietantes, que se hacían en sordina y que bordeaban una suerte de clandestinidad muy propia de la vida académica de entonces y que se pueden formular así: ¿Cómo lectores de la RDA, y especialmente los estudiantes de literatura latinoamericana, articulaban su creciente admiración por Cortázar, por Borges, por el propio García Márquez, con ese rígido código de preceptos del llamado realismo socialista?
La dificultad para concebir mi proyecto se transformó de pronto en una calamidad mayor aún, pues la tensión que me producía la ya larga superación de los plazos hizo que una úlcera de adolescente volviera a sangrar. Mis amigos saben que suelo caer en exageraciones. Entré al hospital de Charité convencido de que podría sobrevivir sólo si cambiaba de rumbos y olvidaba para siempre el doctorado. Al momento de entrar al hospital un amigo que me acompañaba me regaló la primera edición de Casa de Campo, recién aparecida en España. Comencé a leerla esa misma mañana, luego de los primeros exámenes, y no pude dejarla hasta muy entrada la noche, y sólo porque era evidente que el extraño bulto en mi cama que de tarde en tarde miraba con desconfianza el enfermero era la flamante edición de Casa de Campo y una pequeña lámpara que se aferraba al libro y que me había llevado también este amigo, conocedor de los rigores nocturnos de una sala común.
Recuerdo que mucho antes de terminar la novela tuve ya la certeza absoluta de que había encontrado finalmente la tabla de salvación y que el milagro caído en mis manos resumía los dos propósitos que hasta esa situación tan penosa yo estaba decidido a defender: escribiría mi tesis sobre un autor chileno y lo haría sobre un tema que pusiera el dedo en la llaga. La novela era, desde el punto de vista político, inobjetable incluso para los criterios que prevalecían en el Departamento. Era una recreación literaria del período setenta-setenta y tres que mostraba con minuciosidad los conflictos entre las distintas clases y capas de la sociedad chilena, el tenor de sus reivindicaciones y temores, sus pánicos reales o imaginarios, los accidentados desplazamientos del poder desde unos sectores a otros, el apocalíptico final de la casa señorial de Marulanda, caída primero en manos de unos extranjeros de patillas coloradas, ahogada luego por una avasallante invasión de vilanos. No cabía duda de que, conforme a la mentalidad de entonces, la interpretación propuesta en la novela era plausible —políticamente correcta, como se dice hoy— y el asunto era plantearse cómo una novela que abandonaba tan ostentosamente los cánones del realismo de corte mimético, la copia o imitación de la realidad real, podía dar cuenta tan perfecta, con tal abundamiento de circunstancias, de una realidad que atrapaba mediante su lenguaje alegórico. Y cómo era posible que esto ocurriera con tanta profundidad y con un punto de vista tan definidamente progresista, para decirlo usando un término muy empleado en esos días.
La úlcera cicatrizó rápidamente pero como debía permanecer en la Charité —una razonable cautela socialista hace que los enfermos salgan sanos de los hospitales y no en ese estado lamentable que aquí se llama convalecencia— escribí en mi involuntario retiro de la Universidad no sólo la fundamentación del tema elegido sino las ideas principales del trabajo que en su versión académica se llamó Método Realista y Configuración no Mimética en la Novela de José Donoso Casa de Campo. Este alarde de pedantería académica ocultaba una idea bastante simple: el método realista de creación no puede reducirse a un cánon rígido de preceptos formales que impone la imitación de lo real como única forma válida de configuración de la materia narrativa. Visto del otro lado de la mampara, una novela intencionadamente irrealista, fantástica, hiperbólica, en virtud de su potencia metafórica, de su lenguaje poético, puede recrear la realidad desde el símil o la alegoría. Es más: esa realidad así recreada se sustenta en una mirada más profunda, que abarca aspectos más variados, que nos permite ver lo que no es visible en la mirada cotidiana o ingenua. Había aprendido de Donoso una primera gran lección: la realidad de la ficción es una realidad de otra naturaleza. Si quieres más realidad, tiene que haber más metáfora.
José Donoso y Carlos Cerda
Así, Donoso saltaba por sobre sus propios límites y sobre fronteras que al decir de Fernando Alegría enmarcaron nuestra novela realista durante varias décadas. Y desatendía esos límites no tanto para postular una ruptura definitiva con las formas miméticas de configuración novelesca, sino para crear otro espacio desde el cual innovar. Un espacio lateral si se quiere, tal vez complementario u opcional; en todo caso más libre, más exigente, más poético.
