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¡Miss Haversham era miembro de mi familia!

Ronald Christ / José Donoso
Publicado en revista Escandalar, Vol. 2, N°3, julio - septiembre de 1979




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¿Es verdad que las primeras cosas que escribió fueron cuentos en inglés y que entonces era muy joven?
—No era tan joven. Tenía veinticinco años y estaba en Princeton. Había visto algo del mundo pero nunca me había puesto realmente a escribir. De niño había escrito, pero no seriamente; había escrito fragmentos... Siempre había sabido que iba a ser escritor, y le decía a todo el mundo que de hecho era escritor, aunque no hubiese escrito nada. Leía vorazmente. Mantenía diarios voluminosos. Hacía toda clase de cosas, especialmente con la idea de llegar a ser escritor, pero nunca había terminado nada. Creo que el asunto cambió porque yo sabía que allí en Princeton aquellos cuentos verdaderamente iban a ser publicados. Inventamos una pequeña revista llamada mss. Era la contrapartida vanguardista de la Nassau Lit y practicamente menospreciábamos la Nassau Lit por ser demasiado conservadora. Decididos a publicar nuestra pequeña revista, andábamos buscando y juntando dinero para ella, y finalmente logramos juntar unos cientos de dólares y la publicamos. Saber que había una revista lista para publicar mis cosas me hizo querer escribir y publicar. Así fue como hice mi debut en inglés... salvo pequeños artículos publicados antes en algunas revistas: periodismo muy corriente.

¿Fueron esos cuentos como las obras suyas que conocemos ahora?
—Uno de ellos es bastante parecido a las obras que conocen. Se llama Poisoned Pastries. Al centro del cuento están un niño pequeño, la familia, la casa vieja, la relación con la hermana, la aparición de viejas mitológicas: las viejas mitológicas pertenecientes a otra clase social que aparecen en toda mi obra. Este personaje hace su entrada en Poisoned Pastries, mi primer cuento.

Habla de estos elementos como si fueran una parte de un inventario familiar.
—Eso es algo que he podido ver después, desde mi perspectiva actual. Hay ciertos elementos en mi obra que se han repetido. En otras palabras, he querido repetirlos. Pero simplemente porque son lo que yo he podido abarcar y utilizar. Al cabo, en sí mismos, no me son importantes. Pero están cargados de posibilidades, como la batería, cargada de potencia, pero inactiva hasta que la conectamos.

¿Es su calidad activadora, en vez de su implicación, lo que lo ha llevado a decir que no hay mensaje social en lo que escribe?
—Yo no dije que no hubiera mensaje social. Sólo que me enojo cuando la gente machaca sobre eso como el comienzo y fin de todo. Es la primera cosa que ven y nunca van más allá. Está bien si lo ven, pero si lo ven como una parte de algo más amplio. La gente con quien me molesto es aquélla que ve solamente eso, como tendería a estar molesto, aunque no tanto, con la gente que ve solamente estructura.

Los críticos latinoamericanos han tendido a ver sobre todo las implicaciones sociales.
—Claro, es predecible.

¿Cómo cree que le ha ido con los críticos norteamericanos?
—Ha sido difícil, porque los críticos no han sido realmente críticos sino críticos periodistas que es algo diferente. No he tenido crítica propiamente tal en los Estados Unidos.

Como fondo crítico, entonces, ¿cuáles escritores ingleses y norteamericanos lo han influido?
—Supongo que Faulkner en un tiempo; me remeció entero. En Latinoamérica estábamos escribiendo una prosa muy plana, realista. Y vino Faulkner con su enorme poder de hacer cosas extrañas con una frase y no importarle pegar diez adjetivos a un sustantivo.

En la medida que se desarrolla su obra, sus propias frases tienden a alargarse y hacerse más complicadas aunque se mantiene un estilo sencillo.
—Lo que pasa en la mayoría de mi obra es que la estructura es complicada o compleja pero los elementos de los cuales está hecha esa estructura no lo son. Los elementos no son complicados a pesar de que la estructura misma lo es. Se puede decir lo mismo de mis frases: la frase en sí puede ser complicada pero las palabras con las cuales he hecho complicada esa frase, en sí mismas, son bastante simples.

Tienden a ser frases sueltas, acumulativas, así que no hay problema en descifrarlas o decodificarlas. Nada como las frases de Proust.
—Oh no, no, no, en absoluto. Ni como las frases de Henry James tampoco.

Pero James lo ha influido. ¿Cómo sucedió eso?
—Pasó en Princeton. Nunca había sabido de Henry James antes de que fuera a Princeton. Es decir, había sabido de él, pero estaba allí no más, sin ninguna importancia concreta.
La primera vez que me metí con James fue en un curso dictado por Lawrence Thompson en Princeton. Leímos doce novelas y una era The Ambassadors. Tras leerla quedé absolutamente asombrado de las posibilidades. Pero hoy día si soy honesto sobre el asunto, reconozco que la verdadera influencia subconsciente es aquélla de Dickens y no la de James. Dickens está siempre en la trastienda de mi mente. De alguna manera la miseria, mugre y decadencia del Londres victoriano parecen ser un comentario más pertinente a la mugre y decadencia latinoamericanas que los comentarios escritos hoy día: las cosas son así de básicas y salvajes allá; resulta natural hacer de la miseria y sus imágenes un punto de partida, no por elección, al menos no por elección consciente. Aun si uno pertenece a la clase media, y escribe sobre sí mismo y el mundo propio, uno no puede evitar los trastos, la basura, los desechos. El desecho es importante, como lo era en la Inglaterra victoriana, y significa muchas cosas, tal como significan la decadencia, la miseria y la pobreza. Las condiciones en nuestra tierra hoy día son bastante victorianas desde muchos puntos de vista y los trastos empaquetados y cuidados son un comentario de eso, supongo: el temor, hablando sicológica y socialmente, que empaqueta los desechos es el temor de ser un desecho. Pero cuando leí The Ambassadors de Henry James, encontré que allí estaban el mundo y los elementos de Dickens transformados en algo completamente diferente, un orden y una estructura completos, una cosa bella, un bello objeto en el cual la importancia máxima es la inteligencia.

Su obra temprana muestra el elemento jamesiano más que El obsceno pájaro de la noche, que parece más dickensiano. Andrés en Coronación, por ejemplo, es similar a Strether en The Ambassadors.
—Sí, claro, bastante.

¿Andrés fue entendido en Chile?
—No. Nadie leyó jamás a Henry James en Chile. Describieron a Andrés como un decadente, mostrando los males de la decadencia en nuestra sociedad. Pero no lo comprendieron en su origen y tradición.

