Juan Emar: La escritura como patria.
Entresijos de una poética dialógica
Selena Millares
Universidad Autónoma de Madrid
selena.millares@uam.es
Revista Taller de Letras, Nº 46, 2010
La escritura de Juan Emar está configurada como espacio intertextual donde el
autor chileno dialoga con la poética de otros autores, y también con la voz del lector.
Ya Neruda lo asoció con Kafka como artífice del absurdo en conocidas declaraciones,
pero también puede rastrearse en sus prosas visionarias la herencia de Blake, Rimbaud
y sobre todo de Lautréamont, presente en su recurrencia a la mutilación, el feísmo, el
sadismo o la necrofilia, si bien desde parámetros menos violentos y con una poderosa
presencia del humor, que comparte con otros visionarios de la vanguardia hispanoamericana,
como Macedonio Fernández o Felisberto Hernández.
Palabras clave: intertextualidad, Juan Emar, Lautréamont, prosas de vanguardia.
…Ahora que los corrillos se gargarizan con Kafka aquí
tenéis
nuestro Kafka, dirigente de subterráneos, interesado
en el laberinto, continuador de un túnel inagotable
cavado en su propia existencia no por sencilla menos.
(Neruda 10)
1. La red textual, un dédalo de fantasmagorías
Ya voces tan diversas y distantes como las de Mallarmé y Whitman, o las
de Borges y Eliot –todos ellos patriarcas incuestionables de las letras contemporáneas–
han insistido en derrumbar el fetiche romántico del individualismo
y la originalidad, para recordar una realidad que, con acierto, han analizado
Bakhtin, Kristeva y Bloom –entre otros–, en un debate fértil y vigente: todo
texto es tejido de voces innumerables, y se define como polifonía, heteroglosia
y alteridad. Más allá de fronteras y fechas, de nombres o escuelas, cada
texto se construye como un laberinto, una trama de callejuelas por donde
deambulan, sin orden ni aviso necesarios, rumores de distintos ámbitos,
de épocas pasadas y venideras, fantasmagorías que interpretan un juego
fecundo de apariciones y desapariciones, que se reconocen, dialogan o colisionan
en sus intersecciones. El lector que transita ese dédalo lo construye
y destruye a cada paso: siempre el mismo y diverso, es trampa de palabras
que circulan eternamente, componiendo distintos caminos, proyectándose
en nuevos juegos, en nuevas miradas. Estas consideraciones se hacen particularmente
relevantes a la hora de abordar la producción emariana, por
dos motivos: de un lado, su espíritu lúdico hace del dialogismo una de sus
estrategias más comunes, que se proyecta en constantes guiños al lector;
de otra parte, la imbricación de su escritura con la de otros autores ha de
coadyuvar para su ubicación en la historia de las letras, y su definitiva inserción
entre los nombres mayores de la literatura de su tiempo. Cuando,
en el conocido prólogo citado en el epígrafe, Pablo Neruda avalaba la producción
de Emar, insistía en el desarraigo, vital y textual, de este autor que
la incomprensión de su tiempo relegó al silencio y condenó a un imposible
olvido, y proponía “descubrir a nuestro aparente apátrida y otorgarle lo
que no tuvo: la nacionalidad del amor” (Neruda 9). Dos décadas después,
insiste aún en la misma idea Canseco-Jerez, al afirmar que “la escritura de
Emar posee una dimensión metafísica y una propuesta de des-articulación
y de re-construcción de la estructura narrativa que escapa a toda tradición
nacional, y por ende al ‘horizonte de espera’ de lectores y críticos. De allí,
entonces, que nuestro autor sea visto como un anacrónico y un extraño sin
pasado ni herencia” (1992 24). Ciertamente, la marginalidad y originalidad
emariana, unidas a la incomprensión del receptor de su tiempo, han jugado
en contra de la difusión de su obra. De ahí que pueda tener sentido considerar
en estas líneas las genealogías de su palabra creadora, que lo vinculan con
la irreverencia de los poetas malditos del simbolismo francés y también con
sus inmediatos compañeros de viaje, que a pesar de la innegable distancia –geográfica y vital–, bebieron del mismo aire de época y participaron de
análogas indagaciones y descubrimientos.
