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La mascarada de Donoso

Por Federico Schopf
Publicado en Revista UNIVERSUM N°11, 1996. Universidad de Talca


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Quisiera señalar que me inserto en el marco de este homenaje, desde la ambigua, flotante posición de alguien que ha incursionado en el ámbito de las letras -he publicado poesía y ensayo-, que es profesor de literatura, pero que también se inició como lector literario, como sujeto inclinado a la lectura precisamente en los años en que las primeras obras de Donoso vinieron a llenar algunas expectativas, que ya no se satisfacían con los modelos heredados de hacer narrativa en nuestra literatura.


GENERACIÓN DEL CINCUENTA

Son los años en que apareció -desafiante, insolente- la llamada Generación del '50 que, con el paso del tiempo, terminó reestructurándose en una lista que incluye dos Premios Nacionales en narrativa: José Donoso y Jorge Edwards, un Premio en poesía: Miguel Arteche y dos Premios que no se dieron a otros poetas significativos: Enrique Lihn y Jorge Teillier, no sólo porque murieron prematuramente. Uno de sus miembros más activos en esos años; Claudio Giaconi - autor de La difícil juventud, memorable conjunto de cuentos- resumió varias veces el carácter inconformista de este grupo de escritores, que reconocía una sociedad en crisis, cuyas instituciones y estructuras se sentían ya como formas puramente represivas, alejadas de sus probables sentidos en otros momentos. Giaconi -en sus artículos- y Donoso, Edwards, etc., en su práctica literaria rechazaban la visión criollista del mundo, que reducía al hombre a ser mero muñeco de fuerzas naturales -la famosa determinación por el medio- y rechazaban también, con no menos fuerza, las variantes del "realismo social" que -pese a las buenas intenciones de quienes soñaban con un futuro social justo- transformaba al individuo en exclusivo representante de una clase social, previamente definida en términos de la ideología stalinista.

En esta atmósfera de malestar y nuevas exigencias apareció la primera novela de Donoso, Coronación, a fines de 1957. Mi lectura se inició con algunas precauciones y sospechas que, en el curso de ella, se fueron disipando moderadamente. Su escritura sobria, controlada, poco pretenciosa, que apenas parecía tocar la superficie de sus materiales, me introdujo en la representación de la decadencia de una familia, tal vez de una clase, un tema muy tratado y maltratado por la literatura de base naturalista que estos escritores del '50 impugnaban. Pero sorprendentemente -e incluso para decepción de algunos críticos- el narrador de esta novela no procedía a entregarnos una explicación exhaustiva, coherente, presuntamente objetiva de los acontecimientos, no disolvía los deseos, frustraciones, delirios, angustias de los protagonistas en puros condicionamientos de clase, no hacía de ellos representantes de sujetos colectivos que los excedían y transformaban su supuesta individualidad en un epifenómeno sacrificable, cuando no irrisorio. Incluso más, la última parte de la novela -desplegada con mucha cautela- en que tenía lugar una delirante, esperpéntica coronación de un anciana nonagenaria y procaz, a cargo de sus viejas sirvientas ebrias y entregadas al frenesí de la danza, adquirirá el inesperado efecto de reobrar sobre los capítulos anteriores e iluminarlos en otras dimensiones.

Coronación y los cuentos de Donoso, en esos años, se limitaban a mostrar la existencia precaria y mezquina de sus protagonistas, las angustias y frustraciones de una vida falsamente protegida -más aún, llevada a su plenitud- por la Casa y por el Orden. "Santelices" -uno de sus cuentos de comienzos del '60, que leí en una revista argentina- nos traslada de la Casa a la Pensión. Su protagonista -sumiso, previsible, disimulado, el preferido de la señora- trastorna la pacífica atmósfera de la pensión al adornar su cuarto, su espacio privado, con imágenes de felinos. Comienza con los gatos, alcanza a llegar hasta los tigres y panteras. Introduce la selva, la barbarie, los instintos, la violencia animal de los cuerpos. Desata el escándalo y es expulsado. Luis Iñigo-Madrigal -profesor chileno-español en la ordenada Suiza- ve en estos personajes el exagerado e hipócrita respeto a la autoridad de una pequeña burguesía arribista, ávida de apariencias que la legitimen, que la separen del "bajo pueblo" y que se conviertan fácilmente en base de apoyo a cualquier gobierno autoritario que garantice, por la razón o la fuerza, más bien por la fuerza, orden y progreso.