¿Y qué de otros escritores como Sterne y Virginia Woolf? Sterne parece haber tenido una influencia no reconocida en los novelistas latinoamericanos.
—Es probable que no directamente porque él influyó a Virginia Woolf y a Joyce (si bien no lo puedo ver como una influencia en mí). Por cierto muy joven leí a Sterne, y lo releí en la universidad, y otra vez cuando leía The Common Reader. Pero me pregunto si lo que usted llama la "influencia de Sterne en los novelistas latinoamericanos" no es al revés: la influencia de las novelas españolas del Siglo de Oro en los novelistas ingleses del siglo XVIII (que vive a través de los escritores latinoamericanos de hoy día). Esto hace de su idea el germen para plantear una divertida paradoja: la influencia de los latinoamericanos en, al menos, los lectores de Sterne. Seriamente, eso sí, Sterne y nosotros compartimos una influencia, aunque no creo que sea directa. En cuanto a Virginia Woolf, sí, tremendamente. De muchas maneras la madre de todos nosotros. ¡Con cuánta avidez la leía! Intenté escribir sobre ella mi tesis del último año de estudios en Princeton en 1951. No me lo permitieron porque ella era demasiado reciente para que yo hiciera algo de valor académico, ya que no había "suficiente crítica ortodoxa sobre su obra."

¿Por qué fue usted tanto más abierto a las influencias extranjeras?
—No puedo hablar por los demás, ni generalizo ni teorizo, porque siempre sentiría que estoy haciendo una injusticia, pero en mi propio caso, entonces, fue la sensación de ausencia de una cultura propia. No tenía un gran sentimiento de tradición, o al menos de la posibilidad de relacionarme con una tradición o ubicarme dentro de una tradición que era la mía en Chile. En mi caso, repito, fue definitivamente una sensación de que mi mundo, mi clase, mi país no me daban lo suficiente de lo cual pudiese aprender o extraer lo que me interesaba.

Así que no fue cuestión de afectación o exotismo sino de desnutrición, lo que cabe en la noción estereotipada de subdesarrollo.
—Yo diría que sí. Y claro que hubo el hecho obvio de que todos aprendíamos las lenguas desde muy jóvenes. Yo aprendí el inglés cuando tenía cinco o seis años máximo, creo. Fui educado en un colegio inglés llamado "The Grange," donde estudié durante casi diez años. Fuentes estudiaba allí también porque su padre estaba en el servicio diplomático. En la casa yo tenía un tutor, quien llegó a ser también el tutor de mi mujer, María del Pilar. De hecho, el instructor dejó nuestra casa para tomar la posición de instructor de María del Pilar. Por supuesto que ninguno de los dos sabíamos de este vínculo hasta que conocí a María del Pilar en Buenos Aires, me parece que fue en 1958.

Volviendo a la literatura inglesa, quiero preguntarle: ¿si don Andrés de Coronación es un personaje de The Ambassadors de James, no es la vieja, misía Grey, una descendiente directa de Miss Haversham en Great Expectations de Dickens?
—Sí, pero curiosamente usted tiene dos elementos que yo pienso uno tiene que combinar y mirar. Definitivamente hubo una herencia de Miss Haversham. Como es cierto la hubo de Juliana en The Aspern Paper. Hay ese mismo personaje entonces pero, curiosamente, esta señora, que es tan literaria, es de hecho un retrato de mi abuela. ¡Miss Haversham era miembro de mi familia! Tanto es así que mi familia rompió conmigo después de publicarse el libro porque lo encontraron muy mal de mi parte: había usado a mi propia abuela. Es un retrato de ella, dijeron, que todo el mundo reconocería . ¡Y habiendo dicho cosas tan horribles sobre ella! Así que, de cierta manera, mi vida respondía a lo literario. Era cuestión de cómo la literatura sucedía en mí, digamos, cuando encontraba la contrapartida de la literatura en mi propia vida. Era absolutamente eso. De repente, descubrí que mi propia casa, a causa de mi lectura y a causa de las cosas que me gustaban, la casa en que vivía, mi pasado, tenían una correspondencia con ciertas cosas que necesito en la literatura y que, de cierto modo, sacaría a flote.

Así que todo lo que significa la "influencia" en su caso es que la literatura le hizo disponible su propio tema: su propia vida.
—Absolutamente.

Borges escribió una vez en el sentido que durante muchos años creía que había crecido en un jardín, pero averiguó que había crecido en la biblioteca de su padre. ¿Es esa descripción apropiada para usted también?
—Es un buen símil, pero de cierta manera soy algo diferente. Cuando leí por primera vez esa frase de Borges, la agarré de inmediato y dije que era yo. Sin embargo no es así: mi infancia y juventud eran librescos, pero no en su esencia: mi libro era mi mundo familiar. Básicamente eran mis padres, mis hermanos, las empleadas, los primos, viajes al campo donde mi familia tenía tierra. Estas pautas son las que repetía tanto en mi obra: el tema de la familia como un tipo de lazo que de repente casi me estranguló.

Usted ha escrito que solamente cuando el jardín de su madre ya no exista se sentirá al fin viviendo por su propia cuenta.
—Es claro, creo que una de las grandes experiencias de mi vida fue ser poseído por una familia, una clase y hasta cierto punto un modo de vivir; el romper con esa familia, luego el desposeimiento, y entonces la actividad de crear, de hecho, un mundo, una nueva versión donde podía poseerme a mí mismo. Pero sabe, siempre me han fascinado los jardines, jardines italianos, no jardines ingleses: los jardines italianos son novelas en si y son, por supuesto, el fruto del barroco. Algunos de hecho son más como pesadillas que jardines. Además de ser novelas, son historia también; están llenos de fantasmas y son un poco monstruosos. Me interesa mucho la formalización de la naturaleza a través del paisajismo y mi espacio cerrado ideal sería un jardín.

Usted tiene una preferencia por lo barroco, por la complejidad en vez de la simplicidad. ¿Es esto algo latinoamericano o una característica personal?
—Rechazo definir lo barroco. Y me niego a definirme a mi mismo como barroco, porque el barroco parece trascender un significado de mera complejidad. Es suficiente decir que me aburre, para mí mismo; a veces lo admiro en otros cuando está bien hecho como un indiscutible canon. Yo prefiero lo artificial a lo natural, que me parece ser, en la semejanza de Dios, la incuestionable medida de la perfección, en especial en tanto del escribir americano, que, así como rinde sus frutos y ha enseñado mucho, tiende a introducir en los escritores jóvenes una suerte de miedo, aunque no sea éste el siglo dieciocho. El control tiene sus ventajas, ¿pero hasta qué punto hay control estético si el impulso es el temor?

