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Mi nombre es Ingrid Larsen

Jorge Edwards
Publicado en APSI, N°277, noviembre de 1988



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Celestino, el mozo, me deja los nombres anotados en una libreta grasienta, al lado del teléfono de la cocina. Yo, cuando hago un alto en mi trabajo, me paseo por el departamento. No puedo estar sentado mucho rato. Escribo en papelitos sueltos, en el salón, en la cocina, en el mueble de escribiente de mi sala, que me hace pensar en Bouvard y Pécuchet, los escribientes eternos. A veces salgo a la terraza y miro los árboles del Parque Forestal, o las cúpulas abovedadas del Palacio de Bellas Artes, nuestro Petit Palais mapochino. Después entro a la cocina para ver quién ha llamado. Ha llamado, según la anotación de Celestino, una tal Ingrid Larsen, periodista sueca. No hay teléfono ni indicación de hotel. Tengo que comprarme un contestador automático, me digo. ¡Cuántas veces me lo he dicho!

Después del almuerzo, mientras descanso y medito en la penumbra de mi dormitorio, con las persianas bajas y la luz del velador encendida, suena el teléfono. Descuelgo el fono. “Soy una periodista sueca”, dice una voz delgada, de registro alto, vacilante: “Mi nombre es Ingrid Larsen, y una amiga común de Buenos Aires, Natacha Méndez, me dijo que tenía que llamarte y conversar contigo.”

“¡Natacha Méndez! ¿Qué ha sido de Natacha Méndez?”

Me embarqué para comer esa noche con la sueca, en una peligrosa “blind date”. Lo hice por Natacha Méndez, y por la voz delgada, que vacilaba, y quizás porque no tenía nada mejor que hacer. Ingrid Larsen era la escandinava típica: pelo de color de choclo, rubio pálido, ojos azul celeste, piel muy blanca, labios gruesos y pintados al rojo vivo. Observé su cuerpo de reojo, al hacerla entrar a mi departamento, y recordé la expresión de un amigo de bares y de andanzas: buena carrocería, carrocería sólida. Llevaba botas de gamuza lúcuma, de tacones filudos, del mismo tono de sus pantalones, y daba la impresión de caminar con dificultad. Parecía que pisaba huevos.

“¡Hola, Ingrid!”, le dije. “¡Hola, Jorge!”, dijo ella, y pronunció “Jorge” con la incomodidad de los extranjeros, enredándose en la jota, en la erre, en la ge, mientras miraba los objetos de mi salón. Tengo una combinación de pintura de los años sesenta con muebles viejos y con alfombras persas más o menos deshilachadas. Una figura desvaída de Roser Bru junto a una mesa frailera agusanada a golpes de taladro en los talleres de Cruz Montt. Es decir, para que nos entendamos bien: no son antigüedades sino antiguallas, vejestorios heredados de la familia. Sospeché que ella había querido decir algún cumplido y que las palabras, al final, no le salieron. Daba la impresión de ser una persona avenible, pero a la vez tenía un ceño, una arruga obcecada entre ceja y ceja.

Pensé, conociendo a Natacha Méndez, que me había recomendado como a un notorio intelectual del no en el Plebiscito que venía, y que ella, ahora, sentía que había caído en la guarida de un burgués de mierda. De todos modos, quería que conversáramos. Le habían dicho que yo era una persona bien informada, bien conectada, bastante objetiva. ¿Qué creía que iba a pasar aquí?

Sólo atiné a encogerme de hombros. Le dije que no tenía la menor idea. “En este momento estoy confundido”, dije.

Tomamos un whisky bien cargado, no sé si para disminuir la confusión o para aumentarla, y salimos a comer al barrio de Bellavista, a “La Divina Comedia”. Nos dieron una de las mesas mejores del Infierno, en un rincón, al lado de una ventana, y al poco rato entraron dos personajes conocidos, acompañados de sus mujeres: un catedrático de historia, profesor en Canadá, que evolucionó con los años desde una posición de izquierda crítica hacia una derecha más o menos complaciente, y un abogado de grandes firmas y de gran familia, cuyo nombre había sonado, en los días anteriores a la designación de Pinochet, como posible candidato de consenso. El historiador, amigo de viejos tiempos, se acercó a nuestra mesa, sonriente, irónico, suponiendo que me sorprendía en una de mis aventuras galantes. Ya no las tengo, quise advertirle, o las tengo mucho más espaciadas de lo que te imaginas. Nos saludamos entre bromas y palmoteos y entabló un rápido diálogo con la sueca. Sucedió que la sueca conocía mucho, y más que mucho, a juzgar por sus exclamaciones y suspiros, a un compañero de colegio del historiador que había ido a parar a Estocolmo, un tal Perico Mulligan, cuyo segundo apellido era castellano vasco, algo así como Mulligan Echazarreta.

