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Octavio Paz y nosotros
Por Jorge Edwards
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos N°774 (Diciembre 2014)
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Para mi generación, más joven que la de Octavio Paz (1914 -1998), formada en medio de una batalla sin cuartel de sectarismos, de divisiones y subdivisiones ideológicas, en la guerrilla literaria permanente, en la delación y la exclusión como sistemas, Octavio Paz representó la independencia intelectual, la imaginación crítica, libre, la poesía como visión y como revisión, como pregunta por el mundo y su belleza, como descubrimiento. Paz fue una conciencia en constante movimiento, siempre abierta, curiosa de todo: del instante, de la circunstancia, del pasado, del flujo del tiempo:
La forma que se ajusta al movimiento
No es prisión sino piel del pensamiento
Así escribía en «Condición de nube», obra de 1944, de sus treinta años de edad, pero eran versos que habrían podido valer como arte poética de toda su poesía. Esa conciencia nunca anquilosada, enfocada en la historia y en la memoria, llevó a Octavio Paz a explorar los temas de la identidad suya y nuestra: la de México, la de América española e indígena, la del otro y el nosotros. El otro Occidente, quizá el último, marcado por las raíces arcaicas, por el misterio precolombino. Paz examinó en El laberinto de la soledad (1950) -y lo hizo antes que nada como poeta, como creador de lenguaje- nuestro mestizaje cultural, religioso, político: el sincretismo áspero, atropellado, la síntesis frágil, trágica. Le tocó nacer y vivir en un mundo que pensaba en su ser, en su carácter, en su pasado personal o colectivo, con suma inseguridad, con temores y autocensuras de toda especie. El entró en esos terrenos resbaladizos con personalidad, con fuerza y con indispensable irreverencia, pero también habría que añadir ahora con sensibilidad, con delicadeza, con mirada de poeta y de esteta. Su cultura filosófica era una extensión de su pensamiento poético. Ahí, en esa conjunción, nacía el lenguaje de sus ensayos. Su escritura derivaba de un centro vivo, a veces gozoso, intensamente sensorial, a menudo dramático y doloroso. Era una corriente verbal cristalina, musical, fusión de ritmo y sentido, donde el ritmo formaba parte del sentido.
A pesar y en contra de la tendencia general, académica, reductora, es un error reiterado, un lugar común de la crítica, dividir al poeta del ensayista. Algunos llegan con la novedad de que es mejor ensayista que poeta y otros con la novedad contraria. Pero su poesía es ensayo y lo mejor de sus ensayos es poesía, es pregunta, es conjetura: «el que perdió su cuerpo, el que su sombra, / el que huye de sí y el que se busca» («Máscaras del alba», 1949). Poesía, o prosa poética, si se quiere, de inquisición, de introspección, de búsqueda, de análisis conducido por el verbo, por su color, su diversidad, su ritmo. Es lo más cercano a la poesía metafísica que podemos encontrar en nuestros parajes hispanoamericanos. Por eso cita con frecuencia a T. S. Eliot y a Paul Valéry; por eso se interesa en Vicente Huidobro, quien, a su juicio, abrió las puertas de la poesía contemporánea en lengua española (El arco y la lira); por eso conoce y se interna, intrigado, regocijado, en los laberintos, verbales y mentales, de Stéphane Mallarme. El verso de Octavio Paz acompaña al pensamiento, lo provoca, lo prolonga y a la vez lo resume. Y sus ensayos desembocan en intuiciones poéticas: son expresiones de un pensamiento que se origina en la filosofía y que deriva en algo que podríamos definir como sensibilidad de lo mágico, del misterio, incluso de la intuición religiosa.
