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Literatura e Historia en el Museo de Cera de Jorge Edwards
Por Federico Schopf
Publicado en Literatura chilena, creación y crítica. Vol. 7 N°4. Otoño de 1983
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1. Algo ha cambiado abruptamente. Basta atravesar un río, es decir, cruzar un puente antiguo que, nosotros habíamos largamente olvidado. Ya no estamos en Santiago de Chile, o mejor dicho, entramos aún más profundamente en esta ciudad y su historia, en los inesperados laberintos que nos depara y en las materias mismas en que se genera un poder que nos resultará inaccesible. El puente de cal y canto ya no existe -y nunca estuvo adornado de estatuas que hacían gestos de advertencia-, pero bajo sus arcos aún se desarrolla la animada vida de los puestos de comercio, las picanterías y la remolienda. La otra orilla del río recuerda rasgos de Praga o de París, pero no sabemos si sus calles y casas son auténticas o copias, aunque sí corresponden, en un Santiago de pesadilla, a un remedo arquitectónico que, con el paso del tiempo, se ha hecho propio.
2. El golpe que desata una tragicomedia privada, en medio de una crisis política que desemboca en otro golpe, es un matrimonio desigual y el previsible adulterio. El Marqués de Villarrica -un aristócrata calificado de reliquia colonial- decide casarse en su ancianidad con una mujer joven y hermosa, hija de un comerciante enriquecido. La noticia sorprende a sus amigos: el Marqués ha sido por largos años presidente del Partido de la Tradición y soltero impenitente, pero les resulta comprensible. Para satisfacerse, le basta al Marqués contemplar a la muchacha paseándose en camisón transparente, durante las noches de luna o delante de la chimenea encendida. Ella vive aparentemente feliz en la lujosa mansión. Con el propósito de mejorar su formación (o combatir el aburrimiento) recibe clases de piano. Por insinuación de una vieja sirvienta (que más tarde lo traicionará), el Marqués la hace espiar durante las lecciones de música. Sorprende in fraganti el adulterio, pero no lo denuncia a la justicia ni lo hace de conocimiento público. Incluso para el Marqués parecen estar lejanos ya los tiempos en que un constat d'adultere -según un cuadro de J. Garnier, 1883, que hoy se ha vuelto obsceno- bastaba para salvaguardar el honor ante la sociedad. Pero el Marques tampoco se limita, discretamente, a expulsar a su mujer de su casa y de su vida. Decide perpetuar la escena en figuras de cera: "Gertrudis en actitud de desmayo y de pasmo, exhibiendo los muslos de un blancor azulino, desanudadas las amarras del corpiño y la mitad de los pechos al aire; Sandro, el pianista, desorbitado, como los sátiros de las pinturas del barroco, buscando la penetración, erecto, mientras tocaba los muslos con manos ansiosas y ojos enloquecidos ... y el Marqués, paralizado en el umbral de la revelación, con ojos atentos, glaciales, curiosos ..."
En pleno auge del pop-art e incluso del hiperrealismo, el Marqués ha escogido, inevitablemente, a un escultor que continúa repitiendo las normas anacrónicas de la belle epoque. Como desea una reproducción exacta del adulterio y sus protagonistas, sugiere al escultor que espíen a su mujer y a su amante. Ante la sorpresa y la censura de sus conocidos, el Marqués termina por instalarse en casa de los adúlteros. Allí se extingue, viejísimo, sin que nadie se percate, sentado en una silla de ruedas, mirando con ojos que ya no se sabe si están vivos o muertos.
