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Nueva colección Poetas de lengua española

El agua mustia de Pezoa Véliz


Por Jorge Edwards
Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 22 de Febrero de 2009

 


En abril se presentará en España una Antología Poética de Carlos Pezoa Véliz, título que editorial Sibila -patrocinada por la Fundación Banco Bilbao Vizcaya Argentaria (BBVA)- ha considerado dentro de una colección dedicada a la obra de poetas en lengua española y para la cual se les ha pedido a destacados escritores que realicen el prólogo. Jorge Edwards fue el elegido en esta ocasión y presentamos parte de su texto.


Carlos Pezoa Véliz fue el poeta de la vida popular de comienzos de siglo XX, de la lira chilena que se vendía en papeles de colores en los trenes al sur, del hambre, de la rabia, de una forma de ensueño posmodernista que se había frustrado: cisnes y jardines versallescos de Rubén Darío suplantados por burros, por olores de hospital, por entierros pobres. Hizo a conciencia, con lucidez y desengaño, un modernismo provinciano, áspero, a menudo desesperado. Usó el lenguaje de la calle, de los mercados de pueblo, de los campos sombríos, donde en alguna encrucijada oscura se había cometido un crimen. Su verso, que parece venir de una vena picaresca sudamericana, tiene algo de la poesía gaucha y del Martín Fierro; también revela por momentos un parentesco lejano con la inspiración castellana, rural, de Antonio Machado. Décadas más tarde, Nicanor Parra lo continúa por alguna parte, en alguna de sus vertientes, en poemas de su juventud, anteriores a los Antipoemas, o en textos de su madurez como La cueca larga. Se podría sostener que Jorge Teillier, en sus mejores poemas de nostalgia de la provincia, en lo que fue bautizado después como poesía lárica, les puso a los tonos coloquiales, pueblerinos, del Pezoa Véliz de "Pancho y Tomás", una música menos áspera, quizá más amable.

Carlos Pezoa Véliz nació en 1879, en el primer año de la Guerra del Pacífico, en el sur de Santiago, al costado de un mercado de San Diego que se levantaba en la actual Plaza de Artesanos, y murió en 1908 en una sala de hospital del barrio de Recoleta, antes de haber cumplido los treinta años de edad. Algunos han sostenido con insistencia que fue hijo adoptivo, pero los argumentos no terminan de convencerme. Su padre era un muy pequeño comerciante de origen español, vendedor de vinos baratos en un sucucho lateral de ese mercado, analfabeto, algo alcohólico, más bien ausente de la casa familiar. Su madre, doña Emerenciana Véliz, parece haber tenido más instrucción y, quizá debido a eso mismo, un humor de perros. Insultaba al hijo poeta, después de sus noches de juerga y de sus desapariciones, con lenguaje grosero y a punta de escobazos.

El joven asistió a diversos colegios y los abandonó todos. Parece que estudió francés en un instituto comercial, en compañía de uno de sus amigos más fieles, y que leyó, a juzgar por las referencias que abundan en sus cartas y en sus crónicas, todo lo que encontró a su alcance: Victor Hugo, Verlaine, Emilio Zola, Lord Byron, Eça de Queiroz. Fue profesor de primeras letras en un colegio de monjas, pero uno de sus colegas se encargó de hacerle llegar a la superiora un par de ensayos suyos claramente antirreligiosos: "El hijo del pueblo" y "Libertaria". A los pocos días supo que había sido expulsado. Hizo diversos trabajos de subsistencia, incluyendo el de calador de sandías en uno de los puestos del mercado, durmió en la calle muchas veces y pasó hambres monumentales.

Hacia sus 24 o 25 años de edad consiguió unas clases y un trabajo fijo en la Municipalidad de Viña del Mar y pudo vivir antes de su final en una pequeña casa burguesa, donde había, según el testimonio de alguno de sus contemporáneos, muros forrados en felpa roja y jarrones chinos. Entonces le gustaba invitar a tomar té y a conversar de literatura a sus amigos y amigas del puerto de Valparaíso y de Viña. Pero esta etapa fue un breve paréntesis. El poeta había conocido una miseria siniestra y había sobrevivido con la energía misteriosa de los grandes enfermos y los grandes frágiles. Después de su trabajo de calador de sandías en el mercado de San Diego, que le había permitido ganar unos centavos y engañar el hambre, se dedicó a imprimir versos en hojas sueltas y a venderlos en la calle. Eran narraciones rimadas de sucesos de la crónica roja.

