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EL POETA JORGE DEL RÍO, UN MÍSTICO MELANCÓLICO

Marco Aurelio Rodríguez





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Desde que en poesía se descubrió el Purgatorio, ese no saber si se está en la condenación o en la gloria, el lector empieza a sufrir de una angustiosa soledad. Quizás fue Dante el culpable, o Beatriz, pero fundamentalmente fue la distancia entre ambos. Y no es equivocada la cercanía que se establece entre el nuevo estilo propugnado por el florentino y la poesía de los trovadores. En la época en que se descubre el amor (esa suma de banalidad y necesidad), nace también la melancolía humana. Y esta prescripción se puede extender hasta nuestros días. Casi. Porque a veces el hombre empieza a vivir de distancias —o si no pregúntenle a Rimbaud, quien prefirió una temporada nacida de sus propios sentidos.

Colmados hoy de mundos virtuales, profusos, las poéticas introspectivas y ensimismadas suelen matar a Beatriz, y extienden más la distancia precisamente entre el poeta y su mundo, instituyendo una especie de Purgatorio que se sostiene peligrosamente en sí mismo, como una soga imaginaria entre la luna y el sol.

¿Pero qué ocurre cuando un poeta va deshojándose y despojando su expresión hasta acercarla a la levedad? ¿Es posible entonces develar el ser? (Preocupación de Heidegger, de los verdugos, de los santos.) Todo depende dónde estén los centros. Ejemplos para entender esta ridiculez o paradoja: el silencio, la soledad, el abatimiento del ser, el deslumbrarse (el descubrirse) de una persona particular, un poeta cualquiera que se mira a sí mismo, y el lector —¡qué extraño!— quisiera recomponer la esfera. El poeta reivindica la centralidad de la poesía en la vida del hombre, una centralidad casi insubstancial nacida de momentos triviales donde, más que las preguntas por la existencia y la esencia humanas, saltan las respuestas sobre el reconocimiento de “ser solo” y de “estar solo”, y no hay vuelta que darle a estos fastidios.

Recorrimos diez años de camino poético de un poeta, Jorge del Río (Chile, ). En Hambre Tardío (1993) vimos la preocupación de lo tenue —lo hecho de barro o de vidrio—, la palabra: “Aquel viento moribundo que pasó/ bajo la ventana solitaria”. Según los intérpretes de la melancolía en tiempo de los griegos, ciertas personas creían estar hechas de barro quebradizo o de vidrio, y tenían un terrible miedo a que alguien se acercara. Aristóteles dirá que todas las personas excepcionales son melancólicas. “Estamos abiertos/ Abiertos al Hambre Tardío” confesará el poeta del fastidio. Pero, ¿dónde está lo excepcional de este ente poético hecho de la implosión de Jorge del Río? La clave es la mirada ajena: “Sueño entonces que tus ojos/ soñaron por mí”. Es el espectador, es el lector; la ingenuidad de la luna es la única que va quedando —la distancia de la cual hablábamos al comienzo.

Uno de los síntomas de la melancolía, que en la antigua Grecia era considerada una locura furiosa, era que los pesarosos creían no tener cabeza, por eso los médicos griegos que comentan esto, proponían de cura ponerles un casco muy apretado en la cabeza, para que acabaran por darse cuenta de que sí tenían.

Es sabido que los soñadores dejan la cabeza en cualquier lado (“el pulso durmiente”). Pero, cuando la recuperan, muchas veces no acarrean los sueños efectivos, entonces regresa lo banal del día a día. El poeta habrá de recobrar el consuelo perdido: “Yo me debo al delirio instantáneo”. Podríamos estructurar la fábula vital de Jorge del Río de la siguiente manera: “Hablarán un día de los almendros” – “Ya no está la princesa de las/ orquídeas” - “Me busco en el sueño/ En las algas y en el polen de la/ fábula” - “He despertado en la prisión de/ un siglo” - “Cómo me duele la fábula” - “Despacio una alondra se durmió/ en mis dedos”.

En Los poemas del callejón de adentro (2004), la protonostalgia de sí mismo se hace más evidente, basta con leer los títulos de algunos de sus poemas: “A mi después”, “A mi desapego”, “A mi cambio imaginario”, “A mi desprendimiento”, “A mi transcurso”. En esta mística de vivir efímeros pasos, de buscar felicidades ilusorias, donde el cuerpo y el alma no sufran, se naufraga en un aquí y un ahora y todos los paisajes quedan lejos: “Yo he andado por adentro de mis costillas”. Y nuevamente la soga topa al otro y esa otredad expande los mundos como un hilo que va de ventana a ventana y el poeta resulta un vil volatinero: “Todo lo mío se escondió en la mirada”.

Probado está que Beatriz tampoco alcanza; “para salir y salir de mí” le reprocha a la fuerza del amor que no lo conduce muy lejos del vaivén de cuerpos. El bien vivir y el mal amar consumen y así se van las cosas, todo lo que se muestra y se evapora, que ya nada roza el alma. Algo extraño sucede cuando parece (sutil, evanescente) hablar de frente:

A MI MELANCOLÍA

Y desde la ausencia

Y en la soltura de mi desapego

Quiero que sepa que tanto la amo
como el día primero en que descubrí que la amaba

Y que la amaré por siempre
aunque la vida
me imponga la miserable obligación de no amarla

Una de las señales vistosas de la melancolía —siguiendo a los tratadistas griegos— era que los melancólicos se iban al monte a aullar en las noches de luna.


 

 

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El poeta Jorge del Río, un místico melancólico.
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