Moderada, discretamente, la escritura de José Donoso lograba articularse en el horizonte producido por nuestras lecturas de autores contemporáneos como Virginia Woolf, Kafka, Thomas Mann, Faulkner, Camus (que me parecía demasiado esquemático en su existencialismo), Sartre, que me interesaba poco, aunque era una figura de gran prestigio, autores que nos habían introducido en una escritura de indagación, de perspectivas abisales sobre la existencia, de dudas y no certezas, de perplejidad, de afirmación agonística de la vida.


EL BOOM

Sintomáticamente, la tercera novela de José Donoso, El lugar sin límites (1967) fue saludada incluso por la crítica más conservadora en materia de gusto literario -que en Chile insistirá en comprender a la literatura en su dimensión de documento histórico- como una obra "exonerada del fácil maniqueísmo" (Raúl Silva Castro), esto es, que no reducía sus protagonistas a meros portadores de sus características de clase: explotados y explotadores, señor y siervo, macho y hembra.

La representación del pueblo rural en esta novela -ubicado en la Región del Maule- parece, a primera vista, prolongar los usos, costumbres y limitaciones del criollismo. La escritura despliega la vida gris, mediocre, resignada de sus habitantes, que esperan del latifundista y senador por la zona, un mejoramiento de sus vidas, a través de la electrificación del pueblo y la construcción de una carretera que lo conectará con la modernidad, el progreso del país. Todavía más, el desarrollo de la acción y el diálogo permiten, al lector, percatarse que tanto la fundación del pueblo como su futura planificación dependen de las maquinaciones e intereses del señor de la comarca.

Pero la escritura -casi desde sus inicios- sugería ya inesperadas dimensiones de algunos de sus protagonistas, se apartaba, con cierta discreta violencia, de las esperables identidades compactas, homogéneas, solventes, traspasaba la línea recta de las representaciones costumbristas del campo. Se hacía perturbadoramente indagatoria.

Sólo más tarde -luego de mis propios "años de aprendizaje"- me percataría de la perversa introducción de la parodia que ponía en funcionamiento el narrador, su transformación esperpéntica del sórdido escenario, una manera de atraer al lector a lo familiar para hacérselo -con precisas incisiones- inquietante, inseguro: unheimlich.

Pero en ese entonces, en esta primera lectura, mi comprensión de la novela se interrumpía en la percepción de un narrador que no dominaba el mundo, no lo sabía todo, rehusaba asumir doctrinas (religiosas, políticas, económicas) que explicaban la experiencia desde una visión totalizante que hiciese más llevadera la vida, tranquilizara la conciencia. Era un narrador que desplegaba un mundo de máscaras, pero no porque los protagonistas participaran de un acuerdo explícito, sino porque interponían mecanismos de defensa frente a los otros y frente a sí mismos.

Manuela es el personaje decisivo de El lugar sin límites. El narrador no lo clasifica, no lo define, no lo estigmatiza: lo hace aparecer, lo deja ser lo que es, más bien, lo que cree, desea ser. Manuela es un personaje catárquico: precipita a los otros, desencadena sus impulsos ocultos, libera sus deseos. El orden se exhibe en todas sus debilidades: no sólo porque, en el inicio de la historia, el triunfo del partido del orden -del orden social, del orden de la familia, los sexos, la religión- se celebra en el prostíbulo y culmina en el baile de Manuela y en su castigo colectivo, sino porque también culmina cuando el más hombre de los personajes -el chofer, el macho recio- se acerca al pueblo, se escucha su camión aproximándose, para visitar el prostíbulo, en cuyo fondo lo espera oculto, como una debutante poseída por el terror, el viejo homosexual disfrazado con los restos de su traje de bailarina española. Atrae al chofer -como lo dijo hace tiempo Severo Sarduy- por lo que tiene de hombre apenas enmascarado, no de mujer: "Es como si me tuvieran miedo, no sé por qué, siendo que saben que una es loca". Su desnudez enfriaría los ánimos, provocaría el rechazo, los llevaría al fracaso. Sólo es seductor cuando está (des)vestido.