Es de la esencia del trabajo artístico la búsqueda de espacios más variados y más anchos para la expresión del creador. Los límites impuestos por el dogmatismo, y que en nombre de innovaciones revolucionarias termina implantando siempre la censura, es la muerte del arte. Este vive de la diversidad, de la transgresión, del descubrimiento de lo nuevo y de la negación de los límites.
Trabajé en esta tesis entre 1979 y 1982, pero la defensa sólo tuvo lugar el 12 de julio de 1984, el día del natalicio de Neruda. Ese mismo año regresé a Chile y conocí personalmente a José Donoso. Una tarde de septiembre llegué con el mamotreto a su casa de Galvarino Gallardo, llena de flores y de perros; tomamos té por primera vez en el altillo en que conversaríamos muchas horas en los años siguientes; él le sugirió a Ricardo Sabanes la publicación de la tesis doctoral en la nueva colección de Planeta, Biblioteca del Sur. Pero debía ser un libro con nombre cristiano y expurgado de cualquier rimbombancia falsamente académica. José Donoso: Originales y Metáforas fue el título que Pepe me propuso luego de leer el epígrafe, una cita de la Poética de Aristóteles en que se habla de la realidad —los originales— y la metáfora como un lenguaje que permite imitarla.
El ver profundo
La segunda aproximación a José Donoso me develó otra dimensión de su personalidad, otro recurso de Pepe para superar los límites.
Cuando el teatro Ictus le propuso que escribiéramos juntos la versión teatral de su novela Este Domingo, se inició un período de contacto diario y de conversaciones que tampoco tuvieron fronteras a la hora de abordar las cosas de los libros y de la vida. Descubrí entonces que otro de los límites que parecía desconocer era el que a casi todos nos impone el cansancio. Yo llegaba a su casa todas las tardes a eso de las cinco y conversábamos, discutíamos escenas de la obra y escribíamos hasta cerca de las diez. Eran cinco horas cada día, pero hay que considerar que él ya había estado trabajando en su novela toda la mañana, entre las nueve y las dos, de modo que cuando se sentaba conmigo en el altillo, él llevaba ya sus buenas cinco horas de trabajo en el cuerpo. Súmese a esto el que al día siguiente empezaba la conversación hablándome de lo que había leído la noche anterior.
Esta maratónica potencia creativa tenía su paralelo en la profundidad de sus observaciones, en la rigurosa reflexión acerca de las conductas de sus personajes y en el consistente tejido de ideas que nutría su imaginación creadora.
Recuerdo que promediando la escritura de la versión teatral de Este Domingo surgió uno de sus temas recurrentes: las máscaras y las simulaciones. Yo hice una observación acerca de uno de los personajes de la novela, creo que la Chepa Rosas, y usé la expresión máscara en oposición a rostro. “Es que eso está mal”, me dijo. ‘‘¿Qué está mal?”, le pregunté. “Eso del rostro. Lo que hay detrás de la máscara nunca es un rostro. Siempre es otra máscara”. “Entonces nos disolvemos en una interminable multiplicación de nuestras inautenticidades”, le dije muy sorprendido.“¿Por qué?, me preguntó. La máscara eres tú, y la máscara que hay detrás de la máscara también eres tú, y así sucesivamente y con todas las otras. Y esas máscaras resultan de lo que te enseñaron a querer y a rechazar, y de lo que tú realmente quieres o rechazas, y de aquello que te sirve para defenderte, y de aquello que te sirve para agredir. Y mucho más. Las distintas máscaras son funcionales, las usas porque te sirven para vivir. Yo no sé qué es eso de la autenticidad. Nunca lo he entendido. Lo que sí creo es que la vida humana consiste en un refinado y complejísimo sistema de enmascaramiento y simulaciones. Tienes que defenderte. Esto es a muerte."
Más adelante entendí que en su concepto la máscara y el simulacro no sólo tenían este carácter funcional o esta función positiva, esta especie de ortopedia imprescindible. También había en el enmascaramiento y la simulación un momento de pura negatividad. Si ponerse la máscara es un acto de impostación, una forma de simular, un ocultamiento, aquello que se oculta es lo que los otros no van a aceptar de ti en ninguna circunstancia, o lo que tú crees que no van a aceptar de ti, que casi siempre es lo mismo que tú no aceptarías de los otros. Entonces visto así, la máscara es adaptación, sumisión, renuncia a la conducta transgresora, capitulación.
