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Concursos de poesía en España:
conflicto de intereses.

Por Julio Espinosa Guerra

Hace tiempo, en diferentes entrevistas, me vienen preguntando por los concursos de poesía en España. También hay amigos poetas que me han preguntado mucho por este fenómeno tan español (y aquí hay que recordar que es el país con más premios de poesía a nivel mundial). Una y otra vez me he visto respondiendo que se basan más en el amiguismo o los contactos literarios de los respectivos ganadores con los jurados que en la calidad literaria, pero las últimas dos declaraciones públicas que he realizado me han llevado a reflexionar ya no desde la epidermis, sino más seriamente en torno a este conflicto, real, pero negado metódicamente por ganadores, editoriales e instituciones patrocinantes.

Para hablar sobre este hecho primero hay que entender la dinámica de la edición de poesía de una manera distinta a la que hemos tenido hasta ahora (tan románticos nosotros). Me refiero con esto a que en España hace tiempo existen dos o tres editoriales de poesía que no trabajan para la poesía, sino que lo hacen para el mercado, tal cual pueda hacerlo Planeta en el mundo de la narración. Este hecho ha llevado a que los editores no sólo evalúen la posible calidad del texto poético a la hora de editarlo, sino que piensen si se puede vender o no, siempre, teniendo como puerto de origen y destino la inteligibilidad de los poemas, su comprensión fácil por parte del público lector/comprador.

Por otro lado, y siguiendo con la misma dinámica, estos mismo editores han ido poco a poco variando su criterio, pasando de editar "obras" a editar "concursos". Me explico: cada una de estas dos o tres empresas editoriales (no es casual hablar de "empresas") han dejado de arriesgar su capital y ahora diferentes instituciones pagan por editar las obras "ganadoras" de los concursos que ellas auspician. Además, en todos los casos, el editor tiene poder para sugerir a los creadores que forman parte de los jurados, jurados en los cuales ellos mismos --los editores-- participan. Como se puede ver a primera vista, han sido hábiles, puesto que han descubierto la cuadratura del círculo: con astucia ya no sólo deciden qué libros editan (libros "comprensibles" para el "consumidor" de ¿"poesía"?) sino que además les pagan por ello.

Este intervencionismo de los editores en los concursos, propiciado --quiero creer-- por la buena fe y la ignorancia de las instituciones patrocinantes, tiene una última ramificación tanto o más peligrosa y criticable que las anteriores: actuando como las empresas que son, las editoriales "crean" autores a base de los concursos que manejan, tal cual lo hacen las editoriales de narrativa, pero con un sesgo de empresa familiar. Esto quiere decir que al vicio de la inteligibilidad de los poemas hay que sumarle el de la amistad que pueda tener el editor con el ganador. Así, poco a poco la calidad de la obra poética pasa ya no a un segundo plano, sino a un tercero.

Si sacamos bien las cuentas, ya tenemos los dos primeros factores de este conflicto de intereses: en las principales editoriales de poesía española priman criterios más mezquinos por sobre el de la calidad y, además, es casi imposible llegar a ellas, puesto que la única puerta para acceder (los concursos) está bloqueada debido a esos mismos intereses.

Ante esta realidad, que supone un bloqueo para muchos autores que por diferentes motivos no pertenecen a la órbita de las principales editoriales, se ha producido una reacción que, para los afectados por la política de las casas más importantes, ha significado una buena salida, pero que no deja de ser más de lo mismo para quienes no pertenecen a movimientos más o menos establecidos.

Existe en España un grupo muy importante de poetas que se han ido reuniendo como manera de reaccionar al fenómeno más arriba señalado. Son poetas cuyas obras no responden necesariamente a la máxima de la inteligibilidad y la sentimentalidad, que provienen de diferentes rincones de la península, como Galicia, Castilla, León, Barcelona, el mismo Madrid, Oviedo, Pamplona, Extremadura, País Vasco: autores, en el fondo, que no creen en la normalización del discurso poético y que, por ende, se reúnen justamente en torno a esa creencia. Ellos no están presentes en los concursos más importantes (¿han visto alguna vez a Gamoneda de jurado en un concurso realmente importante?), pero paso a paso han ido configurando una red donde premian los textos que a ellos les interesan y, por qué no decirlo, a algunos amigos, sean sus libros de buena o regular calidad.

Vista así, esta conducta es tan reprochable como la de los editores más grandes, pero objetivamente no se trata más que de una reacción de supervivencia, mimética a la anterior, aunque no idéntica, puesto que al tratarse de un grupo heterogéneo de autores, están mucho más abiertos a ir incorporando nuevas voces a su canon heterodoxo. Es así como un autor joven puede, en algún momento, acceder a publicar en editoriales más o menos alternativas, que controlan premios prestigiosos, aunque un poco menos importantes (especialemente a nivel económico) que los que llevan las editoriales más grandes.

