CASA DE CAMPO: Novela, mapa, artificio.
Por Héctor Hernández Montecinos
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I
ARTEFACTO Y FICCIÓN
— La ficción implica no una negación de lo dado, de lo cierto, de lo realizado en sí, sino que justamente pareciera ser una intensidad distinta, digamos, otra intensidad de representación. Sin definirla como tal ni enmarcarla, la ficción presupone un plano donde las coordenadas de la verdad y lo falso tanto como del bien y el mal se suspenden, implosionan y dan paso a un grado cero, a un estatuto neutro, un universo paralelo en que los acontecimientos ya no son idénticos a sí mismos ni menos el encuadre de verosimilitud en que se constituyen como materialidad. Tanto el autor y su espejo, como el lector y su espejismo son artífices de (la) ficción: ambos establecen un pacto hermenéutico, un contrato de cesión de sentido por el cual se permiten, por una parte, jugar con las mentiras de la verdad, esto es el mundo ficcional, y con la verdad de las mentiras, es decir, su posible interpretación.
— Se trata de experiencia y aparición, acontecimientos dados en cuanto se superponen lo que hemos convenido llamar lo real y lo textual. Esa zona intermedia es el trasfondo para la operación literaria en su agenciamiento de tecnología: dispositivo de (des)montaje para lo empírico y su intermitencia, objetivo y conclusión de toda lectura, una propia metodología. La novela se permite el intermezzo, en el cual la ficción actúa como artefacto y todos sus posibles puntos de conexión son pliegues hacia su afuera. José Donoso al ser entrevistado sobre Casa de campo (1978) señala que más que una alegoría histórica se trata de “la fundación de un universo poético”[1]. Ése es el punto.
— El mapa aquí, como operación donoseana, no es la imposibilidad de un territorio sino de un discurso. No se pretende cartografiar un espejismo, un limbo, sino que, por el contrario, articular un artefacto tal que la textualidad y sus posibles tensiones tengan un plano de irradiación: esa es la novela misma. La simetría de su estructura en capítulos, la regularidad incluso simbólica de su numerología, la complementaria acción y reacción de sus acontecimientos ciertamente conforman los lindes de un artefacto, la fisonomía de un diagrama, el ritmo de una correspondencia que en la escena del falseo de los mapas, en la sedición de Arabela y secuaces, en la conversión de los accidentes de dicho papel en accidentes geográficos no puede sino convertirse en la metáfora sintomática de la propia novela como artificio: el mapa de un territorio inexistente[2].
II
CORPUS INTERRUPTUS
— Cuerpos plurales, deseantes, temibles. Los adultos, los primos, los extranjeros, los sirvientes, los nativos. Máscaras colectivas que no son otra cosa que identidades, posiciones estratégicas en el catálogo jerárquico de la violencia. Los que dominan, los que complotan, los que cotejan, los que reprimen: los que administran las afectaciones. La lucha por la proto agonía, el simulacro de una crisis previsible, especialmente por el narrador, es lo que estructura el relato. Dicha tensión confrontada a la incertidumbre que cada personaje encarna a su vez como artificio, pienso en Wenceslao vestido de muñeca, posibilita el propio cuadro en movimiento y a la vez el juego de desajuste con un nombre propio, el nombre de su ficción: La Marquesa salió a las Cinco[3]
— El mapa, la novela, el artificio se sustenta en su diagrama. El narrador en la posesión de todos sus recursos es el flujo de dicho diagrama. Tiene el poder de administrar la verosimilitud, en un momento lo piensa, pero su libertad de acción es justamente la libertad que le da su plano, su registro, su recorte en la propia historia. Inventa un lector, un descifrador del mapa. Le da señales, lo mismo que hace Arabela. Le permite un tiempo dentro. Le invita al juego surrealista de la ficción: su incertidumbre.
— Arabela. Arabela es la máscara colectiva del resto de los personajes. Su re-sentimiento es la emotividad que concentra el resto de las afectaciones. La posibilidad de su con-fabulación. Su poder hiperbólico es la biblioteca: el lugar de la escritura, de la inscripción de esas escrituras. No obstante, el “monólogo interior” que el narrador omite, pero que existe en “versiones anteriores” es la marca discursiva de su verdad: las marcas de la tortura silenciada, las huellas en el mapa, el límite de toda máscara[4].
— El paisaje es una operación que media entre el mapa y el territorio. No es ninguno de ambos, pero a la vez todo paisaje es un mapa, pues recorta, enmarca y ordena como también es un territorio, ya que no deja de extenderse como puntos en expansión tanto en una geometría absoluta, no euclidiana o imaginaria. No vemos paisajes sino que los leemos. Extraemos lo hermenéutico de un territorio y la tensión con lo real de un mapa. El paisaje lo ejecuta un autor, como una función, para no más que territorializarse el mismo, es decir, el paisaje será siempre paisaje del que lo enuncia. El paisaje es ciertamente acá el artificio ante la desaparición. Su estricto encuadre dentro de lo civilizado, de la luz y su inscripción es una potencia más del recorte mayor de la novela misma. El paisaje como objeto: su dominio de la oscura naturaleza no humana.[5]
— Si Casa de campo juega con el “tupido velo” de la representación, la ficción y la autoconciencia del narrar, es decir, las tres grandes conquistas de la novela como genealogía es justamente en su construcción formal milimétrica, en el sótano de ese plano arquitectónico: el inconsciente, donde se permite dar cuenta de una genealogía no sólo literaria sino profundizar en el tema de la autoridad en el propio texto. La ambigüedad, el disfraz, el artificio, en sí la posibilidad del simbolismo, sólo es dado a quien posee la capacidad de descifrarlo. Hacer real un lugar, la excursión, y el falseo del mapa son los puntos donde la autoridad de los Ventura con toda su jerárquica diferenciación se despliega. El territorio imaginado y el imaginario mapa es de algún modo la imposibilidad de la novela: el develamiento de su secreto. Así el resto de ellos es en realidad éste.
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Notas
[1] Hoy. Santiago :Araucaria, n° 94. 14 mar. 1979.
[2] “Con la ayuda de Wenceslao se aplicó a transformar en cordilleras las manchas de moho de algunos planos, y los agujeros de termitas de ciertos mapas en sugerentes casualidades que podían interpretarse como pistas seguras”. Donoso, José. Casa de campo. Santiago: Punto de Lectura, 2007, pp. 28-29.
[3] “Fue a raíz de muchos de los acontecimientos ocurridos durante este episodio final de La Marquesa Salió A Las Cinco que los niños Ventura se vieron envueltos en hechos de tal espanto que cambiaron la vida de todos ellos y de Marulanda: mi mano tiembla al comenzar a describir los horrores de esta última versión de la mascarada”. Ibíd., pp. 189.
[4] Que Arabela haya confesado lo poco o nada que sabía sobre estas materias carece de importancia, ya que el heroísmo puede tomar muchas formas, aun, en casos extremos, el de una aparente cobardía. La modestia me aconseja, más bien, correr un tupido velo sobre estos pormenores, ya que es imposible reproducir esos horrores para quien no los ha vivido, y además quizás sean sólo rumores: ya se sabe lo mentirosos que son los niños. Ibíd., pp. 283
[5] El lavatorio decorado con juncos, sauces, garzas, estaba lleno de agua: así, estilizado, acuático, artificial era el paisaje donde los grandes estarían pasando el día. Ibíd., pp. 169.