Quiero decir que ésta es una de las conversaciones que la partida de Pepe dejó inconclusa. Hablábamos de esto muy frecuentemente y siempre surgía un aspecto nuevo de la cosa, y casi siempre esta nueva mirada resultaba de la observación de la vida misma, de las conductas que no dejaban de sorprenderlo, casi nunca o rara vez de una lectura especializada. Era un juego bastante especulativo, pero era también un desafío a ir más allá de la forma habitual de ver. Todo esto, así lo entendía yo, servía para educar la mirada a lo no habitual, preparar el ver para esos huecos profundos que la realidad nos muestra como herida, esa herida absurda con que el tango define a la vida. Eso era lo importante, a fin de cuentas. Si lo normal es pensar que detrás de la máscara está el rostro, es decir lo auténtico, el juego que el proponía me obligaba a sacar todas las consecuencias de lo hasta entonces no pensado: que detrás de la máscara haya otra máscara. No estaba postulando ninguna lectura tardía y pedante de algún padre de la psiquiatría. Estaba ejercitándose en un juego que ayudaba a ver distinto, a ver lo otro, a pensar aquello que casi nunca se piensa. Como algunos hacen jogging o aeróbica, el mantenía en ejercicio constante su inteligencia; no le daba tregua, no la dejaba decaer, la estimulaba con el ejercicio del ver profundo.
La mirada y los tupidos velos
Pero este ejercicio del ver profundo, como todo en la vida, puede contener dentro de sí la negatividad, el movimiento de signo contrario, aquello que nos hace huir de la visión. Entramos entonces en el ámbito de la voluntaria ceguera y los tupidos velos que la hacen posible.
Entre los motivos recurrentes que conforman el universo donosiano, el de los tupidos velos tiene la virtud de ser el que nos conduce de manera más directa a la dimensión trágica de su obra, al tiempo que nos muestra a Donoso orillando una vez más las situaciones límites.
Cubrir la realidad con un tupido velo para no verla e incluso para simular su desaparición, es probablemente el acto más humano y de más larga data que podamos registrar. Ha acompañado al hombre desde siempre, como la embriaguez y la poesía, como el carnaval y la música. Veladuras, enmascaramientos, simulaciones, son todas respuestas vitales —es decir condicionamientos de la vida humana— para enfrentar lo que ésta tiene de horrible o intolerable. Esta conciencia de una realidad que nos sobrepasa, que no podemos soportar, que no podemos mirar sin correr la suerte de Edipo —arrancarnos los ojos— es el fundamento de la visión trágica del mundo.
En El Nacimiento de la Tragedia, Nietzsche cita a Sileno, exponente del sentimiento trágico por excelencia.
“Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dionisio, sin lograr conseguirlo. Cuando éste por fin cae en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Forzado por el rey, acaba pronunciando estas palabras, en medio de las risas estridentes: ‘Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería más ventajoso no oir? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti ... morir pronto”’
No haber nacido. No ser. Ser nada. Donoso conoce la atracción de esta negatividad radical. En su excelente ensayo dedicado a la génesis de su nouvelle Los Habitantes de una Ruina Inconclusa, María Pilar Donoso nos cuenta que:
“La obsesión clochardesca de Pepe revive al terminar la gran catarsis de El Obsceno Pájaro de la Noche. La tentación que lo lleva ante el abismo que se abre sobre la nada, ante la fuerza de “la otra cara del poder”; el poder de la negación, de no poseer nada, no hacer nada, no pretender nada, no codiciar nada, no envidiar nada...”
George Steiner ha observado con razón que la tragedia es ajena al sentido judeo-cristiano del mundo. Job, quien podría identificarse más cercanamente con una visión trágica propia de esa representación de la realidad, conoce no sólo el padecimiento atroz; finalmente tiene también la experiencia de la justicia y la reparación, y por lo tanto de una vida con sentido.