La búsqueda que mueve la escritura (su origen, su meta) no se satisface con la mostración de la injusticia social, la decadencia de una sociedad. Sólo una lectura incompleta -forzada, que evita importantes indicaciones del texto y que no quiere entrever los hoyos negros que se ocultan tras la superficie- puede tranquilizarse con este empobrecimiento de la representación.

Con El lugar sin límites se incorporó Donoso -en la década del '60: la de la Revolución Cubana y su promesa de un socialismo humano, la de Mayo del '68: seamos realistas, pidamos lo imposible, la de la Guerra de Vietnam, la que terminó con el brutal Golpe Militar de Chile en 1973- a la prestigiosa lista de los autores del Boom de la novela hispanoamericana, que se abrió paso espectacularmente en la escena literaria internacional.

El boom iluminó con su estallido toda una comarca culturalmente desatendida del mundo: América latina. La redescubrió imaginalmente, incluso para nosotros los hispanoamericanos.Fue una reinvención de América que desplegó nuestro continente como una unidad contradictoria, variada, en que la suma de las partes es mayor que el supuesto todo. La irrupción de esta narrativa -paralela en el mundo a varios ensayos de socialismo alternativo, que fracasaron- insertó culturalmente a América latina en la memoria colectiva de la época. Más allá de ciertos desenfoques de recepción, del aplanamiento sincrónico al puro presente que practicó la crítica actualista, la lectura de estas novelas -de autores como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, entre otros- logró producir el efecto contrario: sentar las bases para una recuperación de la historia literaria de América latina.

Las novelas del boom -Rayuela, La casa verde, Conversación en la catedral, Cien años de soledad, y otras, unidas a la relectura recontextualizada de obras anteriores de Onetti, Carpentier, Arguedas, Rulfo y, por supuesto, Borges- comunicaron, con más fantasía y eficacia estética que la narrativa heredada, las diferencias latinoamericanas, los resultados del (des)encuentro de las culturas autóctonas y las culturas de las más diversas emigraciones españolas, africanas, europeas, asiáticas, desencuentros, fusiones, confusiones, antítesis, contaminaciones que tienen lugar y tiempo en la amplia y variada geografía del Nuevo Mundo.


EL CANON OCCIDENTAL

La inmersión en los hoyos negros a que se asomaba la escritura de El lugar sin límites -la crisis de identidad, el impulso autodestructivo de los deseos, el terror de existir, el miedo al otro, el anhelo del otro- se intensifica en El obsceno pájaro de la noche (1970), toca fondo.

El sujeto de la escritura de El lugar sin límites, se mantenía aún a una distancia que le permitía -a él, a sus lectores- salvar las apariencias de una figura, recortarla y mantenerla todavía al borde del precipicio, en las brechas que ha ido abriendo su escritura.

Ahora, en el nuevo texto, el texto concientemente deseado, programado por el escritor, la situación del narrador es otra. El lugar sin límites (lo cuenta el propio Donoso) fue escrito en los intervalos de su arduo, tormentoso trabajo en la novela "mayor", en los momentos de descanso, de desahogo, en que recuperaba o reunía fuerzas. Es una especie de divertimento macabro, que aprovecha las energías que deja libre el otro trabajo, el fundamental. Por eso, en El lugar sin límites sólo permanece en los bordes, sujeto en la baranda, pisando algo de tierra firme.