Las circunstancias, el duro golpe, han transformado al Marqués, en un perverso, o quizás siempre lo ha sido. Su perversión podría ser la de un voyeur, pero en un sentido muy amplio. La contemplación de lo prohibido no ocurre -como en el caso típico del voyeurismo- al margen del conocimiento de la víctima. Por el contrario, su mujer colabora cubriéndose con ciertas ropas e incluso ofreciéndosele a la contemplación (y acaso esperando algo más) bajo determinadas condiciones ambientales. De esta desviación fetichista del Marqués hay antecedentes en su conducta anterior: sus conocidos comentan que, en una ocasión, había bebido champagne en el zapato de una amiga. La obsesión fetichista parece llegar a su extremo en el extravagante empeño de reproducir a su mujer en una figura de cera. Así se habría operado su sustitución completa por un objeto análogo, pero del todo inapropiado para que el Marqués lo penetre sexualmente. Está a punto de hacerlo, en cambio, el pianista, esto es, el muñeco que lo reproduce. En este momento preliminar, inminente, lo ha detenido para siempre en el arte, aunque no en la realidad, la mano del pintor y, tras ella, el extraño designio del Marqués. Una vez instaladas las reproducciones en la sala de música, su dueño cierra la mansión y decide abandonarla para siempre. No obstante, ordena la (imposible) construcción de una casa semejante en las afueras de la ciudad y -lo que es aún más sintomático- deriva perversamente a la contemplación de los adúlteros. En su intromisión en la vida de la pareja -el pianista lo tolera en la esperanza de heredar su fortuna-, ejercita una especie de autocastigo, la expiación de culpas que no conocemos y que muy probablemente el mismo desconoce. El pasado del Marqués no existe literalmente y, al parecer, tampoco literariamente. Pero es hora de recordar que existen también los derechos de lector, es decir, la posibilidad de ampliar, completar verosímilmente el fantasmal mundo de la literatura, el espacio y tiempo de la ficción. En este sentido, sería edificante dirigir las linternas hacia ese pasado abisal e hipotético. Entonces, quizás aparecerían sus deseos insatisfechos y largamente reprimidos (los que le hemos inventado) por el “orden de las familias” y el orden social en que éste se promueve.
3. Mientras se desarrolla la historia amorosa del Marqués, la sociedad en que vive sufre una especie de crisis continua que se agudiza en dos momentos: durante la asunción del poder por grupos de izquierda y durante una contrarrevolución implacable. Pasajero en su carroza, el Marqués atraviesa las calles atestadas de autos y, muy pronto, escenario de violentas manifestaciones políticas. No obstante, seria un error considerarlo exclusivamente como un sobreviviente de la historia, un sujeto fuera de lugar. Quizás una característica esencial del mundo representado en esta narración sea la concurrencia de tiempos distintos y antagónicos en un mismo espacio. Pero esta concurrencia no compone -como en los relatos de Carpentier o García Márquez- el espacio, acaso sublimado, de lo real maravilloso, sino, por el contrario, un mundo grotescamente degradado y contrahecho. Allí pugnan confusamente fuerzas irreconciliables y da la impresión de que el predominio de una no depende sólo de su apoyo interior o de su representatividad social.
Antes, en la época en que el mundo era aparentemente autónomo y armónico, el Marqués era alguien: representaba políticamente a su clase y era exhibido como una figura ejemplar de los usos y costumbres que legitimaban, desde el punto de vista moral, el predominio de su clase. Ahora, no ha sido capaz de estar a la altura de las circunstancias, en un momento en que su figura parecía más necesaria que nunca. Su inaceptable conducta erótica precipita su caída en el círculo de sus amistades. Ni siquiera ha hecho el esfuerzo de guardar las sagradas apariencias. Ha llegado a ser peor que nadie: sin máscaras, aparece como un peligroso contraejemplo de decadencia moral. Sus conocidos son, desde luego, insensibles para detectar los impulsos autodestructivos del Marqués y para inquietarse por sus verdaderas causas.
El Marqués debe atenerse a las consecuencias. Ahora está expuesto, es un desclasado, alguien que ha perdido su clase, un perdido, y sus bienes serán expropiados no sólo por los extremistas de izquierda, sino también por los paniaguados de la contrarrevolución.
4. Agente decisivo para la instauración del Nuevo Orden es una antigua sirvienta del Marqués: la Cocinera. En un comienzo, parece un personaje estático, que defiende celosamente las jerarquías sociales y los valores de su patrón. Pero el desarrollo de los acontecimientos, es decir, la agudización de la crisis política y la decadencia simultánea del Marqués, hacen aflorar insospechados filones de su personalidad, tan fuerte como desprovista de cultura y escrúpulos. Cumple una función análoga a la del Mayordomo en Casa de campo (1978), la novela de José Donoso. Su ascenso es vertiginoso. Provista del don de mando y de organización, asume la jefatura de una conspiración, deshereda al Marqués y muy pronto ocupa puestos de importancia. Es secundada eficazmente por un joven que trabaja de camarero en un restaurante popular y que, más tarde, encontramos militando o infiltrado en un grupo de extrema izquierda. La Cocinera e Izquierdo (éste es el nombre del infiltrado) pertenecen a la falange de mayordomos, camareros, conserjes, empleadas domésticas, amas de llave, modistas, camioneros, choferes de taxi, porteros de hotel, empleadas de peluquería, administradores de fundo, pequeños comerciantes, parceleros, secretarias de gerencia que contribuyen a la victoria de la contrarrevolución y asumen puestos de mayor o menor significación en la administración política y en el aparato represivo del nuevo régimen.
