A veces, después de tantas alarmas y tantas desgracias, pienso
que Buenos Aires va a desaparecer. Es la única ciudad latinoamericana
que tiene verdadera mitología literaria, pero está en
crisis desde que tengo uso de razón, lo cual ya supone mucho
tiempo. Pero Buenos Aires persiste, por lo menos en la memoria de
sus escritores y en la de todos nosotros. Ahora bien, estoy convencido
de que Jorge Luis Borges era una de las expresiones más sólidas
de esa memoria de la ciudad. Recordaba a cada rato la ciudad que a
su modo había inventado. Esto es, la ciudad era un invento
suyo anterior a él mismo y que iba a sobrevivirle. Y vivía,
Borges, en el centro mismo, rodeado de sus mitos, de sus fantasmas,
recordando tertulias, caminatas, personajes, escenas de la vida de
barrio. El Borges que me gusta, me dijo alguien, una de las primeras
veces que escuché hablar de él en el Santiago de los
años cincuenta, es el de los patios modestos, el de los crepúsculos
en los arrabales, el de las paredes bajas pintadas de amarillo o azules
desteñidos. De
acuerdo, respondo ahora, después de muchas décadas y
repetidas lecturas, evocando aquella frase de iniciación, pero
ocurre que ese Borges es, de alguna manera, todo Borges. El hombre
nunca salía de su calle, de su barrio, de sus esquinas. O salía
en busca del universo y pronto regresaba. El aleph es la invención
de un contemplador, de un pensativo, de un inmóvil: debajo
de una escalera, en un sótano olvidado, se presenta el mundo
entero en una esfera y bajo la especie, podríamos añadir,
de la eternidad. Para el que sabe mirarlo. A mí me contó
Borges, por ejemplo, que en el Palermo de su adolescencia los malevos,
los cuchilleros, bailaban entre ellos. Se aburrían de bailar
con sus parejas, y como invitar a la mujer de otro podía terminar
a cuchilladas, invitaban directamente al otro. Eran tangos y milongas
callejeras, melodías sencillas, arrabaleras, y él había
visto esas escenas con sus propios ojos, con los mismos ojos que miraban
ahora hacia un punto indefinido del espacio y que ya no veían.
El gato de Lord Byron
Sólo estuve con Borges una vez en mi vida, en una
larga tarde en su departamento de la calle Maipú, en un mes
de abril de comienzos de la década de los ochenta. Fue Josefina
Delgado, biógrafa de Alfonsina Storni, crítica literaria
refinada, dedicada ahora, según me contó hace poco,
al estudio de la obra de Pérez Galdós, la que me sirvió
de acompañante y presentadora. Estuvimos los tres solos y conversamos
sin interrupciones en un salón de dimensiones más bien
modestas, entre muebles anticuados, deslavados, fatigados (para emplear
una expresión borgeana) por el uso. El escritor tenía
que ir después a una firma en la Feria del Libro. Cuando nos
recibió ya estaba preparado, impecablemente vestido con un
traje de color beige, veraniego, de buena clase, y una corbata amarilla
algo chillona (para ciegos, para citar un chiste suyo). Jugaba todo
el rato con un pesado bastón, y tuve la impresión de
que sus manos, gruesas, cansadas, reveladoras de la edad, vacilaban
y temblaban. No sonó el teléfono ni el timbre, no sé
por qué milagro, y la conversación fluyó en medio
de una calma extraordinaria, subrayada por el rumor lejano de la calle.
En algún momento apareció una mujer ocupada del servicio
de la casa y Borges la definió por su provincia. Ya no sé
si dijo la correntina o la riojana. Parece que tenía la misión
de recordar la hora en forma discreta. Y había por ahí
un gato gordo, castrado, bien alimentado, de color claro (pensé
que amarillo, también, pero un testigo autorizado me acaba
de decir que era blanco), que tenía un nombre del romanticismo
inglés. Si la memoria no me traiciona, se llamaba Beppo, como
el gato de Lord Byron. Alguien me contó que el gato había
sido de propiedad de una hija de la correntina y que llevaba el diminutivo
de un jugador de fútbol, Beño, Beto o algo por el estilo.
Borges escuchó el nombre y exclamó, encantado: ¡Ah!