—Si el mundo cerrado de la familia es la fuente para mucha de su ficción, ¿cómo explica el elemento social que está siempre presente también?
—Quizás sea interesante decir aquí que el primer libro que publiqué fue dedicado "a Teresa Vergara quien no sabe leer." Ella es la sirvienta que me crió, quien llegó a mi casa antes de que yo naciera, y quien está todavía con mis padres y aún no lee. Ella no conoce mis libros y se puso furiosa cuando le contaron como le había dedicado mi primera colección de cuentos a ella porque "ahora todo el mundo va a saber que no sé leer. El punto es este: un niño de mi crianza nunca tendría acceso a la gente de otra clase ¡en absoluto!; no sabría como viven, ninguna cosa acerca de ellos, salvo lo que se consigue a través de los sirvientes. Así, en realidad, el gran puente, el gran ojo del conocimiento de lo que sucede, de los males del presente, digamos, son los sirvientes. Mas también ellos son el gran ojo del conocimiento y visión del pasado, el verdadero, el pasado genuino en el mito. ¿Por qué? Porque estos sirvientes son los depositarios de muchas mitologías, cuentos, idiosincracias, de supersticiones que nuestros padres rechazaron al ser gente iluminada. Así que la parte oscura de la vida fue dada también por los sirvientes. Todo lo que hay en mi novela es autobiográfico, pero es autobiográfico en el sentido de que es muy común, muy de la clase media o, mejor dicho, lo que era la clase media en esos días. Los sirvientes eran quienes producían ese engaño de separación, de simplificación, de vida en clase media y clase baja, ellos tiraban la línea de la segregación y compartieron las características del "espacio interior" de mis novelas (casa, burdel, convento, etc.), así como su "espacio exterior" también, y asimismo actuaron como intermediados para los mitos de ambos espacios.

Me interesa cuando dice "oscuro." Usted es un hombre ingenioso, vivo, que juega con las palabras, pero sus libros podrían ser vistos como el lado oscuro del mundo presentado en Cien años de soledad.
—Mire, el otro día, alguien me estaba tratando de convencer de que tomara ciertas pastillas (esta nueva cosa de las vitaminas en la que no estoy metido), y quería que tomara vitaminas para que pudiese acordarme de los sueños. Siempre he sentido una gran pérdida en mi vida porque he soñado mucho y nunca puedo acordarme de los sueños. Me dijo ella: "¿Por qué no te tomas estas pastillas para acordarte de los sueños?". De repente se me ocurrió la respuesta: "¡Pero entonces no escribiré libros!" ¿Qué es eso? Es probable solamente que mis sueños me son muy difíciles de aceptar y en consecuencia los reprimo. Tal vez eso reprimido sale en lo que escribo. Además, mi visión de la vida es bastante sombría. No soy realmente una persona de bromas; nada más me inclino a representar el papel. Me parece que no soy en general un hombre muy feliz. Tiendo a bromear en público porque trato de ganarme a la gente; trato de cortejar a la gente.

¿Cuál efecto tuvo el sicoanálisis en su literatura?
—Mi experiencia de hecho no fue feliz. Quería entender a la gente como quise entender cosas en mi mismo, pero, como fue una experiencia desgraciada, quise eliminar toda clase de ortodoxia: no deseaba escribir novelas freudianas porque sabía lo que era lo freudiano y advertía que podría constituir una trampa y un estrechamiento de los elementos en mi propia literatura. El análisis sí me ayudó a aceptar ciertas relaciones, ciertas ambigüedades, y a vivir con ellas, y saber un poco lo que sucede, pero no saqué ninguna teoría de allí. En realidad, ojalá lo hubiera hecho: haría las cosas bastante más fáciles; aunque otra vez allí está mi terrible resistencia a tal implicación.

"Simbiosis" parece ser la mejor palabra para describir las relaciones en su ficción. ¿Es este su sentido de la vida asimismo como de la literatura, como el vampirismo para Henry James y Lawrence?
—Yo no sé cuál es mi sentido de la vida, si lo supiera, no estaría escribiendo novelas sino enseñando, escribiendo ensayos. "Simbiosis" es una buena palabra, sin embargo. Por cierto, si el vampirismo es lo que los lectores perciben en las relaciones entre las personas en mis novelas, debe ser al menos un componente de ellas. Espero que no el único, y no porque desprecie el vampirismo sino porque desprecio la tontera de reducir las complejidades de una metáfora a la lucidez falsa de una palabra.

De la misma manera, usted parece desconfiar de los símbolos, freudianos u otros.
—Para mi, todo es símbolo. Pero me niego a tratar con símbolos que tienen un correlativo exacto en la realidad. No acepto, no me interesan los símbolos que pueden ser sustituidos por el sentido. Yo solamente uso los símbolos cuando no sé el sentido. Creo que toda literatura es el extremo de lucidez que un autor puede dar. No puede ser más lucido.

¿Usted piensa incorporar en aquella lucidez cosas que no se consideran generalmente lúcidas, racionales?
—Claro, seguro.

Su experiencia con la morfina durante su enfermedad (recordando otra vez a Borges y su septicemia), ¿fue un punto crucial para usted?
—Claro que lo fue. También me hizo posible escribir El pájaro y probablemente no escribir más algo por el estilo. Mi literatura desde El pájaro en adelante ha sido algo muy diferente.

¿Cuáles fueron sus dificultades en terminar ese libro?
—Las dificultades fueron enormes. Una, por supuesto, fue que no sabía lo que quería escribir. Empecé a escribir algo pero no era claro. Acumulé una inmensa cantidad de material que de alguna manera se mantenía junto.

¿Creció el libro, como tantas imágenes dentro de él, poniendo una cosa dentro de otra?
—Sí. Absolutamente, sí.

En Coronación utiliza un narrador convencional, tercera persona; en Este domingo alterna entre primera y tercera, y en El pájaro parece estar escribiendo desde un punto de vista sobre otro punto de vista.
—Cierto, es una novela sobre el escribir novelas. La novela entera termina con la quema del montón de papeles que era la novela. Es curioso, sabe, y es probablemente mi más grande experiencia de escritor: ¿sabía usted que ese fin no apareció en el libro hasta que estuve corrigiendo las pruebas? El libro terminaba de mil maneras, pero no junté todo hasta que tenía las pruebas.