En los comienzos de la nueva era, está ya la Cocinera instalada en la mansión de su difunto señor. Desde la calle, el escultor, que ahora es un anciano, observa la sala “donde antes habían estado sus tres muñecos, iluminada profusamente y recorrida por mujeres hermosísimas y por los jóvenes ejecutivos que habían logrado incorporarse al círculo social de la Cocinera”.
5. Pero no sólo el Marqués y el escultor -aunque por razones en parte distintas- contemplan los acontecimientos desde fuera. De manera sintomática, también quisieran no haber participado directamente en ellos los diversos narradores, que en el curso del relato, evocan la figura del Marqués. Ellos son miembros del mismo club exclusivo a que, por derecho de casta, pertenece el personaje al que ridiculizan. Sentados en la eterna mesa de juego y tranquilizados por la contrarrevolución, recuerdan al Marqués en una mezcla de conmiseración, burla, amonestación y, en algunos, una dosis de secreta admiración. Pero tienen manifiestas dificultades para precisar los hechos y algunos rasgos del Marqués y otros personajes. Da la impresión de que entre los sucesos sangrientos y su recuerdo mediara muchísimo tiempo. Pero no es así, ya que incluso algunos de ellos han conocido personalmente al Marqués. Por eso, más bien tendríamos que suponer que la contrarrevolución inusitadamente violenta- ha provocado en la conciencia de ellos una gran distancia entre el pasado inmediato y el presente, una especie de trauma histórico que prefieren olvidar. Acaso una inconsciente necesidad de autojustificación hace que la figura del Marqués vuelva a su conciencia y su reiterada rememoración se resuelva en una feroz caricatura del personaje, de la cual se desprende que se habría perdido, como muchos otros, por su propia y exclusiva culpa.
Sobre la base de estas evocaciones, surge el impreciso fantasma de un narrador colectivo que posee homogeneidad relativa -en cuanto sigue haciéndonos sentir el peso de la noche- y exhibe seguridad en la representación y valoración implícita de los hechos. Sin embargo, como en otros relatos de Edwards, el montaje de estos recuerdos y, sobre todo, el carácter abrumadoramente unilateral de su testimonio exagerado -unido a ciertas sutiles discrepancias- terminan por hacernos notoria la falta de verdadera solidez y la escasa consistencia de los argumentos y evocaciones históricas que esgrimen los personajes y el narrador colectivo que les sirve de escudo. Por lo demás, algunos fragmentos del relato traslucen también cierta consideración burlona e incluso despreciativa de las nuevas autoridades.
6. El espacio o tiempo que el autor concede, generosa o sarcásticamente, a los miembros del Club para que se expresen libremente (y que éstos seguramente no le concederían a él) es uno de los componentes del relato que le confiere una forma genérica ambigua, en que se mezclan rasgos de la caricatura, la parodia, el esperpento, la crónica social, el divertimento, la sátira política, el grotesco, el cuadro de costumbres, etc. La mediatización de los acontecimientos por los miembros del club acerca el relato a la intención del esperpento: dar la visión deformada de la realidad que nos entrega un espejo cóncavo. Es ya un lugar común repetir las palabras de Max Estrella en Luces de Bohemia: “los héroes clásicos han ido a pasearse en el Callejón del Gato. Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. Las imágenes más bellas, en un espejo cóncavo, son absurdas”. El Marqués de Villarrica no es, por cierto, un noble de antigua prosapia paseándose frente a esos espejos. Probablemente confeccionado, al menos en parte, como contrafigura del Marqués de Bradomín (y en parte también como parodia de otro marques de “antiguo cuño”), ya su título nobiliario encierra una contradicción penosa. Pero tampoco es sólo el personaje estúpido del que se ríen sus compañeros de clase, juego, abuso, comida y parranda. Sin advertir que el autor los ha puesto frente a nosotros, como en un escenario, caídos en su trampa, ellos hablan y hablan, exhibiendo de modo casi obsceno su mediocridad y frustraciones, su incapacidad de amor y su deshumanización. Quieren divertirse a costillas del difunto Marqués -olvidándose por un momento de asuntos más serios-, pero en realidad con ello, inevitablemente levantan el tupido velo que han corrido tras los acontecimientos: “Desde nuestro lado, sabíamos que algunos se habían hecho humo, y que otros habían muerto en una operación de limpieza efectuada debajo del puente ... Sus cadáveres habían salido a flote en el sector de las aguas profundas, hinchados y verdes, girando en remolinos lentos”. A su vez, el narrador básico -uno de ellos, que aún quiere evitar “la muerte del humanismo en Chile”, o un humanista mimetizado, sobreviviente, ¿cómo alguno de nosotros? - parece entregarse también a una especie de divertimento: “ocupación que desvía al hombre de pensar en los problemas esenciales que deberían ocuparlo”, según define el diccionario que tengo más a mano.