“Y ese gallo, ¿qué hace en Estocolmo?”, pregunté.

“Mira”, respondió mi amigo: “Para que te formes una idea, Perico Mulligan era el campeón de rugby de mi curso en el Grange School. Tenía auto de sport y casa con piscina a los quince años de edad. Después se metió a estudiar filosofía en el Pedagógico, nadie sabe por qué. Y a fines de la época de Frei, allá por el año 69, lo metieron preso por organizar un asalto mirista a un banco”

“¡Ah!”, exclamé, reclinándome en mi silla del Infierno: “¡Ni una palabra más!”

El historiador había contado esto en forma rápida, entre dientes, y creo que mi acompañante se quedó medio colgada. Cuando él regresó a su mesa, le pregunté a ella:

“Y tú, ¿dónde estudiaste?”

“En Estocolmo”, contestó, “y también en París. Estaba en París en mayo del 68”.

“¡Eres una veterana de las batallas del 68!”

“Sí”, admitió, “soy una veterana del 68”, y su voz, que modulaba las palabras castellanas con cierta lentitud, con una lentitud difícil, como la de su precario equilibrio en esos tacones filudos, se desgranó en una risa cantarina. En seguida se puso seria y repitió la pregunta que ya me había hecho en la casa:

“¿Y qué crees que va a pasar aquí?”

Volví a decirle que no tenía la menor idea.

“Pero, ¿crees que él no puede ganar, como se imaginan los políticos de la oposición?”

“Él no”, respondí, “puede ganar”.

Ella me miró en silencio, ceñuda. En seguida exclamó:

“¡Pero eso es imposible, Jorge!”

Lo afirmó de una manera tajante, inapelable. No se trataba de una simple imposibilidad coyuntural sino de un hecho metafísico. Por ahí pasaban Platón y Aristóteles, y también pasaban Martín Lutero y Juan Calvino, con algún condimento, supongo, de Carlos Marx, pero bastante escaso. Yo me limité a sonreír. Sentí algo así como un aleteo difuso detrás de las orejas: el soplo de la incomunicación.

“¿Así que crees, Jorge, que una dictadura puede organizar un plebiscito para perderlo?”

Abrí las manos, como para pedir tregua. Tomé el tenedor y ataqué mis pastas rellenas con espinacas. Acompañadas de un Santa Digna tinto, delgado, pero aterciopelado, estaban excelentes.

Ingrid Larsen movía la cabeza, convencida de que los chilenos éramos unos ilusos, o unos locos de remate, y confieso que llegó a contagiarme con esa convicción, al menos durante unas horas. En cualquier caso, celebró la comida con entusiasmo, agradecida, ya que su condición de veterana de asonadas callejeras no le impedía tener una educación de lo más tradicional, y al salir se acercó al historiador para despedirse. El encuentro de una persona que había conocido al mismísimo Perico Mulligan constituía, por lo visto, un episodio crucial de su visita a Chile. De eso no podía caber la más mínima duda. Tuve que tomarla del brazo para que conservara la posición vertical sobre sus tacones, que se incrustaban en las malditas roturas del pavimento, y divisé las caras insidiosas de las dos parejas, que me seguían a través de los vidrios.

El encuentro que acabo de relatar ocurrió cuatro o cinco semanas antes del plebiscito. Ella partía al día siguiente a Concepción, después viajaba a Buenos Aires, después regresaría a Santiago y me llamaría. “Si es que me permiten regresar”, dijo, cosa que no entendí muy bien. Como no confiaba para nada en la visión de las cúpulas santiaguinas, ni en la de los intelectuales de café, en cuya categoría supuse que me incluía, tenía que ir a terreno: visitar las poblaciones más desamparadas, llegar hasta el meollo de las provincias, participar en encuentros clandestinos con representantes de la ultraizquierda.