¡Beppo, el gato de Byron! Llevaba siempre las cosas al molino
de la literatura y se quedaba sonriente, pensativo. No tenía
sentido, por suerte, sacarlo de su reflexión. El gato de colores
claros, de abundante pelaje, podía llamarse cualquier cosa,
pero quedó bautizado en ese mismo instante como el Beppo byroniano.
Yo tenía o había tenido, en aquellos años, un
gato siamés que se subía a mi escritorio, se sentaba
en mis papeles y ronroneaba mientras yo escribía. Terminamos,
Borges y yo, recitando el poema de Baudelaire, Les chats, que todo
escritor y poseedor de felinos de esta clase conoce de memoria: "Los
enamorados fervientes y los sabios austeros..." Lo recitamos
en el francés original, desde luego, y a coro. Cité
el conocido análisis de Román Jakobson, que demuestra
que el soneto va en ascenso desde un gato doméstico, friolento,
perdido entre cojines, hasta la esfinge y la inteligencia cósmica.
—Hay un poema, dijo Borges, agitando un poco su bastón, que
sigue el camino inverso.
Era un poema de Rudyard Kipling, uno de los escritores de su juventud
anglofila, que comenzaba con la esfinge, con la noche cósmica,
y terminaba con imágenes de un micifuz faldero, casero. Pensé
en el Borges que amaba los relojes de arena, los mapas, "el sabor
del café y la prosa de Stevenson". Su Kipling estaba cerca
de Stevenson, y no demasiado lejos del gato de Lord Byron.
Además, era pariente del gato de Alicia en el país de
las maravillas. En aquellos parajes andábamos, en cualquier
caso.
¿Qu é es de Joaquín?
Se notó bien que al maestro le llevé memorias
chilenas, no sólo anglosajonas. Eran historias antiguas, de
los años veinte en adelante, y me demostraron que había
existido en épocas pasadas una relación, una amistad,
unos intercambios que después, debido a tantas cosas y a pesar
de tantas otras, se perdieron. ¿Y qué es de Joaquín?,
me preguntó. Le dije que Joaquín Edwards Bello, el autor
de "El roto", de "El inútil", de "La
chica del Crillón", había sufrido un ataque de
hemiplejía, una parálisis parcial, y al cabo de algunos
años, deprimido, acosado por fantasmas, se había volado
la cabeza de un tiro.
Frente a esto de la parálisis de una parte de la cara, Borges
tuvo una reacción a la vez literaria y malvada:
—¡L'homme qui rit! —, exclamó, y yo pensé: exacto,
Víctor Hugo. Pero él agregó el comentario siguiente:
—Me acuerdo de la tapa de uno de sus libros; del título. El
roto, ¿no?; del nombre del personaje principal, Esmeraldo,
¿no?
Yo asentía, y él, al final, memorioso a
medias, dijo:
—¡Es mucho, no!
Era mucho, sin duda. ¿De cuántas novelas recordamos
la tapa de la primera edición, el título, el nombre
del personaje principal? Era mucho, y era, a su modo, lapidario. Pero
Borges, a un par de metros de distancia, en esa tarde bonaerense,
no me daba una sensación de frialdad o de crueldad, a pesar
de las apariencias. Era pura literatura, era hombre de libros, de
enciclopedias, de bibliotecas, y sólo podía conversar
a punta de referencias y bromas, por cierto, estrictamente literarias.
Me dijo algo amable sobre Neruda, ya no recuerdo qué, con un
dejo de cortesía innecesaria, como si todo chileno llevara
el emblema nerudiano a cuestas, y a lo mejor se imaginaba que yo era
un chileno profesional, y después me sorprendió hablándome
con amplio conocimiento de Alberto Rojas Jiménez. En Chile,
con la excepción de tres o cuatro personas, quizá menos,
sólo se conoce a
Rojas Jiménez por el canto elegiaco que le dedicó Neruda
a su muerte, ocurrida en 1934 o 1935:
Entre plumas que asustan, entre noches,
entre magnolias, entre telegramas,
entre el viento del Sur y el Oeste marino
vienes volando.
Ocurría que Alberto Rojas Jiménez había
escrito un comentario del primer libro de poemas de Borges, "Fervor
de Buenos Aires", obra de 1923, en un diario de Valparaíso,
y a partir de ahí se había producido una correspondencia
que duró años. Rojas Jiménez era un buen poeta,
casi enteramente inédito, un ser de contagiosa gracia y simpatía,
según el testimonio de todos sus amigos, y un bohemio incorregible.