“Y bendijo Jehova la postrimería de Job más que su principio; porque tuvo catorce mil ovejas y seis mil camellos, y mil yuntas de bueyes, y mil asnos”
Donde hay compensación, dice Steiner, hay justicia y no tragedia. Dios es justo con el hombre. Puede serlo porque es racional. Esta visión del mundo supone un orden en el universo y una capacidad del hombre para comprender la racionalidad de ese orden. “Un mundo que se puede explicar hasta con malas razones es un mundo familiar” nos dice Camus en El Mito de Sísifo. En la visión trágica, en cambio, todo está entregado a las fuerzas ciegas del azar y del deseo. La suerte del hombre depende de unos dioses que no se dejan guiar por la razón sino por vehementes impulsos que no requieren de justificación alguna. Esta conciencia del sin sentido dominándolo todo es la principal substancia del sentimiento trágico de la vida. A lo largo de la historia el hombre ha ido tendiendo velos que hagan tolerable esta realidad horrible, tupidos velos que incluso cubrieron el sentido primigenio de la tragedia, que en su origen estuvo más cerca de lo orgiástico que de lo artístico, más cerca de Dionisio que de Apolo. Paralelamente y también a lo largo de la historia, el sentido trágico revivió en Hamlet y el rey Lear; en Don Quijote; en Ana Karenina y Madame Bovary, heroínas con proyectos vitales opuestos y que sin embargo terminan imitando el común gesto severo de Yocasta, la suicida; en Josef K, que muere como un perro sin conocer la razón de su sacrificio; en los personajes de Faulkner y de Camus; en todos quienes prefieren ser libres en un mundo sin sentido, antes que someterse a la racionalidad de una visión que otorga en sentido lo que cobra en libertad. Y por supuesto en los personajes de José Donoso, trágicos en el sentido más profundo del término, ya sea que recurran a los velos seculares al entrever el rostro horrible del sin sentido, o que sigan caminando por un mundo vacío de razón con la dignidad y la grandeza de un Edipo, ennoblecidos por el padecimiento y la injusticia de los dioses.
El sentimiento trágico tiene sus raíces en la ausencia de una razón que compense las penurias y ponga orden en el caos que las motiva. En el universo trágico de Donoso sus personajes se instalan en la línea incierta que separa la razón de la caída en el abismo de la locura. Andrés, el protagonista de Coronación, padece la amenaza de una demencia cercana que ve anticipada en la insania de su madre. En Este Domingo la Chepa Rosas se ve atraída por un extraño imán que la domina: el Maya y sus recaídas en la mano negra de la sinrazón. La violencia brutal que termina con los despojos del cuerpo ambiguo de la Manuela entre las zarzamoras que bordean el río nos habla de bordes y límites más amenazantes y más profundos cuya transgresión prefigura el infierno, como se advierte en el epígrafe de El Lugar sin Límites. El Obsceno Pájaro de la Noche se sitúa íntegramente en el límite de la razón y de la sinrazón. Los clochard que pululan por sus cuentos no son sólo marginados sociales; son ante todo figuras que nos saludan agitando sus harapos desde esa otra orilla a la cual nos aterra acercarnos, tal vez porque la sentimos parte de nuestro horizonte virtual. En Casa de Campo, novela en la cual se mencionan por primera vez los tupidos velos, una realidad demencial absorbe a Marulanda con la fuerza centrípeta y avasallante de un tornado.
Para encontrarnos con estos personajes, para convivir con sus delirios, para recibir las señales que vienen de ese mundo imaginario que nos permite descubrir y develar nuestra extraña realidad, es preciso aventurarse en una relación más profunda con la literatura, un juego más provocativo, una entrega que estimule todas las secreciones de la conciencia y se deleite en los jugos de la pasión y del peligro. A la lectura psicológica a la que nos han habituado hay que oponer la lectura filosófica; a la mirada que busca definir las conductas —es decir, el cómo— hay que oponer la mirada que no descansa hasta descubrir el qué, la condición humana. Esa condición trágica en la que nos reconocemos y en la que confirmamos nuestra irreductible humanidad, más allá de las veladuras y los enmascaramientos, gracias a creadores como José Donoso. Gracias al velo de Maya, el velo del arte que nos habla Nietzsche. El único que nos permite mirar la realidad cara a cara y tolerar el rostro verdadero de la vida.
¡A los setenta, quién habla de límites!
Setenta son los años del hombre, dictamina nuestro queridísimo y genial Gonzalo Rojas en el verso primero de un poema, y habría que apostar a esta sabiduría que llega desde tal alto y leer el poema entendiendo que esos años del hombre son años de esplendor, atendida la propia vitalidad del poeta y la que también tenía Pepe al cumplirlos.