El lunes 3 de octubre por la tarde, a dos días del plebiscito, frente a las copas de los árboles del Forestal, a las luces lejanas de la Virgen del San Cristóbal, en un crepúsculo que había disipado, por fin, la pesadez polvorienta de un largo día, sentada en mi terraza, repitió la pregunta suya que llamaremos clásica, “¿qué crees, entonces, Jorge, que va a pasar?”, y puso una pequeña grabadora encima del cristal de la mesa, entre una tabla de queso mantecoso de Quillayes y un par de vasos de vino blanco.

Le dije que la vez anterior todavía no terminaba de creerlo. Pensaba que el gobierno había conseguido su objetivo de asustar a la gente con la idea de la vuelta de Allende, “y como tú sabes, Ingrid, la percepción del allendismo en el interior de Chile es muy diferente de la que tú puedes tener desde la rive gauche de París, o desde Madrid, o desde una isla del archipiélago de Estocolmo”.

Ella levantó sus ojos de color celeste pálido con algo que podía insinuar un temblor, una leve arruga sobre aguas quietas, y después se concentró en examinar el funcionamiento de la grabadora.

“¿Graba?”

“Sí”, dijo: “Está grabando.”

“Ahora, sin embargo, he llegado a convencerme de que va a ganar el no.”

“¿Estás seguro?”

“Si tuviera que apostar, apostaría que el no gana, y por bastante...”

En ese momento preciso las luces de todo el sector parpadearon y terminaron por apagarse. Hasta la Virgen del San Cristóbal quedó sumida en la sombra, debajo de un cielo estrellado.

“¡Ves!”, murmuró ella, con un acento que me pareció confirmatorio, casi triunfal.

“¿Qué?”

“Se dice que van a provocar un apagón, como ahora, y que se van a robar las urnas con los votos.”

“No es tan fácil robarse las urnas.”

“¡Pero esto es una dictadura, Jorge! ¡Cómo no te das cuenta!”

“Lo sé, Ingrid”, le dije, palmoteándole una mejilla en la penumbra: “Lo sé hace quince años.” Movió la cabeza con un gesto de impotencia, como si mi testarudez la agobiara, y yo, riéndome, hice exactamente lo mismo. Llené su vaso y el mío en la oscuridad. En ese instante empezaron a volver las luces. Al llamarme por teléfono, Ingrid había dicho que esta vez quería invitarme ella. Al restaurant que yo eligiera. Pero yo inventé un compromiso para excusarme. Aunque el trato con periodistas extranjeros podía ser simpático a veces, siempre terminaba por resultar abrumador. Sobre todo cuando llegaban del mundo desarrollado. Nunca dejaban de trabajar, desde luego: nunca dejaban de sacarnos el jugo. Y para colmo, nos miraban desde su distancia, con una sonrisa sobradora, como si ellos fueran los civilizados, los que sabían, y nosotros unos buenos salvajes. Escuchaban nuestras divertidas respuestas, nuestras ingenuas teorías, condescendientes, y no nos creían ni una sola palabra.

Esperé que bajara el ascensor, y me puse una chaqueta vieja, me peiné un poco, me eché un par de billetes al bolsillo. Caminé despacio a “El Biógrafo”, el café de la esquina de Lastarria y Villavicencio. Había soldados con ametralladoras en las calles, una atmósfera pesada. En “El Biógrafo” bebí otros vinos y comí en el mesón, entre gritos y codazos, en la incomodidad suma, algo que llaman “tortilla a la española”, una bomba hecha de huevos, cebollas, chorizos. Alguien dijo que el complot estaba en marcha, y que parecía que el gobierno de Washington lo había parado. Con la complicidad, dijo, de uno de los comandantes en jefe. ¿Lo habrá parado?, insinuó otro. Me palmotearon un hombro y me invitaron un trago. “Ya es tarde para tragos”, dije, “Gracias”.