2. La estirpe de los malditos: con Lautréamont en el
laberinto
Las raíces de la poética emariana hallan buena parte de su savia nutricia
en lo que Octavio Paz ha llamado “el otro romanticismo europeo” (Los hijos
del limo 101), encarnado especialmente en la poesía francesa de fines del
XIX, y en el magisterio que William Blake ejerce sobre ella, particularmente
en su reivindicación de la belleza del mal. Se trata de la estirpe de los malditos,
que desde la provocación y la ironía afrontan el maleficio que asola al
hombre desde la grave crisis espiritual determinada por la “muerte de Dios”.
La ironía, la fealdad, la irreverencia y el horror son algunas de las armas que
esgrime el nuevo poeta, para conjurar la angustia que puebla su laberinto de
soledad y que lo convierte, en términos del poeta mexicano, en “un Ícaro, un
Satanás y un payaso” (Id. 74). La irreverencia religiosa y el escarnio de la
moral vigente hacen que el poeta se declare del partido del Demonio (Blake
173), y en esa vindicación de satanismo y erotismo se sitúan algunos de
los grandes referentes emarianos, como Baudelaire, para quien “la suprema
voluptuosidad del amor reside en la certeza de hacer el mal” (Mi corazón al
desnudo 14). La saga se extiende hasta la vanguardia, y en 1930 clama aún
Breton: “Que el diablo ampare […] la ideología surrealista” (Manifiestos del
surrealismo 177). Los “Proverbios del infierno” del poeta británico son una
de las piedras de toque de estas actitudes; sus postulados no podían dejar
indiferentes a sus sucesores: “Quien desea y no actúa engendra plaga […]
Las prisiones se construyen con piedras de Ley; los lupanares con ladrillos
de Religión […] La desnudez de la mujer es obra de Dios […] Los tigres de la
ira son más razonables que los caballos de la instrucción. Del agua estancada
espera veneno […] Mejor matar a un niño en su cuna que alimentar deseos
que no se llevan a la práctica” (Poesía completa 175-179). La imaginación
desatada convoca, desde esa invitación a la transgresión y el sacrilegio, actitudes
que exploran lo plutónico, lo desconocido y lo prohibido. Una de las
más inquietantes es la de la crueldad, interpretada como un modo radical de
rebelión, y que halla en el francouruguayo Isidore Ducasse a su figura más
representativa; de su posterior proyección hablarán, mucho después, los
postulados de Antonin Artaud, quien explica esa recurrencia en los siguientes
términos: “Una acción violenta y concentrada es una especie de lirismo:
excita imágenes sobrenaturales, una corriente sanguínea de imágenes, un
chorro sangriento de imágenes en la cabeza del poeta, y en la cabeza del
espectador” (El teatro y su doble 91). Los célebres Cantos de Maldoror fueron
calificados por Rubén Darío como “el aullido de un ser sublime martirizado por
Satanás” (Los raros 195), y Neruda justifica a su autor porque “fabricó lobos
para defender la luz, acumuló agonía para salvar la vida” (Obras completas 955). La mutilación, el feísmo, el sadismo o la necrofilia serán algunos de los
motivos que articulen una obra con la que tantos guiños establecerá Emar
en sus textos, si bien desde parámetros menos violentos.