Pero no creo que en El obsceno pájaro de la noche, el narrador se haya arrojado valientemente al fondo del abismo. No hay indicios de esta disposición, no ha quemado voluntariamente sus naves. Al revés, si fuera por él, por mantener su identidad -que él siente falsa, pero que es algo, aunque frustre- se habría aferrado con dientes y muelas a algún asidero. La escritura lo muestra arrastrándose hacia el fondo, fabricando sobre la marcha alas de cera, cuerdas que se desatan o se deshacen, cualquier medio de sustentación. El sujeto inicial de la escritura -como los cohetes auxiliares de una nave espacial- se utiliza, se consume, resulta desechable. Nadie -aunque parezca- lo sustituye diferenciadamente, con una verdadera identidad reconocible en el curso del tiempo, singular o plural, permanente o sucesiva. Es una sombra a la deriva, fugazmente inscrita, que apenas escorza un límite cambiante, es la agitación en el magma, su movimiento que se abre y se cierra, una distancia instantánea y breve en el vertiginoso poder de absorción del hoyo negro en que se debate. Es lo otro, la diferencia que apenas se sostiene, es lo que no es.

La novela narra la historia de los últimos miembros de una familia de terratenientes -Jerónimo de Azcoitía, Inés, el supuesto hijo de ambos- y narra también las peripecias de un grupo de viejas criadas que esperan la muerte -hay que deshacerse a tiempo de la servidumbre- en una Casa de Retiro (o de Ejercicios Espirituales) que va a ser demolida en un futuro cercano. Los acontecimientos tienen lugar, se precipitan -pese a los esfuerzos en contrario- en la casa de Retiro (en que las ancianas conviven con unas cuantas huérfanas que han sido allí recogidas provisoriamente, con dos o tres monjas que las cuidan, con un asistente para todo servicio: el Mudito) y en una colonia de monstruos que ha sido instalada por don Jerónimo en sus tierras de "La Rinconada" para que su contrahecho vástago crea que la monstruosidad es normal.

A cargo del proyecto y administración de la colonia -férreamente aislada del exterior- está Humberto Peñaloza, secretario de don Jerónimo, escritor frustrado, que es a la vez el Mudito de la Casa de Retiro y uno (o varios) de los narradores que aparecen, desaparecen, se confunden, se entrelazan en la novela. El Mudito -que parece no ser mudo, personaje, testigo, narrador en un estilo "cartón piedra"- es uno o varios de los mediadores que desdibujan la realidad y que, en su caso, la hacen inaprehensible, inseparable de su delirio, de su odio y fantasías compensatorias y profundamente autodestructivas.

La leyenda de una niña embrujda o al revés -antepasada de los Azcoitía- enlaza ambas y otras historias. Es la primera recluida en la Casa de Ejercicios, por orden de su padre, es el primer imbunche que es separado del mal (o del bien).

El mito del imbunche -niño al que las brujas cosen todos los orificios- se cierne sobre cada una de las historias de la novela, está replegado en ellas, termina por envolverlas. "La Rinconada" y la casa de Ejercicios Espirituales son formas arquitectónicas del imbunchismo: lugares de protección, resguardo ante los peligros del exterior, pero también lugares de encierro, aislamiento, represión decidida por otros, lo que ejercen el poder institucional. Las viejas criadas empaquetan todo tipo de desperdicios, restos inútiles de objetos, diarios viejos que sirven para envolver y son envueltos, rodean, separan a Iris Mateluna, una huérfana que baila en secreto desde un ventana para los muchachos del barrio, a la luz de unas velas, que finge o cree estar embarazada, se apropian de ella, confían en los manejos del Mudito que está poseído por el afán de tapiar ventanas, clausurar puertas, sectores enteros de la casa, lo adoptan como hijo al postergarse demasiado el alumbramiento de Iris Mateluna, lo envuelven en pañales, lo convierten en un paquete, introduciéndolo en un saco tras otro, es olvidado entre los trastos de la casa que se desocupa para su demolición, lo recoge una vieja (sospechamos que es una bruja, la que embrujó a la niña beata-bruja), que arroja el bulto a una mísera hoguera para calentarse bajo un puente.