A Michel de Montaigne, inventor del ensayo en el Occidente renacentista, o reinventor, puesto que era el género, la forma predilecta, de sus maestros clásicos, griegos y latinos, le gustaba insistir en que escribía, precisamente, ensayos, no resultados. Había que comprenderlo en esa forma, con ese criterio inicial. Pues bien, Octavio Paz ha sido el Montaigne de estos lados, de nuestra lengua y nuestro tiempo. Fue alguien que concibió el ensayo a la manera de Montaigne y de sus maestros, aunque no sé si en forma deliberada, con plena conciencia y conocimiento, como propuesta, como sistema de preguntas, como indagación y revisión. Nunca pretendió entregarnos resultados; sabía, entre otras cosas, que
los resultados, las conclusiones cerradas, tendían a convertirse en dogmas. Con pleno conocimiento del ensayo clásico, pero también del ensayismo mexicano y en lengua española, Octavio Paz nos enseñó a pensar con autonomía, por nuestra propia cuenta, y a criticar lo ya pensado. Comprendía el marxismo como crítica del liberalismo ilustrado, pero sabía que ninguna filosofía dura cien años y pensaba que a su generación le había tocado hacer la crítica de esa crítica: revisar y desmontar la crítica marxista de las ideas ilustradas. Tuvo una relación intelectual permanente con dos de las grandes corrientes críticas -críticas y a la vez fundacionales de la época: el psicoanálisis y el surrealismo, las formas profundas, enigmáticas, revolucionarias, de aquello que había explorado Sigmund Freud y que André Bretón entendía como memoria profunda, involuntaria, que al sumergirse en el pasado personal y colectivo se levantaba y tocaba los grandes arquetipos humanos. Su manera de pensar, de imaginar, de escribir en prosa y en verso, implicaba asumir riesgos y abrir caminos. Hay momentos en que su prosa vuela, en que parece alcanzar la unidad de los contrarios, en que ejerce la fascinación de las mejores páginas de la novela del siglo XX. En su poesía y en su prosa, Octavio Paz nunca se anquilosó; nunca se refugió en la facilidad de las ideologías asumidas. Para citar de nuevo a Vicente Huidobro, nunca fue esclavo de las consignas que flotaban en el aire, de sus limitaciones y sumisiones.
Conocí a Octavio en la casa de Carlos Barral, en la Barcelona de enero de 1974. Él acababa de leer Persona non grata y le había preguntado a Carlos por mí. Desde el primer minuto, me dio una impresión notoria de serenidad, de capacidad de diálogo, de atención a todas las cosas, de algo que se podría definir, quizá, como la cortesía de la inteligencia. Unía un humor amable y sabía introducir en la conversación, sin apremio, con una sonrisa, con indudable seguridad, pero también con gracia, las grandes cuestiones de la época. Se notaba de inmediato que era un lector activo, incesante, en proceso de revisión permanente de lo leído: lector y relector. En los encuentros que siguieron, esa impresión se confirmó en forma rotunda: Octavio Paz, poeta de ideas, ensayista, hombre de libros, de cultura.
En uno de esos encuentros del final, Octavio Paz me contó que había releído la obra completa de Neruda sin interrupción, desde la primera línea hasta la última. Todos conocemos su discrepancia con Neruda, que venía de los años cuarenta en México; su distancia política, que parecía infranqueable. En El arco y la lira escribió, sin embargo, que Neruda es «casi siempre el más rico y denso de nuestros poetas». A mí me tocó ser testigo de una curiosidad literaria y hasta humana que no había disminuido, a pesar de las diferencias y de las apariencias. «Como tú lo conociste bien», me dijo Octavio, a propósito de esa relectura suya, «conviene que sepas esto». Me confesó, entonces, que había llegado a la conclusión de que Neruda era el mejor poeta de todos, y citó varios nombres de los que prefiero no acordarme: mejor que tal, mejor que cual, mejor que tal otro. «Su error, agregó, conciso, rotundo, fue la política».