La consagración del mal en Lautréamont recurre al horror y a lo grotesco
incesantemente, en planteamientos que a ningún lector pueden dejar indiferente;
sus asertos son tajantes: “yo hago servir mi genio para representar las
delicias de la crueldad” (15). El vampirismo y las alimañas del mal adquieren
un protagonismo que se explica como objetivación de la repugnancia y la
barbarie: un ángel metamorfoseado en cangrejo intenta salvar al protagonista –ángel caído– el cual lo destroza; en una tumba un gusano le presenta a
una prostituta; los piojos representan una nueva deidad: “cuando se trata
del piojo, al conjuro de ese nombre sagrado, todos los pueblos sin excepción
inclinan las cadenas de su esclavitud, arrodillándose juntos en el atrio augusto
ante el pedestal del ídolo informe y sanguinario” (79). Un bestiario maligno
se confabula para representar la náusea: “Soy sucio. Los piojos me roen. Los
cerdos vomitan al mirarme. Las costras y las escaras de la lepra han convertido
en escamosa mi piel cubierta de pus amarillento” (157). La irrupción de lo
fantástico establece igualmente un paradigma para las propuestas de Emar,
así como las visiones de cielo e infierno, si bien en el chileno se apartan de los
extremos de su antecedente. Maldoror afirma que ha visto al Creador “acuciando
su crueldad inútil, provocar incendios en los que perecían ancianos y
niños” (59), y lo presenta como un nuevo Saturno que devora a sus criaturas: “levanté mis párpados azorados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí
un trono formado de excrementos humanos y de oro, desde el cual ejercía el
poder con orgullo idiota, el cuerpo envuelto en un sudario hecho con sábanas
sin lavar de hospital, aquel que se denominaba a sí mismo el Creador” (75).
La devoción emariana por la rebeldía y la insolencia provocadora de Ducasse
se ha de proyectar en numerosos homenajes, y en ese diario heterodoxo
constituido por Un año le dedica uno de sus doce apartados, correspondiente
al 1 de mayo, donde narra cómo al entrar en su biblioteca se reencuentra
con los Cantos de Maldoror, y también con “esos bichitos bibliófilos” que,
sigilosa y siniestramente, “se estaban nutriendo con todas las palabras que
mil autores habían enmudecido y plasmado en mi estantería para que yo,
cada vez que el Demonio me lo incitara, las sacara de su mutismo y las hiciera
rehablar a mis oídos” (Emar, Un año 34) (1). De la irreverencia religiosa
y el anticlericalismo de Emar dan buena cuenta los pasajes que abren su
Ayer, corrosivos hacia las instituciones eclesiásticas, con una parábola de
los sinsentidos de una moral caduca pero poderosa, cuyas reminiscencias
inquisitoriales son escarnecidas, a partir de estrategias carnavalescas que
buscan desenmascarar y delatar. El protagonista, Rudecindo Malleco, es condenado
a causa de sus pensamientos “pecaminosos” a que se le seccione la
zona de su delito: el cerebro. El narrador testigo esperpentiza las figuras de
unos frailes que encarnan un modo de barbarie; humor negro y absurdo se
entrelazan en un final inesperado, donde se representa al individuo alienado,
robadas sus libertades, bestializado en un matadero, como un insecto privado
de pronto de sus alas por los caprichos de cualquier mente perversa.
Mucho más intensa es la presencia del sustrato ducassiano en Miltín, donde
se continúa la irreverencia hacia los poderes eclesiásticos (“los curas tienen
la desgracia de engendrar hipocresía en nombre del bien”, 86), y también
los bestiarios de la repulsión y los emblemas escatológicos: el menú de Illaquipel se compone de “sopa de lagartijas, pechugas de cucarachas trufadas,
flan de escupos” (96), y en su viaje estelar, delirante y visionario, en la
avioneta de Angol, el protagonista ve a los hombres “viviendo como piojos
inconscientes, piojos en un día lejano conscientes acaso como aves del cielo,
mas que de tanto roer y rasguñar, rasguñar y roer los pies de las montañas,
olvidaron, identificados con su labor de garrapatas, la cara de allá arriba, su
mirada” (159). Se constata así que la animalia emariana interpreta, como la
de Ducasse, caricaturas grotescas, que se continúan en los pasajes sobre el
supuesto origen del hombre, bajo especie de mosquitos (bastante miopes).