Ese final, donde se revela que los acontecimientos de la novela son unas cuantas páginas de manuscrito, ¿le debe algo al fin semejante de Cambio de piel de Fuentes?
—Yo no había leído Cambio de piel en 1969 cuando escribí ese fin. Aún si lo hubiese hecho, creo que la raíz viene de otra parte: está en Proust, Le Temps Retrouvé es la novela retrouvé. La vida y la novela no están separadas claramente. Uno anula esta y recrea la otra. Proust, por cierto, es la fuente de esto como de tantas otras cosas en mí, y probablemente de tantas otras cosas en Fuentes.

Si El pájaro es un tour de force técnico al tratar los puntos de vista, también es una declaración bastante explícita sobre la naturaleza de la personalidad humana, la que nos podría llevar a Freud o, más exactamente, a Borges y su famoso ensayo "La Nada de la Personalidad."
—Claro, porque la unidad sicológica es, yo creo, nada más que una figuración nuestra, algo que imaginamos para poder usar nuestras posibilidades. "La personalidad" es un concepto, un invento del intelecto, una simplificación. Yo temo a la simplificación más que nada: por eso es que las simplificaciones en nombre de "la personalidad" juegan un papel en mi vida y en mis libros, yendo gradualmente a la deriva, desde Coronación hasta El pájaro. En el libro que estoy escribiendo ahora, Casa de campo, trabajo de otra manera, utilizando la idea de "personalidad," la simplificación misma (tonos de Dickens otra vez) para ir más lejos que ella. Si en El pájaro logré personalidades fluidas, entrelazadas, mudándose para rendir una complejidad de sentido, en la nueva novela estoy usando entidades monolíticas, "personalidades" sólidas, para rendir una complejidad con ellas.

La noción del sinsentido de "personalidad" lleva a Borges, a la metafísica, en cambio a usted lo lleva de vuelta al mundo, a las cosas, a la gente.
—Claro, pero de nuevo, mi interés mayor es por los objetos. Esto es algo que me interesa mucho: ahora, las cosas para mí o en mi literatura son muy —¿cómo lo puedo decir?— transparentes y de súbito llevan a otras cosas. Recuerdo que cuando salió Coronación en Inglaterra alguien la llamó una novela "sobreamoblada," lo que más bien me gusta. ¡Por cierto mis novelas son tremendamente sobreamobladas! Pero lo son hasta un punto, yo creo, hasta el punto que Dickens es sobreamoblado. Me parece que Edmund Wilson habla de la importancia en Dickens del mundo físico y de como este mundo físico llega a ser una presencia amenazante, como los objetos toman una presencia amenazante que significa algo, que le da una atmósfera a sus libros, la que habla por sí misma. Esto es lo que yo quiero hacer con las cosas.

¿Como William Carlos Williams diciendo que no hay ideas salvo en las cosas?
—En las cosas, sí, eso es. Se fijará, por ejemplo, que en mis novelas nunca (salvo en Coronación y ése fue un gran error) soy racional. No tengo personajes racionales quienes hablan de generalidades. El error en Coronación es que el narrador omnisciente explica lo que pasa y algunos de los personajes se explican a los lectores. Otra vez, no, tengo nada en contra de este método, aunque no está de moda ahora, pero no lo llevé a su extremo y ya no lo uso. Parece ser un accidente y no me satisface, no porque no es "controlado," sino porque no es literario; es decir, no descubierto en el proceso de escribir, un hábito inconsciente no crítico que vino de leer novelas sin realmente escoger lo que se había leído.

Usted es siempre crítico para la selección de los nombres de sus personajes. ¿Mantiene listas como lo hacía James?
—No, no lo hago. Curiosamente, en ese sentido, soy muy preciso. ¡No lo descuido en absoluto!, y es uno de los detalles para los cuales soy mejor: elegir nombres. Yo no nombro a la manera de, digamos, Evelyn Waugh o Dickens o aun James; mis nombres sí tienen sentido, generan un aura, y éso me es importante. Pero generalmente no ando por las ramas; simplemente voy y pesco algo.

¿Qué de Maya en Este domingo? Me refiere a la mitología griega, la cultura indígena de las Américas, al velo de la ilusión.
—De alguna manera; lo terrible es que la realidad es anterior a la literatura, y de alguna manera la realidad es la literatura, de hecho. Porque todo el episodio de Maya es, de nuevo, un episodio real, algo que sí pasó. El personaje es el retrato de mi madre y Maya es el hombre con quien se vió envuelta. Su nombre verdadero fue Maya. Por supuesto, el hecho de que lo mantuve, habiendo cambiado todo lo demás, significa algo. No sé por qué escribí esa novela. Ahora sólo sé por qué escribí ese nombre. Por cierto que fue una referencia a la cultura indígena; ciertamente que lo fue a la diosa de la muerte. Yo sabía algo de esto del velo, pero no mucho; no sabía mucho de la cultura indígena, pero sí sabia eso. Probablemente todo esto, sin usarlo conscientemente, me llevó a mantener el nombre. Fue un buen nombre. Es un nombre poco común.

Sí, y el sonido es muy hermoso. ¿Es muy atento usted a esa cualidad, el sonido de la prosa?
—Cuando salió mi primer libro de cuentos, un viejo crítico en Chile, un viejo español, escribió una de los primeros artículos sobre mi obra. Dijo que en su mayor parte la belleza de una lengua no es cuestión de lo sensorial, es cuestión de la inteligencia. No tiene nada que ver con la sensualidad. Yo pienso que me adhiero a eso. Creo que estoy intentando cosas que, en un sentido, son tan complejas (o, si no son complejas, es que lo son para mí) que no puedo dedicarme a eso. Involucrarme con la sensualidad del lenguaje significaría involucrarme de verdad en algo que no me interesa en particular. Lo admiro mucho en otra gente y hasta me gusta mucho. De hecho, en una gran medida lo envidio. Pero, de alguna manera, hay una parte de mí que es feliz de saber que no lo poseo. Me concibo... bueno, va con la sequedad, con la lobreguez. ¿Cómo puede ser uno lóbrego y sensual al mismo tiempo? Es una especie de contradicción en términos, ¿no? Hay una visión bastante sombría en mis cuentos. El punto es éste: si yo quiero retratar la sensualidad de la vida —y yo creo tener un muy agudo sentido de visión—, veo mucho, veo detalles, tengo una memoria fantástica para los detalles... Le puedo decir como cierta persona estaba vestida hace treinta años, me acuerdo de todo. Puedo decir como cayó la luz en un cierto punto. Realmente tengo una memoria fantástica para los detalles. Como quiero retratar el detalle: de sensualidad, de un mundo visual, del olfato, del sabor, del mundo táctil, tengo la sensación que me perdería en ese otro mundo de la sensualidad de las palabras; la sensualidad efectiva de las palabras seria más importante que aquello que retratan. Y como intento obtener una lucidez, una precisión de las cosas, más que cualquier otro asunto, el detalle debe ser exacto. Por lo tanto no quiero usar la naturaleza sensorial del lenguaje. Pienso que mis novelas están terriblemente llenas de detalles de visión, de olor. Soy una persona que devora el detalle.

