Spengler y la comida china
Jorge Etcheverry
Dicen que el microcosmos reproduce al macrocosmos—al menos si uno era teósofo, ocultista en general, pero mejor de antes de la new age, porque después se dejaron las especulaciones medio filosóficas y se quedaron con la pura yerba, píldora o polvillo de que se trate, o con bandadas de ángeles encargados de velar por la vida de la señora del lado, o con extraterrestres que eligieron al señor jubilado de la otra esquina para transmitirnos sus mensajes. Ya se acabó la parte sustancial de lo que podría llamarse la espiritualidad alternativa. Imagínense que en su momento la Blavatsky era bastante de avanzada y hasta un poco feminista, cosa que ahora uno no encuentra por ninguna parte en las así llamadas religiones del libro, es decir las religiones salidas de la Biblia que son más machistas que el olor a pata y que parecen estar en competencia para ver quién anda trayendo a las mujeres más cortitas. Pero ya nos estamos yendo por las ramas.
El microcosmos reproduce al macrocosmos, o en contemporáneo, lo local reproduce a lo global. Spengler profetizó hace harto tiempo en La decadencia de Occidente un fenómeno que es que le da el título a su libro. Eso mismo es lo que el gastrónomo medio, ni tan siquiera muy sofisticado, puede advertir al pasearse por las calles de Ottawa, sobre todo por el centro, el barrio Glebe y afines, el barrio chino y Little Italy, en inglés la Italia chica, y que se pronuncia litlitli. En general, los restaurantes canadienses que no étnicos, que es como se denomina a la gente de otras razas que han venido a parar aquí por las inmigraciones y los exilios, se caracterizan por sus precios altos y su menú mediocre. No pasa lo mismo con los restaurantes de minorías raciales, sobre todo los establecimientos que últimamente están agregando, por lo menos en los sectores que comentamos, que sirven comida del norte de la China y de Corea, sólo comparable con la excelente y barata comida del restaurante portugués más conocido de la ciudad al que no voy a mencionar para no hacerle propaganda gratis. El otro día me fui con mi compañera a un restaurante canadiense de esos que los críticos culinarios del único diario de la ciudad alaban entusiastamente de vez en cuando, para volver a decepcionarme con esas porciones minúsculas, esas mezclas agridulces con algunos ingredientes y acompañamientos exóticos que para los interesados seguramente son signo de cosmopolitismo y sofisticación, la excesiva sal de una cola de buey hilachuda y perdida entre unas verduras que había pedido, o a lo mejor eran frutas, inidentificables, todo acompañado de una botella de un vino de Ontario tan caro como espantoso. Ya caminando en la vereda ella me dijo que para qué insistía en ir a esas partes si ya sabía con lo que me iba a encontrar. Ella hace bastante tiempo que botó la esponja y ahora sólo come en restaurantes tailandeses, coreanos, chinos, hindúes o japoneses. Yo le dije que como estaban las cosas los restaurantes canadienses que iban quedando iban a tener que subsistir gracias a las becas del Consejo Canadiense de las Artes, que es el organismo que subvenciona a la literatura y demás manifestaciones culturales de la corriente principal, es decir en inglés o francés.
Pero lo que ella no entiende es que yo no voy a esos lugares motivado tan sólo por afanes gastronómicos. Cuando por ejemplo nos sentamos a eso de las dos o las tres en un almuerzo tardío o una cena temprana en un pequeño restaurante japonés que no voy a nombrar, y aparentemente estoy enfrascado en saborear un par de docenas de piezas de sashimi— para los que no lo saben, pescado y marisco crudo, en trozos, que uno sazona a su gusto con diversos tipo de salsas y escabeches — y un cuarto de litro de sake, en realidad estoy haciendo un estimado: los restaurantes más surtidos, baratos y sofisticados son en general orientales. Y con excepción de uno muy bueno que cerró y que era la única parte de la ciudad donde uno podía comer riñones decentes y de otro que ofrece un excelente y módico filet mignon de cheval, los locales franceses siguen en su onda de las porciones diminutas y carísimas, nada del otro mundo, propias de la nouvelle cuisine. La comida italiana es pesada, poco variada y llena de cremas y salsas, salvo una que otra pizza y un plato de antipasto misto con diversos tipos de aceitunas, salames, quesos, escabeches y cecinas. Ya no hay restaurantes españoles. Pero a lo que iba. Este florecimiento de la comida oriental es paralelo al papel ascendente de esas vastas culturas al podio de la historia. Para nadie es un secreto que chinos e hindúes van a ser los que van a cortar el queso dentro de unos diez años, aunque ahora la atención del mundo esté fija en los problemas del Medio Oriente y el Asia Central. Ese proceso ya se ve reflejado en el diario vivir en esta ciudad pequeña pero que mal que mal es la capital de Canadá, donde lo local que reproduce lo global. Salgo al balcón con mi celular chino por si alguien me llama mientras me entrego a estas divagaciones y miro hacia el este de la ciudad donde imperceptible pero inexorablemente el oriente le dobla la mano al occidente. Esta noche voy a salir a algún lado a fumarme un cigarrillo y a tomarme un par de tragos a la salud del viejo Spengler.