El humorismo absurdo, chispeante e iconoclasta desemboca en las visiones
delirantes de Dios, aquejado de jaquecas y con una pesadilla recurrente: “sueña que una cucarachita se le sube a la cabeza y una vez arriba canta
God save the King” (194), en tanto continúa el elogio del satanismo, desde
un tono más atemperado, que tiende a sustituir el humor negro por otro más
travieso (aunque no faltarán las muestras más sombrías):
Bien. Tanta bondad, ¿no es lo más aburrido que existe en el
mundo? ¿No creen ustedes, señores, que únicamente con
la colaboración del Dios bondadoso la vida sería un bostezo
de nunca terminar? André Gide, en su libro Dostoiewsky,
dice: “No hay obra de arte sin colaboración del demonio”.
¿No se podría amplificar esto hasta decir que no hay obra
humana positiva sin colaboración del demonio? Y agrega
Gide, en el mismo libro: “Es con los buenos sentimientos
que se hace la mala literatura” (Miltín 138).
También renuncia Emar al halago de las formas bellas en Diez, donde
retornan los bestiarios fantásticos y el horror grotesco y descarnado, para
exorcizar las fuerzas oscuras que atenazan a la condición humana, que la
sumergen en un laberinto asfixiante. En “El pájaro verde”, el título parece
evocar los cuentos de hadas tradicionales, y no puede dejar de recordar al
homónimo de Juan Valera, historia de amores orientales, magia, metamorfosis
y anagnórisis. Allí el pájaro verde que ataca a la princesa una y otra vez
para robarle objetos (fetiches) acabará desvelando su esperable condición de
príncipe encantado; Emar, por su parte, altera las expectativas del lector con
su habitual vuelta de tuerca, y ese pájaro embalsamado y aparentemente
inofensivo habrá de resucitar de pronto para atacar a un personaje y llevarlo
a la muerte, en un minucioso y cruento proceso de mutilación, de nuevo con
ecos ducassianos. Estos, además, se entrelazan a menudo con los de las flores
del mal de Baudelaire: en “Maldito gato”, el sujeto neurótico, obsesionado
por racionalizar una realidad enemiga, se dedica a analizar los aromas del
campo, y entre esos perfumes hallará el olor diabólico del quilehue, de “cierta
semejanza con el sabor de la eyaculación sexual” (Diez 33). Las injurias a la
belleza y el satanismo de Rimbaud –también del partido del infierno–, (2) así
como su invocación de la videncia y de la disolución del Yo (3), lo sitúan entre los demiurgos tutelares de Emar, y como una fantasmagoría vuelven al laberinto
textual emariano todas esas actitudes reformuladas. En El unicornio, el
protagonista viaja a África en una nueva estación en el infierno que incluye
la visión del mítico Caleuche, “tripulado por tres brujos muertos de pie” (86).
A su regreso, un accidente lo lleva a la tumba, y su yo se bifurca (“ante mi
cuerpo muerto y sanguinolento, retrocedí con paso cauteloso”, 89). El cadáver
de Camila pasa a ser el objeto de sus fantasías necrófilas, hasta que,
importunado por visitantes del cementerio, decide retirarse a su fosa, bajo las
cucarachas y las hormigas. En el terreno de lo morboso, iconoclasta, perverso
y visionario se sitúa igualmente la sección “Tres mujeres”, una vez más en
los parámetros de lo fantástico. “Papusa” nos habla de un ópalo (“rodando,
ha venido desde Belcebú hasta mí”, 109) que convoca visiones trascendentes –casi una profecía del Aleph borgeano– y presenta la historia de una mujer
prisionera en la corte del Zar Palemón. Un espectro explica la clave de las
visiones: “Los humanos vinieron sin sexo. Luego los sexos cayeron en ellos,
se incrustaron, e incrustados vivieron su propia vida nutriéndose de la sangre
y las ideas de los humanos. Así hasta hoy; así, ya, siempre. Simbiosis casi
eterna que el hombre se niega a reconocer” (105). En ese dualismo siniestro
se instala también la historia de Chuchezuma, donde el “lobo-garú” se asimila
a Satán y al vampirismo, y la protagonista se duplica de manera siniestra,
proyectada en un lienzo. “Pibesa”, por su parte, reincide en esa disgregación
de la personalidad en fantasmagorías inquietantes: “Pibesa, bifurcándose,
se desdobló en dos. [...] Entonces la poseí. Al sentirlo, volteó hacia atrás la
cabeza y nos besamos, mientras la otra, lenta, muy lenta, bajaba siempre,
tarareando ella ahora la canción que ésta había dejado en suspenso a causa
del primer dolor y del goce que empezaba a inundarla” (132).