Hablando de la visión, recuerdo que las páginas de sus manuscritos están llenas de dibujos. ¿Consideró alguna vez la pintura como carrera?
—Sí, mucho. Desde luego, soy un borroneador fantástico. Si usted toma cualquier cosa en esta casa la verá llena de dibujos y cosas por el estilo. Siempre me acuerdo cuando estuvimos una vez donde Kurt Vonnegut y estábamos jugando Scrabble. Yo estaba borroneando en una página como ésa. Aparentemente la deje allí. ¡Al día siguiente aparece Kurt Vonnegut con ese dibujo mío en marco! Es algo que guardó. Algunas personas han guardado mis dibujos, no porque sean particularmente buenos, sino porque los consideran agradables, divertidos, pero, otra vez, técnicamente, son extremadamente detallados.

¿Algunos pintores o cineastas incluso han influido directamente en su obra?
—La pintura, más que el cine, ha sido una afición de toda la vida. Por cierto debió influirme ya que en mis libros tanto es "visual" que bien pueden ser divididos en "tableaux." La división de la personalidad, del yo, su transformación; ¿no se encuentra mucho de eso en, digamos, Picasso? Además, hubo, especialmente en El pájaro, esfuerzos conscientes de evocar a ciertos pintores: los tenebristas Caravaggio, Rembrandt y Georges de la Tour.

¿El pájaro está armado por una especie de borroneo narrativo, no es cierto?
—Sí. En total, hubo dieciocho manuscritos. Escribirla fue como pelar mi propia piel; esa novela es mi carne y mi sangre, me controló, tomó posesión de mí y de mi vida, todo muy doloroso y muy difícil. Flaubert dijo que él era Madame Bovary; bueno yo soy mi novela.

¿Qué le hizo decidir no dedicarse a la pintura como carrera?
—El conocimiento de que no tenía ningún talento para eso. Llegado a un punto no me engañé a mí mismo. Además, es curioso, uno de los libros que leí con gran interés cuando tenía como diecisiete años fue Of Human Bondage. ¡Me encantó! Hasta entonces había sido pintor. Siempre estaba pensando ser escritor, pero la pintura era lo que predominaba. Hay un personaje en ese libro, una joven que se llama Fanny Price —¡todavía me acuerdo!—que se suicidó porque no era una gran pintora. Y siempre me decía: yo soy Fanny Price en ese sentido pero no quiero tener que suicidarme, lo que es bastante literario; para un muchacho estaba bien, supongo. Pero de alguna manera en realidad no soy un pintor en absoluto, en absoluto. En cambio para mí el cine llegó muy tarde en la vida; la pintura llegó muy, muy temprano. Me acuerdo de peleas enormes con mi padre acerca de Ingres cuando yo tenía doce años. Y ése era mi mundo. En mi vida una de las grandes cosas han sido las artes visuales: la pintura, la escultura, pero especialmente la arquitectura, el urbanismo, la jardinería.

El "Boom" en la pintura latinoamericana no ha sido tan ampliamente reconocido como el "Boom" en la literatura, ¿Se trata de la calidad o de la publicidad?
—No creo que la publicidad tenga nada que ver, en realidad, y tampoco creo que la calidad tenga mucho que ver. Desde luego, el mundo del arte plástico en este momento está en dificultades: le habla a muy poca gente; le habla a muy pocas mentes. Y en verdad no se ha renovado mucho, y no ha encontrado una voz del modo como la novela, según creo, encontró voces.

Pero usted está preocupado con la cualidad "plástica" de la literatura, ¿no? Le he escuchado hablar de la "transparencia" de Hemingway, de la "densidad" de Proust, de que no le gusta tener páginas de tipografía sólida en sus novelas.
—Hay una muy apretada y conectada ecología dentro de cada novela. La calidad "plástica" de la página escrita, sobre la cual tiendo a ser mañoso, es otro vínculo en esa ecología, un componente inconsciente que, por enfocar la atención interna en si misma, libera la imaginación para concentrarse en otros aspectos de la escritura. Es, no obstante, un vínculo muy menor, hasta donde sé, en la ecología de mis novelas.

Relacionada con esta cuestión de la densidad está la cuestión del público. ¿En quién piensa como su público?
—En usted, gente como usted. Gente que es sensible, inteligente y probablemente bien leída. Usted sabe, me encantaría ser popular, Dios lo sabe; pero sé que nunca lo seré, no porque haga grandes exigencias intelectuales, ya que, después de todo, fuera de El pájaro, ninguno de mis libros es muy exigente, cosas bastante sencillas y directas. El pájaro es exigente, lo reconozco. Mis libros no son fáciles sólo en el sentido que no es fácil relacionarse con ellos. A la gente le gusta relacionarse con las cosas; a la gente le gusta verse retratada, le gusta verse reflejada. Esto no lo hago con gran facilidad. Y entonces a la gente le gusta estar allí al medio, en el centro de la vida, de la vida contemporánea. Yo no lo estoy, no lo estoy. No me relaciono con eso. No tengo nada que ver con esa clase de asunto. De nuevo, hay ciertas cosas en la vida diaria con las cuales me siento muy involucrado, pero... de alguna manera no puedo escribir acerca de ellas. Tengo que ir y encontrar cosas en mi pasado, o en mi caja de símbolos: es una caja limitada después de todo que puedo de cierto modo poner en distintas posiciones y, relacionando una con otra, hacer algo que tenga sentido, si lo logro.

Calaceite, donde usted ha estado viviendo, está por cierto fuera del centro de que habla.
—Es monástico. No lo voy a hacer otra vez. Lo he estado haciendo durante cinco años y tanto a mi mujer como a mí nos consta que ha sido, de alguna manera, destructivo. Este viaje a los Estados Unidos, todo este movimiento, nos ha hecho bien. Allí me levanto a las diez de la mañana, me pongo mi djellaba, voy a mi escritorio, me quedo allí hasta las tres o las cuatro de la tarde, almuerzo a las cuatro de la tarde, salgo a caminar con mi mujer, voy a buscar a mi hija al colegio, vuelvo a la casa, leo o vago por la casa, escribo cartas (me gusta escribir cartas), comemos, nos acostamos. En la noche, en la cama, escribo diarios (tengo un gran número de diarios) y medito en mi diario sobre lo que voy a hacer el próximo día o critico lo que he hecho hoy día.