Pezoa Véliz trató de escapar de su suerte por todos los medios. Soñó toda su corta vida con un viaje utópico al Ecuador, lo cual demuestra que París, Versalles, los cafés donde Verlaine bebía su "absintio verde", estaban fuera de su horizonte mental. Pues bien, ni siquiera pudo llegar al Ecuador de sus sueños. Anduvo por el norte de Chile, por puertos y oficinas salitreras, y se dedicó a colocar suscripciones para un diario socialista de Valparaíso. El dinero de las suscripciones era poco y sólo alcanzaba para financiar sus modestos gastos de traslado. De regreso en el puerto, dormía sobre los sacos alineados en uno de los muelles. Fue el poeta de la miseria, del abandono, y lo fue, por extraño que parezca, en forma deliberada, orgullosa. A uno de sus amigos más fieles, Ignacio Herrera Sotomayor, le dijo: "Piense usted que desde Homero hasta mí ha habido una sola concepción de la poesía y que, después de mí, todo va a cambiar. Hasta ahora se ha cantado lo bello; pues bien, yo voy a cantar lo feo, lo repugnante". Es un anticipo lejano, pero sólido, del texto de Neruda de 1935, "Sobre una poesía sin pureza". Y por esa línea también se puede llegar a la antipoesía.

Pezoa Véliz participó con entusiasmo en grupos anarquistas y socialistas y ayudó en los trabajos administrativos de una Unión de Carpinteros en Resistencia y Ramos similares. Pronto, sin embargo, se apartó de los anarquistas, no así de los socialistas, y adquirió una marcada antipatía en contra de todo lo que oliera a anarquismo. Le tocó el terremoto de 1906 en el centro de Valparaíso, y quedó malherido debido al derrumbe de un muro. Desde entonces hasta su muerte, en abril de 1908, casi no salió de hospitales. Uno de los tantos médicos que lo examinó diagnosticó una apendicitis. Fue operado en condiciones normales por uno de los mejores cirujanos de Valparaíso, pero la herida no cicatrizó. Su miseria, sus complicaciones intestinales, su situación deprimente, angustiosa se multiplicaron. Terminó recluido en un cuartucho del Hospital San Vicente de Santiago, atendido con simpatía por un médico de apellido Cienfuegos, pero casi enteramente abandonado por sus amigos del mundo literario. Augusto Thompson, que ya había adoptado su seudónimo de Augusto D'Halmar, se fue a despedir de él antes de viajar a hacerse cargo de un consulado en la India. D'Halmar narró este encuentro en el epílogo de la primera edición de las obras de Pezoa Véliz. Cuenta que fue de rigurosa etiqueta, con los guantes en la mano y la chistera en el antebrazo. Había acudido poco antes a La Moneda a despedirse del Presidente Pedro Montt, quien había firmado su nombramiento, y de ahí la vestimenta protocolar. "Cómo se puede ir solo, le dijo Pezoa Véliz, usted, tan mal armado para las luchas, cuando me debiera haber llevado a mí, que ya estoy apto...".

En ese cuartito del final de una galería del San Vicente, entre olores nauseabundos, tiene que haber escrito su célebre "Tarde en el hospital", quizá el mejor de los poemas chilenos de ese comienzo de siglo:

Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve...

Es el poema de una llovizna universal, de un cielo que se deshace lentamente, de un día sin destino, y el poeta enfermo, ¿víctima de la enfermedad de la poesía?, reflexiona sobre todo y sobre nada, o sobre la nada que ha sido su existencia y la materia de muchos de sus versos:

Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.

