Jorge Edwards: El
inútil de la familia
Adiós,
familia
Por Sergio Di Nucci
En Página12, Buenos Aires, Argentina
Jorge Edwards cuenta la historia de su colorido
tío abuelo Joaquín Edwards Bello en una entrañable
novela que recurre
tanto a los juegos de la ficción como a
los de la memoria.
“Familias, ¡cómo os detesto!”. Las famosas
palabras de André Gide en contra de la familia cierran el último
libro del escritor chileno Jorge Edwards, cuyo título
es, por cierto, un tributo familiar. Desplegando
una poderosa combinación de biografía, ensayo, crónica
de costumbres y autobiografía, Edwards ofrece un recorrido
por la vida, en parte a través de la obra, de su tío
abuelo, el periodista y escritor Joaquín Edwards Bello. El
resultado es también un fresco indeleble entre historia y crónica
de las costumbres, y la política chilena de comienzos del siglo
XX hasta la trama oscura de la República y sus héroes,
sus enemigos y sus muertos. Cuando Joaquín Edwards Bello se
suicidó anciano y hemipléjico a fines de la década
de 1960, Volodia Teitelboim elogió desde el Senado, con un
tono en suma paternal, a esa figura díscola del patriciado
chileno que se convirtió en escritor para contradecirlo en
cada uno de sus rasgos. El funcionario comunista deploró sin
embargo la falta de disciplina, de sistematicidad de este escritor
que admiraba a Balzac, al vizconde Ponson du Terrail, a Eça
de Queiros, a Zola, a Guy de Maupassant, pero que sin duda encarnó
al protagonista perfecto de cualquier novela de Pío Baroja.
En el excelente ensayo Ambiente espiritual del 900, el uruguayo
Carlos Real de Azúa trazó el panorama intelectual hispanoamericano,
el clima de época que conformó a principios del siglo
XX la unión rica, compleja, controversial y caótica
de ideas y pensadores europeos. De ese clima, en una buena medida
irracionalista, se nutrió Joaquín Edwards Bello, que
vivió casi hasta sus últimos años de vida bajo
el mandato de gloire ou merde. Y tal como refiere el libro,
padeció ambas cosas. “Cambié de barrio, de clase social,
de familia. Cambié de sangre. Cambié de pasado. Soy
feliz”, escribió el tío Joaquín, que fue cronista
por más de 35 años en el diario opuesto al familiar,
que adoraba el martini extra seco y fue autor de una veintena de libros,
de novelas anticlericales cuyos títulos son sin duda simpatiquísimos
(Criollos en París, El chileno en Madrid, El roto, El inútil).
Jorge Luis Borges dijo de él, cuando supo que en sus últimos
años usaba una máscara de goma para ocultar el rostro
torcido por la hemiplejia: “L’homme qui rit”. Y
en efecto, aunque en otra dimensión: fue el hombre que se burló
de todos y de todo, que fue jugador y amante de los prostíbulos
y los barrios bajos, que adoraba caminar por la zona del Mercado Central
santiaguino, por la estación y la calle Borja, que fue, en
fin, Pedro Plaza, Pedro Wallace, Curriquiqui, Esmeraldo, Eduardo Briset
Lacerda y hasta Teresa Iturrigorriaga, los personajes de sus novelas
que pusieron, como él mismo, “su corazón encima de una
mesa, o en el centro de un escenario”.
Son muchas las escenas que describe Jorge Edwards en este
libro, conmovedoras la de la pequeña Chiffon, la amante adolescente
y provinciana francesa de Joaquín que grita y llora ante La
dama de las camelias de Alejandro Dumas hijo, o la del reencuentro
de Joaquín con la que iría a ser su esposa salvadora,
o la del mozo de la embajada chilena en Cuba y su “cariño reaccionario”.
Porque ganó mucho en los casinos y perdió otro tanto,
Joaquín Edwards Bello debió vivir del periodismo. Como
corresponsal le tocó cubrir la Guerra Civil Española,
y luego la Segunda Guerra Mundial. Lo hizo, por supuesto, pero no
desde Europa sino desde alguna parte de Chile, escondido, oculto quizás
en Valparaíso,
quizás en Antofagasta (tal como ocurrió hace poco en
Buenos Aires, y aquí este pequeño homenaje a ese periodista
que no fue a Bagdad y dijo: “Por lo que pagan, los refritos que hacía
eran excelentes”).
Por si hiciera falta, los últimos dos capítulos
del libro muestran hasta qué punto la mejor literatura no prescinde
del policial, aunque el autor nos asegure que lo que allí ocurre
es pura verdad. Edwards sostiene que la literatura ordena la profusión
de los elementos cotidianos, que impone sentidos orientando interpretaciones.
Es otra virtud del narrador que su homenaje no esté exento
de ironía, de ambigüedades, de reflexiones que no clausuran
perspectivas. Menos visceral, “más maricón, en términos
criollos”, dice el sobrino que es respecto del tío. Una distancia
que es efecto de los mundos a los que ambos escritores pertenecieron,
el nuestro mucho más “contemporizador”, mucho más “maricón”
por femenino, en términos criollos. El autor del indispensable
Persona non grata (1973), de ese otro ineludible dedicado a
Pablo Neruda, Adiós, Poeta (1990), de novelas y cuentos
sobrios, precisos, iluminadores, debió cortar su apellido para
quitarse de encima la pesada herencia de ese pariente que terminó
siendo respecto de él tan lejano y cercano a la vez.