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José Donoso, mortal
Por Carlos Franz
Publicado en Nexos, México. 1 de agosto de 1994
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“Quiero ser visible, quiero ser accesible. Yo no escribo para los críticos, sigo queriendo que me lea el lector sensible e inteligente en un avión a China. Esa fue mi opción y estoy viejo para cambiarla”, afirma y se define José Donoso, uno de los escritores indispensables de la literatura norteamericana y catalizador generoso y conspicuo de la nueva generación de escritores chilenos.
José Donoso va a cumplir 70 años. Vive en una calle curva en el otrora bucólico barrio de Providencia (hoy arrasado por el boom inmobiliario), no muy lejos de donde estaba la antigua casa familiar, en Santiago de Chile. Después de cincuenta años (más de veinte en un exilio voluntario) ha vuelto a acercarse a ese “centro inmóvil de la infancia” del que huyó por primera vez para irse a Punta Arenas, a conocer “tierras exóticas”. Tal vez por el modo en que la habitan, su casa —aunque reciente— tiene un no sé qué de los coloniales caserones chilenos de tres patios que reaparecen travestidos en tantas de sus novelas, desde Coronación a Casa de campo. Tal vez sean los cuatro o cinco perros que suben y bajan las escaleras o los gritos del primer piso al altillo cuando María del Pilar (su mujer, la escritora María del Pilar Serrano) le avisa que “la Balcells” lo llama de España o cuando él se asoma a la ventana y pide a la empleada que le suban algo a la visita (tienen siete teléfonos en la casa, pero no hay citófonos). Me cuenta que hace poco el niño de un vecino recién llegado vino a reclamar por la gritadera: “Señor, por favor no grite tanto que no nos dejan jugar…”.
José Donoso sale poco, salvo para sus distraídos paseos a pie de los que vuelve en micro (nunca aprendió a conducir, tampoco ha tenido jamás una cuenta corriente, ni se aviene con los computadores). Desde el Premio Nacional en 1990, incluso el público televidente conoce su foto: la nariz recta, tan blanca como la barba cana, lo que le da a la sólida cabeza un aire de busto romano. En “los medios” su imagen se hace emblema de un conflicto de la cultura chilena con su posmodernidad. El escritor cosmopolita que universalizó el barrio de La Chimba y sus monstruos se enfrenta a la barriada global; el “maestro” persiste a contramano en el ajetreo nipón que ha invadido Santiago en la última década. A veces lo filman a paso lento en calles imprevistas, con esa atención flotante del observador literario: la mirada unos grados sobre la horizontal. “Usted está cada día más como el absentminded professor”, lo reconviene María del Pilar cuando vuelve tarde de estos paseos y deja plantadas sus citas.
Sale poco, pero cuando sale va muy lejos. La última ausencia fue un año en Washington D.C., donde Donoso estuvo visiting scholar en el Wilson Center, esa institución semiirreal que funciona a cuadras del Capitolio en el castillo del Smithsonian repleto de sabios de todo el mundo como una corte italiana del Renacimiento. Al mismo tiempo aparecían en inglés dos de sus últimas obras que quedaban sin traducir a ese idioma (su producción narrativa ha sido trasladada a 22 lenguas, incluyendo improbabilidades como el turco, el hebreo y el búlgaro).
Sobre El jardín de al lado decía John Updike en un número reciente de The New Yorker: “Como retrato de un escritor que lucha, de una pareja aun viable, y de la nostalgia paralizante de un exiliado, El jardín de al lado es despiadado, profundo y tierno”.
La entrevista se hizo en dos anocheceres largos, interrumpidos sólo por el hombre que venía a enseñarle a usar la nueva máquina eléctrica a Pepe y por María del Pilar, que veía la CNN en el otro cuarto y entró comentando el premio Nobel concedido a Toni Morrison.
“Qué bien… No la he leído”, fue el comentario escueto de Donoso.
—Tú, que eres un novelista “de exportación”, que piensas de esta imagen de un Chile de tigres económicos que se exporta ahora.
