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Palabra poética = palabra política

Por Julio Espinosa Guerra

Hace tiempo que vengo pensando que poesía y política tienen mucho más que ver de lo que creemos. No se trata de la política entendida partidariamente. Ni siquiera de la política panfletaria, el mero anuncio, la propaganda. Me refiero a la poesía como tal, en su esencia y sin adjetivos. Para que esto quede más claro, intentaré, primero, llevar a cabo una aproximación a lo que entiendo por poesía, que es exactamente lo mismo que entiendo por arte, para luego crear lazos entre una y otra cuestión.

La poesía, ante todo, es lenguaje. Pero ¿qué lenguaje? Ronald Barthes señaló que es “lenguaje de la transgresión del lenguaje”. ¿Y qué significa esta definición, que, por lo demás, comparto? Estéticamente el arte es producto de una sublimación. Para mí --y pienso en Bacon, en Munch, en Picasso, en Rimbaud, en Mallarmè, en Vallejo, en Celan-- esta sublimación viene dada por la transgresión cita por Barthes. Es decir, la transgresión es la del sistema de coordenadas en las cuales se mueve el lenguaje en su ámbito referencial, lo que provoca una sublimación, un sobrepasar el límite de la norma marco anterior a la ejecución artística. Es esta la razón por la cual en el lugar común o en la artesanía no habría “arte”, puesto que sólo se trata de la aplicación correcta de, justamente, la norma, el sistema de coordenadas preexistente. Nunca, de la superación o la puesta en duda del mismo.

El asunto, visto así, parece sencillo. Casi cualquiera podría ser un poeta, un artista. Pero la cosa se complica apenas nos damos cuenta de que no es tan fácil salirse de la norma. Me refiero con esto a que cualquiera que se salga de ella es un transgresor y la sociedad siempre ha perseguido a los transgresores, por la simple razón de que ponen en duda las cooredenadas, el “ring” en el que nos han dicho hay que moverse, en el que nos han obligado a combatir.

Además, si pensamos que el lenguaje no tiene nada de ingenuo, sino que está muy bien controlado por los pactos sociales, ¿quién aceptaría de buena gana su puesta en duda? Ni siquera hoy, que nos llenamos la boca con la posmodernidad diciendo que todo es relativo, que por tanto todo es posible y aceptable, la transgresión del lenguaje se acepta/aceptaría de buenas a primeras, porque esa transgresión lleva el germen de la rebelión, del cambio en su propuesta, de la puesta en duda desde la raíz de esos mismos pactos sociales.

De esta manera, es el propio sistema en su base el que no deja que el discurso poético sea un discurso de mayorías... Aunque lógicamente el problema va más allá, puesto que, desde este punto de vista, no habría poesía en el artefacto que utiliza el lenguaje haciendo referencia a aquello para lo cual sirve el lenguaje, es decir, no habría poesía en el poema que usa la palabra casa para hablar de la casa. Es de perogrullo, pero, sumergidos en la cotidianidad, no nos damos cuenta de que todo lenguaje que no sea una transgresión a sí mismo, no es poesía ni arte.

Pero ¿bastará con la transgresión?, ¿es ésta una finalidad o es un medio? Quizá, por qué no, ambas cosas, aunque también es cierto que el término transgresión no es tan amplio como parece, porque cualquier repetición de una transgresión ya llevada a cabo (por ejemplo, la poesía mal llamada social --porque qué objeto de lenguaje no es social--) deja de ser una transgresión, una creación, para transformarse en la repetición de un gesto o sea, una producción. Y toda producción es sistémica, aunque sea una producción para minorías.

El arte, así, exigiría del creador una permanente puesta en duda de sus propias certezas, de sus propias coordenadas. Y si en un momento determinado esa incertidumbre es suplantada por una certidumbre, correspondería el acallamiento, el silencio, la no repetición, la transgresión a la cadena de montaje, a la producción y normalización, a la convención a la que llega, sin duda, el lenguaje repetido. Y esto es aplicable a cualquier arte, pero antes que a ninguno, a la poesía, puesto que cuando en ella se ha perdido la búsqueda o, mejor, se ha suplantado por la repetición de la estructura, del gesto, ya no queda nada más que técnica, aunque los ciudadanos de a pie sean incapaces de diferenciar una cosa de la otra: el poeta sabe dentro suyo que ya no crea, sino produce un artefacto vacío, nos pasa gato por liebre, nos engaña a todos, pero antes que a nadie, a sí mismo, alimentando su ego de falsedad.

