Proyecto Patrimonio - 2004 | index | Jorge Edwards | Autores |

Ensayo: Recuerdos de Borges

Una forma de la felicidad

Por Jorge Edwards
en Artes y Letras de El Mercurio, Domingo 3 de agosto de 2003.


A veces, después de tantas alarmas y tantas desgracias, pienso que Buenos Aires va a desaparecer. Es la única ciudad latinoamericana que tiene verdadera mitología literaria, pero está en crisis desde que tengo uso de razón, lo cual ya supone mucho tiempo. Pero Buenos Aires persiste, por lo menos en la memoria de sus escritores y en la de todos nosotros. Ahora bien, estoy convencido de que Jorge Luis Borges era una de las expresiones más sólidas de esa memoria de la ciudad. Recordaba a cada rato la ciudad que a su modo había inventado. Esto es, la ciudad era un invento suyo anterior a él mismo y que iba a sobrevivirle. Y vivía, Borges, en el centro mismo, rodeado de sus mitos, de sus fantasmas, recordando tertulias, caminatas, personajes, escenas de la vida de barrio. El Borges que me gusta, me dijo alguien, una de las primeras veces que escuché hablar de él en el Santiago de los años cincuenta, es el de los patios modestos, el de los crepúsculos en los arrabales, el de las paredes bajas pintadas de amarillo o azules desteñidos. De acuerdo, respondo ahora, después de muchas décadas y repetidas lecturas, evocando aquella frase de iniciación, pero ocurre que ese Borges es, de alguna manera, todo Borges. El hombre nunca salía de su calle, de su barrio, de sus esquinas. O salía en busca del universo y pronto regresaba. El aleph es la invención de un contemplador, de un pensativo, de un inmóvil: debajo de una escalera, en un sótano olvidado, se presenta el mundo entero en una esfera y bajo la especie, podríamos añadir, de la eternidad. Para el que sabe mirarlo. A mí me contó Borges, por ejemplo, que en el Palermo de su adolescencia los malevos, los cuchilleros, bailaban entre ellos. Se aburrían de bailar con sus parejas, y como invitar a la mujer de otro podía terminar a cuchilladas, invitaban directamente al otro. Eran tangos y milongas callejeras, melodías sencillas, arrabaleras, y él había visto esas escenas con sus propios ojos, con los mismos ojos que miraban ahora hacia un punto indefinido del espacio y que ya no veían.


El gato de Lord Byron

Sólo estuve con Borges una vez en mi vida, en una larga tarde en su departamento de la calle Maipú, en un mes de abril de comienzos de la década de los ochenta. Fue Josefina Delgado, biógrafa de Alfonsina Storni, crítica literaria refinada, dedicada ahora, según me contó hace poco, al estudio de la obra de Pérez Galdós, la que me sirvió de acompañante y presentadora. Estuvimos los tres solos y conversamos sin interrupciones en un salón de dimensiones más bien modestas, entre muebles anticuados, deslavados, fatigados (para emplear una expresión borgeana) por el uso. El escritor tenía que ir después a una firma en la Feria del Libro. Cuando nos recibió ya estaba preparado, impecablemente vestido con un traje de color beige, veraniego, de buena clase, y una corbata amarilla algo chillona (para ciegos, para citar un chiste suyo). Jugaba todo el rato con un pesado bastón, y tuve la impresión de que sus manos, gruesas, cansadas, reveladoras de la edad, vacilaban y temblaban. No sonó el teléfono ni el timbre, no sé por qué milagro, y la conversación fluyó en medio de una calma extraordinaria, subrayada por el rumor lejano de la calle. En algún momento apareció una mujer ocupada del servicio de la casa y Borges la definió por su provincia. Ya no sé si dijo la correntina o la riojana. Parece que tenía la misión de recordar la hora en forma discreta. Y había por ahí un gato gordo, castrado, bien alimentado, de color claro (pensé que amarillo, también, pero un testigo autorizado me acaba de decir que era blanco), que tenía un nombre del romanticismo inglés. Si la memoria no me traiciona, se llamaba Beppo, como el gato de Lord Byron. Alguien me contó que el gato había sido de propiedad de una hija de la correntina y que llevaba el diminutivo de un jugador de fútbol, Beño, Beto o algo por el estilo. Borges escuchó el nombre y exclamó, encantado: ¡Ah! ¡Beppo, el gato de Byron! Llevaba siempre las cosas al molino de la literatura y se quedaba sonriente, pensativo. No tenía sentido, por suerte, sacarlo de su reflexión. El gato de colores claros, de abundante pelaje, podía llamarse cualquier cosa, pero quedó bautizado en ese mismo instante como el Beppo byroniano.