Pensé que Ingrid Larsen llamaría el jueves por la mañana. Para felicitarme, tuve la ingenuidad de suponer, como lo hacían muchos amigos chilenos, o para comentar los resultados. Pues bien, no llamó durante todo ese jueves, un día en que los alrededores de mi casa se transformaron en un carnaval, y tampoco llamó el viernes. Me llegué a preguntar si no estaría disgustada, en el fondo, porque la realidad había desmentido sus teorías, pero era una buena chica, y sus sentimientos democráticos no admitían dudas. Después supe que las fuerzas especiales de la policía, al final de la celebración del día viernes en el Parque O'Higgins, las habían emprendido ferozmente contra los corresponsales extranjeros, con un saldo de heridos, contusos y máquinas fotográficas destrozadas. Llamé en la mañana del sábado al hotel, preocupado, y su habitación no contestaba. Volví a llamar a las siete de la tarde y su voz me contestó en el teléfono adelgazada, increíblemente frágil, tensa.

“Tengo mucho miedo”, dijo.

“¿Por qué?”

“¿No supiste lo que pasó con mis colegas de la prensa extranjera?”

Había sido un castigo perfectamente premeditado, “una venganza contra nosotros”. Ella había ido esa mañana a la población La Victoria y había notado que un automóvil de color blanco la seguía. En el vestíbulo del hotel, al regresar, había divisado gente rara, de expresiones torvas. Al ir a pedir su llave, le habían entregado dos mensajes de un señor Mulligan.

¿Mulligan? “Sí Pensé que sería algún pariente de Perico, pero me pareció raro que no hubiera dejado un teléfono” Y después, al entrar a su habitación, el teléfono había vuelto a llamar y ella había sentido miedo. Al descolgar el fono temblaba de miedo. Primero se había escuchado una respiración fuerte, unos pasos remotos sobre un suelo de tablas, música distante, y habían colgado. A los cinco minutos, de nuevo.

“¡Aló!”

“¿Viste lo que les pasó a tus colegas, sueca concha de tu madre? ¡La próxima vez no te vas a escapar!”

Ella tocó todos los timbres de su cabecera, histérica, y pidió auxilio a la recepción. El descontrol le había hecho perder el castellano, y le costó mucho darse a entender. La fue a visitar, por fin, un administrador de terno oscuro y corbata gris perla, que se inclinó y dijo que el establecimiento, señora Larsen, ofrece condiciones de seguridad absoluta. No podían impedir, naturalmente, que una persona llamara por teléfono desde fuera y dijera cosas desagradables, pero en el interior del hotel ella podía sentirse perfectamente tranquila. Le avisarían a la policía, ¡por supuesto! Pero el establecimiento se hacía plenamente responsable de su seguridad. ¡No faltaría más!

Cuando me terminó de contar esto, le dije que la esperaría en el bar del hotel a las ocho en punto. Que no se pusiera nerviosa. Las amenazas telefónicas, en este desgraciado país, habían sido cosa de todos los días.

Llegué al bar, un recinto semisubterráneo, donde dominaba la penumbra, sembrado de sillones en forma de corolas o placentas de cuero mullido, cuando faltaban dos minutos para las ocho. Ocupé una de las mesas bajas, con cubierta de vidrio negro, y empecé a mirar los titulares de “La Segunda”, hundido en una de esas placentas adormecedoras. Ella, con su puntualidad nórdica, se instaló en el sillón del frente a las ocho en punto. Bebimos pisco sauer, picoteamos bocadillos untados en mayonesa y conversamos. Había una cosa, dijo, que ella no me había contado, y que explicaba su nerviosismo de ahora. Miró para los lados. Comprobé que estaba inusitadamente nerviosa, ojerosa, estragada. Su mirada se detuvo durante una fracción de segundo en unos sujetos que ocupaban una mesa de un rincón más o menos oscuro. Guardó silencio y me pareció que tragaba con dificultad. Tragaba un bolo de aire, de nada.

Había venido por primera vez a Chile hacía cinco o seis años, en los inicios de los cacerolazos y de las protestas callejeras, y las autoridades la habían expulsado con cajas destempladas. Tres tipos parecidos a esos del rincón, explicó, tragando y tocándose el pecho con un dedo, habían golpeado a la puerta de su habitación de hotel, habían entrado a empujones, le habían dicho que tenía diez minutos para hacer sus maletas, mientras ellos esperaban en el pasillo, y la habían llevado en uno de esos automóviles blancos al aeropuerto. ¿Y por qué? Porque había escrito en los diarios de Suecia sobre las cosas que vio aquí: sobre las poblaciones hambrientas, las cárceles, los torturados, los desaparecidos. No era la única periodista extranjera que lo había hecho, pero no hay nada más impredecible que una policía secreta: escoge a una persona determinada, no se sabe por qué, quizá para que sirva de ejemplo, de escarmiento, y deja tranquilas a otras.