Me pareció una confesión extraordinaria, casi un intento de reconciliación más allá de la muerte. Paz encontraba en el mejor Neruda un intento de absorción física del mundo, una aproximación de índole casi religiosa a la materia, y entendía que la experiencia del chileno en su juventud en el Extremo Oriente, simétrica de la suya en su madurez, tenía algo que ver con todo esto. Por lo demás, hace pocos años, un testigo privilegiado, de la mejor calidad testimonial imaginable, me contó que los dos poetas habían coincidido en un hotel de Londres; sus mujeres, Mario Jo y Matilde, se habían encontrado en la escalera y habían decidido por su cuenta, sin hacerse mayores preguntas, que todos cenaran juntos esa noche. El poder femenino se había impuesto, y con sabiduría, esto es, con razones que eran superiores a la razón misma.
Por mi parte, pienso ahora que el error de Neruda no fue exactamente la política, como dijo Octavio Paz. la pasión política diversa, cambiante, contradictoria, era el signo de la época. Pero el error del poeta chileno, el verdadero error, fue el conformismo de su edad madura, después de una juventud apasionadamente rebelde, de claros ribetes anarquistas. El hombre se instaló en su ideología, a partir del drama de la guerra de España, y no quiso darle más vueltas al tema. Sus motivos de los comienzos, generosos, solidarios, altamente emocionales, se desvirtuaron, se disolvieron en los pantanos de la necesidad política, de la rutina, de la militancia, sin que el poeta los sometiera al menor examen. Lo característico de Octavio Paz, en cambio, lo propio de su personaje como escritor, era practicar sin tregua la renovación, la revisión permanente del pensamiento. Neruda se acomodó en sus refugios, en sus torres y sus túneles atiborrados de cachivaches, y llegó pronto al doble lenguaje: decía una cosa en privado, porque era más lúcido y más astuto de lo que la gente pensaba, y declaraba otra en público. El lenguaje de Octavio Paz, en cambio,
brotaba de su visión interna, incluso de sus contradicciones. Fue uno de los mayores maestros del oxímoron en la lengua española contemporánea, como lo fue Neruda en los momentos más altos de su poesía de juventud. Por eso Paz amaba esa «música callada» de San Juan de La Cruz, ese «deseando nada», donde la poesía de Occidente llegaba a tocarse con la del Oriente, con el Nirvana, y seguramente amó el «galope muerto» de los comienzos de Residencia en la tierra. Neruda se alejó de su gran poesía de juventud y hasta renegó de ella, pero se podría sostener que mantuvo hasta el fin, aparte y a un costado de sus poemas militantes, una visión inmóvil, casi religiosa, de la naturaleza, del mar, de los pájaros, de la mujer vista como paisaje: en último término, del tiempo y sus efectos de erosión, «de ese río que durando se destruye», como escribió en un poema memorable. Habia llegado a ser, en su fuero interno, cuando se hallaba lejos de la tribuna o del púlpito, un cardenal ateo, un contemplativo, un gozador del espectáculo del mundo.
En último término, en forma paradójica, el verdadero poeta de la sociedad, el que ponía toda su atención en los problemas de la historia, de la época, de los hombres y las sociedades humanas, era Octavio Paz. Lo hacía sin rehuir la contradicción, alejándose del principio de identidad de los pensadores clásicos. Y quizá el amor era el vaso comunicante, la poderosa conexión subterránea de su poesía con la de Neruda, manadas ambas, además, aunque de muy diferente manera, por la experiencia del Oriente.