3. Prosas de vanguardia: la red arácnida
Como una sutil tela de araña, la red textual de la vanguardia se teje en
torno a ese eje de gravitación que supone la revolución poética finisecular,
sobre la que va trazando sus círculos más o menos concéntricos. Es bien
sabido que Juan Emar participó de la efervescencia artística del París de los
años veinte, estrechamente ligado además a otro chileno universal, Vicente
Huidobro(4). Sin embargo, su fortuna fue otra: la publicación de sus libros, en
los años treinta, fue recibida mayoritariamente con silencio, desdén o rechazo,
ya por sus críticas irreverentes a las instituciones más consagradas, ya por
el extrañamiento de sus estrategias estéticas, comunes en el plano poético
de su tiempo, pero no en el narrativo, donde imperaban aún las servidumbres
del realismo criollista. En cualquiera de los casos, no muy distinta fue
la suerte de otros prosistas de la renovación, que compartieron ese aire de época, y con los que ya en alguna ocasión se ha vinculado la singularidad
de Emar, en especial Felisberto Hernández y Macedonio Fernández: tres autores
cuya modernidad y vigencia justifica la atención que han merecido en
las últimas décadas, cuando la perspectiva del tiempo los sitúa como voces
imprescindibles en la historia de las letras hispanoamericanas.
Por otra parte, no dejan de ser curiosas las confluencias existentes
entre ellos, a pesar de que sus itinerarios vitales y creadores fluyeron por
derroteros tan marginales como distantes. En los tres casos encontramos
una fértil indagación en las posibilidades metaliterarias del texto desde la
heterodoxia y la disidencia, el juego y la mise en abîme, la desautomatización
y el derrumbre del pacto mimético. Ya Roberto Merino, en las palabras
liminares a Un año, comenta: “Borges ha dicho de Macedonio Fernández que
escribía más que nada para pensar, por eso no tenía un interés muy notorio
por las publicaciones de sus textos […] Sobre Juan Emar –que en el espíritu
y en la letra se asemeja a Macedonio– se podría hacer una consideración
parecida […] se plantea ante sus lectores como el contemplador de un proceso
harto obsesivo: el de la misma escritura” (Un año 9-10). Ciertamente,
no es difícil hallar afinidades numerosas entre ambas textualidades, ya en
las indagaciones sobre la “metafísica de lo concreto” preconizada por Louis
Aragon, ya en un experimentalismo que lleva al lector cómplice a ver la obra
como proceso y desde dentro. En Museo de la Novela de la Eterna se nos
advierte: “Éste será un libro de eminente frangollo, es decir de la máxima
descortesía en que puede incurrirse con un lector, salvo otra descortesía
mayor aún, tan usada: la del libro vacío y perfecto” (Fernández 140). En los
pasajes emarianos hallamos la misma proyección del proceso de la escritura
una y otra vez: “aquí, ruego al lector seguirme con atención. Aconteció lo
siguiente. Pero antes debo explicar lo que habría acontecido si no hubiese
acontecido lo que aconteció” (Ayer 35). Particularmente patente se hace la
actitud en Miltín, inclasificable sucesión de ensayos de creación que, al igual
que el Tristram Shandy de Sterne (5), se construye como relato especular, o
como “retrato del artista” (Lizama 954). El autor –homo ludens– comienza
una y otra vez la historia de Martín Quilpué, se distrae y vuelve a intentarlo
desde otros ángulos, en un círculo vicioso que nunca lleva a ninguna parte,
y que será al fin roto por otro personaje, Rubén de Loa, quien lo increpa con
