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BIENVENIDOS AL ENIGMA
Hugo Quintana
TORNASOL
Colección Raulí / Serie de Poesía. Ortiga Ediciones, Chillán, 2009

Por Julio Espinosa Guerra
Zaragoza, 27 de octubre de 2009

 

Recuerdo con claridad lo que nos decían nuestros poetas mayores cuando no llegábamos a los veinte y ellos no llegaban a los cincuenta: el poeta debe encontrar una voz propia, una manera de decir que sea inconfundible. Así lo reconocerán. Ese será su sello. Ha pasado casi una mayoría de edad desde entonces y dicho juicio, con los ires y venires, con la tremenda cotidianidad y uniformidad del mundo, se ha ido deslavazando. Después de casi 18 años ya no somos los poetas de entonces y por eso hemos configurado nuestros propios conceptos en torno a lo que es la poesía. Entre ellos, que esa voz única, providencial, nuestro seguro para una vejez poética digna, no deja de ser una manera práctica de seguir diciendo algo cuando ya no queda nada que decir.

Hoy sabemos que los discursos también se desgastan, también pierden fuelle, en especial, cuando han dejado de ser honestos, para transformarse en la repetición de una fórmula, nada más que una retórica cansina, una copia de lo que uno fue pero ya no. Allí tenemos grandes maestros, mayores, que no dicen nada cuando escriben, porque en el fondo ya no quieren decir, sino darse otro paseo a las Europas o a las USA donde les digan que a pesar de lo pequeñito son tremendos poetas. Pero no. Sus poemas hasta cierto momento lo fueron. Ellos, al seguir diciendo, se han traicionado. Su discurso ya no vale.

Ahondando en esto sería bueno recordar que la poesía (la única válida y no esa que es canción o cuento escrito en verso) lucha contra el muro invisible del lugar común representado por el lenguaje cotidiano, lenguaje cotidiano que ha dejado de decir lo real. Esta lucha del poeta, que no es por crear un lenguaje nuevo, sino por volver a decir, exige esfuerzo, frescura, capacidad de asociación y por sobre todo, una vez encontrado ese lenguaje otro, no utilizarlo como una fórmula matemática de hacer poemas, puesto que si así sucediese (y sucede), lo que era una nueva manera de decir lo real, termina por constituir un nuevo sistema convencional que, luego de cada uso, se aleja un poco más de su referente hasta perderlo del todo y así, perder la poesía.

Qué tiene que ver todo esto con Hugo Quintana. Todo. Porque Quintana nos presenta un libro múltiple, donde es uno y cuatro; una voz que se acopla a lo que quiere decir y no una voz que acopla lo que se quiere decir a una sola manera de decir, que justamente es lo contrario y lo imperante. Esta utilización de los heterónimos puede resultar forzada para alguien ajeno al mundo de la poesía, o representar una carencia de voz para el que está dentro. Pero es esa carencia de una voz predominante o el deseo de que así sea, lo primero por lo que este libro me parece fundamental. Ese autor que renuncia a su yo para transformarse en un nosotros múltiple y variable representa en el fondo lo que debería ser el discurso de todo creador: un discurso sin una voz identificable, que muta en su transcurso para poder decir de la mejor manera posible lo que quiere decir.

Así las cosas, una de las lecturas de Tornasol se da desde la puesta en duda de cada uno de los discursos poéticos que propone por los otros también contenidos en el libro. Esto tiene como consecuencia (o debería tenerla) que el espectro de la realidad propuesta por el autor, crece un poco con cada  heterónimo y, al crecer, las resonancias de lo propuesto también crecen.

Así lo vemos cuando hacemos una lectura lineal del libro. Los “Multi-viajes”, de Brevis Carpien, nos presentan a un yo cosmopolita, trágico pero no triste, quizá melancólico. Destacan especialmente los poemas Nocturno, Pukara San Lorenzo, París (transformado en un homenaje a Vallejo), Despedida y Cosmopolita, aunque es probablemente Mediodía de verano en Madrid el que mejor refleja el espíritu de este yo:

Caer hacia la tarde
con lentitud
con somnolencia
dormitar mientras uno se traslada
o mientras se cumple dignamente
con las cotidianas labores
o mientras uno sueña
recostado sobre el banco de cualquier plaza
observando cómo también a las palomas
se les caen los párpados.