—Lo que me carga es que se diga algo que todos sabemos que es falso. Se habla de la aldea global, pero aquí de global nada, puro chauvinismo, límites definidos, provincia. La falsedad de la idea neoliberal está en que no surge del país, es una imposición, un manejo. Mientras el liberalismo original correspondía a toda una época, este actual es un dogma, una aplicación. Son tigres de papel. Y el papel es inflamable. Yo veo que esto puede arder por los cuatro costados, por los cuatro costados…
—Apocalíptico estamos…
—Siempre he sido una persona pesimista. Bastante… Soy ateo, no agnóstico sino ateo [piensa y agrega un tanto paradójico], supongo. No puedo creer en la sobrevivencia del espíritu sin la carne y de la carne sin el espíritu. La muerte es la terminación de este contrato. Entonces, uno se acaba, es decir, uno identificable como “uno” se acaba.
—¿Y la posteridad literaria?
—Nunca he creído en ella. Me gustaría, por supuesto, ser leído unos años todavía después de mi muerte, pero no creo que la literatura vaya a durar mucho más tampoco. ¿Y sabes por qué? Creo que el mundo está dejando de ser personal. De chico yo veía al boticario preparar a pedido en su mortero de loza las recetas. Hoy voy a las Farmacias Ahumada y son el monopolio, la transnacional… No hay remedios personales, ni hay males personales. Es como el fin de la literatura. Esa “voz parcial” fruto de la experiencia personal está en extinción. Ahora es todo certeza, todo teoría y opinión que se propone conquistar otras certezas y demoler otras opiniones, no imágenes que se suman.
—Pero se publica más que nunca…
—No vale. Puro monetarismo. Las editoriales se han convertido también en cadenas transnacionales. Carlos Barral se transformó en Seix Barral y Seix Barral en Planeta y los libros buenos que debieran ser publicados ya no los publica nadie. La edición de masas es lo único que parece tener valor, y así estamos en una época en la que en gran parte lo económico define lo cultural.
—Fuera de los tirajes masivos, entre la literatura minimal, de mundos individuales, y la crisis de representación de ciertos posmodernos, ¿dónde te sitúas?
—Sigo en la literatura pura. Y ésta siempre ha sido una interpretación de la realidad a través del lenguaje y por lo tanto de la crisis. Vienen nuevos fantasmas: el monetarismo, el exitismo, esta identificación reaccionaria de sexo con violencia… Por lo demás, creo que la crisis narrativa ha sido una constante de la modernidad, desde antes de Joyce y Virginia Woolf y de ahí para adelante. Lo que ha recogido la prosa de este siglo es una imagen especular de sí misma: el escritor escribiendo, los inciertos materiales de un escritor que piensa escribir, los fragmentos, la búsqueda de uno mismo en el otro, en la otra, en lo otro. Como decía T.S. Eliot: “la tradición se perpetúa mediante las rupturas con ella”. Que la actual ruptura parezca comercial es nada más que otra ruptura, otra forma que no reconocemos aún como ruptura propiamente literaria.
—A veces estas rupturas se pagan al precio de la inaccesibilidad. ¿Te interesa ser leído por mucha gente?
—Quiero ser visible, quiero ser accesible. Yo no escribo para los críticos, sigo queriendo que me lea el lector sensible e inteligente en un avión a China. Esa fue mi opción y estoy viejo para cambiarla.
—Sin embargo, los críticos prestan mucha atención a tu obra… Encontré más de 45 tesis en una bibliografía de hace ya unos años. ¿Los sigues, te interesan?
—En absoluto. Les agradezco infinitamente que se preocupen de mí, eso sí. He traído de Estados Unidos 5 libros de profesores norteamericanos publicados este año sobre mi obra. Trato de leerlos. Usualmente no entiendo ni una palabra de lo que dicen. He leído a Derrida y me es difícil entenderlo, incluso Barthes me es difícil y eso que Barthes es la “guagua” de estos gallos…
—¿Entonces qué te llevó a estudiar literatura alguna vez?
—Porque me avengo con el pensamiento de los escritores sobre su obra. Me gustan mucho T.S. Eliot, James, Baudelaire, Flaubert, escribiendo sobre sus obras. Esto lo leo, lo cultivo, lo entiendo. En cambio, cuando habla la Kristeva no me calienta nada… Por otro lado, soy un gran lector de biografías de escritores, acabo de leer una de Faulkner muy interesante, también otra más, ya no sé en cuántas voy, de Fitzgerald…
—Pero esa formación podría darte al menos una mirada de conjunto sobre tu obra. ¿Alcanzas a darte cuenta de las diferentes fases por las que has atravesado?
