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“Voy a hablar de la esperanza”: acerca de Círculo de sal, de Juan Espinoza Ale

Por Fernanda Weinstein Perelman

En este gran dormitorio, como llama al mundo un texto taoísta,
la única forma de lucidez es la pesadilla.
Emil Cioran

 

Círculo de sal (Santiago: Eloy Ediciones, 2011, 162 p.) es un libro que, en lo personal, no se me reveló en la primera ni en la segunda lectura. A finales del año pasado, cuando tuve acceso por primera vez a los manuscritos del segundo libro de Juan Espinoza Ale (quien en 2005 publicara Falso Testimonio con Beuvedráis editores), me llamaron la atención principalmente dos puntos. Primero, tuve la impresión de que se trataba de un libro muy lúcido y un tanto amargo, que retrataba con crudeza el estado de cosas; tanto de nuestra sociedad de consumo, como de nuestro país post dictadura. Ello, poniendo el foco muchas veces en los personajes, algunos de ellos bastante oscuros e inquietantes, invisibles si se quiere; esos que quedaron fuera incluso de las reivindicaciones de los grandes movimientos sociales, o bien, esos que preferimos ignorar o esconder en estadísticas para poder vivir tranquilos. Todo esto al margen de los poemas de carácter más confesional, donde más de alguno de nosotros podría sentirse comprendido; y de ciertos títulos de corte religioso, donde más de alguno de nosotros podría sentirse incomprendido.

Segundo, que el mencionado retrato, a pesar de no ser muy alentador, estaba lleno de belleza; ante todo por el manejo de lenguaje, por el rigor y la pericia formal -algo que, me atrevo a decir, parece ser poco frecuente en la poesía de nuestros tiempos-. El rítmico verso libre de casi todos los poemas, unido al uso de la métrica tradicional, la reformulación de estructuras rígidas, y hasta el uso de formas clásicas como el soneto: todo ello evidenciaba una notable asimilación de la tradición poética de nuestra lengua, así como de técnicas vanguardistas. Escrito en un registro que iba de lo culto a lo coloquial, de lo más hermético a lo más transparente, en diálogo constante con referentes culturales que iban desde la alta poesía castellana hasta las series de animación japonesa; este libro se aproximaba, me pareció, a la sensibilidad tanto de los antiguos como de las nuevas generaciones, pudiendo resonar en una amplia gama de lectores.

Pero más adelante, con las sucesivas lecturas, fui cayendo en la cuenta de que un sentido menos evidente, pero más importante, se me estaba escapando. Lo cierto es que los poemas del Círculo de sal, con algunas excepciones claro, dejan entrever una suerte de esperanza: la persistencia del individuo, de la esfera privada, de los pequeños espacios de sentido en medio del círculo de consumo, de la depredación acelerada, del contrato marcial. Si se me permite la analogía con el cine, este efecto se produce cuando el poeta pasa de un plano general bastante apocalíptico, a un primer plano, o plano detalle, del drama a escala humana; y también, de las pequeñas cosas a las cuales, según el caso, nos aferramos para seguir viviendo  -los sueños que hemos comprado o inventado, la religión o el formalismo que de ella queda, los recuerdos familiares que acompañan en tierra extraña, el hijo al que hay que proteger, o incluso la posibilidad de destruir aquello que nos angustia, oprime o hastía-. Un buen ejemplo de este mecanismo es el poema “Retablo”:

En las rocas de una dictadura como tantas
a metros de la rompiente y saltos de suicida
una familia pequeña extiende sobre un mantel pequeño
el pan con mortadela que el padre ha preparado
y la madre dispensa temblorosa
el té, el azúcar
y el cariño. 
 (Espinoza Ale, Círculo de sal, p. 82)

Ahora bien, otro elemento que puede iluminar el sentido del libro es el título, cuyo significado puede no resultar evidente para algunos lectores -entre los que me incluyo-. ¿Qué es, ante todo, un círculo de sal? Pues bien, se trata básicamente de un hechizo para proteger del mal, o para encerrar el mal, que viene de la magia primitiva. Me parece que esto se relaciona con el hecho de que, en diversos poemas, aparecen situaciones donde lo que se busca es precisamente proteger del mal, cualquiera sea la forma de éste: desde un padre que quiere consolar a su hijo y le canta para escudarlo del dolor, hasta un régimen que se empeña en mantener a sus súbditos ciegos y sordos ante las atrocidades que comete. Asimismo, tiene que ver con la imagen del escritor como personaje del libro. Éste, que también es presentado en algunas ocasiones como un eremita, o como un fingidor, aparece las más de las veces como alguien que, aunque se encierre, es acechado por pesadillas, que escucha voces, y desde ahí le viene el imperativo de escribir. Citaré el principio y el final del poema “Y líbranos del mal 1” para ilustrar esta última idea:

Cuando cae la noche escucho gritos. oigo voces desde lejos
mi boca susurra el crujir de mil almas que se pudren.
(…)

anoche
hasta mí llegó Miguel. hijo de mecánico
cansado de las quemaduras con cigarro. vomita sin parar cuando está  solo
dice que él mismo es el culpable y que nadie
nadie podrá perdonarlo señor. entienda. llegan voces
muchas. a veces tantas que no puedo con ellas
y estoy sordo. en la noche a oscuras en mi casa y choco con las puertas
de la boca escucho en mis latidos un lamento. justo antes de dormir
y el dolor se me aparece. interminable.

(Espinoza Ale, Círculo de sal, pp. 26-27)

He ahí el problema: el aislamiento es imposible, la verdad siempre filtra, el dolor siempre nos alcanza. Los límites del círculo son porosos: el mal está acechando en todas partes, detrás de las cortinas, en medio de las cosas más cotidianas y aparentemente inofensivas -como la idea de “lo ominoso” en Freud-. Claramente, no se trata de una experiencia muy agradable ni apacible. Por eso, el escritor-personaje fuma, se atormenta, le tiemblan las manos y no puede dormir; por eso a ratos se dice a sí mismo que todo está en su cabeza, que son solo ideas suyas, ficciones neuronales. Pero este es un falso consuelo: dado que, como dirían Borges y otros, “un hombre es todos los hombres”, el mal está potencialmente en todos nosotros. Todos podemos ser crueles y torpes, matar muchas veces, quedarnos indiferentes ante el dolor ajeno, hablar del amor mirando al cielo y odiar con todo el corazón. Además, como se evidencia por ejemplo a lo largo de la serie “Y líbranos del mal”, el mal es lo humano simplemente.

Pero, ¿cómo son estas voces que llegan a los oídos del hablante? ¿Quiénes son los personajes que lo atormentan por las noches, que traspasan los límites del círculo? Como adelantaba al comienzo, se trata de personas comunes, o al menos más comunes de lo que estamos dispuestos a aceptar; cada una con su infierno particular, pero también con su pequeño espacio de sentido, de redención si se quiere. Un niño deficiente mental, una empleada de limpieza, una niña violada por su padre, un empleado de asilo, un enfermo, una madre de familia, una chica obesa que riega el pasto público. No son descritos como héroes, ni tampoco como demonios: son solamente humanos, humanos con un rostro, con un nombre. Salvo excepciones, que son justamente aquellos que no tienen nombre, me atrevería a decir que el libro no enjuicia a sus personajes. Por el contrario, el tono con que los trata -ya en tercera persona, ya cediéndoles la voz- está a medio camino entre la objetividad y la ternura; y, por lo mismo, provoca en el lector un efecto de empatía: uno llega a encariñarse con ellos, a dolerse con sus miserias, a comprender sus desvaríos, a pensar si acaso uno hubiese actuado aún peor en su lugar. Uno puede llegar a espantarse incluso, porque leyó 30 versos sin darse cuenta de que estaba ante las palabras de un torturador, y por un momento creyó verse a sí mismo en sus palabras. En fin, uno recuerda una de las posibilidades de la poesía, que no tiene que ver con la denuncia o con un querer revelar lo que todos ya saben. Y es que gracias al lenguaje -que en este caso está al servicio de los efectos que se pretenden lograr, más que de la pirotecnia verbal o el regodeo en cierto contenido- los seres humanos podemos experimentar, vicariamente, las vivencias del otro.