En él observamos la perplejidad, pero también constatamos que el universo es uno en todas partes. La mirada, asombrada a pesar de estar en el borde de la abstracción, logra conectar dos lugares distantes entre sí, pero unidos por un mismo hecho y, al mismo tiempo, constituirse en una imagen única, cerrada y cuya leve concreción trasmite el desasosiego de lo que es una misma rutina, una misma tragedia. Se trata, además, de una mirada equilibrada, serena, donde la experiencia del yo poético parece fundamental, aunque la manera de reflejarla se aleje de lo meramente anecdótico, tan de moda en otras partes del mundo.

El segundo libro es “Identidad”, de Ricardo Fernández, que a parte de mantener una estructura similar, pues todos los textos están escritos en versículos, carece de esa deseable unidad temática y de búsqueda que todo lector desea encontrar en un libro. Comienza con textos metalingüísticos, metaliterarios, para pasar a textos vitalistas, irónicos incluso, para terminar en un decir trágico. Pero esto, que parece un elemento criticable, también se puede leer como la característica fundamental de lo que es la búsqueda de una “Identidad” y así, a través del título y la característica de los poemas, resolver que el desvarío, la falta de un tema único o la búsqueda poco clara del mismo, es la esencia de este heterónimo.

Sin duda, los poemas más logrados en esta sección son los dedicados al propio lenguaje, tal cual lo demuestra la poética Del oficio de la escritura:

Esto no es un poder/ no tiene poder/ es algo mucho más terrible y pequeño/ un eco que crea sus propias paredes/ un horizonte de rocas que se dibuja a sí mismo. No existe/ porque no tiene la ilusión de los dedos que recorren y capturan las cosas/ como si los significados del aire/ esperaran a que alguien los imagine y les robe de las entrañas/ trozos sangrantes/ para pacificar placeres insatisfechos.
No es un poder/ estas palabras no buscan un único destello/ anhelan pasajes/ casas/ praderas donde sembrar voces/ luces con las que se pueda eternizar/ el bellofrágil parpadeo de una lágrima en un rostro amado.
No está la búsqueda del poder/ no tienen la ambición de que sufren los edificios/ el pobre puñado de páginas con las cuales la ingenuidad / -antifaz de lata oxidad-/ pretende inmortalizarse.
(...)
No ambicionan el poder/ pero en cambio generan lo terrible/ la idea fugaz de que todo no es como quisiéramos comprender/ -como a menudo intentamos comprender-.

Dejando de lado los leves matices grandilocuentes (No ambicionan el poder/ pero en cambio generan lo terrible) se trata de un texto limpio que va en contra de las visiones imperantes del oficio poético expresadas por diferentes tribus del panorama nacional, para ubicarse abiertamente en el margen, el extrarradio de la ciudad literaria y cultural, además de defender la palabra que ratifica lo pequeño, lo que por no ostentar poder ni ayudar a ostentarlo, pasa inadvertido y queda al margen de lo que el canon señala como arte.

A pesar de la variedad temática, este heterónimo no sólo se fija en lo insignificante, sino que ahonda en ello, por ejemplo, con el uso de los diminutivos de forma constante o con la reseña a personajes o momentos que por lo personal solo pueden interesar al yo poético. Esta insistencia en la intrascendencia queda certificada al final, cuando dicho yo renuncia a su voz para concluir el último de los poemas de Fernández utilizando versos de otros poetas, considerados mayores, como lo son Jorge Teillier y Gonzalo Rojas, pues más que apropiarse de una visión de mundo ajena, lo que lleva a cabo es un ejercicio de ocultamiento del yo, lo que potencia el sentimiento de un “nosotros”, una pluralidad poética: una aldea donde el ejercicio de poder es aniquilado en beneficio del rescate de un conocimiento anterior a toda palabra.

“Un destello de luz oscura” de Antonio Caeiro ahonda en el tránsito amoroso desde el hallazgo del amor hasta la pérdida y añoranza del mismo. Se trata probablemente del más débil de los tres libros, pero a diferencia de los demás, la temática es exacta y, además, nuevamente se opta por una estructura identificable a primer golpe de vista, en este caso, el verso corto y el poema breve, acercándose al epigrama, pero faltándole la fuerza irónica que éste posee. Pero más allá de lo débil del conjunto, es importante resaltar que la sola opción por la escritura amorosa representa no sólo el asumir una tarea complicada para todo poeta, sino, además, un tránsito necesario si asumimos, como lo hemos señalado antes, que el autor que está detrás de cada heterónimo va tocando con cada uno de ellos diferentes secciones de la cotidianidad para intentar completar un rompecabezas de lo que entiende como real.

