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IDIOMA Y RETORNO
Por José Donoso
Publicado en El Comercio, Gijón, 13 de Diciembre de 1981
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Tal vez sea más difícil, al regresar al país, volver a aclimatarse al propio idioma que al lugar, ciudad o región: la patria de un escritor es, inevitablemente, su idioma, y su periplo vital es la búsqueda del que le sea propio y cómodo como el rincón habitual del perro viejo, y tan natural. Esto no significa que se debe adoptar el idioma dado, en su país y en el mundo en que uno se mueve en su país: puede —tal vez debe— inventar un idioma paralelo a él, pero que no se confunda con él, y su virtud será darle tanta realidad que quede codificado, tan definido como el italiano de Dante, que no era el idioma de la calle, pero estaba construido con elementos de ella, y en ese sentido el idioma literario y el idioma vernáculo son más bien fenómenos paralelos que una misma cosa. Nadie, en la época isabelina, hablaba como hablan los personajes de Shakespeare: pero Otelo y Hamlet, Julieta y Cordelia hablan en "blank verse" construido con el idioma vivo de entonces, sin confundir para nada el idioma de la literatura con el idioma de la calle, o más bien, codificando, por decirlo así, a éste.
Acaban de otorgarle el Premio Nobel a Elías Canetti, un hombre que en el fondo carece de idioma propio. Tuvo demasiadas opciones: su abuelo, con quien vivía, hablaba el ladino de los sefardíes y el turco, y su abuela el italiano de los judíos de Livorno; las criadas que lo amamantaron hablaron búlgaro; sus padres, francés, inglés, alemán, y aprendió los idiomas clásicos a temprana edad. Sin embargo, para escribir eligió el alemán, el alemán de sus primeras experiencias vitales y literarias en Viena y en Zurich. Es este fenómeno de "elegir" un idioma —y Canetti lo "elige" en cuanto vive desde hace treinta años en Inglaterra, cuya literatura conoce y admira, y el "idioma de la calle" para él es el inglés— lo que asombra: el separar el idioma de la vida diaria del idioma de la literatura.
Supongo que a Canetti nunca se le presentó el dilema del "idioma propio", y jamás el de la lengua vernácula: nació sin noción de estas cosas, casi desde la cuna sin la conciencia de que los idiomas son siempre convenciones que se van creando, que van creciendo, organismos vivos que absorben y expresan una cultura, cuya esencia, sus reglas y limites, son los de la gran literatura. Pero si uno piensa en Conrad, en Beckett, en Nabokob, ninguno de los cuales alcanzó la gloria utilizando el idioma dentro del cual nació —en el caso de Beckett, como
señala George Steiner, uno nunca sabe si escribió esta o aquella obra en inglés o en francés y hay que juzgarla, por tanto, fuera de las reglas de cualquier idioma, casi como otra especie de literatura— uno no puede dejar de agregar a Canetti a esta lista de escritores "translingüísticos" que nos proponen. con su segregación del idioma natural de la literatura, una especie de renovación en el concepto mismo de la literatura.
No todos, sin embargo, nos podemos inscribir dentro de esta cofradía: la retórica de Neruda, la anti-retórica, que es retórica, de Parra, y ambos tienen la calidad que tienen por razones exactamente contrarias, buscan desesperadamente confluir de distintas maneras con el idioma hablado. Las generaciones chilenas de poetas que vienen después de Parra intentan empujar lo vernáculo más allá de sí mismo, como en Lihn, como en Zurita y llegar a la poesía por su negación, construyendo con el chileno vernáculo más extremado objetos literarios que terminen por ser grandes artificios, como debe ser toda obra de arte: negar una estilística; al fin y al cabo no es más que plantear otra.
En todo caso, a mi retorno a Chile después de veinte años de ausencia, el problema del "idioma literario" se me presenta como el gran, el más pavoroso, el más difícil dilema. Cuando llegué a España, hace quince años, me instalé —casi sin saber que lo hacía— en Cataluña. Allí viví muchos años: en mi ignorancia, al comienzo creí que el catalán no era más que un dialecto. Pero luego, cuando a raíz de la muerte de Franco, cuya dictadura había prohibido utilizar el idioma catalán, que es la espina dorsal de todo un pueblo, y la policía castigaba inmisericorde a quien lo hablara en la calle, luego, digo, apareció el catalán militante por todas partes, lengua obligatoria de colegios y universidades, lo hablaban, casi con exclusión del castellano, mis amigos que antes no lo hablaban: lo que demuestra que, bajo la dictadura, se mantiene vivo el espíritu de un pueblo, y brota y florece —como en la actualidad florece— el idioma propio como la encarnación misma de la libertad.
Pero como resulta que no soy catalán y que mi segunda lengua es el inglés, cuya literatura admiro, me sentí totalmente fuera de mi ambiente, y por primera vez realmente exiliado en Cataluña, ya que prevalecía otro idioma, y con plena justicia, que no era mi propio idioma. Fue entonces cuando decidí partir a buscar "mi" idioma en Madrid.
Después de un tiempo instalado en Madrid y una vez que se pasó la novedad de las chulerías y gracias abundantísimas del castellano madrileño, me di cuenta de que estaba tan exiliado en Madrid como en Cataluña, puesto que no se hablaba allí un idioma en el que yo me reconocía. Es por esta razón que en mis últimas cuatro novelas he utilizado un idioma exclusivamente literario, ajeno a toda verosimilitud idiomática, a todo compromiso con el idioma de un sitio, de una clase, de una cultura. Sólo cuando escribí un "pastiche" madrileño para divertirme y para ver si lograba hacer mio el idioma callejero de Madrid. lo utilicé, con fallos que los periodistas se ensañaron en señalar, pese al encanto con que se recibió dicho "pastiche", diciéndome que se reconocía que yo no era madrileño.