—Yo no tengo teorías, en este sentido soy parcialmente un antiintelectual. Soy un creador de imágenes y de imágenes cuyo significado total se me escapa. Pero me han dicho, y concuerdo, que se ven algunos periodos. El obsceno pájaro de la noche o Casa de campo, por ejemplo, pertenecen a una época cuando la novela latinoamericana experimentaba, era como un niño frente al espejo, tocándose para conocerse. A la vez eran novelas con una ambición que alguien ha llamado “enciclopédica”.
—Fue el proyecto del boom latinoamericano. ¿Qué queda?
—Algunas novelas bastante buenas. Na fue un invento. Hubo una constelación de “números primos” que nadie se explica y que en un momento pareció que estaban alrededor de lo mismo, aunque no era verdad. Pero ahí están sus obras. Y una amistad; ahora se viaja tanto que siempre hay la posibilidad de encontrarse en alguna ciudad del mundo y comerse juntos un plato de tallarines.
—Mi pregunta es por la vigencia metafórica de esas novelas. ¿Dónde estaría hoy, por ejemplo, en las recuperadas democracias latinoamericanas, ese mayordomo que los dueños dejaron a cargo de la Casa de campo, para que restableciera el orden?
—El mayordomo actúa, y lo hace a través de quienes están en la mesa. Es una tradición latinoamericana, no es una novedad, la tradición de la marioneta… En el campo de la novela, claro, con el tiempo la metáfora pierde carácter político y gana peso poético. Aunque entre nosotros siempre existe el peligro de que de repente alguien se vista con alamares entorchados.
—O puede ocurrir a la inversa… Algunos de tus críticos releen hoy La Desesperanza (cuya trama se centra en el velorio y funerales de la viuda de Neruda, en el Santiago de comienzos de los 80, bajo Pinochet) convirtiéndola en una metáfora premonitoria del velorio y los funerales de las utopías ideológicas que caerían estrepitosamente un poco después.
—Hay algo. Muchos estuvimos en la esperanza y “enviudamos”. Esperanza de muchas cosas, desde el ideal socialista, hasta la caída del muro de Berlín. Y después vino la “viudez”; que yo no creo, te advierto, que signifique necesariamente que todos tengamos que terminar en la mariovargasllocización.
—Como varios de los escritores del boom, tú también derivaste después a proyectos narrativos más directos, más transparentes y últimamente más “posmodernos”, la recontextualización de elementos clásicos, la cita, como se ve en tu última nouvelle, Taratuta.
—Yo creo que sigo siendo moderno, en el sentido de que ahora estoy en búsqueda de una ruptura con la posmodernidad. Lo que ocurre es que lo más revolucionario ha sido siempre el salto atrás, lo más nuevo es el dinosaurio.
En el caso de Taratuta lo que me interesó es un tema político “prehistórico” -Lenin, la Krupskaya- que se transforma en tema cultural. Precisamente lo que intento en las cosas que he hecho últimamente es parte de mi fe en la cultura. Puede ser que Dieu est mort, Marx est mort, et je ne sais pas très bien… Pero para mí la cultura ha tomado el lugar de las ideologías. Ahora, en Taratuta lo hago con un procedimiento tan posmodemo que es una burla del posmodernismo también. Lo que quise hacer fue una parodia del posmodernismo.
—También huele a posmoderno el tema de la novela que fuiste a escribir a Estados Unidos el año pasado.
—Me fui al Wilson Center con el proyecto de escribir una novela sobre sir Richard Burton y un dato muy poco conocido: una pasada que hizo por Chile a mediados del siglo pasado. Pero en el camino caí fascinado por el personaje de una gorda norteamericana. Una gorda ágil, linda, exuberante y cómo se devora a un profesor latino en un campus mientras se dedica a buscarle casa. Un mundo que conozco; he dado clases en esos campus varias veces y son un infierno de odios entre profesores. La gorda para mí es toda la fascinación de los Estados Unidos, la abundancia, la pizza individual que es para cinco y las tiendas de ropa, de ésa que mandan para Chile, donde esta gorda se busca cosas estrafalarias para disfrazarse. Llevo 300 páginas.