Sin embargo, hay dos o tres poemas dentro del conjunto que llaman la atención por lo incisivos y la capacidad de decir mucho en pocas palabras. Así tenemos:

Un sueño fuiste
-lo admito-
pero eso no quita
el amargo de la resaca
que por estos días me golpea.

donde la imagen por fin toca el cinismo y la ironía; y:

El eco que respiro
aún conserva el aire
de tu voz.

que logra trasmitirnos por medio de una paradoja la soledad del yo de una manera concreta, donde los sentidos juegan un papel primordial.

La última parte, “Crónicas de la Aldea”, de Alejandro del Valle, es el libro que posee más aciertos y sin duda, mayor unidad, seguramente porque se trata de la voz más cercana al propio autor. Podríamos aventurar que este heterónimo es el que más se asemeja a Hugo Quintana y por ello su poética, sin dejar de ser sencilla, parece más natural, con más hallazgos y menos tópicos en su factura.

Se trata de un yo más cercano si cabe al devenir y a su maravilla. Un yo perplejo, que habita un mundo que no alcanza a comprender, pero que, también desde el sentimiento trágico, como todos los otros heterónimos, disfruta y quiere comunicar.

El poema donde queda más claro este sentimiento es El pasajero del asiento nº 23:

Las nubes grises
esconden el arcoiris.
Yo camino a través de una avenida
para abordar el tren:
abrazos
besos
una lágrima colgando bajo las miradas
y estas palabras tiritonas
huyen como sombras bajo la luz
desatándose desde el nudo
que hasta hace poco
me amagaba la voz.

El asiento nº 13
estaba ocupado.
No es tanta la mala fortuna
que me persigue.
De todos modos
esta tristeza
es lo único que he podido
conseguir.

Así las cosas, estos heterónimos por más diferentes que parezcan comparten algunas características: la palabra coloquial, sin estridencias ni luces ni fuegos de artificio se impone junto a un ritmo nunca afectado, siempre melancólico y que crea empatía en el lector, seguramente por tratarse de un verbo que llena, que participa de aquello que no es literatura o no se quiere ver como tal: el sentimiento del hombre de a pie que no tiene más poder que un cuadernito azul y unas letritas.

Hugo Quintana quizá no suene en las tertulias ni en las lecturas de la noche santiaguina o sudamericana, pero no lo hace porque su palabra no pertenece al poder, sino al rincón más humilde de la casa de provincia que a veces habita en medio de los departamentos del SERVIU en las comunas del sur y del poniente de la capital; esos donde todas las noches se comparte una estufa, un té, un pan no necesariamente recién salido del horno y esa cotidianidad y rutina que aunque llega cada día no es necesariamente una carga. Rincones que si se miran bien guardan un enigma. Carreteras secundarias, papel de imprenta sin noticias, que hacen de la vida, la vida, tal cual queda demostrado en el Postfacio:

Quizá hoy
alcance a ser un hombre distinto
un uno igual
aunque levemente nuevo
quizá hoy sea capaz de mirar la vastedad
que mis pies han inscrito en el horizonte
y en el trayecto de esos instantes
sentirme un uno diverso e irrepetible
estallado entre las miradas
con que los transeúntes
anudan sus recuerdos
un uno múltiple que le debe a muchos
su propia construcción vertiginosa
porque cambiar no es una exigencia
no es una impostura
con la que nos pueda condenar el reloj
un distraído giro
una minúscula pirueta que le hacemos a la nada
fuera del espejo cristalino de la eternidad.

Si hay poemas y poetas que nos muestran lo que no vemos, Hugo Quintana en su Tornasol nombra lo que todos, de tanto observar, hemos dejado de mira y logra que nos estremezcamos utilizando diversos recursos y sin recurrir a una única voz, sino buscando la estructura que él considera mejor para plasmar cada uno de los temas que le interesan, pero siempre volviendo a lo mínimo. Es por ello y porque justamente no lo busca, que se trata de una poesía que merece perdurar.

 

 

 

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