furia, de algún modo interpretando los desconciertos del probable lector: “¡Al cuerno con tu hombre Martín Quilpué! Ya lo has hecho pasar por entre
espigas, leche, pájaros, miel, bestias, semen, pan, sudor, flores y sangre... ¿Qué más deseas? ¿O no vas a dejar nada sin que lo atraviese ese hombre
majadero?” (Miltín 234). Intenta igualmente comenzar otros proyectos de
escritura, y le ocurre lo mismo, hasta que se le termina el tiempo; se cumplen
los plazos establecidos y la novela acaba antes de empezar: “Así me hallaba
el buen año al llegar: solo, triste, mudo, sin haber vuelto a ver al hombre
Martín Quilpué, sin haber escrito el Cuento de Medianoche y, lo que es peor, ¡oh, Dios mío!, sin haberle encontrado un rol a Fredegunda” (Id. 241).
Pero tal vez más intenso sea el caso de las afinidades literarias entre Juan
Emar y Felisberto Hernández –ambos a menudo relacionados con Proust y
Kafka–, que se ramifica por vertientes muy diversas, entre las que no falta
la mencionada vocación metaliteraria, que invita al lector a la trastienda
del texto. Desde luego, abundan también en el uruguayo los ejemplos de
la literarización del proceso creador, análogos a los anotados: en Fulano de
tal presenta un “Prólogo de un libro que nunca pude empezar” (I 15); en
Filosofía de gángster pide al lector: “que interrumpas la lectura de este libro
el mayor número posible de veces: tal vez, casi seguro, lo que tú pienses
en esos intervalos, sea lo mejor de este libro” (I 98); en El taxi insiste en
la misma línea: “Estimado colega: sí, sí, me refiero a ti, lector, que te miro
por los ojos, agujeros, cuerpos y desde los ángulos de estas letras […] He
tomado una metáfora de alquiler y me dirijo a ‘la oficina’” (I 98-99). Cabe
recordar igualmente el Diario del sinvergüenza: “Una noche el autor de
este trabajo descubre que su cuerpo, al cual llama “el sinvergüenza”, no es
de él; que su cabeza, a quien llama “ella”, lleva, además, una vida aparte”
(III 245). A esa actitud compartida se han de sumar otras muchas, como la
común recurrencia a los mecanismos de lo fantástico, el divertimento que
se desplaza de la travesura infantil al humor negro, o la desrealización, la
disgregación del individuo, las metamorfosis inquietantes o la consagración
del absurdo. Ciertamente las confluencias de ambas poéticas merecerían una
extensión mayor que la que permiten estas páginas, pero basten algunas
muestras para documentarlas.
Uno de los recursos preferentes que ambos autores usan para irrumpir
en lo irreal es la ruptura de fronteras entre entidades abstractas y concretas.
En las páginas emarianas encontramos pasajes como los que siguen: “no dejaba de tener su cierta gracia eso de ver un profundo conocimiento
convertido en tres mosquitas y que una de ellas, es decir un tercio de él,
estuviese en la sala de baño lavándose las manos” (Ayer 8); “De la cabeza,
cuando marcha, le caen números al suelo” (Miltín 9); “Yo iba totalmente
distraído, tan distraído que, al quedar cabeza abajo, una idea se me cayó”
(Miltín 152). El paralelismo de Hernández es patente: “allí mismo empezaron
a levantarse esqueletos de pensamientos –no sé qué gusanos les habrían
comido la ternura” (II 44); “mi cabeza era como un salón donde los pensamientos
hacían gimnasia [...] cuando ella vino todos los pensamientos
saltaron por las ventanas” (II 164); “Yo creo que en todo el cuerpo habitan
pensamientos, aunque no todos vayan a la cabeza y se vistan de palabras.