La visión crítica, acerba, amarga, que tiene Pezoa Véliz de la sociedad chilena de su época, adquiere en mi relectura de hoy un doble sentido. Es un rechazo apasionado del presente, pero no tanto en función de un futuro mejor sino de un pasado ideal e irreal, una especie de utopía del pasado. Hay un antes imaginario, medio soñado, que se vislumbra en diversos momentos de esta poesía. En "El organillo" leemos una historia de campesinos que eran dueños de la tierra, que asistían a fiestas populares a mirar los rodeos, y que ahora, obligados a emigrar, se han convertido en ladrones y asesinos. El mito del pasado, de la ciudad feliz vislumbrada y desaparecida, también es el tema clave, aunque no del todo explícito, de "Pancho y Tomás", historia de hermanos enemigos en unas tierras que antaño fueron felices.

Es un rasgo constante de la literatura chilena, un tono que ya se insinuaba en textos coloniales y que vuelve, después de ese comienzo de siglo XX de Pezoa Véliz y de sus amigos, en muy diferentes formas: en poemas de Gabriela Mistral y Pablo Neruda, en páginas de Manuel Rojas, de José Donoso, de muchos otros. Al hablar de la Colonia pienso en especial en el Alonso de Ovalle de la Histórica Relación del Reino de Chile y en el Manuel de Lacunza de Venida del Mesías en Gloria y Majestad, texto fundamental de un fenómeno que podríamos definir como milenarismo criollo.

La miseria y, junto a ella, el espectáculo de una insolente riqueza provocan en esos años en que empezaba a plantearse la llamada "cuestión social" un deseo apasionado de cambio político y económico, inquietud que domina toda la obra de Pezoa Véliz y la de sus compañeros más destacados: Diego Dublé Urrutia, Víctor Domingo Silva, Fernando Santiván, entre muchos otros. Pero esa inquietud revolucionaria convive con la imaginación, ¿con el delirio?, de un pasado superior, la de un paraíso perdido y la de un pecado original: "Otro país en que hay reyes/ bondadosos y en que hay bien,/ vacas encantadas, bueyes/ de oro, pastores y greyes/ con astas de oro también...".

¿Será ésa la enfermedad de la poesía de que hablaban Pezoa Véliz y sus amigos? En cualquier caso, el poeta terminó en un abandono casi completo, atendido con simpatía, eso sí, por el doctor Cienfuegos, y víctima de una enfermedad muy poco poética, una tuberculosis al peritoneo que impedía la cicatrización de su herida postoperatoria y lo obligaba a tener un estercolero adherido al vientre. A pesar de eso, en sus terribles días finales escribía un poema detrás de otro y despotricaba contra todo. Omer Emeth, seudónimo del francés avecindado en Chile Emilio Vaisse, sacerdote y crítico literario conservador del diario El Mercurio, el autor del lapidario balance de la primera novela de Joaquín Edwards Bello: "En resumen, lo peor de lo peor", nos dejó un testimonio interesante, recogido por el doctor Cienfuegos. "Me molesta este hombre tan majadero e impertinente, le decía Vaisse a Cienfuegos: Sin embargo, vengo a verle, y me quedo a veces hasta dos y más horas con él. Es increíble cómo me retiene su palabra".


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Los libros de la Biblioteca Sibila

"Sibila" es una revista de arte, música y literatura publicada en Sevilla y patrocinada por la Fundación BBVA. Además de su publicación periódica han decidido crear la Biblioteca Sibila, que publicará poesía en lengua española de todos los países que la hablen y de todas las épocas (especialmente de la contemporánea). Se pretende difundir una serie de obras fundamentales que pueden ser poco o nada conocidas fuera de sus respectivos países. La Biblioteca se estructura en cinco colecciones básicas: poesía completa, antología de autor, libro histórico, ensayos e inéditos.

Ya han aparecido libros de Carlos Germán Belli, Aurelio Arturo, Ricardo Gullón (conversando con Juan Ramón Jiménez), Eugenio Montejo, Rafael Courtoisie, Antonio del Toro y una antología de Vicente Huidobro (con prólogo de Óscar Hahn). Entre las próximas publicaciones hay libros de Joaquín O. Giannuzzi, Delmira Agustini, José Manuel Arango, Humberto Ak'abal, Mario Rivero, María Mercedes Carranza, además de una edición de Tala, de Gabriela Mistral (con prólogo de Pedro Lastra) y la Antología poética de Carlos Pezoa Véliz (con prólogo de Jorge Edwards).

 

 

 

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