Sé que decir esto causa suspicacias, porque pone el listón del arte muy alto, porque también indirectamente critica a casi todos los grandes creadores de nuestro siglo y el XX. Pero no culpo a nadie por traicionarse. Es imposible no repetirse, es imposible ser un/una poeta total. Entiendo que, para la mayoría, no es factible restarse del panorama una vez que han conseguido posicionar el discurso en la sociedad. Una vez lo hacen --lo hacemos--, el miedo a ser rechazados nos llevará muy probablemente a repetirnos y a dejar de ser poetas para transformarnos en los únicos operarios de nuestra pequeña y miserable fábrica de lenguaje. La verdad es que cuando el sistema nos abre las puertas, somos capaces de vendernos por un mendrugo de pan: eso que se llama “éxito”, “fama”, “reconocimiento”.

Dirán que soy un iluso o muy joven (cosas de niño, de adolescente idealista), pero en el momento que los creadores damos ese paso, o sea, dejamos que el sistema nos compre (y hablo del sistema normalizado, justamente ese contra el que avanza la poesía), que nos permita poner nuestro chiringuito en una esquina, toda nuestra labor se hace pedazos.

Pienso ahora en Rimbaud (el mismo Rimbaud del que habla Gonzalo Rojas en un poema diciendo “una patada nos diera en el culo”) y comprendo su huida. Otra cosa hubiese sido fracasar, pero se calló, a su manera, en el momento adecuado. Por eso es tan importante. No sólo es un símbolo de rebeldía. Es un símbolo de la transgresión constante. No hay un poema de Rimbaud que pueda ser criticado desde la repetición de un gesto. En todos la transgresión de la norma, es patente. Por eso sobreviviría a nosotros y a nuestro nietos, si es que llegan a existir.

Pero no me lleva a pensar en el poeta francés la rebeldía por la rebeldía ni el gesto adolescente frente a este particular aventurero, que a algunos les recuerda a Marco Polo, a otros a Billy el niño o a otros a algunos de sus héroes de cómic. Pienso en Rimbaud porque no justamente cuando el sistema lo busca, él se larga. No entra en su fábrica de montaje.

En Chile un ejemplo de lo mismo sería el poeta Alexis Figueroa, que muy pronto, el año 1986, gana el Premio Casa de las Américas de poesía con sus “Vírgenes del sol inn-Cabaret”, para después, durante años, hundirse en el anonimato. O el español José Luis Gallero, que contruye una obra de peso, coherente, que pone constantemente en duda sus certezas, pasando inadvertido al resto del panorama. Hoy, que todo tiene su lugar dentro del “mercado” y que todos los poetas buscan su lugar dentro del mismo, pocos son los que se salvan, escribiendo poesía. Un alemán lo comprendió bien, aunque según algunos biógrafos haya sido por la locura. Hölderlin. No dejó nunca de escribir, pero lo hizo oculto, en un lenguaje secreto que nunca fue y sigue no siendo, el del sistema.

Me dirán entonces que la labor de todo lenguaje es comunicar y yo les preguntaré comunicar qué. Porque la verdad es que si la poesía es transgresión del lenguaje y por tanto, transgresión de sistema y hasta de la sociedad, porque poner en duda el lenguaje es poner en duda la sociedad, ¿cómo va a comunicar a un otro que no conoce su clave, su gesto, que al ser original es único e irrepetible en su misma factura de significado/significante, en la imagen que proyecta, que no tiene un símil frente a la realidad que el lenguaje normativo nos ofrece?

Resulta que la poesía no tiene por qué comunicarse por la vía tradicional del entendimiento, del mundo de las ideas. En ella, las palabras, al ser revisitadas y puestas en duda, cobran un valor otro, transforman el signo, leen la realidad desde un punto de vista ajeno al sistema de coordenadas que limita y recorta la percepción de mundo. Y lo hace desde un código nuevo, que el lector no va a entender, no puede entender, no debe entender a priori, puesto que si esto sucediese, querría decir que esa supuesta transgresión no es tal. Y que aquello que el poema dice, ya está dicho y probablemente de mejor manera, por el lenguaje referencial y el cotidiano.