Pero debemos preguntarnos si en las circunstancias del autor, que ha retornado a las fuentes mismas de su obra y su (des)dicha, no es éste el hallazgo de un camino en la sociedad represiva, una forma indirecta de representar lo prohibido.
7. Es en este contexto que cobra sentido preguntarse por las relaciones de este relato con la historia de Chile, es decir, con el presente y el pasado de una sociedad que, fantasmalmente como una pesadilla o un cielo gris y encapotado, lo circunscribe y ahoga. Las presumibles condiciones del trabajo literario en Chile -la censura y la autocensura- han tenido, sin duda, influencia en la composición del género de este texto y en el tratamiento paradójico de sus temas. A pesar de algunas referencias directas -y que quieren parecer superficiales y frívolas-, los acontecimientos y personajes históricos no están presentados directamente. Pero no sólo porque el autor haya temido represalias del gobierno y sus organismos (in)visibles de represión. Demasiados relatos han fracasado en el intento de representar directamente los sucesos del 11 de septiembre de 1973 en Chile, sus antecedentes y consecuencias. Carecen de dimensión estética y, por tanto, de eficacia literaria. Con su acostumbrada exageración -que es una manera de decir la verdad-. García Máquez confiesa que se demoró treinta años en reunir los materiales y acceder a las condiciones que le permitieron la elaboración literaria de su ultima novela. En el Museo de Cera,[1] Edwards ha preferido -consciente o inconscientemente- asumir de otro modo la necesaria distancia estética. El relato nos entrega una representación varias veces mediatizada de los hechos. Como ya sabemos, el relato se concentra obsesivamente en la figura del Marqués, pero tiene una subterránea y poderosa fuerza centrípeta: su forma grotesca -resultado de los diversos procedimientos con que se lo construye- atrae la presencia ominosa de un poder absoluto, arbitrario y cruel, que se cierne amenazante sobre las vidas de este mundo y las somete a una vigilancia y terrorismo implacables. Ante esta emergencia e impregnación del mundo literario por su entorno histórico, el narrador básico no practica la impertinencia de interponerse ostensiblemente o interponer alguna concepción de la historia que nos preinterprete los hechos y, por tanto, haga surgir nuestra desconfianza. Ni siquiera nos quiere abrumar con una actitud incómodamente seria. El narrador básico no pretende erigirse en autoridad pseudo-científica y tampoco en autoridad moral, más que dudosa dado los tiempos que corren. Haciendo gala de una “astucia” aprendida en su roce con la historia -y que le permite sobrevivir en esta atmósfera de pesadilla y peligro inminente- el narrador deja hablar a algunos de sus personajes. Estos, como sabemos, se complacen enfermizamente en componer una visión grotesca y deformada de la ya deformada personalidad del Marqués. Están convencidos de que su propia dignidad contrasta irrefutablemente con la degradación del sujeto que los obsesiona. No alcanzan a percibir que han caído en la mencionada trampa del autor, es decir, que se exhiben, frente a nosotros, en toda su condición de personajes enajenados, carentes de interioridad y de conducta propias, payasos que tienen cierta libertad de movimiento, pero penden también en última instancia, de los hilos de un poder cuyo centro está situado más allá del alcance de sus manos. La legitimación ideológica de este poder no está ya puesta en la trascendencia y no se identifica con el destino o la divina providencia; tampoco con el determinismo histórico-natural del siglo XIX. Todos sus intentos de fundamentación moral y metafísica son retóricos y están al servicio de la manipulación de conciencias. En el fondo, este poder ha perdido de vista la necesidad de legitimarse auténticamente y, por eso mismo, se ha autodegradado. Los medios más poderosos en que se sostiene son la represión y la alienación, es decir, la fuerza de las armas y la manipulación (ejercida directamente por los medios de comunicación e indirectamente por los efectos ideológicos de la economía de “libre mercado”). Este poder y sus representantes y delegados en las más lejanas colonias del imperio, manifiestan en la práctica su más, absoluto desprecio por el ser humano. La situación óptima es aquélla en que el nuevo orden, la nueva libertad, la nueva democracia están absolutamente protegidos y garantizados por las fuerzas de seguridad nacional. Adecuada alegoría de este desprecio por el ser humano es la escena en que el Marqués, sentado en su silla de ruedas, y sus acompañantes huyen de una persecución policial y procuran atravesar el puente. Son imágenes que hemos visto demasiado en la televisión: los policías perfectamente acorazados, los robots se acercan y “después las inconfundibles orugas y el repiqueteo metálico de dos tanques que avanzaban hacia la entrada del puente”. Frente a estas fuerzas de la deshumanización, un paralítico y otros ciudadanos reducidos a la condición óptima, esto es, al más absoluto desamparo e indefensión.