“Además, yo, en Estocolmo, había hecho mucho por los chilenos, y parece que la Embajada informaba con lujo de detalles.”

“No tienen otra cosa que hacer”, le dije, “y si eres, además, tan amiga del Perico Mulligan ese”.

Me miró por debajo de las cejas, como si se preguntara qué contenían mis palabras: burla, reproche, celos, qué. Me miró, y resolvió que podía continuar. Yo la conocía como Ingrid Larsen, pero su nombre completo era Louise Ingrid Gustafsson Larsen, y en la prensa de Estocolmo y en la radio de Gotemburgo firmaba sus despachos como Louise Gustafsson.

“Bonito”, dije, “un nombre muy literario.

“Existe Lars Gustafsson”, dijo ella. “Y existe Louise Gustafsson.”

Asomó en su cara, por primera vez, la sonrisa de los encuentros anteriores. Pues bien, había conseguido que un cónsul de su país le diera otro pasaporte. Nombre registrado: Ingrid G. Larsen. Premunida de ese documento semifalso, hipócritamente verdadero, digamos (“como comprenderás, algo muy irregular para los hábitos de un funcionario sueco, pero por tratarse de Chile”), y con un peinado diferente, con su pelo de color natural, porque antes se lo teñía de un castaño tirado a rojizo, había regresado a Santiago.

“Tenía un miedo espantoso, pero estaba loca por ver lo que iba a pasar.”

El empleado de la policía de inmigración pulsó unas teclas de su computadora, miró en la pantalla y timbró su pasaporte sin mayores trámites. Ella se sintió, entonces, perfectamente tranquila. Sacó la conclusión de que el país había cambiado: el incidente de su expulsión pertenecía a la prehistoria. Llegado el momento, consiguió las credenciales del Comando del No. Pensó, después, que también necesitaría las credenciales oficiales, para tener acceso al edificio Diego Portales, donde funcionaría la central gubernamental de cómputos, para entrevistar a gente de gobierno, para todo lo que se presentara. Fue, pues, muy oronda, a las oficinas de DINACOS, la Dirección Nacional de Comunicación Social. Ahí la atendió, detrás de un mesón, debajo de una fotografía del Presidente y Capitán General y Primer Infante de la Patria y Candidato Único, una señorita anteojuda, que le pidió su pasaporte y dos fotografías. Diez minutos más tarde, o menos, “porque ellos atienden muy rápido, sin ninguna burocracia, ¿sabes?”, volvió con el pasaporte y con una cartulina grande, llena de timbres, hecha para ser adherida a la solapa o colgada del cuello, en forma bien visible.

“Para que las fuerzas especiales sepan a quién apalear”.

Mi chiste sonó un poco lúgubre, y ella se limitó a recibirlo con un alzamiento de las cejas.

“Me levanté de mi asiento”, dijo, “recibí mi pasaporte, junto con la credencial, y leí.”

Leyó, en una caligrafía y una ortografía perfectas: Louise Ingrid Gustafsson Larsen. Se puso pálida, sintió que le faltaba la respiración, en esa antesala donde la gente circulaba y donde el retrato del Capitán General parecía presidirlo todo, y observó que los ojos de la señorita, detrás de los gruesos anteojos, permanecían perfectamente inmutables.

Bebí el concho de mi pisco sauer, llamé al mozo y le pregunté a Louise Ingrid si deseaba repetirse la dosis.

“Sí”, dijo ella: “Por favor.”

“¿Y qué quieres?”, le dije: “Ellos no son tan tontos.”

Tomaba el avión temprano al día siguiente, y ahora, después de su segundo pisco, pensaba preparar sus maletas y ponerse a dormir. Encerrada en su habitación bajo siete llaves. Sólo cruzaba los dedos para que las voces telefónicas no volvieran a la carga.

La acompañé en el ascensor hasta el piso 15 y me despedí de ella, de beso en la boca, frente a su puerta. Me cercioré de que tuviera cierre de seguridad y le dije que lo pusiera, aun cuando en el hotel podía estar perfectamente tranquila. No la noté demasiado tranquila, de todos modos, mientras juntaba la puerta lentamente, sin desclavarme los ojos. Sentí el ruido del cierre y me alejé con pasos enérgicos.