En las muchas conversaciones que tuve con Octavio Paz, sobre todo en las décadas de los ochenta y los noventa, las referencias suyas a Neruda fueron ocasionales, discretas y a la vez constantes, como preguntas que dejaba caer en medio de otros temas, sondas que lanzaba al azar y después recogía. A veces adquirían un matiz algo cómico. Parecía que tuviera nostalgia de los tiempos anteriores a la crítica, al recelo, a la distancia política. Como sabía que yo había pasado bastantes años en contacto cercano con el chileno, trataba de confrontar su memoria lejana, la de su viaje al congreso de Valencia de 1937, con la mía, más reciente y más fresca. Un día me preguntó con la mayor candidez: «Dime, Jorge, ¿cómo tomaba su whisky Pablo Neruda?». Respondí con el mayor detalle, a sabiendas de que había que saciar una poderosa curiosidad: vasos gruesos, bajos, de pesado cristal no más de un cubo de hielo, Johnny Walker etiqueta negra o Buchanan de lujo, de la familia prestigiosa de los Black & White, un poco de agua mineral con gas, de preferencia Perrier. Después de dar estos datos, pensé en el whisky de otros poetas whisqueros que había conocido, el de Jaime Gil de Biedma, el de Vinicius de Moraes, el de Rubem Braga, poeta bisiesto, según su autodefinición,y escribí una crónica sobre la materia, un texto que habría podido calificarse, a la inglesa, de ensayo familiar. El whisky formaba parte de la biografía de Neruda, quizá de su espíritu poco libresco, de su aparente pereza intelectual, y era ajeno a la de Octavio. Sentado en su comoda poltrona, Neruda miraba el licor ambarino contra la luz de la tarde, mientras Octavio Paz, intensamente curioso de casi todo observaba y hacía preguntas directas y concretas.
El último encuentro mío con Octavio tuvo un aspecto trágico y desembocó en una conversación más íntima, en cierto modo más completa. No sé si más seria, puesto que saber cómo bebe su whisky un poeta también es una cuestión delicada. Me hacían una entrevista en los jardines del Hotel Camino Real de Ciudad de México, a propósito de la aparición de mi novela El origen del mundo, y escuché de repente gritos indignados. Uno de los fotógrafos presentes en mi entrevista había divisado a Octavio Paz en uno de los senderos y le había sacado fotografías de hombre enfermo, cansado, que caminaba apoyado en el brazo de un enfermero. Fue un momento difícil, un episodio de ira descontrolada. El incidente se superó y el fotógrafo juró destruir sus fotografías, juramento que, al abrir los periódicos de la mañana siguiente, comprobamos que no había cumplido. El poeta y yo nos sentamos, por nuestra parte, junto a una mesa del jardín, debajo de un toldo. Aunque tenía fama de no leer novelas, Octavio me dijo que había leído la mía y me contó que había sido gran lector del género en su juventud. Hablamos de Stendhal, de Gustave Flaubert, de uno que otro autor en lengua inglesa, de los rusos, no sé si de Marcel Proust. Paz me había impresionado siempre por su inteligencia, desde luego, pero tengo que añadir ahora que me impresionaba un aspecto preciso de esa inteligencia: su elegancia, su amplitud, su sorprendente universalidad. Era un degustador, un gozador de las ideas. En ese encuentro final me dio una impresión algo diferente, más completa, menos gozosa: de resignación, de mirada lúcida y que iba lejos, de sabiduría algo triste. Me dijo que debía esos meses de tranquilidad a la «generosidad de la presidencia de la República», detalle que en Chile habría sido mal visto, pero que reflejaba muy bien la relación entre el Estado y los hombres de cultura en México. Me preguntó mucho por Chile, por amigos comunes, por Francia y España. Sea como sea, hablar con Octavio Paz de Stendhal, de Flaubert., de novelas rusas, en un cruce
fortuito de caminos, en un descanso, en un jardín mexicano, fue una experiencia inolvidable. Trato ahora de leerlo desde la primera línea hasta la última, en su poesía y en su prosa, como me contó una vez en Madrid que había leído a Neruda. Creo que no tengo una constancia y una opacidad de concentración comparables a las suyas. Pero mi conclusión es clara: Octavio Paz es uno de los pocos escritores de la lengua que tiene un espíritu abierto, libre, siempre curioso, en quien la poesía y el ensayo confluyen y se refuerzan mutuamente. Lo mejor de la poesía de Octavio Paz es pensamiento poético; lo mejor de su pensamiento es síntesis más alta, poesía. Comunión, como dice él a veces. Lo releo con placer superior. Busco en España y en América los escritores de su misma familia intelectual. Compruebo que por suerte, a pesar de prejuicios y lugares comunes, todavía existen, aunque a menudo de manera más bien secreta.