Pero la historia aquí complicada no es puro presente o reiteración del presente. Ya la vida del Mariscal Aguilera -como me lo ha indicado Walter Hoefler- establece lazos con la historia anterior al tiempo del relato. El Mariscal es en el relato uno de los dirigentes del Golpe Militar. Antes, había sido capitán de caballería en los años en que se habían reprimido sangrientamente las huelgas del salitre. En este sentido -que vincula el presente con el pasado-, el Marqués y los personajes que lo zahieren semejan también figuras de cera en que -de acuerdo a la conocida frase de Portales -el prolongado peso de la noche ha impreso sus huellas. Leer estas huellas, es decir, penetrar en la ideología que impregna la vida de estos personajes y relacionarla con sus bases materiales y sociales, es una manera de interpretar este espectáculo de esperpentos.
Un último indicio de la voluntad de compromiso del autor es la alusión que hace el narrador -y con la que concluye el relato- a un recital de poesía en que un poeta se ha cortado la cara y luego se ha masturbado frente al publico, quemándose finalmente las mejillas con una mezcla de semen y sangre. Ante la actitud escandalizada de quienes exigen la prohibición de tales excesos, comenta el Mariscal Aguilera: “Si así quieren desahogar su agresividad, ¿qué daño pueden hacernos?”
De un happening semejante -que no es sólo un remedo trasnochado de los actos gratuitos del surrealismo, sino respuesta desesperada ante la represión permanente- había informado la prensa chilena a fines de 1979. La reacción de los medios de comunicación establecidos está suficientemente ilustrada por un titular de La Tercera (17.11.79): “Insólita reacción de un poeta en exhibición de pintura porno”. Cualquiera relación de identidad o semejanza entre ambos acontecimientos -el recital del relato y la exposición de cuadros de Juan Dávila, chileno, radicado en Australia- no es, por supuesto, mera coincidencia. Más allá de la superficie anecdótica -sin la cual no habría nada- se traduce la inquietud del autor ante el incierto destino (función, utilidad, eco) del arte en la sociedad actual y especialmente en los países militarmente reprimidos. De manera indirecta, sarcástica, en apariencia sólo frívola, pero no desprovista de íntimo dramatismo -es decir, según lo permite el terrorismo de estado bajo el que escribe-, el autor vuelve a plantear el viejo problema de la (in)utilidad del arte. Cualesquiera que sea su actitud -o el grado de su (des)esperanza- su relato alcanza a mostrarnos, si se quiere insuficientemente, las injustas bases en que se sustenta el edificio de la dictadura. Quizás en este principio de persuasión consista la eficacia de la literatura. [2]
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NOTAS
[1] Jorge Edwards, Museo de Cera, Barcelona, Editorial Brugera, 1981.
[2] Sobre una tendencia en la narrativa chilena actual a la utilización paródica de formas genéricas anteriormente consagradas, como lo muestra este relato, puedo llamar la atención en esta nota con Casa de Campo de José Donoso o diversos textos de Gerardo de Pompier. Tampoco he comentado la abundancia de chilenismos en este relato -que puestos en boca de narradores y personajes- son signos y parte del mundo que se representa, y que a la vez limitan sin duda las posibilidades de recepción de algunas dimensiones del mundo narrado. Creo que hay que relacionar este “rasgo de estilo” o uso lingüístico con el problema de la autonomía y dependencia de la obra literaria y, correlativamente, con el problema de su historicidad y universalidad. Sobre este problema del estilo y otros, se puede ver dos de mis trabajos: “La narrativa de Jorge Edwards”, Studi di letteratura ispanoamericana, Milano, 9 (1979) pp.29-43 y “Dos novelas chilenas”, Eco, Bogotá, 216 (1979), pp.653-662