Así parece concluir la novela. El narrador nos relata que el Mudito ha muerto, pero podría ser apenas una más de sus fantasías. Para una interpretación de corte sociologizante no importa. Muerto o vivo, el Mudito alcanza a mostrar la alienación y las relaciones de profunda desigualdad social en un momento histórico, en un estado de la sociedad que puede prolongarse o potencialmente cambiar.

Pero la escritura de El obsceno pájaro de la noche no es unívoca, no conduce en una sola dirección, no se agota en un sentido, su lectura queda meramente interrumpida. El sujeto disgregado de esta escritura -que es otro que el Mudito y los restantes narradores, pero no los excluye-, este narrador que no exhibe casi forma o figura, no alcanza a cerrar la novela, a aprehender un sentido total, exhaustivo, no tiene el poder para hacerlo. Pero ha sufrido en carne propia la experiencia de las protecciones -de la Casa, del Orden establecidos- que arrojan su sombra letal sobre la vida y prefiere resistir, aterrado, en la intemperie. Es uno de los que ha escuchado a Henry James (Padre) cuando dice -en el epígrafe que antecede a la novela- que "la vida no es una farsa, no es una plácida comedia; al contrario, florece y fructifica desde las más profundas y trágicas honduras del terror esencial en que sus raíces están hundidas".

La experiencia de los límites expresivos del lenguaje - que tiende a decir lo que ha sido dicho, esto es, lo que el escritor necesita sobrepasar- conduce a Donoso en Casa de campo (1978) a la asumpción paradójica de un narrador omnisciente que exhibe festiva, caprichosamente la actitud de quien domina el mundo que va desplegando en una escritura dirigida a lectores a los que, pasada la sorpresa o el disgusto inicial, se les solicita cierta irónica complicidad.

Hilo argumental de la novela es el apogeo y ruina de una familia de terratenientes criollos que han amasado una gran fortuna explotando una mina de oro y a los nativos (otrora antropófagos) que lo elaboran en delgadas láminas de oro, según una técnica antiquísima y secreta. Padres y tíos, niños y criados, extranjeros viven un mundo de apariencias y normas sociales que, de pronto, comienzan a ser vulneradas vertiginosamente.

La novela parece -en ella todo es apariencia engañosa- abandonar las búsquedas experimentales que caracterizaron a la novela hispanoamericana de los sesenta, de Cortázar o Vargas Llosa, incluyendo al propio Donoso de El obsceno pájaro. Recupera el encanto narrativo de la novela decimonónica, ofrece una extraordinaria sucesión de acontecimientos, hechos heroicos, tormentas, traiciones, duelos, amores desdichados, enfrentamientos, crímenes alevosos, elegante sordidez en una serie imprevisible. La profusión de aventuras, personajes de elevada condición, abundancia de disfraces y máscaras, falta de realismo psicológico (que no es el único) en los caracteres, acercan a esta obra al olvidado modelo de la novela helenística: a los Viajes etíopes - "el autor es un fenicio, de Emesa, de la raza del Sol, Heliodoro, hijo de Theodosio"- que, descubierta por un soldado en 1526, en el saqueo de la Biblioteca del Rey Matías en Buda, desencadena "el delirio de la novela barroca de aventuras, entre las cuales se encuentra la que Cervantes consideraba su mejor obra: Los trabajos de Persiles y Segismunda.

El desenlace de Casa de campo no es -como en la novela helenística- feliz. Por el contrario, la serie de desgracias y mezquinas reacomodaciones precipita el fin de de los Ventura y su mundo. En Casa de campo no impera la Fortuna -la férrea andadura del Destino- y tampoco la Divina Providencia: descorridas las últimas cortinas, se abre la llanura infinita, azotada por la tempestad asfixiante de vilanos, en que "Celeste y Olegario, del brazo, se perdieron en el aire impenetrable, como un enigma carente de significado".