¿Algo por el estilo de los diarios de James?
—Una vez más, sí. Tengo como cuarenta sobre El pájaro solamente.

¿Revisa mucho?
—Oh sí. Pero con los años ha llegado a ser algo medio mecánico. Quiero decir, escribo un borrador sin volver en absoluto, sin revisar una sola palabra. Simplemente voy tan rápido como puedo para llegar al final. Entonces vuelvo y reviso y hago un segundo borrador probablemente mucho más largo que el primero... mucho más largo, a veces dos veces más largo: la revisión incluye también montaje, cortar cosas y ponerlas en distinto orden, podar para dejar cosas fuera y agregar otras y así. Hago eso y la novela se hincha al doble de lo que fue. Entonces hago un tercer borrador, lo que la reduce de nuevo. Así que el primer borrador es más corto que el segundo, y el segundo es más largo que los otros dos.

¿Mientras escribía El pájaro cambió su título?
—El libro se llamó, al principio, El último Azcoitía, y entonces era un elegante relato de unas veinte páginas, muy simple y clásicamente construido. Cuando se lo leí a una amiga, me dijo: "Oh, pero esto es pura imaginación, esto no existe en la realidad." "¿Qué quieres decir?" —le pregunté. "Es algo completamente realista, no seas ridícula." Discutimos. Y le dije a mi mujer: "Voy a escribir este cuento porque quiero escribir algo completamente simple, clásico y directo en la forma de un relato de Isak Dinesen, sin ambages ni rodeos. No tendré nada que ver con las complicaciones en que se meten estos jóvenes escritores latinoamericanos. Me niego a tener algo que ver con ellos." Es que creo que soy incapaz de hacer algo tan complejo como lo que hace Vargas Llosa. Entonces, por supuesto, las cosas empezaron a juntarse y esa idea se fue al hoyo. La novela tuvo toda clase de nombres, pero, básicamente, había guardado esa cita de William James desde la primera vez que la leí, y planeaba usarla para el título de otro libro, algún libro. Me gustaba el título. De algún modo vi que este libro se relacionaba muy completamente con la cita.

¿Isak Dinesen es una escritora que le interesa?
—Me interesó hasta un punto. No he leído más de ella, probablemente porque ella no invita a mucha lectura. Pero en un momento me interesó. Traduje uno de sus libros al español, sus Last Tales. También traduje la biografía The Life of Sir Arthur Conan Doyle de John Dickson Carr. ¿Qué más he traducido? No puedo acordarme de todo lo que he traducido y de lo que mi mujer ha traducido porque hemos hecho tanto trabajo juntos en ese campo, incluyendo Les Personages de Francoise Malet-Jores y The Scarlet Letter de Hawthorne.

Volviendo a las revisiones, tengo entendido que su nouvelle. El lugar sin límites originalmente fue un párrafo de El pájaro.
—En realidad El pájaro fue construido no tanto de agregarle sino de sacarle. Fue construido por la acumulación de distintos estratos. Yo comenzaba a escribir desde el principio y entonces en un punto creía que no era bueno, y entonces me venía la idea para otro comienzo, lo que era un mundo completamente diferente, y comenzaba a escribir desde el principio con esta idea nueva e incorporaba lo que ya había escrito, yendo más allá de lo que había escrito incorporando. El tercer estrato sería otra idea. Debo tener treinta o cuarenta comienzos, los cuales están todos metidos en la versión final. Pero no entendía esa unidad que llegó a ser El lugar sin límites hasta que leí las pruebas. No me hacía el cuadro, ¡ni siquiera tenía el sentido de la novela! El sentido de la novela, si es que lo tiene, está justo al final. Pero de esto no me di cuenta hasta que estaba corrigiendo las pruebas.

En Triple Cross, donde El lugar sin límites aparece junto con nouvelles de Fuentes y Sarduy, la metamorfosis o la transformación parece ser el tema, o la técnica.
—Técnica diría yo más que tema.

¿Hubo colaboración entre ustedes tres, o trabajaron los cuentos separadamente?
—Completamente por separado. Espere un momento, creo que Carlos Fuentes estaba escribiendo la suya cuando yo estaba en México escribiendo la mía. Es que viví en su casa y no estoy seguro si estaba trabajando en otra novela. Estábamos en su jardín, y me acuerdo que había un columpio para su hija Cecilia y filmaban uno de sus cuentos y uno de los actores se empezó a columpiar. Tanto Carlos como yo conversábamos con él. Recuerdo que Carlos interrogaba al niño y él contó la pequeña historia de Zona sagrada de Fuentes. El contó la historia y Carlos la tomó y la elaboró, por supuesto. Pero allí vi el comienzo de Zona sagrada, allí en ese columpio esa mañana, mientras yo estaba escribiendo El lugar sin límites, dedicado a Carlos.

¿Cómo nació la idea para el párrafo de El pájaro que luego llegó a ser esa nouvelle?
—No puedo acordarme de la idea original. Es una de esas ideas que para el escritor aparecen de repente en su máquina de escribir sin que tenga ningún control en absoluto. Está uno escribiendo algo y de repente allí... hay un párrafo que se escribe solo, sin relación con lo que eventualmente pudiera conectarse con él, nada más ocurre. Y éste era un párrafo del cual me acuerdo muy bien (y es interesante que así sea): ¿recuerda cuando El Niño se va de la casa de su padre y sale al mundo y vuelve a la Rinconada y quiere que el médico le corte del cerebro todo lo que ha visto para no acordarse de ello? Bueno, lo que vio fuera era en realidad el burdel de El lugar sin límites. ¿Se acuerda que uno de los personajes en El lugar sin límites es una prostituta que tiene un caballero que viene de lejos para visitarla y hacerle el amor? Bueno, ese es El Niño. Eso es todo lo que queda de El Niño en El lugar sin límites.

¿Así que aun sus novelas tienen una especie de relación familiar?
—Por supuesto que sí.

En sus tres novelas largas usted se dedica a contarnos dos historias. El lugar sin límites es más radicalmente unificada.
—Claro, es una novela que escribí rápidamente, como en un mes y medio. Pude visualizar, de nuevo, un mundo de clases separadas, un mundo separado en la novela. Un símbolo de eso se ve en la relación de Pancho y el mundo de la niñita a quién contagió con varicela y a la que veía jugando detrás de los alambres de púas.