Yo sé que por el cuerpo andan pensamientos descalzos” (III 33).
Otro ejemplo interesante de afinidades y confluencias puede hallarse
entre Un año de Emar y el cuento “Muebles ‘El Canario’”, de Hernández. El
humor absurdo, aliado con lo prodigioso y lo fantástico, puede constatarse
en pasajes narrativos a los que el azar otorga sorprendente simetría. En el
primer caso, el capítulo de ese “diario” dedicado a noviembre nos presenta
a un sujeto que ha de operarse “de la oreja y del teléfono”, porque tras conversar
con su novia, la risa despiadada de ella queda instalada en el interior
de su oreja, e igualmente el auricular queda ahí pegado (“Camila ríe, Camila
ríe, Camila tintinea y clava hielos y alfileres sobre mi corazón lacerado”,
101). Sin embargo, tras la intervención quirúrgica “toda voluptuosidad en el dolor ha desaparecido. Ahora todo retumba con estrépito. Y para saber
a qué atenerme en este que se me antoja un caos infernal, no me queda
más que volver a marcar el número 52061 y esperar” (103). En el cuento
hernandiano, al protagonista le inyectan, durante un viaje en tranvía, algo
que le producirá inquietantes efectos: en su cabeza comienza a sonar una
transmisión de radio que no hay modo de detener, y que lo impulsa de nuevo
a salir a la calle, desesperadamente en búsqueda de un antídoto contra el
maleficio. No obstante, también hay divergencias entre ambas poéticas y,
tal vez, entre ellas, cabe destacar el contraste entre el individualismo del
uruguayo y la crítica incisiva y constante que se formula en los textos del
chileno hacia la sociedad de su época, cuya dureza ésta no quiso perdonar,
y que tiene como bestias negras a la burguesía, el clero y todo lo que huela
a intolerancia y represión; como el Chaplin de Tiempos Modernos, Emar
presenta al sujeto escindido, alterado, sin eje de equilibrio ni centro frente
a una cotidianidad enajenadora y alienante que lo atormenta o lo anula, y
sus imprecaciones se hacen feroces.
Interminablemente podría continuar el tránsito por la red textual emariana,
su laberinto de prodigios. El diálogo fecundo que interpreta se proyecta hacia
las voces pasadas y las venideras, que recorren juntas los dédalos del tiempo
y sus incertidumbres. Las palabras transitan esos circuitos siempre distintas –como en el río de Heráclito tantas veces invocado por Borges–, para hablar
de la asfixia del sujeto atrapado en su delirio y su soledad, y también de ese
laberinto otro, el del consuelo hallado en la madeja literaria –tiempo y palabra–,
donde no hay necesaria respuesta a perplejidades, dudas o conjeturas,
pero siempre queda la invitación al viaje y al descubrimiento.
Bibliografía
- Artaud, Antonin. El teatro y su doble. Barcelona: EDHASA, 1978.
- Baudelaire, Charles. Mi corazón al desnudo. Madrid: Felmar, 1975.
- Blake, William. Poesía completa. vol. 2. Barcelona: Ediciones 29, 1985.
- Breton, André. Manifiestos del surrealismo. Madrid: Guadarrama, 1974.
- Canseco-Jerez, Alejandro. “Juan Emar arquitecto de la prosa. Elementos
de poética y recepción”. Revista Chilena de Literatura 39 (1992):
23-36.
____________La vanguardia chilena: Santiago-París. París: ACJB Editions, 2001.
- Darío, Rubén. Los raros. Madrid: Biblioteca Rubén Darío, 1929.