Voy a proponerles un juego: imagínense por favor la pared de un edificio. Esta pared está construida con ladrillos. ¿La ven? ¿Podrían dibujarla? ¿Podrían describirla? ¿Tiene ventanas? ¿Tiene puertas? ¿Qué más tiene? ¿Alguna antena? ¿Algún balcón? ¿Ladrillos? Pues bien. Eso es lo que vemos, pero hay una parte de la pared que se nos ha olvidado. Es el espacio entre ladrillo y ladrillo. Es un espacio silencioso e invisible. Un espacio inominado. Pero real. Ahora asocien esos ladrillos y ventanas y puertas y antenas a las palabras. Sería nuestro lenguaje, con el que escribimos arículos, damos conferencias, compramos el pan. Pero ¿cuál es el lenguaje de la zona entre ladrillo y ladrillo? Ese sería el lenguaje poético, sería la zona de la pared del ladrillo sin ladrillo, del lenguaje sin lenguaje. ¿Cómo deberíamos decirlo? ¿Por negación? ¿Decir, por ejemplo, la zona de la pared sin ladrillos? ¿Acaso eso basta si queremos ser exactos? Pues, no. He allí la transgresión. No podemos escribir poesía usando los ladrillos como se usan siempre: habrá que hacerlos chocar y de ese choque saldrá, saltará a la luz la zona muda, transformándose, para bien y para mal, en una zona con nuevos ladrillos... que por eso no vale la pena volver a nombrar.

Digámoslo referencialmente: la tragedia de la poesía está en su maravilla. Al sacar a la luz una zona muda, la transforma en una zona dicha que, si se vuelve a nombrar de una manera idéntica (y pienso en la mímesis), se transforma en una idea, una definición, muriendo lo poético que contenía. Pero lo peor no es eso, sino que, al contrario de lo que ocurre con una pared, que es finita, que mientras más ladrillos se ponen, menos espacios vacíos quedan, en la pared del lenguaje apenas sacamos de su silencio un área innominada, en vez de reducir la pared del vacío, se multiplica. Mientras más digamos, más áreas verdes no regidas, Zurita dixit, surgirán, haciendo nuestra batalla inabarcable, cuestión terrible, pero que hace inmortal a la poesía, más allá de poetas y de épocas.

Ahora bien, qué tendrá esto que ver con la política. Simplemente que el sistema no está interesado en que las zonas vacías se nombren, porque puede que al desvelarese nos demos cuenta de la farsa en la cual nos movemos. O de pronto comencemos a pensar que otros modelos, otras normas, pueden ser posibles, cuestión poco factible en un mundo que se mueve por la uniformidad de criterio, que no son los del ciudadano de a pie, sino la que los grupos de poder tienen como referencia: maneras de acercarse al mundo que crean necesidad innacesarias, relaciones ficticias, identificaciones vacías de significado.

Me dirán que estoy exagerando, pero no lo creo. Para intentar justificar esta postura voy a recordarles un libro del investigador alemán Victor Klemperer titulado LTI, Notizbuch eines Philologen, traducido al español como LTI La lengua del Tercer Reich. En él, Kemperer nos relata cómo el Tercer Reich suplantó una serie de términos lingüísticos en la relación cotidiana entre las personas sin que éstas se dieran cuenta y cómo dicha suplantación conllevaba una uniformización, en el término militar, el del heroísmo, el de la persecución que llegó a todas las esferas de la sociedad y que permitió, de alguna manera, que el nuevo sistema se arraigara con más fuerza en la sociedad. Para poder dar a enteder cómo funcionaba esta red de creación de lenguajes, Klemperer señala, entre muchos, un ejemplo excepcional de cómo funcionan los códigos en la sociedad, cercenando la mirada, exigiendo que digamos la realidad de una forma determinada, aunque no la compartamos. Transcribo:

“Recuerdo la travesía que realizamos hace veinticinco años de Bornholm a Copenhague. Por la noche nos había trastornado la tormenta y los mareos; a la mañana siguiente, protegidos por la costa y con el mar en calma, disfrutábamos del sol en cubierta y esperábamos el desayuno con ilusión. En eso, una niña que estaba sentada a un extremo del largo banco se levantó, corrió hasta la barandilla y vomitó. Un segundo más tarde su madre, sentada a su lado, se levantó e hizo otro tanto. Acto seguido se levantó el hombre que se sentaba al lado de la madre. Luego un muchacho y a continuación... El movimiento avanzaba con regularidad y rapidez, siguiendo la línea del banco. Nadie quedó excluido. Faltaba mucho para llegar a nuestro extremo: allí, la gente observaba con interés, se reía, ponía cara de burla. Los vómitos se fueron acercando, las risas remitieron y la gente empezó a correr a la barandilla también en nuestro extremo. Yo observaba con atención y me observaba a mí mismo con igual atención. Que existía algo así como una observación objetiva, decía yo para mis adentros, y que me había formado para ejercerla, que había algo así como una voluntad férrea, y me hacía ilusión el desayuno... En eso, me tocó el turno a mí y me vi obligado a acercarme a la barandilla, como todo el mundo.” (Klemperer V., LTI. La lengua del Tercer Reich. Editorial Minúscula. Barcelona 2001, pp. 65-66)