El problema que esto conlleva es que los autores que desarrollan su obra en penumbra están condicionados a "medrar" en el panorama social poético para salir adelante. Esto quiere decir que es casi imposible que un autor desconocido, joven o no tanto, que desarrolle su obra en silencio, desde la autoexigencia y la humildad (estoy pensando en gente como Jesús Arellano, Julio Reija, Patricia Esteban o Nacho Miranda) tenga acceso no ya a ganar un concurso, sino a publicar dignamente su obra, debido a que no entra en el juego que exige el panorama de relaciones personales de la poesía, que no es el de la poesía sin más.

Es de esta manera como se completa el círculo vicioso de los concursos de poesía en España, donde priman los intereses de unos y otros por el acceso a la edición y el prestigio literario, además (por qué negarlo) del dinero que estos concursos entregan tanto a editores como a jurados y ganadores, y que juega un papel fundamental a la hora de decidir premiaciones.

Se trata, al mismo tiempo, de un ejercicio tan arraigado en el panorama poético, en las actuaciones de jurados y concursantes, que es muy difícil cortarlo de raíz, puesto que a estas alturas se considera "natural" y hasta "lógico" que un poeta o editor invite a sus amigos a concursar en el certamen donde está de jurado. He aquí otro problema añadido de esta dinámica: el jurado que está por la labor de hacer ganar a un amigo, es muy difícil que tenga la capacidad suficiente como para fijarse en la calidad de la obra de un desconocido. Es decir, casi sin querer, pone anteojeras a su propia libertad. De esta manera, es fácil que los ganadores no respondan a criterio de calidad alguno.

Por otro lado, y ya acercándonos al final, no quiero dejar de lado la acción del prejurado, esos seres que están en la región más oscura de un premio y que nadie sabe quiénes son. Ellos, casi sin querer, son piezas fundamentales en el andamiaje de todo este sistema. Pueden decidir en un concurso quiénes pasan a las manos del jurado (no más de diez, quince libros) y pueden dejar de lado grandes obras. Muchas veces este prejurado está conformado por poetas jóvenes o desconocidos, igual de interesados que el resto de los poetas en ganarse un día un concurso y, por tanto, de premiar a determinadas personas, muchas veces, amigos, que en un futuro puedan devolverles la mano. La pregunta es ¿quién pondera la labor del prejurado? Porque es en este paso donde muchas obras pueden quedar fuera simplemente si se las considera un inconveniente a la hora de inclinar la balanza sobre tal o cual texto.

Se puede pensar que soy suspicaz, pero ¿acaso el panorama mostrado con anterioridad no es lo suficientemente maquiavélico como para no serlo? Es más, si nos ponemos en el caso de que el prejurado sea honesto, ¿quién nos dice que el funcionario de cultura al que mandan a evaluar las obras en decenas de concursos realmente sepa de poesía? ¿Y si el pobre hombre se quedó en Darío o en Bécquer o en Mistral o, siendo cariñoso, en Rimbaud (o, siendo mala persona, en Sabina)? ¿Qué podemos esperar de ese prejurado?

Con todo lo señalado anteriormente sólo quiero llamar la atención sobre un fenómeno que reparte miles de euros, quizá millones, y que, al contrario de lo que pudiera pensarse, no está tan claro que esté al servicio de la cultura y menos, de la poesía.

Yo mismo, en alguna entrevista, he achacado el problema de corrupción en los concursos literarios y, específicamente, de poesía, primero a los autores y luego a los jurados. Pero, como podemos ver después de este análisis, el problema es de fondo. Por eso y porque nadie en su sano juicio sería capaz de rechazar un premio de poesía aun teniendo la certeza de que no tiene ningún motivo para sentirse orgulloso, debido a que sabe cómo funciona el panorama, les pido disculpas a todos los que haya nombrado y dejado de nombrar. No son ellos --nosotros-- la causa del problema, aunque con su actitud lo hagan perdurar. Como tampoco lo son la mayoría de los jurados, especialmente aquellos que se mueven en el ala heterogénea de la poesía, donde aún no se actúa por ganancias económicas o el amiguismo más acérrimo o la defensa a rajatabla de algunas corrientes estéticas, que más parecen religiones que poéticas.

Si alguien es culpable de este hecho y, a la vez, tiene en sus manos cambiar esta dinámica, son las fundaciones públicas y privadas que promueven los concursos. La manera es fácil: designar al editor, al jurado y al prejurado luego de que se haya cerrado el plazo de entrega de los originales, y no permitir que los editores formen parte de los mismos. Así será mucho más difícil que alguien pueda actuar por amiguismo, conveniencia o dinero. Y si, como ahora, sigue habiendo dinero, ningún editor se negará a publicar la obra ganadora, aunque no le guste. De esta manera, los premios volverán a tener prestigio, como también los patrocinadores, editores y poetas: la poesía, finalmente, se dignificará.

Por el contrario, mientras esta dinámica prevalezca, evitemos los grandes concursos y las grandes editoriales. Hay más posibilidades de que algún concejal de cultura tenga buen gusto poético en un rincón olvidado de la geografía española, que de que este círculo vicioso se detenga y cambie.


 

 

 

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