La obra de Jorge Edwards (Santiago, Chile, 1931) muestra, como ninguna otra de sus contemporáneos, una interiorización personal que el lector debe interpretar: su degradación de la Historia, su mordacidad hacia cuestiones oficiales o institucionales, sus encargos políticos o diplomáticos o sus innumerables viajes. Un arte solidario con las propiedades cognoscitivas que posibilita la escritura, tanto si el chileno escribe novela, cuento, crónica, memoria o ensayo. Su narrativa caracterizada universalmente de ambigua, muestra así esa resistencia a la lectura como clave única, por una falta de contenidos explícitos o porque el método narrativo empleado, el material lingüístico y el temple anímico, tan característico en su producción, ofrece suficientes signos para ser reinterpretados.
En La casa de Dostoievsky (Premio de Narrativa Iberoamericana Planeta-Casa de América, 2008), Edwards vuelve a los temas de sus inicios: las inquietudes existenciales de su generación, el ambiente vivido por ese grupo de amigos de la burguesía chilena decadente o al relato testimonial y crítico de obras como El peso de la noche (1965), Persona non grata (1973) o Los convidados de piedra (1978). Con un personaje indefinido, como protagonista, aunque nadie que conozca la historia literaria de Chile dejará de ver en él a Enrique Lihn, ficticiamente caracterizado como el Poeta, arranca la novela con el testimonio de las vivencias juveniles en la casona Dostoievsky, un viejo inmueble ubicado en el centro de Santiago, ocupado, en los 50, por poetas, pintores y filósofos con ganas de cambiar el mundo y de escribir poesía. Es quizá el mejor tributo que Edwards podría rendir a los jóvenes epígonos de Pablo Neruda y Vicente Huidobro; por sus páginas desfilan los nombres de Alejandro Jodorowsky, Lucho Oyarzún, Eduardo Anguita, y aunque sometidos por la presidencia radical de González Videla, se exaltan los encuentros de jóvenes comunistas en el Parque Forestal; una crónica del mundo de la literatura, de la política y del éxtasis amoroso que se desarrolla en la primera parte, titulada «La espalda de Teresita». Sorprende el ambiente juvenil de un Santiago cosmopolita capaz de sobrevivir a las teorías de Marx y de Engels, anhelante por conocer poemas de Eliot, Pound, Rilke o César Vallejo o ansioso de escribir, escribir;
se recrea el paisaje de un París de la bohemia, cuando el Poeta se hospeda en un hotelito del Barrio Latino, ciudad donde leerá a Fournier, Nodier, Schwob, incluso a Mallarmé, sobresale el episodio fundamental de la despedida de la juventud, y de casi todo, porque su vida proseguiría en Cuba, en esa segunda parte, «De tránsito». Crónica de una Habana revolucionaria, con la mágica omnipresencia de Lezama Lima o Rodríguez Feo y se constata la escéptica visión del paraíso socialista: «el caso Padilla» como detonante, en un audaz testimonio y posterior desilusión del Poeta, hastiado por sus vivencias en una isla donde nada funcionaba, para en la tercera y definitiva parte, «La ciudad del pingüino» volver al comienzo, al símbolo de una época, al signo de un tiempo pasado, hundido ya en una suerte de incertidumbre personal y colectiva: el golpe militar o la vergüenza del Estadio Nacional, como trasfondo. También es una novela con bellas historias de amor: Lorita, Teresita, Viviana o María Dolores, criaturas inocentes, sensuales y pasionales.
Pura ficción, transmutada en realidad porque, después de todo, este Poeta es un personaje de huidiza identidad, un poeta con voluntad de travestido.
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La Casa de Dostoievsky
Jorge Edwards, Planeta, 336 págs. (Premio Casamérica, 2008)
Por Pedro M. Domene
Publicado en Mercurio, España. Junio-Julio, 2008