Yo tenía o había tenido, en aquellos años, un gato siamés que se subía a mi escritorio, se sentaba en mis papeles y ronroneaba mientras yo escribía. Terminamos, Borges y yo, recitando el poema de Baudelaire, Les chats, que todo escritor y poseedor de felinos de esta clase conoce de memoria: "Los enamorados fervientes y los sabios austeros..." Lo recitamos en el francés original, desde luego, y a coro. Cité el conocido análisis de Román Jakobson, que demuestra que el soneto va en ascenso desde un gato doméstico, friolento, perdido entre cojines, hasta la esfinge y la inteligencia cósmica.

—Hay un poema, dijo Borges, agitando un poco su bastón, que sigue el camino inverso.

Era un poema de Rudyard Kipling, uno de los escritores de su juventud anglofila, que comenzaba con la esfinge, con la noche cósmica, y terminaba con imágenes de un micifuz faldero, casero. Pensé en el Borges que amaba los relojes de arena, los mapas, "el sabor del café y la prosa de Stevenson". Su Kipling estaba cerca de Stevenson, y no demasiado lejos del gato de Lord Byron. Además, era pariente del gato de Alicia en el país de las maravillas. En aquellos parajes andábamos, en cualquier caso.


¿Qu é es de Joaquín?

Se notó bien que al maestro le llevé memorias chilenas, no sólo anglosajonas. Eran historias antiguas, de los años veinte en adelante, y me demostraron que había existido en épocas pasadas una relación, una amistad, unos intercambios que después, debido a tantas cosas y a pesar de tantas otras, se perdieron. ¿Y qué es de Joaquín?, me preguntó. Le dije que Joaquín Edwards Bello, el autor de "El roto", de "El inútil", de "La chica del Crillón", había sufrido un ataque de hemiplejía, una parálisis parcial, y al cabo de algunos años, deprimido, acosado por fantasmas, se había volado la cabeza de un tiro.

Frente a esto de la parálisis de una parte de la cara, Borges tuvo una reacción a la vez literaria y malvada:

—¡L'homme qui rit! —, exclamó, y yo pensé: exacto, Víctor Hugo. Pero él agregó el comentario siguiente:

—Me acuerdo de la tapa de uno de sus libros; del título. El roto, ¿no?; del nombre del personaje principal, Esmeraldo, ¿no?

Yo asentía, y él, al final, memorioso a medias, dijo:

—¡Es mucho, no!

Era mucho, sin duda. ¿De cuántas novelas recordamos la tapa de la primera edición, el título, el nombre del personaje principal? Era mucho, y era, a su modo, lapidario. Pero Borges, a un par de metros de distancia, en esa tarde bonaerense, no me daba una sensación de frialdad o de crueldad, a pesar de las apariencias. Era pura literatura, era hombre de libros, de enciclopedias, de bibliotecas, y sólo podía conversar a punta de referencias y bromas, por cierto, estrictamente literarias.

Me dijo algo amable sobre Neruda, ya no recuerdo qué, con un dejo de cortesía innecesaria, como si todo chileno llevara el emblema nerudiano a cuestas, y a lo mejor se imaginaba que yo era un chileno profesional, y después me sorprendió hablándome con amplio conocimiento de Alberto Rojas Jiménez. En Chile, con la excepción de tres o cuatro personas, quizá menos, sólo se conoce a Rojas Jiménez por el canto elegiaco que le dedicó Neruda a su muerte, ocurrida en 1934 o 1935:

Entre plumas que asustan, entre noches,
entre magnolias, entre telegramas,
entre el viento del Sur y el Oeste marino
vienes volando.