- Durozoi, G. y B. Lecherbonnier. El surrealismo. Madrid: Guadarrama,
1974.
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___________ Ayer. Santiago de Chile: Zig-Zag, 1985.
___________ Un año. Santiago de Chile: Sudamericana, 1996.
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1995.
- Hernández, Felisberto. Obras completas, 3 vols. México: Siglo XXI, 1983.
- Lautréamont. Los cantos de Maldoror y otros textos. Barcelona: Barral,
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- Lizama, Patricio. “Jean Emar / Juan Emar: la vanguardia en Chile”. Revista
Iberoamericana 60, 168-169. (1994): 945-959.
- Neruda, Pablo. “J.E”, en Emar (1971): 9-10.
___________ Obras completas. Buenos Aires: Losada, 1973.
- Paz, Octavio. Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral, 1987.
- Rimbaud, Arthur. Una temporada en el infierno. Madrid: Visor, 1979.
- Sterne, Laurence. Vida y opiniones de Tristram Shandy, caballero. Barcelona:
Planeta, 1976.
- Varela, Juan. El pájaro verde. Barcelona: La Gaya Ciencia, 1973.
Notas
(1) De raigambre ducassiana es igualmente el siguiente pasaje de Miltín: “La lluvia se desplomaba
fuera del matorral, fría, fina y aceitosa y en el sexo una arañita tejía su aceite y
su veneno. Yo dormía al costado de la lluvia, dormía fragancias de matorral y soñaba que
muchas lágrimas sin color se enredaban en el aceite de la tela mientras la arañita tejía y
tejía con la lluvia fina y fría y con mi cuerpo en su veneno. Me agazapé entonces bajo la
carótida derecha y esperé, o que la lluvia cesara o que el sexo, maduro, se desprendiera y
al caer salpicara de lodo las hojas húmedas del matorral. La arañita sigilosa aprovechó todo
eso para picar. Y picó. En la carótida, se entiende. No es justamente así. Digamos mejor:
llueve la arañita envolviéndola aceitosa el alma tan grande mía. ¿Será así?” (12).
(2) “[...] querido Satanás, te conjuro [...] tú que amas en el escritor la falta de facultades
descriptivas o instructivas, arranca estas pocas páginas de mi carnet de condenado” (Rimbaud,
Una temporada en el infierno 48).
(3) “Quiero ser poeta, y trabajo para volverme vidente: se trata de llegar a lo desconocido a
través del desbarajuste de todos los sentidos. Los sufrimientos son enormes pero hay que resistir, hay que haber nacido poeta, y me he reconocido poeta. No es totalmente culpa
mía. Es una falsedad decir: pienso. Habría que decir: Me piensan [...] Yo es otro” (carta de
Rimbaud, de 1871, cit. por Durozoi y Lecherbonier 22).
(4) “La casa de Huidobro (Rue Victor Massé), y la casa de Pilo Yáñez (Boulevard Raspail)
son espacios sociales que se emparentan con lo que antaño se denominaba ‘salones literarios’,
lugares generosamente calefaccionados donde literatura y arte se reconcilian con el
confort y la buena mesa. Los chilenos han tejido estrechos lazos de amistad con Guillaume
Apollinaire, Max Jacob, Jean Cocteau, Juan Gris, Pablo Picasso, Hans Arp, Jacques Lipschitz,
Tristan Tzara y André Breton” (Canseco-Jerez 2001 58-59).
(5) El autor irlandés bromeaba igualmente con su lector cómplice: “me siento no poco orgulloso
de que hasta ahora el lector no haya conseguido adivinar nada de lo que le proponía.
Y con esto, caballero, me siento tan contento que si pensara que fuerais capaz de formaros
un juicio o una probable conjetura de lo que va a venir en la página siguiente, rompería
este libro en mil pedazos” (Sterne 79).