El mundo como usted lo experimenta ¿está dividido de tal manera?
—No, no, es solamente mi simplificación. Pero no se puede decir que El pájaro es binario; es más que binario. Creo que me agarré a lo binario hasta que pude enfrentarme con uno de los aspectos que veo equivocados en Coronación: la reducción a blanco y negro, hecho que es muy binario de muchas maneras. Creo que he tenido que dejar mi propio mundo de la niñez, la adolescencia, para poder enfrentar un mundo de multiplicidad. Y esto ha sucedido.

¿Escribir fue una de las maneras como resolvió esa división?
—Resolver no es hacer un orden racional acerca de algo: para mí, eso solamente sobrepondría otra capa de confusión. Más bien resolver sería comprender, con todo mi ser (y no trato de ser Lawrence, sino sólo de exponer la idea de que resolver no equivale al orden racional, al menos en la literatura) y con mi vida y con la exploración de la estética que es la novela, con la aventura en ese loco y oscuro asunto que son el vivir y la sociedad. que es el escribir una novela.

Dado el narrador, Coronación tenía que ser binaria. Este domingo se abre, comienza a divergir; y una vez que usted le permite a Humberto en El pájaro ser lo que es, entonces todo ese libro se ramifica.
—Humberto fue un tardío agregado a El pájaro, fue uno de los últimos. Y la perra amarilla fue muy, muy tardía. Eso fue un año antes de terminar la novela.

¿Cuánto tiempo la estuvo escribiendo?
—Ocho años. Le daba vueltas, vueltas y vueltas y no podía agarrar la novela. Hasta que me volví loco, y entonces lloré.

Los perros son importantes en su caja de símbolos.
—Sí, claro, tienen relación con mi biografía. Toda la vida he sido una persona de perros; siempre he vivido entre los perros. Mi mujer y yo les tenemos mucho cariño. Mi padre siempre tenía una gran cantidad de perros por la casa, grandes daneses y boxers grandes, y así, perros de toda clase.

En su obra tienden a ser aterradores o malévolos.
—Como símbolos de poder, diría, ¿no cree usted? De nuevo, todo poder, para mí y en mis libros, es malvado y vengador; algo en mis libros que no es dialéctico, quiero decir que es de un solo lado. Y todo poder tiende a ser malévolo.

De un solo lado quizás, pero el fin de El lugar sin límites ha dejado perplejos a muchos lectores.
—Pero es muy claro. Fue divertido porque aparecí en un seminario donde estaban conversando sobre el libro y yo les pregunté cómo terminaba la novela y no sabían. ¡Acababan de leerla y no sabían cómo terminaba! Así que les pregunté: cuando Pancho y Otario llevan a Manuela al riachuelo ¿se acuerdan qué pasa?: ¿Qué es lo que hacen? Y nadie pudo contestar. Por supuesto que es una violación, una violación sexual, la penetración. Nadie en el seminario pudo enfrentarse con eso. No podían enfrentarse porque, por supuesto, si había una violación sexual, tendrían que revisar toda la lectura de la novela. Y no se atrevían a revisar a Pancho porque habrían tenido que revisarse a sí mismos, lo que es la clave de todo, por supuesto. Al otro lado, El pájaro es un libro mucho más intelectual; es mucho más una novela en la cual se juega con ideas y símbolos, y en la cual se juega con la forma.

Usted habla de esto con mucha claridad. ¿Encuentra que su facultad critica en ocasiones es un estorbo?
—No, porque creo que un proceso es muy diferente al otro. El análisis es siempre algo que va a obrar más en favor que en contra de uno. De verdad es así, es decir, cuando estoy escribiendo un libro y entonces me acuesto a las nueve o diez con mis diarios, y analizo con lucidez lo que he hecho antes y lo que voy a hacer luego, esto no opera en contra mío en absoluto: me alimenta y me ayuda a ir un paso más lejos. Por eso me parece que, en El pájaro especialmente, uno obtiene un sentido de misterio, porque quiero ir cada vez más lejos. Si he llegado aquí, digamos, escribiendo un libro, un día escribiré para ir hasta acá, en la crítica; y el próximo día, desde este punto escribiré más lejos, hasta allá, digamos, y esa noche con la crítica escribiré más lejos aun. Es algo acumulativo.

Si la crítica va junto con la sensibilidad de los escritores del Boom, ¿cómo es que nos llega tan poca crítica de primera clase desde Latinoamérica?
—Vea, el asunto es que yo creo que el tipo más interesante de crítica es aquél que no pregunta "¿por qué?" ni "¿cuál es el sentido?": es la crítica que hace la pregunta "¿cómo?". Y yo no creo que los críticos latinoamericanos sepan en absoluto que hay un "¿cómo?". Esta no es una cuestión que se hayan planteado. El "¿cómo?" de la novela no importa; lo que importa es el "¿cuál?" y el "por qué?". Tiendo a preferir la crítica escrita por otros escritores en vez de ésa de los críticos. ¡La de los escritores la gozo tremendamente! Lo que nosotros llamamos la cocina del escribir es una de las cosas más interesantes del mundo.

Ustedes en el Boom tienen una relación notoriamente unida; es casi como una familia literaria: ¿ha habido mucho intercambio de crítica?
—No, no es una familia literaria en absoluto, en absoluto. Hay ambiente literario en cuanto conversamos de libros a veces. Pero ciertamente no he hablado nunca de libros con García Márquez, por ejemplo. Con quien hablo de libros, porque a él le gusta, es Vargas Llosa. Gozo hablando del trabajo con los escritores, pero el asunto es que a los escritores latinoamericanos se les ha prevenido en contra de esto. Los escritores no deben hablar de nada "intelectual." Hay esta enorme pose, esta espantosa parodia que es asumir que un escritor debe ser un tipo sencillo, cuando no lo es, y que en consecuencia no debe interesarse en su oficio; no debe hablar de su oficio con otros escritores en una reunión de escritores. Usted difícilmente encuentra gente hablando de literatura, ni un momento. ¡No se hace!

En cierto sentido está diciendo que el Boom se acabó.
—No, no estoy diciendo eso. Estoy diciendo que probablemente terminará más o menos pronto cierta actitud sobre el escribir una novela. Hay un poco de movimiento hacia la dirección de, digamos, Vargas Llosa en Pantaleón y las visitadoras, que no es una enorme novela ambiciosa, sino una novela modesta, muy inteligente, bellamente hecha. No es una novela fácil de repetir. Mientras que la mayoría de las grandes novelas del Boom son, en efecto, enciclopédicas. Cien años de soledad, todas las novelas de Carlos Fuentes son enciclopédicas, la mayoría de las de Vargas Llosa. todas las de Cortázar. Ahora los escritores nuevos nos están dando libros más cortos, casi como reacción a esas enciclopedias enormes. Estoy pensando en Puig, en Sarduy.