Confieso que al salir a la calle me sentí aliviado. ¡Estas suecas!, pensaba. Tenía el proyecto de irme a dormir, yo también, pero resultaba que soy un goloso sin remedio, un hambriento, y en lugar de caminar hacia la calle Ismael Valdés Vergara, a la orilla del Parque Forestal, caminé rumbo al Oriente, cruzando a tranco largo la Plaza Italia.

Caminar es mi único ejercicio, y me hace muy bien a la salud, de día o de noche, con alcohol en las venas o sin alcohol. Me acordé del viejo Parque Japonés y de las niñas del viejo Parque Japonés, las niñas Balmaceda del Río (por la estatua del Presidente, por el río Mapocho). Ahora no había niñas, y había en cambio, quizás, asaltantes agazapados entre los arbustos, de modo que prefería desplazarme por la vereda sur de Providencia. Las luces de “El Parrón” estaban encendidas, acogedoras, como siempre, y atravesé la calle para entrar.

Me instalé en la sala de la entrada, donde sólo comía un par de parejas silenciosas. Hice mi pedido, una porción de lomo liso, ensalada mixta, fondos de alcachofa, media botella de vino tinto, y fui al baño. En el baño, junto a los urinarios, había dos tipos grandotes, mal agestados. Uno de ellos estaba vestido de pana beige. Era alto, calvo, de cabeza roja, y tenía un suéter sucio y anteojos redondos. Noté de inmediato que me había reconocido y que me miraba con ostensible hostilidad.

“¿Llegó Volodia?”, preguntó, y como su compañero lo miró con extrañeza, sin entender, insistió: “Volodia Teitelboim”, y quería indicar con eso, claro estaba, “el rojo, el rogelio, el terrorista”.

Supuse que a mis espaldas hacía un gesto para señalarme. Yo me concentré en mi prosaica tarea frente al urinario. Me lavé las manos y recibí la toalla de papel que me pasaba el encargado. El tipo, ahora, interpelaba al encargado por encima de mis hombros:

“¿Sabes a qué hora llega Volodia Teitelboim? Porque tienen reunión aquí.”

Me sequé con el máximo de tranquilidad que pude reunir y busqué unas monedas, evitando cuidadosamente cualquier gesto que me traicionara.

“Su propina es mi sueldo”, rezaba un letrero escrito con rotulador negro sobre cartulina. Adiviné, al salir, las miradas que me seguían.

Justo en el momento en que llegaba mi pedido, los dos tipejos entraron a la sala y se instalaron a cuatro mesas de distancia. Yo mastiqué con dificultad. Traté de pasar la carne con un sorbo de vino. Un proyectil de miga de pan me golpeó en la oreja, y el golpe fue seguido de una carcajada estrepitosa. Me puse de pie, crucé el corredor del centro y entré al bar a buscar al administrador, pero me dijeron que ya no estaba.

También yo, pensé, tengo que recurrir a los administradores, y los administradores recurridos se escurren como anguilas. Le hablé al mesonero, que sí estaba en su sitio, manipulando botellas de todos colores, y me dijo que me podían servir en el mismo mesón, si yo quería, o en las mesas del bar. Ahí me dejarían tranquilo.

“¡Páseme la cuenta!”, le ordené, furioso, y volví a la sala de la entrada a buscar mi chaqueta. El lomo se achicharraba en su parrilla, y la ensalada mixta se ponía fiambre. Los dos tipejos masticaban a dos carrillos y no se dignaron a mirarme. Uno de los mozos se me acercó, y el mesonero, desde su refugio detrás del mesón, al otro lado del corredor, lo llamó y le dijo que no me cobrara.

“Deberían seleccionar un poco mejor a su clientela”, le dije.

El mesonero hizo un gesto de impotencia.

“¿No se le ofrece un bajativo, por cuenta de la casa?”

Ni siquiera me di el trabajo de contestarle. Tomé un taxi, porque ahora veía que la noche de Santiago no era tan segura. Nunca, en todos estos años, había sido segura, para qué estábamos con cuentos. “¡Pobre sueca!”, murmuré y murmuré después: “¡Pobre de nosotros!”.




 



 

 

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Por Jorge Edwards
Publicado en APSI, N°277, noviembre de 1988