Decía que los personajes tienen rostro y tienen nombre. Esto último, además de ser sin duda una herramienta retórica para lograr el mencionado efecto de empatía, evidencia un distanciamiento  del discurso propio de los Grandes Paradigmas -discurso que, por cierto, sí fue adoptado por algunas cumbres de nuestra poesía-. Los desempleados, las familias que quedan en la calle, los estafados por el servicio de salud, las madres que deben ingeniárselas para llegar a fin de mes, no son números en una planilla de estadísticas; pero tampoco son las Masas Oprimidas, los condenados de la tierra -están en la miseria pero no son miserables-. Este distanciamiento puede verse claramente en el poema “Al soldado desconocido”, que por cierto es también uno de los ejemplos más evidentes de la influencia de Vallejo presente a lo largo del libro, en términos de forma y fondo. Citaré la primera estrofa y el principio de la segunda:

I.
Myriam, separada
vecina de Lorena
con su niño en brazos
entrega tarjetas papelitos, fotocopias
plancho a domicilio.

II.

¿Prefieren que lo diga en otro tono?
¿que hable por la fortaleza milenaria de mi pueblo?
si una madre plancha a domicilio, cría niños, lava ropa salta la cuerda
  arrienda su cuerpo, a domicilio
¿van a pedirme largo aliento?
¿dónde la esperanza? ¿adónde la epopeya?
si mi madre teje bufandas y chalecos, hace tortas
figuritas de cerámica a vecinos
estafados por la isapre, fondos de pensión seguro médico-dental

(Espinoza Ale, Círculo de sal, pp. 130-131)

Estamos aquí, a mi juicio, ante una de los gestos claves del libro: buscar la manera de expresar en poesía una mirada de aquel hombre olvidado por los relatos sobre la Humanidad. O bien, volviendo a la imagen del principio, pero ahora con una carga política: el primer plano en vez del plano general.

Pero hay, como decía, excepciones. Mencionaré solo una: si bien puede verse un esfuerzo del hablante por no caer en estereotipos y demonizaciones a la hora de referirse a la historia nacional reciente, no por ello se trata de un observador imparcial. Si bien en ciertos poemas se inserta, por así decirlo, en la psicología del enemigo, llegando a configurar algo así como un rostro, no por ello dejan de ser enemigos; y por tanto nunca tienen nombre. Así, como reza el final de “Contrato marcial”:

Vuestros nombres no sabemos
pero lo que hicieron en nosotros
sus actos de cobardes embutidos de uniforme
eso sí sabemos
y lo sabrán
nuestros hijos también.

(Espinoza Ale, Círculo de sal, p. 45)

A sabiendas de que, como siempre sucede al escribir sobre una obra que se precie de tal, quedará mucho en el tintero, quiero terminar refiriéndome a la idea que ha estado rondando estas líneas desde el título. Hablo de la esperanza, del sentido, de la salvación -precaria, pero salvación al fin-. Como ya dije, esto es algo que aparece en una serie de poemas; donde puede verse una suerte de persistencia del individuo en medio de un mundo cayéndose a pedazos, de conservación de cierta dignidad, entendida en forma subjetiva desde cada personaje, aún en la precariedad más extrema: aún ahí la vida sigue, abriéndose paso. Sin embargo, mi impresión es que esta idea alcanza su expresión más explícita en “Círculo concreto”. Aquí este refugio de sentido o proyección concreta, resulta ser algo así como un vitalismo radical: un aceptar, a la manera nietzscheana, el sinsentido de la vida sin buscarle ni inventarle otro en otra parte; un afirmar la vida por la vida, la vida material, porque esa es la única que existe. Termino entonces cediendo la voz al autor, citando el poema completo:

¿Y qué pensar cuando el objeto de la vida
es poco más que la costumbre
la comodidad de seguir respirando como siempre
porque nuestra vida ha sido siempre
cuando el objeto no es la historia es la costumbre
con que bajamos la escalera
nos amarramos los zapatos y el espíritu
parece el único actor en el estrecho
escenario de nuestro corazón:
está ahí, está ahí pero en el fondo es otra cosa y el objeto
es con suerte el reflejo de sentirse vivo
y renovar contrato con el mundo
una mañana, y otra
y otra?

¿Y qué pensar cuando no hay razón para seguir
pero seguimos
porque no sabemos otra cosa no sabemos
cómo vivirá la vida sin nosotros
ni nosotros fuera de ella y el objeto
no es dios ni el otro mundo
cuando sabemos de memoria el recorrido
entre lo que no recordamos
y no queremos recordar?

El espíritu
sólo es el amor con que nos trata la materia
y es un poco más
y también un poco menos cuando el objeto se ha perdido
no las ganas de vivir
por costumbre
por reflejo
por amor a la materia.

(Espinoza Ale, Círculo de sal, p. 158-159)


 

 

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