Ocurría que Alberto Rojas Jiménez había escrito un comentario del primer libro de poemas de Borges, "Fervor de Buenos Aires", obra de 1923, en un diario de Valparaíso, y a partir de ahí se había producido una correspondencia que duró años. Rojas Jiménez era un buen poeta, casi enteramente inédito, un ser de contagiosa gracia y simpatía, según el testimonio de todos sus amigos, y un bohemio incorregible. Escribió un libro ahora imposible de encontrar sobre chilenos en París, donde contaba sus divertidas experiencias como secretario de un agregado militar de la embajada... Rojas Jiménez regresó a Chile en los años de entre las dos guerras, decepcionado, y con justa razón, de sus tareas en la diplomacia, y murió de pulmonía en una noche de invierno. Había bebido hasta altas horas de la madrugada en una taberna colonial del centro de Santiago, La Posada del Corregidor, tuvo que dejar ahí su chaqueta como garantía del pago de la cuenta, salió a un frío de cero grados y murió a los pocos días. Cuando velaban el cadáver en casa de unas hermanas suyas, un sujeto desconocido apareció, se preparó en forma cuidadosa, tomó vuelo y saltó por encima del ataúd en cumplimiento de alguna promesa tabernaria.

Borges citó versos de Ángel Cruchaga Santamaría, poeta contemporáneo de Rojas Jiménez y que se había casado en sus años finales con Albertina Azocar, el amor juvenil de Neruda: En mi silencio azul lleno de barcos... Después, embalado, habló de Huidobro, el poeta de Ecuatorial y de Altazor y el inventor o supuesto inventor de la teoría del Creacionismo. Dijo que él estaba con Ulises Petit de Murat, crítico y autor de teatro, y que Huidobro, recién desembarcado de Europa, llegó de visita.

—Huidobro nos dijo que su poesía era muy importante y que su teoría también lo era. No, Huidobro, le contestamos nosotros: su poesía no es tan importante como usted cree, y su teoría tampoco. Como Huidobro nos quería caer bien, nos respondió: es verdad, mi poesía no es tan importante, y mi teoría tampoco. Y a nosotros nos dio pena, y empezamos a protestar: no, Huidobro, usted se equivoca. Su poesía es muy importante, y su teoría... Afirmaciones que el poeta recién desembarcado negaba, en forma enfática.

Se habló de otras cosas, incluso, en algún momento, de la lengua alemana y su aprendizaje, que a Borges le parecía fácil, y en algún momento sostuvo que era elemental, y empleó esa palabra precisa, condenar los atropellos a los derechos humanos.

El hombre ya había sido condecorado por el general Pinochet, en una ceremonia que sin duda no había buscado, pero que no supo rechazar, y ahora quería dejar su posición moral, "elemental", en claro.


Escribir y leer

Al final de la visita me mostró su casa, describiendo cada objeto como si lo estuviera viendo, y nos despedimos. Recuerdo que me señaló con la mano la pintura o el grabado de un tigre, uno de sus animales favoritos, como los gatos, que pertenecen a la misma familia. Me contó, de paso, que estaba dedicado en sus ratos libres a traducir el Macbeth en compañía de Bioy Casares. Pensé, y lo he pensado muchas otras veces, que la vida de Jorge Luis Borges, con todas sus limitaciones, a pesar de la ceguera, de la política, de todas esas desgracias, estuvo muy cerca de la felicidad posible en esta tierra.

Escribir y leer, para él, y hacerlo en compañía, como no tuvo más remedio que hacerlo después de quedarse ciego, eran una forma tangible y permanente de la felicidad. Después de su jornada de trabajo salía a dar un paseo, casi siempre bien acompañado: su memoria de la ciudad, de su pasado, de los barrios, de las milongas bailadas por los compadritos, era muy superior, sin duda, a lo que habría visto en el caso de que hubiera conservado la vista. Y su visión de la literatura era un tejido, una construcción que no terminaba, un goce permanente, a joy for ever!, como había escrito John Keats, otro de los autores de la constelación suya. Me explicó que Beppo, en aquellos días estaba enfermo. Poco después, ya de regreso en Santiago, supe que había muerto, y me pareció interesante, curiosamente simbólico, que él, autor de una Historia de la Eternidad, estoico y gozoso, con las manos un tanto temblorosas, perdurara en tiempos oscuros, en circunstancias difíciles.

 

 

 


Proyecto Patrimonio— Año 2003 
A Página Principal
| A Archivo Jorge Edwards | A Archivo de Autores |

www.letras.s5.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez S.
e-mail: oso301@hotmail.com
Jorge Edwards: Una forma de la felicidad.
Ensayo: Recuerdos de Borges.
Fuente: Artes y Letras de El Mercurio,
Domingo 3 de agosto de 2003.