Piensen por un momento, por favor, que ese gesto es el de toda un lenguaje y que nosotros creemos poder superar su virus, es decir, el cerrado concepto de la realidad que lo acompaña, así que lo observamos, esperamos que llegue hasta nosotros, tenemos confianza en poder traducir el por qué de su efecto sin que nos toque, sin que nos contagie. Pero nos contagia y no sólo a nosotros, sino a todos.

¿Cuál es la solución, entonces? Pienso que salirse del banco, romper la fila, transgredir el sistema: y allí surge la poesía.

Es por eso que, desde mi punto de vista, que indudablemente puede ser rebatido, la creación poética sólo se da en tres circunstancias: cuando se intenta decir lo que el sistema de coordenadas no quiere que se diga, cuando se intenta nombrar lo que estando allí y siendo posible decir con las normas del sistema, nadie dice porque se cree “comprendido”, “aprehendido” aunque se haya transformado ya en puro símbolo y cuando se intenta decir lo que no se puede decir con el sistema de coordenadas y que parece inexistente.

Estas tres posibilidades nos exigen romper la fila, salirnos de la banca, transgredir el orden establecido, puesto que, sino, no diremos nada, quedándonos en la fórmula que ya existe y que tiende al espejismo.

Así las cosas, la poesía en su esencia sería revolucionaria; no la habría si no lo fuera. Por eso es que exige una forma otra de decir; forma que muchas veces se torna inentendible para los demás e incluso para el propio poeta, ya que al entrar en un territorio oscuro, ciego, aparentemente vacío pero al mismo tiempo lleno; un páramo silencioso pero cargado de significados sin referentes anteriores, se termina construyendo un lugar lingüístico nuevo e irrepetible, un sitio que a pesar de ser abierto parece un laberinto, porque no es contrastable con los lugares lingüísticos de la norma imperante, todos, al fin y al cabo, meros sitios simbólicos, lugares comunes. Eso nos sucede, por ejemplo, con Celan y César Vallejo.

Quizá la única manera de entregar una luz a los lectores, siempre y cuando ellos estén dispuestos a verla, es trabajar el poema huyendo de toda abstracción y apuntalando con imágenes concretas, aunque extrañas, estos nuevos lugares aparentemente inexistentes. No me refiero a la imagen de un florero aunque quizá serviría, sino a la de un florero atravesado por un cuchillo o a unas hormigitas que se ponen sus sombreritos cuáqueros y salen a visitarte (Simic dixit). Es decir, hacer chocar aquello que tan seguros estamos es lo real para potenciarlo, sublimarlo dirían lo estetas, transgredirlo, digo yo.

Además de Simic estoy pensando en El Bosco y El jardín de las delicias o La extracción de la piedra de la locura o El carro de heno. Nadie podría decir que esas pinturas no son una transgresión de la realidad, pero que al mismo tiempo hunden un cuchillo en sus entrañas para que la veamos mucho mejor. No hay mentira, no hay surrealismo, todo es realidad, incluso cotidiana, pero vista desde “un espejo convexo”, quizá el único válido.

La definición de política, como sustantivo, en su tercera acepción en el diccionario de la RAE dice: “Actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo”. No hay seguramente nada más público que el lenguaje, porque sin él no existiría nada. Por ende, la intervención del mismo a través de una transgresión es un acto político y no sólo un acto político, sino casi anárquico, porque está avocada al socavamiento del mismo, a su transgresión proveniente de la insatisfacción que provoca el mismo, esa verdad, siempre a medias, que nos entrega.

Así las cosas, cualquier acto poético, cuando realmente lo es, cuando no se complace en ejecutar su papel de bufón del rey riendo todas las normas del sistema (tanto el de signos convencionales como el social), sino que lo enfrenta y lo supera, es político en esencia y lleva implícito el deseo del cambio no sólo de lenguaje, sino de la mirada, de la sociedad y del mundo.

 

 

 

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