En los meses cercanos a su septuagésimo cumpleaños José Donoso había vivido desafiando los límites. Sobrevivió a un maratónico homenaje realizado en Santiago y con una destacada presencia internacional de escritores y académicos; a una recaída grave de una antigua dolencia, ocurrida en Barcelona cuando partía ya hacia Madrid a recibir el reconocimiento de España; y a la no menos limítrofe negociación que concluyó en la mudanza de su nueva casa editorial —Alfaguara— del conjunto de su obra y, por supuesto, sus últimos libros.
Este hombre que ya había cumplido los setenta años y que vivía entrando y saliendo de la clínica, escribió en menos de un lustro cuatro libros de distinto género e idéntica rigurosidad. Donde Van a Morir los Elefantes, una de sus novelas más imaginativas y en su versión inicial la más extensa; Conjeturas sobre la Memoria de mi Tribu, sus memorias, expurgadas en más de noventa páginas por una censura familiar que acató; Artículos de incierta necesidad, recopilación de crónicas y ensayos periodísticos compilados por Cecilia García Huidobro y El Mocho, su novela póstuma que aparecerá próximamente en España y en abril en nuestro país. Recuerdo que lo entrevisté sobre Donde Van a Morir los Elefantes para el suplemento cultural del diario La Jornada de México, que dirige nuestro común amigo Juan Villoro. Era una tarde cálida pero ya con anuncios otoñales en el jardín de al lado, que vemos desde el altillo en que Donoso trabaja entre doce y quince horas diarias, esa otra forma de seguir desafiando los límites. Fue la penúltima conversación larga, de varias horas. La última tuvo lugar también en el altillo y fue una suerte de despedida a la que asistió un testigo periodístico, nuestra amiga Mónica González, de la Revista Cosas. Es cierto que nos costaba hilar la conversación pues la sordera de Pepe se había agravado. Al final de este diálogo dijo que lo grave de la sordera es que los amigos se iban alejando y él se iba quedando solo. Lo grave, pensé entonces, es que empezaba a morir esta conversación. Sobre ese sentimiento escribí para la revista Qué Pasa. Permítanme terminar las palabras de esta noche con el párrafo final de ese artículo.
“Conversar es el acto más humano y al mismo tiempo más mágico que existe. Cada conversación es una llamarada de nuestra inteligencia y de nuestra sensibilidad que se apaga con el silencio y sólo revive cuando el habla se reanuda. Cada conversación es única, porque activa ideas y deseos que sólo en ese instante están maduros y tienen pleno sentido sólo para esos interlocutores. Los amigos lo son porque van aprendiendo cuál es el sustrato común de experiencias que pueden enriquecer conversando. En rigor, aunque nos refiramos a lo mismo, nunca hablamos de lo mismo con amigos diferentes. El habla nace y crece en ese diálogo que va abriendo caminos que sólo esos conversadores pueden transitar. Cuando se pierde al interlocutor —en el caso de José Donoso un interlocutor enorme, culto, sensible, provocativo, generoso— el silencio cae sobre el camino ya imposible, ese camino que nunca más será transitado. Es una pérdida que no tiene remedio. Por eso ese domingo, apenas volví del pequeño cementerio vecino a la eternidad del mar, estuve esperando que sonara el teléfono, sin saber que aquello que esperaba era esa chispa que encendía ideas sólo en ciertos momentos y con un determinado interlocutor. Lo perdido, perdido. Tú me enseñaste que la vida es pérdida. Las ideas que había probablemente en mí y que tú activas, ya no serán. Por eso, si tú te apagas, se apaga también una parte de mí mismo. Y una parte de todos tus amigos conversadores. Tus libros están aquí, muy cerca; puedo leerlos siempre, puedo tomar uno esta noche, ponerlo en el velador y prepararme a escuchar de nuevo tu voz. Pero esas otras palabras, las que me decías en un restaurant de Buenos Aires, en una calle de Cádiz olorosa a naranjos, en el famoso altillo, en la clínica o comiendo en nuestras casas, son palabras distintas. Y sobre todo las que llegaban desde el teléfono, puntualmente, siempre el domingo en la noche. Ese lugar sin límites que no era para mí el infierno de Marlowe, sino el espacio infinito del habla en el que nos encontrábamos. Esas palabras que sólo oíamos tú y yo. Esas palabras que extrañan una continuación que ya no es posible, ese aliento al que me aferro tratando de oírlas nuevamente, porque sin ellas, desde hoy y para siempre, me va a faltar algo en el aire.”
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Donoso sin límites
Por Carlos Cerda
Publicado en revista Cuadernos, N°28, 1997