El narrador de Casa de campo no tiene la seriedad y solvencia sostenida del narrador helenístico. No cree en que la palabra, la escritura nombre el ser de las cosas y los protagonistas, despliegue los acontecimientos en su sentido. Al contrario, es un narrador movedizo, de perspectivas y opinión cambiantes, histriónico, que aparenta -y de hecho asume- una omnisciencia que, como el lector percibe, al ser llevado de un lado para otro, conducido al agrado y desconcierto, está lejos de poseer. El narrador de Casa de campo simula su omnisciencia, su dominio del mundo: su omnisciencia es una dimensión decimonónica de su máscara, no sólo un disfraz con que pretende engañar, es una parodia que, en el juego y la ironía, adquiere capacidad significante. La escritura de Casa de campo echa mano -entre otros adminículos- de recursos y artificios, de una utilería en desuso arrumada en los más olvidados depósitos del antiguo arte de la narración. El autor construye, así, la apariencia de un estilo lúdicamente historicista, operático, que mezcla graciosamente materiales de distintas épocas, salvándose por un pelo, gracias a la ironía y al espíritu de juego -el espíritu de la época o de parte de la época: la postmodernidad- de caer sin excusas en el mal gusto. Monta y desmonta un espectáculo que -lo reitera con exaltación o escepticismo- no pretende ser mero reflejo de "lo que nuestro hábito llama realidad". Representa, por el contrario, artificialmente el gran teatro de los Ventura, un estilo de vida que es adoptado (y adaptado) que no surge de una elaboración, un trabajo, una "sublimación" de sus impulsos más propios, sino de su ocultamiento a todo precio, hasta el momento en que la defensa de sus intereses echa por tierra todo el tinglado de su apariencia civilizada. En este sentido, resulta productiva la observación de Adriana Valdés de que "el descenso por los sótanos hacia 'el otro extremo del ser'... es un descenso en busca (fallida) de la integración entre dos partes de un ser escindido, o de una sociedad escindida, un intento de integrar el 'otro extremo' para trascender así la pseudoexperiencia propuesta por el piano nobile de la casa (de la sociedad) que se postula a sí misma como la totalidad del mundo".

Me atrevo a sugerir que esta representación del mundo de Marulanda -tan mediada lúdica e irónicamente- puede leerse como una invención de lo que no fue y que algunos quisieran que hubiese sido en relación a un pasado cuya transfiguración imaginaria delata más de un anhelo y la necesidad de indagar en nuestra historia americana (y también en el narrador enmascarado y paródico).

Para Luis Iñigo Madrigal, parte de nuestra violencia -la del Golpe Militar de Chile en 1973- estaría alegorizada en la rebelión infantil y su aplazamiento por el personal de servicio a las órdenes del Mayordomo Mayor. El narrador contrae, dilata y hace converger los tiempos -desde fines del siglo XIX, en que se estrena Aída, hasta comienzos de los setenta- en una alegoria discontinua, fragmentaria, paródica, en los años de la Unidad Popular y su final abrupto con el Golpe Militar.


PERORATA O EXÉGESIS FINAL

La indagación en los límites del lenguaje, la parodia como medio indirecto de expresión, reinvención lúdica de la historia, recuperación del encanto narrativo, reencuentro de una complicidad con el lector, ironía de la esperanza, esperanza de la ironía, expresión del vacío y el horror contemporáneo son algunos de los rasgos de la última escritura de José Donoso, que están en los comienzos de la narrativa hispanoamericana posterior al boom. Junto a su inicial inconformismo y a su penetración en los abismos de nuestra experiencia, más allá de sus formas y sentidos aparentes, son, creo, inquietantes contribuciones de su obra para deslindar la literatura hispanoamericana en el marco de la narrativa de la segunda mitad de siglo: "Arrastrar al lector hacia el juego de las incertidumbres, eso es la literatura, desafiar su mundo y su apariencia de orden".

Pero quizás su máxima actualidad esté en el carácter agonístico de su escritura, en su expresión de la angustia que surge en el actual desamparo del ser humano, desprovisto de Casa, Orden, fundamento y utopía.



 

 

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La mascarada de Donoso
Por Federico Schopf
Publicado en Revista UNIVERSUM N°11, 1996. Universidad de Talca