Quizás ese fue el impulso primero, esencial, que me hizo regresar a Chile, o uno de los más importantes: quería, de nuevo, como en el comienzo de mi carrera de escritor, escribir en el mismo idioma en que vivía. Estaba cansado, en realidad, de ajustar el castellano a las distintas claves que mis distintos libros y mis distintos lugares de residencia me exigían. Quería vivir y escribir en la misma clave de mi castellano.
Sin embargo, al llegar a Chile encontré que aquí también soy exiliado y asi esta ambición mía era una quimera. No tengo nada que ver con el "estai" y el "vai", con el "impactado" y el "tierno", y el "super" y los insoportables y ubicuos diminutivos. No expresan lo que soy. Me siento ajeno, incómodo. Supongo que con el tiempo me asimilará este lenguaje. Pero ahora estoy exiliado y de nuevo veo que para escribir voy a tener que poner en duda la "naturalidad" del idioma, como lo he estado haciendo en todos mis últimos libros, y nunca escribiré y viviré en el mismo idioma.
Pienso, sin embargo, que todo esto sea un mal de la literatura chilena, sobre todo en la prosa. Nunca los novelistas chilenos han pasado de la vida a la literatura sin cambiar de registro. He hurgado en las novelas tradicionales del criollismo, en Rubén Azocar, en Mariano Latorre, en Marta Brunet, en Luis Durand, en el mismo Nicomedes Guzmán, y en todos ellos encuentro el mismo fenómeno: que el habla vernácula, lo idiomático chileno, capitalino o regional, invariablemente conlleva la necesidad de un entrecomillado, como si se tratara de una dicción exótica. Termino, en cambio, de leer una nueva novela argentina que está causando furor —y no sin razón— en Buenos Aires. Me refiero a "Flores robadas en los jardines de Quilmes", de Jorge Asís. Aquí me reencuentro con toda una tradición argentina que nosotros no tenemos: la del orgullo del idioma vernáculo, popular. callejero, bastardeado, tradición que viene desde Roberto Arlt y más allá: el triunfo de Boedo sobre Florida. En esta tradición no hay más creación que dentro del idioma hablado, que es gran fuente de invención y juego para los argentinos. Nosotros, por otro lado, al ser populares, al escribir o cantar en lo que queremos hacer pasar por el idioma de la calle o del campo de esta época nos tenemos que disfrazar, con el resultado de que, salvo escasísimas excepciones, todo lo que pretende ser popular resulta folklórico de tarjeta postal, o bien la vuelta de unas raíces más bien modestas. En este país, culturalmente remolísimo y aislado —Santiago es la capital con menos cines que cualquier capital del mundo; en Buenos Aires hay cuarenta y ocho espectáculos teatrales hoy, comparado con los ocho de Santiago—, probablemente no hay otra manera de sentirse culturalmente rico que hipertrofiado y disfrazado lo propio, que no deja de tener valor siempre que se conserve la perspectiva y la proporción.
Y, sin embargo, el deseo de escribir y vivir en el mismo idioma —aunque ya se sabe que no es la única solución literaria— no deja de ser una nostalgia constante. ¿Por qué no puedo escribir una novela en "vai" y "estas", así como los argentinos las escriben con toda naturalidad en "escribís" y 'joder? ¿Por que nadie ha hecho esta proeza en Chile? ¿Es sólo la falta de tradición de confianza en lo popular que aqui, para ser aceptado tiene que ser un disfraz? Nuestro idioma de la calle es rico —tal vez no tan rico como el argentino, mechado de anglicismo. psicoanalismos, judaismos, italianismos, españolismos; ni como el mexicano, colorido de indigenismos y yanquismos—, imaginativo, divertido, pero se queda en la calle y los novelistas jóvenes, dentro de lo que yo sé y conozco que, desde luego, no es todo ni todo lo que debía conocer, me parece que no metabolizan ese idioma de la calle, no lo transforman, sin cambiar la clave, en protagonistas de una novela: para escribir novelas, nuestro descamisado se pone corbata, nuestro peludo peina su prosa a la gomina. No hay fe ni orgullo en el idioma popular y parecemos un pais sin voz más que en la poesía. La prosa de toda novela nuestra es de cuello y corbata, y allí está nuestro idioma callejero para que un novelista joven conjugue con él una identidad que me hace falta. Mientras tanto, exiliado por los años de ausencia y la edad, del idioma callejero de hoy, sé, por suerte, que hay otras opciones: existen los idiomas esencialmente literarios para escribir novelas, los idiomas que se ponen en duda a sí mismos, que es el tema, al fin y al cabo. de los novelistas de mi generación. Y sin embargo, persiste la nostalgia por lo otro. Pero uno siempre es extranjero. Pienso que cuando en España dieron una película argentina de mucho bombo, pero muy cursi, llamada "Historia de una señora", basada en la novela mundana de Maria Luisa Bemberg, absurda, pero menos cursi que la película, tuvieron que "doblarla" al español de España, lo que no deja de ser una pequeña lección. Si, pese a la nostalgia que roe y que roe, quizás sea nuestro destino escribir novelas en que se señale, precisamente, la diferencia entre la vida y la literatura. Es probable que el precio del exilio y del retorno sea nunca dejar de ser extranjero en su propio pais y en su propio idioma.