Escribió un libro ahora imposible de encontrar sobre chilenos
en París, donde
contaba sus divertidas experiencias como secretario de un agregado
militar de la embajada... Rojas Jiménez regresó a Chile
en los años de entre las dos guerras, decepcionado, y con justa
razón, de sus tareas en la diplomacia, y murió de pulmonía
en una noche de invierno. Había bebido hasta altas horas de
la madrugada en una taberna colonial del centro de Santiago, La Posada
del Corregidor, tuvo que dejar ahí su chaqueta como garantía
del pago de la cuenta, salió a un frío de cero grados
y murió a los pocos días. Cuando velaban el cadáver
en casa de unas hermanas suyas, un sujeto desconocido apareció,
se preparó en forma cuidadosa, tomó vuelo y saltó
por encima del ataúd en cumplimiento de alguna promesa tabernaria.
Borges citó versos de Ángel Cruchaga Santamaría,
poeta contemporáneo de Rojas Jiménez y que se
había casado en sus años finales con Albertina Azocar,
el amor juvenil de Neruda: En mi silencio azul lleno de barcos...
Después, embalado, habló de Huidobro, el poeta de Ecuatorial
y de Altazor y el inventor o supuesto inventor de la teoría
del Creacionismo. Dijo que él estaba con Ulises Petit de Murat,
crítico y autor de teatro, y que Huidobro, recién desembarcado
de Europa, llegó de visita.
—Huidobro nos dijo que su poesía era muy importante y que su
teoría también lo era. No, Huidobro, le contestamos
nosotros: su poesía no es tan importante como usted cree, y
su teoría tampoco. Como Huidobro nos quería caer bien,
nos respondió: es verdad, mi poesía no es tan importante,
y mi teoría tampoco. Y a nosotros nos dio pena, y empezamos
a protestar: no, Huidobro, usted se equivoca. Su poesía es
muy importante, y su teoría... Afirmaciones que
el poeta recién desembarcado negaba, en forma enfática.
Se habló de otras cosas, incluso, en algún momento,
de la lengua alemana y su aprendizaje, que a Borges le parecía
fácil, y en algún momento sostuvo que era elemental,
y empleó esa palabra precisa, condenar los atropellos a los
derechos humanos.
El hombre ya había sido condecorado por el general Pinochet,
en una ceremonia que sin duda no había buscado, pero que no
supo rechazar, y ahora quería dejar su posición moral,
"elemental", en claro.
Escribir y leer
Al final de la visita me mostró su casa, describiendo
cada objeto como si lo estuviera viendo, y nos despedimos. Recuerdo
que me señaló con la mano la pintura o el grabado de
un tigre, uno de sus animales favoritos, como los gatos, que pertenecen
a la misma familia. Me contó, de paso, que estaba dedicado
en sus ratos libres a traducir el Macbeth en compañía
de Bioy Casares. Pensé, y
lo he pensado muchas otras veces, que la vida de Jorge Luis Borges,
con todas sus limitaciones, a pesar de la ceguera, de la política,
de todas esas desgracias, estuvo muy cerca de la felicidad posible
en esta tierra.
Escribir y leer, para él, y hacerlo en compañía,
como no tuvo más remedio que hacerlo después de quedarse
ciego, eran una forma tangible y permanente de la felicidad. Después
de su jornada de trabajo salía a dar un paseo, casi siempre
bien acompañado: su memoria de la ciudad, de su pasado, de
los barrios, de las milongas bailadas por los compadritos, era muy
superior, sin duda, a lo que
habría visto en el caso de que hubiera conservado la vista.
Y su visión de la literatura era un tejido, una construcción
que no terminaba, un goce permanente, a joy for ever!, como había
escrito John Keats, otro de los autores de la constelación
suya. Me explicó que Beppo, en aquellos días estaba
enfermo. Poco después, ya de regreso en Santiago, supe que
había muerto, y me pareció interesante,
curiosamente simbólico, que él, autor de una Historia
de la Eternidad, estoico y gozoso, con las manos un tanto temblorosas,
perdurara en tiempos oscuros, en circunstancias difíciles.