—O sea que reaparece el motivo del disfraz, omnipresente en tus obras, desde El lugar sin límites.
—Creo que es la necesidad de dejar la pretensión de ser unívocos, cambiar de ropa para reconocer que hay varios personajes en uno. Por lo demás la novela es un poco disfraz. Recuerda la definición que daba Faulkner, una de las más hermosas que conozco: la novela es el oscuro gemelo del hombre.
—Antes me hablabas de que “hoy se viaja tanto”… ¿Qué piensas que le ha hecho a la imaginación del novelista contemporáneo esta posibilidad de viajar tanto y tan rápido que muchos se lo pasan arriba de aviones?
—Me doy cuenta que hablo como viejo, pero creo que tal vez hay un riesgo para los que se inician. Quizá les haga mal conocer demasiadas cosas, demasiado pronto. Siempre me acuerdo del título de un libro que escribió una de las actrices de la familia Barrymore, que prometía todo y se fue al hoyo: Too much, too soon… Creo que no es bueno perder demasiado pronto ese momento de silencio, al inicio, que se ve como sin salida, ese centro inmóvil de la infancia. Alguien decía que para un novelista hay dos cosas importantes: haber sido pobre y haber vivido en un pueblo chico creyendo que es todo el mundo.
—¿Cómo es el día de José Donoso?
—Bastante fome. No me levanto demasiado temprano, tipo nueve y media, tomo desayuno en cama rodeado por mis perros. A eso de las diez subo al estudio y me siento con mi cuaderno de notas y lo que he hecho el día anterior. Interrumpo para almorzar tipo dos y después me voy a la siesta. En la tarde es la correspondencia, etc. En las mañanas releo todo y corrijo mucho, mucho. Trabajo de un modo un poco raro, pienso yo. Trabajo con veladuras, cada nueva versión es ver cómo el nuevo color, el nuevo pigmento, deja transparentar la versión anterior y la altera. No escribo con plan, cada vez que he hecho un diagrama para una novela, no lo he seguido. Más bien sigo al subconsciente.
—Psicoanálisis y novela…
—Importante. No en cuanto a contenido, tal vez, sino en cuanto a posibilidad de vida. El analista (y he tenido muchos) me ha ayudado a desatar muchas trabas, muchas amarras, que muchas cosas no importen para poder decidirme a ser novelista. Para escribir hay que deshacer amarras. O tal vez no. No sé. Supongo que Henry James no es más que una sucesión de distintas amarras. Pero hay que desamarrarse las manos y atreverse a trabajar y atreverse a ver sin teoría y sin proyecto.
—Por tu taller literario pasó una parte significativa de esta nueva narrativa chilena de la que se habla hoy, decidiéndose a ser novelistas, como tú dices… ¿Por qué hacías taller?
—Había una parte que es vanidad. Un deseo de deslumbrar más allá del deslumbramiento mudo, sin rostro, de los lectores. Pero lo esencial es que creo que el taller ponía en movimiento lo mejor mío, creo que nunca fui devorador sino inducidor. Y el diálogo, no sentirme solo… Una de las cosas que lamento es no seguir con el taller, pero no me siento con fuerzas. Busqué respuesta, supongo, y sobrevivir y rejuvenecer en los demás. Si yo di algo en mi taller también recibí muchísimo.
—¿La enfermedad…?
—Hace cuatro años estuve a punto de morirme. En la clínica tuve a la “pelá” aquí encima… Ahora estoy mejor, sometido a pequeñas operaciones, recambio de piezas, como un auto viejo. Terrible, pues…
—Pero la enfermedad es una vieja conocida tuya, una metáfora antigua en tus novelas.
—Bueno, la enfermedad es también una metáfora del destino literario. Uno no elige la literatura como no elige la enfermedad. La infección literaria si es verdadera es siempre más grande que tu voluntad. Pero hablando de la otra enfermedad, la física, qué te puedo decir, desilusión, desilusión… Yo estaba convencido y hasta hace poco, que iba a ser inmortal. Ahora me dicen que me puedo morir. Todavía me cuesta creerlo.