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Metamorfosis II

Jorge Etcheverry


Siempre me llamó la atención el que, salvo los actores de cine y una que otra figura de destino trágico, como los Kennedy por ejemplo, la mayoría de la gente con éxito fuera no sólo francamente fea, sino que incluso monstruosa. En alguna parte he leído que en los países que fueron miembros del Imperio Británico hay una especie de cuoteo en la Administración Pública, que una proporción ínfima de los puestos a todo nivel se llena con mujeres, minorías raciales y lisiados. Más de alguna organización de extrema derecha ha atacado dicha práctica tanto en su propaganda como a través de sus grupos de lobbying, nombre que recibe la práctica de tratar de influenciar a los políticos para que apoyen los intereses de los grupos que hacen el lobbying. Este es un componente institucional de los referidos países, que muchos miran con benevolente asombro, sobre todo si se compara con las sangrientas vías que conducen al poder y la influencia en nuestros pobres países. Así como también forma parte de este sistema el siguiente fenómeno: pareciera que la gente más sana y bien parecida, de cuerpo esbelto y cabellos claros (u obscuros, pero en general alta y bien proporcionada), tuviera cosas más importantes de qué preocuparse, aparte del poder y la fama. De hecho en mis viajes (ya que debo mencionar que he viajado mucho desde que se inició mi transformación), me ha tocado visitar más de una vez a personeros de países que si bien no son depositarios de una cultura muy sofisticada, sí poseen medios para subvencionar las artes, y atesoran en sus museos la inmensa mayoría de las obras más excelsas que ha producido el Ser Humano. Pude darme cuenta en esas visitas que en esos pasillos ultramodernos, o por el contrario muy arcaicos, casi medievales, una atmósfera lúgubre asalta al viajero. Si uno se pasea por las calles de Ottawa, la capital del Dominio del Canadá, un día de verano a eso de las once de la mañana (allí el verano se extiende entre los meses de junio y agosto), podrá ver cantidades de turistas que deambulan por el centro de la ciudad. Si se tienen trámites que hacer en la Casa de Gobierno (el Parlamento), o el Palacio de Justicia, uno podrá darse cuenta de que pese a ser monumentos públicos y a estar profusamente provistos de carteles y placas recordatorias y bien surtidos de guías turísticos, no se ve a casi nadie bajo los enormes techos convexos, y los pasos de uno, forzado a visitar a algún político, resuenan como campanadas bajo las enormes bóvedas. Saliendo al exterior y caminando no más de una cuadra, uno podrá ver por el contrario la enorme cantidad de turistas que llena de bote en bote la Catedral, el Museo de Arte Moderno, incluso un hotel que no es más que la réplica de uno muy famoso que se incendió (se dice que intencionalmente) a principios de siglo.

Es que los pocos funcionarios importantes que parecen suspendidos como peces en sus acuarios en sus espaciosas oficinas, irán ofreciendo un aspecto más y más distorsionado, me refiero a la cualidad de su forma humana, no a sus atributos espirituales, a sus rostros, sus gestos, o a todo lo anterior en proporción indescriptible. Quizás alguien haya notado casualmente este fenómeno, para luego olvidarlo, ya que no corresponde al tipo de interpretación de la realidad propia a un adulto del siglo XX en el hemisferio occidental.

Durante los estadios iniciales de mi transformación traté alguna vez de forjar una teoría, para mi uso personal, ya que no espero que esto que he llegado a saber, y que ahora experimento, vaya a convertirse algún día en patrimonio común del conocimiento humano. Era una teoría que explicara, o mejor me explicara (o quizás me devolviera la tranquilidad), el por qué esta deformación no parece producirse en nuestros países, o al menos no en el mismo grado. No importa la jerarquía en la cultura o la política que ocupan nuestros coetáneos, la correspondiente transformación se mantiene más o menos dentro de ciertos límites que en muy contadas ocasiones permiten el paso a lo repulsivo. Es que quizás el poder en nuestros países no es nunca el verdadero, rotundo poder, y lo mismo pasa con la cultura, un fruto ambiguo con raíces quién sabe dónde, pero cuyos injertos de elementos europeos resultan muchas veces grotescos para el hombre de mundo. Además, y asumiendo un punto de vista más cercano a las Ciencias Sociales, la misma dependencia (económica, cultural, política) hace que muchas cosas en nuestros países sean un mero reflejo, un enanismo tan sólo comparable a esos pequeños arbolitos deformados (pero muy pintorescos) que producen los japoneses. Los auténticos genios latinoamericanos suelen presentar sin embargo un aspecto casi repulsivo: pensemos en el último Neruda, no en el joven delgado de ardientes ojos negros de Las Residencias, ni siquiera en el hombre maduro y sólido, con un dejo de ensimismamiento o de tristeza del Canto General o de antes, de los agitados días de España. O en García Márquez, o en el destino de Borges, que si bien mantuvo hasta el fin su forma humana, su lucidez y percepción fueron contrapesadas por su ceguera física.

Cuando el proceso comenzó para mí yo estaba muy deslumbrado, con la cabeza muy en otras cosas como para poder darme cuenta. Quizás hubiera podido detener o incluso revertir la aflicción mediante la huida secreta a algún pueblecito en mi país natal, o la residencia -naturalmente protegido por una falsa identidad- en alguna de las innumerables callejuelas del barrio chino o italiano. La desaparición de la línea de mi cintura la atribuí al normal aumento de peso que nos llega con la madurez, pese a que comencé a ganar peso en forma súbita y después de los cuarenta. La disminución de la estatura fue puesta a un lado con un gesto desdeñoso por la mujer con que vivía en ese entonces, que me explicó con el tono que usaba siempre que le interrumpía su programa de televisión, que con la edad se aplastan un poco los discos de la columna. Cuántas veces me he recriminado a mí mismo, ahora que mi único contacto con el mundo exterior es el correo, cada vez más abundante desde que cancelé las entrevistas, el no haber detenido el proceso cuando aún estaba a tiempo, el no haber entendido el sentido último de la Metamorfosis, de la tenacidad voluntaria con que su autor se dejó morir, el abandono irreversible de Rimbaud de la poesía y de su muerte en África, veinte años después, pero con el físico de un adolescente, rodeado de esclavas negras y consumido por una fiebre celestial. Envanecido por los fáciles triunfos y bebiendo hasta la última gota de ese licor dulce, después de tantos años de resentimiento amargo, hoy no puedo o no quiero mirarme en el espejo. Conoceré quizás la monstruosa deformación de Greta Garbo, que la condenó a vivir en reclusión por el resto de su existencia. Es que a lo mejor Dios no quiere que sus atributos -el poder y la creación-sean usurpados por nosotros, sus criaturas, y nos castiga con esta deformación lenta e inexorable que nos aqueja en mayor o menor grado, pero diría que en forma proporcional, a todos quienes hemos avanzado muy lejos por los caminos del poder (político y económico) y la gloria (artística o literaria, incluso cinematográfica). Cuando me llegue la notificación del Premio Nobel (que será en estos días, según el telegrama de la Academia Sueca), el cartero no tendrá quién le abra la puerta. Quiero dejar este mundo en una forma semejante a la que tenía cuando vine a él.




Publicado en "Retrato de una nube. Primera antología del cuento hispano canadiense", de Luis Molina Lora y Julio Torres-Recinos, en la editora Lugar Común, Ottawa, 326 pp.

 

 

 

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