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ADANES
Por Jorge Edwards
Publicado en La Segunda, 10 de Marzo de 2017
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Los actuales funcionarios de la cultura, en casi todas partes, cada día con menos excepciones, suelen ser adanistas, idólatras de la novedad, partidarios de comenzar de nuevo a cada rato. El recién nombrado responsable de un consejo de cultura instalado en el viejo Matadero de Madrid llega y destierra a dos escritores que fueron de vanguardia, pero hace ya demasiado tiempo: Max Aub y Fernando Arrabal. Bajo la obsesión de la novedad, la vanguardia se transforma pronto en retaguardia. En el París mío de los años sesenta, Fernando Arrabal era rabiosamente innovador, inédito, original. Con su amigo Alejandro Jodorowsky y junto al dibujante Topor formaban una especie de sociedad, o grupo, o célula conspirativa, el Grupo Pánico. Había tres "Pánicos" enfrentados a la multitud aborregada, adocenada, carente de espíritu. Alejandro degollaba pollos y pequeñas tortugas en una acción de arte y arrojaba los restos a la platea. Parece que la costumbre general de los intelectuales de andar vestidos de buzo o de obrero de la construcción viene de esos días. Salvador Dalí solía participar en esos eventos como espectador o como actor secundario. Pero el episodio del Matadero de Madrid, el de dos nombres de escritores interesantes adjudicados a dos salas de teatro y reemplazados por Nave 10 y Nave 11, da que pensar. Parece que la obsesión por la novedad devora a la novedad. Lo nuevo pasa muy pronto a ser viejo, y nada es más viejo que la novedad reciente y superada. ¿Dónde quedaron, por ejemplo, el Futurismo y el Creacionismo, novedades máximas en su día? Ahora se cumplirán cien años desde la publicación de Horizon Carré, el primer libro del creacionismo huidobriano, y haremos un homenaje al poeta en el Instituto Cervantes. Pero el mejor homenaje que se le puede hacer a un escritor es el de su lectura. Leamos Horizon Carré, leamos los poemas de la etapa en que Vicente Huidobro trató de convertirse en escritor de lengua francesa a toda costa, y saquemos nuestras propias conclusiones. Huidobro era un gran poeta a pesar de él mismo, a pesar de sus esfuerzos de exhibicionismo, de vanguardismo a toda costa. No había que cantar la lluvia, había que hacer llover en el poema; no había que cantar la rosa, había que hacerla florecer en la palabra poética.
Se cumplen cien años del nacimiento de Juan Rulfo y se organizan homenajes variados. El sistema métrico decimal es otra de las idolatrías modernas. Me dan ganas de leer escritores y libros que no cumplen cifras redondas de ninguna especie. Prefiero leer un par de cartas de Flaubert sin esperar el aniversario de alguna de sus novelas. Pero los cien años de Rulfo son un pretexto para reincidir en su lectura. Rulfo, con su producción escasa, siempre dio la impresión de autor poco intelectual, de pocas lecturas, instintivo, natural, apegado al mundo campesino, a los lenguajes populares de sus tierras de Jalisco. Uno se mete en los temas, investiga, descubre textos olvidados, conversaciones contadas en alguna parte y después extraviadas, y las apariencias, los lugares comunes, se desmoronan. Rulfo no era profesor, no tenía la menor pretensión académica, pero era un lector infatigable, imprevisible. Sus paisajes, sus pedregales, sus desiertos, sus quebradas, provienen de su propia experiencia, de las experiencias de su padre y de su abuelo, dueño de tierras, agricultor a la más antigua usanza, pero también de lecturas intensas de William Faulkner y de autores rusos, franceses, ingleses. Se había encastillado en bibliotecas de provincia y había devorado libros diversos. Frecuentaba las librerías de viejo y anticuarias de la capital mexicana, en los alrededores del Colegio de San Ildefonso, y compraba todo lo que podía. Sus paisajes espectrales, por los que pasan sombras de personas muertas, donde se escucha a veces la voz de gente difunta, derivan de Faulkner, de Herman Melville, de Edgar Allan Poe. Un escritor argentino desaparecido hace décadas, amigo de Borges y del grupo que editaba la revista Sur, Pepe Bianco, me contó una conversación reveladora. Rulfo, siempre aficionado a visitar Buenos Aires, le comentó un buen día su admiración por una novelista chilena, María Luisa Bombal, que había vivido largos años en la capital argentina. Le había llamado la atención La amortajada, novela cuyo punto de partida era el monólogo de una difunta. La primera edición de La amortajada es de 1938. Su Pedro Páramo, publicado en la década de los cincuenta, parece tomar pie en el ambiente de muertos de la obra de María Luisa: nieblas, fantasmas, apariciones, difuntos que conversan y que recuerdan. Casi nada en literatura es novedad absoluta. Memorias póstumas, de Bras Cubas, novela del brasileño Machado de Assis, es de mediados del siglo XIX. Los idólatras de la novedad leen poco y no leen demasiado bien. Por eso pierden las perspectivas, ignoran los vasos comunicantes de la gran creación literaria. Entre los subsuelos del Dante, los de Juan Rulfo, los de William Faulkner y María Luisa Bombal hay relaciones internas, fantasmales. No perdemos nada con entenderlas y gozar de estas líneas y estas estructuras.