¿Cuál es la dirección de esta prosa más nueva?
—Una tendencia es aquélla de la novela como poesía, la novela como palabras, la dirección, digamos, de Sarduy. La otra sería la novela como desprendimiento, como cuento puro, lo que podrían ser las novelas de Puig y las de Vargas Llosa.

Esto se relaciona con su distinción entre un idioma personal o lírico y un idioma general o genérico como las dos estrategias retóricas básicas en la novela.
—A eso quiero llegar. Digamos que los idiomas van a ser completamente diferentes. Uno va a ser el idioma personal, el lenguaje lírico de Sarduy. El otro va a ser el lenguaje genérico y el pensamiento genérico de la historia completamente desprendida de Vargas Llosa o Puig, usando un lenguaje que no es esencialmente suyo (documentos, periodismo, por ejemplo), sino que pertenece a cierta sección de la cultura que ellos están rescatando y revivificando.

¿Dónde se ubica usted a sí mismo?
—No tengo idea. Por cierto, como hablábamos antes, no tengo sensibilidad para las palabras en sí, su belleza y sensualidad; no puedo manejar eso. Así que tengo que ponerme en la segunda categoría: esta recuperación de lenguajes antiguos, lenguajes de algún modo muertos es lo que creo que estoy haciendo en la novela que escribo ahora, Casa de campo. Es una novela simbólica. Cuando se llega a lo que es, hay una alegoría: la familia prevista, la servidumbre prevista; es el mundo con que generalmente trato pero inflado por la cantidad hasta la fantasía. Es una familia fantástica con treinta y cinco primos, entre quince y cinco años, quienes son dejados solos en una casa de campo. Y los padres se van y se olvidan de regresar.

¿Cuál es el punto de origen de esta novela?
—Oh, viene de los recuerdos también, de ver a mi hija Pilarcita jugando con los niños de Vargas Llosa. Es un libro bastante alegre y lo estoy escribiendo con mucha facilidad. Todos mis símbolos están allí y también estoy jugando con el tiempo, con distintas ideas del tiempo, con toda clase de elementos como sirvientas que sentimos presentes pero que en realidad nunca hablan, por ejemplo, y niños chicos que hablan como los grandes.

¿Y qué de su lenguaje?
—Utilizo un lenguaje que es altisonante, aquél que se usaba en la prosa del siglo pasado. Es la prosa de la Marquesa de San Cœur. La recuperación de ese lenguaje es la posibilidad de una novela; en verdad es una actitud frente a la vida, un lenguaje es siempre una actitud frente a la vida.

¿Y qué del lenguaje de Poe?
—Oh, mucho. Es el primer cuentista que leí. Es bastante claro que ustedes los norteamericanos inventaron el cuento en su forma moderna y que en este país el cuento es el mejor del mundo. Nosotros, creo, tomamos conciencia del cuento a través de la ficción norteamericana y fuimos muy influidos en un tiempo por la ficción norteamericana. Pero tengo que hablar de Poe como lector muy joven. Nunca lo leí de nuevo. Por cierto fue una enorme aura de romanticismo y lo gótico. Quiero decir que creo haber entendido lo gótico a través de mi relación con Poe de joven, o en verdad de niño. Leí a Poe en inglés cuando tenía... ¿doce años?, y quedé absolutamente fascinado. Se leían nuestros autores para rebelarse en contra de ellos, considerando nuestros a los españoles e hispanoamericanos. Leer escritores extranjeros significaba una transgresión.

¿No pondría su obra en la tradición gótica?
—Bueno, ciertamente creo que hay mucho allí, hay mucho allí. Es decir, me relacionaría con eso.

¿Hay algunos escritores de lengua inglesa que tengan importancia para usted en este momento?
—¿En este momento? Curiosamente, ve, creo que esto es verdad todo el tiempo: mientras a uno le están influyendo uno no advierte la influencia, uno la ve solamente en retrospectiva. Puede que en este momento esté influido por cualquier cosa... Pero no lo siento. Y no sabría a quien mencionar. Leo a mis contemporáneos latinoamericanos con ávido interés, con curiosidad, y malevolencia. Los leo; simplemente no puedo dejarlos de lado. Y entonces leo más o menos lo que me cae a las manos. No soy en absoluto un lector ordenado; me paseo por todos lados. Desde que he estado aquí, ¿qué he leído?: mucho de Doris Lessing, alguien que no conocía en absoluto; parece que la está leyendo todo el mundo.

Usted ha hablado de escribir en inglés. ¿Algunos planes determinados?
—No particularmente. Me gustaría escribir algunos artículos para revistas. Estoy pensando en escribir libros de viaje. He tratado de distanciarme un poco de las novelas; estoy algo cansado de ellas. Tengo muchas ganas de escribir un guión de cine y voy a Etiopía para ver que es eso. Quiero escribir una obra de teatro sobre la muerte de Rimbaud, sobre el último período de su vida. Es un escritor que me interesa mucho; no particularmente su poesía si no su vida. Allí me interesa la orquestación del tiempo. Me gustaría diversificarme. Estoy más o menos harto de escribir novelas; quiero terminar esta grande que estoy haciendo ahora y simplemente olvidarlas por un tiempo. Quizás algunos artículos en inglés relacionados con casas. También estoy pensando con mucha atención en escribir cosas sobre mí mismo. Ve usted, una novela no es solamente una novela sino también lo que se puede escribir sobre ella o alrededor de ella. Y me gustaría hacer estas cosas medio parásitas sobre mi novela; satélites y parásitos y cosas alrededor mío: cómo pasó, por qué pasó, cuáles fueron los mecanismos, cuál es la relación de eso con mi biografía.

¿Escribirá más libros como Historia personal del boom?
—Sí, me gustaría mucho ir un poco en esa dirección y en un sentido más hondo. Historia personal del boom fue en realidad la introducción a un libro de ensayos que pensaba escribir; había como diez ensayos sobre la ficción latinoamericana contemporánea, de los cuales he escrito El boom y uno más sobre Vargas Llosa.

¿No se ha publicado ese ensayo todavía?
—No. No ha sido terminado. Es parte de mi futuro.

 



Traducción de Connie McDuffee Domínguez



 

 

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¡Miss Haversham era miembro de mi familia!
Ronald Christ / José Donoso
Publicado en revista Escandalar, Vol. 2, N°3, julio - septiembre de 1979