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Juan
Emar, ese desconocido
Jorge
Teillier
[En La Nación, Santiago, 8
de Octubre de 1967, pag. 5]
Tomado de "Jorge Teillier: Prosas"
Editorial Sudamericana, 1999
"Ayer
por la mañana, aquí en la ciudad de San Agustín de Tango,
vi, por fin, el espectáculo que tanto deseaba ver: guillotinar a un individuo.
Era el mentecato de Rudecindo Malleco, echado a prisión hacía ayer
seis meses, por la que se juzgó una falta imperdonable."
¿San
Agustín de Tango?, se puede preguntar alguien que ignore la geografía
de Juan Emar. He aquí su respuesta: "San Agustín de
Tango, ciudad de la República de Chile, sobre el río Santa Bárbara,
a 32 grados de latitud sur y 73 grados de longitud oeste. 622.708 habitantes.
Catedral, basílica
y arzobispado. Minas de manganeso en los alrededores".
En esta mítica
ciudad se desarrolla la acción del mejor libro de Juan Emar, Ayer,
escrito en 1934. Una ciudad cuyo bar más importante se llama "Taberna
de los Descalzos", cuya bebida es el tilo, en donde la plaza es una especie
de circo, en donde hay un zoológico poblado de decenas de especies raras,
entre las cuales se cuenta el Perenquenque, en donde el autor y su esposa
viven un día de aventuras extraordinarias, tan extraordinarias como todas
aquéllas que ocurren en los cuatro libros de Juan Emar, especies de viajes
al otro lado del espejo de la realidad cotidiana, distorsionada sobre todo por
un peculiar humor de catástrofe, semejante en mucho al de los Hermanos
Marx (sobre todo en "Sopa de Patos", "Una noche en la Ópera")
a los cuales, al parecer, admiraba. Juan Emar se puede declarar de una vez, es
uno de los pocos autores nuestros que ha logrado crear un mundo particular, en
el cual nos gustaría a veces entrar como a los cuadros del período
metafísico de Chirico o a su "Hebdomeros" y, sin embargo,
no se arriesga nada en afirmar que Juan Emar es un escritor virtualmente desconocido,
no sólo del gran público, sino que de este millar de personas que
sigue el desarrollo de la literatura chilena.
Tal ves esto se deba a que
es un escritor excéntrico, que se mueve en una órbita que no es
la usual de nuestra literatura (como tampoco de la latinoamericana). Escritor
lúdico, de gratuidad desmesurada y rabelesiana, que se divierte en escribir
y "epatar" y no consulta nada, sino el libre fluir de su imaginación,
no es raro que no hallara eco, por una parte, en la adustez castellano–vasca (tomemos
este término de Encina trasladándolo a la literatura) y, por otra
parte, surge cuando predomina la prosa naturalista, el criollismo, la literatura
de reivindicación social de la década del 30, en donde no había
en bando alguno humor para preocuparse de un autor tan insólito como Juan
Emar, cuyo único antecedente en las letras chilenas vendría a ser
el Vicente Huidobro de las Novelas Ejemplares.
¿Quién
se iba a preocupar de un libro como Miltín en donde los personajes
se llaman el capitán Ángol, el doctor Quilpué, el poeta Javier
de Licantén, Rubén de Loa, Matilde Atacama, etc.? En donde el autor,
en un viaje espacial, llega a encontrarse con el Padre Eterno, que entre otras
tiene las siguientes características: "El libro que lee Dios es El
Lector Americano./ Dios no acepta los deportes. A lo único que juega/
es al escondite. Mas los domingos por la tarde juega/ al jacquet y pierde siempre./
Dios prefiere la cerveza a todas las bebidas./ El paraguas de Dios es igual al
de Víctor Hugo./ Su bastón, igual al de Pablo de Rokha./ Dios representa
75 años".
Un libro en donde el autor se preocupa de dejar muy
bien establecido que la crítica chilena nada vale, y expresa: "Pero
todo lo del señor Alone me aburre. Es como una planicie interminable, sin
árboles, sin ondulaciones, sin arroyos, sin seres, sin cielo. Y así
por el estilo se trata a los demás críticos, tanto literarios como
pictóricos. Pues Juan Emar fue pintor de avanzada, y Rojas Giménez
escribió alguna vez (En su Chilenos en París), que viajó
a Francia junto a Paschín Bustamante, seducido por las teorías sobre
estética que explayaban cada tarde Juan Emar y Vargas Rosas en los bajos
del Restaurante Becquer (de paso diremos que Paschín viajó nada
más que "con dos libras esterlinas amarradas en la camisa").
Toda esta excentricidad contribuyó a que Juan Emar fuera paulatinamente
olvidado.
Aquí se puede entrar en otro tema; implícito, sin
embargo: la valorización y difusión de los autores chilenos está
casi en absoluto en manos de críticos y profesores que con sus cánones
configuran una literatura oficial, que es, como dijera José Bergamín,
una literatura "de cubierto" y no "a la carta" como son las
desarrolladas. Quien está fuera de "cubierto" es tardíamente
reconocido. Así sucedía con Pablo de Rokha que debió luchar
por difundir su obra personalmente, así sucede con Braulio Arenas, cuyo
libro "Visiones del País de las Maravillas", uno de los
más hermosos de nuestra poesía y prosa, y digno de cualquier latitud,
no ha recibido ni siquiera un comentario. De la biografía de Juan Emar
poco sabemos. No aparece ni en Panoramas ni en Diccionarios. Nos han contado que
los últimos años de su vida los pasó en un fundo de las cercanías
de Vilcún, la cordillerana villa de Cautín, entregado a escribir
interminablemente una interminable obra que su familia espera publicar.
Ahora
que ciertos movimientos sísmicos en el medio nos indican que los ánimos
están dispuestos para encontrar la gracia de las obras abiertas y experimentales
de la prosa, es de esperar que, sin salir de las fronteras, se observe la obra
tan chilena y jocunda de Juan Emar, cuyos libros por misteriosos azares llenaban
los polvorientos estantes de la calle San Diego (junto a Ferdyduke de Gombrowicz,
entre otros), y que halle, al fin, los lectores y la repercusión que tardíamente
debe estar esperando junto al Padre Eterno a quien una vez entrevistó.