El mar de los silencios
Por Reinaldo Edmundo Marchant
“Este mar de los silencios/el torrente invisible de la claridad/ que todo lo dice sin hablar”, con este poema, casi a modo de epígrafe, Jorge del Río – Santiago 1955- comienza su nuevo libro, quizás uno de los más duros y notables escrito en el presente año y, sin duda, el de mayor calidad literaria que el autor a publicado.
El texto, sacado a luz por Pequeño Dios Editores, contiene en esta primera edición el cuidado y la lectura de los poetas Oscar Hahn y Mauricio Barrientos. Es un poemario que le llevó tiempo y largo trabajo a del Río, se aprecia en la pulcritud, economía de lenguaje y exactitud de cada palabra.
Desde principio a fin hay audacia en soltar las metáforas y las bestias interiores enjauladas desde tiempos inmemoriales.
A pesar de ser un autor metafísico, existencialista por naturaleza, la profundidad de sus inquietudes las expresa claramente, con ritmo y musicalidad, con descripciones del cuerpo y el alma humana que van cayendo a la manera de un escalofrío, de luces y sonidos, como el nacimiento monocorde de las vidas que se mueven sin explicar sus itineraios, “si es que transcurre acaso algo/en este tiempo/el vacío/la línea uniforme/de su laboreo enrarecido/con herramientas fijas/y los ojos fijos también/desteñidos (página 15)”.
Asombra la vorágine, que cautiva, inserta en las palabras, lo hacen regresar y volver a adentrar en la poética demasiado terrenal, “continúa paseando/creyéndose inmortal/la pestilencia imparable/de sus restos por los alrededores/del entumecimiento/de las aceras/su mortaja/de cadáver vivo/sin que nadie/nadie le pregunte/siquiera/cuándo será/o si será por fin/ enterrado…(página 17)”.
Está, especialmente, el diálogo eterno con el mar, “Hablar con el océano/ por su boca llena de olas/y oírlo despedazarse (página 19)”, “Dejé de temerle/cuando comencé a embeber el miedo a los latidos/aburrido de mirar el mar/vaciándose a la orilla de mis pies (página 35)”.
Jorge del Río, habitante solitario de su mundo, camina, se detiene, pregunta con dolor, hace giros poéticos, filosóficos, devela la miseria existencial, la bruma que acecha a quien haya traspasado el umbral de las cosas permitidas: “Cuando al otro mundo pase/si es que hay otro mundo a donde pasar/igual no sabré que en éste anduve/ni que fui un muerto más entre estos muertos/un desnacido llegado al otro/ esperando jamás volver desde lo remoto (página 33)”.
Se sabe y reconoce que “los locos abren los caminos que más tarde recorren los sabios (Carlos Dossi)”, del Río pareciera seguir esta regla, husmeando las huellas, las imágenes que van legando esos personajes oscuros, anónimos, que viven de espalda a las abúlicas tradiciones: “Bajando se le vio al orate/al costado poniente del cerro Santa Lucía/el pelo le ensuciaba los hombros/la barba crespa su pecho/una mano mendigaba a la otra el último sorbo/de ese día descalzo y sucio expiraba el invierno (página 43)”, y más adelante insiste: “Hay demasiados sonámbulos saboteando las madrugadas/misioneros del enfeudado fabricándose en grupos…”, “Y aquel desesperado cabizbajo/ese disonante en los cascabeles del reproche/levanta deshilachado su refugio de triunfo/desde la misma ceguera de los muertos (página 75)”.
Jorge del Río ha escrito un texto poético con mayúscula, un poemario lleno de metáforas, insinuaciones literarias, meditaciones por geografías nocturnas, donde el dolor de la carne es el dolor de los transeúntes ausentes. Se ve una mano con oficio, se ven tenazas para tomar y levantar, como en las ruedas de molino, desde las aguas, en cestos lúdicos, el viaje eterno e inútil de los demás, y el propio, por supuesto.